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44 - El llanto de un alma herida.

Esther tomó aire con dificultad.

El reloj marcaba las 7:25 y la caminata para adentrarse al bosque apenas comenzaba.

Con la vista al frente, Esther trataba de no sucumbir ante la molesta sensación en sus pulmones y el ardor en sus piernas inexpertas, acostumbradas a desplazarse por terreno llano y distancias cortas.

   —Alan, ¿Por qué debemos venir tan temprano? —apoyó sus manos sobre sus rodillas entre bocanadas de aire, pidiendo con esa simple acción, un descanso después de haber andado por una pronunciada colina durante 10 minutos sin parar.

   —No me digas que ya te cansaste —Alan se giró hacia ella, despojándose de la gorra gris que llevaba con el único propósito, de ocultar sus largos y despeinados cabellos.

Era una mañana fresca, deliciosa para esos días calurosos. El sol les llevaba algunos minutos de ventaja, así que Alan procuró apresurar el paso para alcanzar a llegar a la primera cima y presenciar los senderos iluminados entre las tinieblas.

   —Tenías razón, la edad ya no me deja —Esther se incorporó, masajeando su espalda y soltando un ligero quejido.

   —¿La edad? ¿Segura? Yo diría que es el cigarro —Alan bufó, y señaló el sendero, avisando que estaban cerca del primer punto, y que una vez ahí, descansarían un poco más.

   —¡Dios, hubiera elegido el parque! — Se quejó Esther, limpiando unas gotas de sudor que empezaban a perlar su frente. Detestaba sudar. Y odiaba aún más, hacerlo ante las personas. Se sentía expuesta, vulnerable, fea; apestosa y pegajosa.

«Con lo bonita que venía» suspiró al recordar esa mañana, antes de salir de casa.

Se despertó más temprano de lo acordado. Eligió con sumo cuidado la ropa deportiva más bonita que tenía. Y con ello, peinó sus cabellos negros en una coleta alta y estilizada, marcando sus rulos naturales, con un poco de cera.

Maquilló ligeramente sus párpados con tonos marrones naranjas, para que el verde de sus ojos se destacara aún más; y se hizo un delineado bastante sutil. Además, llevaba consigo, como estandarte de guerra; sus labios. Tan rojos como la sangre.

Sabía desde un inicio que era tonto ir a la montaña tan ''producida'' pero era inevitable. Quería que su hijo, al menos se sintiera orgulloso de tener una madre hermosa. Ya que, en ese momento, era lo único a lo que podía llegar a aspirar Esther, consciente de todas sus fallas.

   —Ven, te ayudo —Alan le extendió su mano para hacerle más fácil la subida.

Un acto simple. Común entre las personas que desean apoyar, cuidar y acompañar a alguien, pero que, en Alan, resultaba ser toda una anomalía ante los ojos de su madre, que de a poco, iba conociendo a su hijo.

Esther tomó su mano con timidez; viendo ese acto como un valioso obsequio que no merecía.

Una risita escapó de sus labios, divertida y sutil. La mano de Alan era ligeramente más pequeña que la suya, más blanca y tersa; cálida, pero firme, ocasionándole un cosquilleo al corazón.

   —Sí insistí en venir temprano, es porque en verdad, valdrá la pena —la voz de Alan, nítida y pausada, se dispersaba con suavidad entre el mar de árboles que aún no habían sido bañados con la gracia del sol.

Esther se limitó a asentir y guardar silencio, percibiendo como, a medida que subían la pendiente, sus piernas ardían cada vez más. Su condición era pésima, y si se mantenía delgada, era solo por saltarse tantas comidas debido al estrés acumulado del trabajo.

   —¿Vienes seguido? —preguntó Esther, en cambio.

   —Sí. Aunque a Miguel y a Samy no les gusta venir tan temprano. Prefieren la tarde.

   —Oh, ¿quién lo diría? En casa te purgaba madrugar para ir a la escuela. Y aquí, lo haces por amor al arte.

Alan estaba por responder cuando su pie resbaló de improvisto, obligándolo a soltar a su madre en el proceso para sujetarse de una rama enroscada entre la densidad de la tierra.

   —¡Cuidado ahí, el suelo está suelto! —señaló con su dedo índice el sitio a evitar—. Trata de pisar donde veas que yo no me resbalo. Ya falta poco. Esta parte es la más complicada, pero nada que no se pueda superar.

En su voz, la confianza y madurez resaltaban, envueltas en un ligero aire de preocupación, haciéndolo brillar por su autenticidad y calma.

En ese momento, Alan era el guía, el maestro. Y ella, su seguidora y aprendiz.

«Qué curiosa situación» pensó Esther, sintiendo como su corazón palpitaba a mil por hora.

¿Era acaso producto del esfuerzo y la fatiga que le provocaba esa simple actividad física? Claro que era natural que fuese por eso. Pero en sus latidos, percibía algo más. Una emoción genuina que no descubriría hasta llegar a la cima.

Ahí, entre un mar de luces matutinas, suaves y salvajes, Esther divisó una bellísima corte de vetustos árboles bañados con la misericordia y amor del astro rey, que se colaba entre la delgada capa de neblina que los cobijaba aún, rodeándolos con su halo divino.

   —Venimos tan temprano porque las mejores vistas, son por la mañana – el pecoso suspiró, con una tenue sonrisa en sus labios y el brillo de la vida asomando por sus preciosos ojos verdes. —Bonito, ¿no?

   —Hermoso —admitió Esther, observando a su hijo entre los cristales salados que se formaban en el interior de sus ojos.

A pesar del infierno que le había tocado vivir a Alan, él estaba ahí, de pie ante ella.

Fuerte, decidido, capaz y hermoso. Como siempre deseó que fuera para que así, nada en el mundo pudiese derribarlo, engullirlo ni manipularlo. Desde su nacimiento, anhelaba que su hijo, tuviera una voluntad fuerte y decidida. Así nadie podría dañarlo con facilidad.

Ese había sido su deseo, cumplido ahora ante ella. Pero, también, percibía en él algo más. Un algo en lo que nunca caviló. De forma inesperada, Alan se había vuelto amable, protector a su manera, y sensible ante su entorno, igual a Mateo. Justo como quería su padre que fuera.

«¿Se volvió así de atento?... ¿O siempre fue así?»

De repente, varios recuerdos llegaron a ella como ráfagas de luz, alternándose uno tras otro. En ellos, vio a un pequeño Alan de 5 años, recolectando todos sus peluches y juguetes sobre su cama y cubriéndolos con una cobija para que no padecieran frío durante el invierno.

También, lo vio en preescolar, con sus mejillas regordetas y sus enormes ojos, animando a una niña que había caído y raspado sus rodillas. La pequeña se negaba a levantarse del suelo, esperando a que su madre apareciera en su auxilio. Pero él, con la mejor actitud y la más bella sonrisa chimuela e infantil, la motivó y llevó de la mano hasta el salón.

Incluso aquella vez en el parque. Un pajarito cayó de su nido. Ignorado por todo aquel que pasaba a su lado. Menos por el pecoso, quien no dudó en tomarlo entre sus manos, y devolverlo a su nido de nuevo. También, recordó esos días en que lloraba con amargura, porque no quería pegarle a su compañera durante las clases de karate.

Esther suspiró.

   —Ver el mundo con bondad trae consigo milagros que no puedes desaprovechar. Además, es más fácil conquistar con una sonrisa que con una mala cara ¿no crees? —Le dijo una vez Mateo, cuando eran aún muy jóvenes y llevaban poco tiempo conociéndose.

Sus palabras, sus acciones, su rostro, su voz. Esa dulzura desmedida y su buen ánimo, hechizaron el corazón de la joven e implacable Esther, quien, ahora, años después, reconocía en su hijo, la preciosa sensibilidad de Mateo, bien oculta entre los velos que ella misma de heredó, para esconderse de los ojos incautos y maliciosos.

«Te conseguí al mejor padre del mundo, Alan. Pero lamento que él no te consiguiera a la mejor madre. Tan solo mírate. Este gran avance...lo magnífico y especial que eres. Todo. Lo lograste sin mi»

La amargura quiso apropiarse de ella. Curvando sus labios en una mueca temblorosa, aprovechándose de su dolor. Encontrando en él, un sitio donde depositarse y crecer.

Sin embargo, el abrupto agarre del joven, la arrebató de su abismo antes de que Esther pudiese siquiera contemplar sus profundidades.

Con dos pasos frente a ella, el pecosito comenzó a descender; cargando de fuerza a sus piernas, mientras extendía su apoyo a esa mujer.

   —Está resbaloso por el lodo —advirtió el jovencito—. Ven, sostente de mí para que puedas bajar.

Así, el petricor, el calorcito que comenzaba a emanar de las entrañas del suelo, el murmullo de un río a lo lejos, y el canto de las aves, tomaban su curso cotidiano. Sin embargo, a los ojos de Esther, todo ese terreno se extendía ante ella como un mundo nuevo que se abría paso entre las tierras de concreto que ella tanto conocía. Cautivando con su rebelde y exuberante belleza, sus sentidos entumecidos.

Esa era una cara de la moneda que jamás hubiese conocido, de no ser por su propio hijo.

Siguiendo de cerca los pasos de su hijo, percibió a la sombra de su antiguo y siempre presente "yo". Esa que anhelaba apropiarse de Alan para engullirlo, justo como lo hizo con ella. Sin embargo, esta, comenzaba a desvanecerse, mimetizándose con el aire.

Era curioso. Desde pequeña, no podía evitar sentir que Montesinos destruía una parte esencial de su persona. Pero en el pecoso, era todo lo contrario. Recogió los restos afilados de su ser, lo construyó y fortificó. Y así, mientras Esther se sentía como un pobre pájaro enjaulado y herido, su hijo, no menos herido, logró encontrar la libertad para extender sus alas y surcar el viento por encima de esos verdes y vetustos mares.

«He de admitir que siento algo de envidia. Pero al mismo tiempo, un gran alivio» caviló, topándose de lleno con su vivo reflejo, ubicado en el cuerpo de un jovencito que, sin su guía, se encargó de resanar las grietas del antiguo cristal familiar; heredado de generaciones pasadas.

Cuyas fisuras fragmentadas, no eran más que los vestigios de una línea sanguínea que intentaba mejorar en los ojos de su descendencia.

Esther, fue la encargada de recoger los fragmentos del suelo; esos que su madre rompió al tratar de liberarse de sus cadenas.

De esta manera, fue ella quien tuvo que apilar cada pedazo, uno a uno, importando poco que se cortara las manos en el proceso. Sin embargo, al final de su arduo trabajo, solo pudo mirar la distorsión en su propio ser.

Después de todo, hizo lo mejor, con lo poco que tenía.

Y ahora, el turno de Alan había llegado. Siendo el siguiente al mando de su destino, rellenaba los huecos con pegamento y pintura azul cielo. Limando las imperfecciones con su independencia, lealtad y honestidad; su amable trato, y sobre todo, la libertad en sus pensamientos y acciones, que fue lo que motivó el comienzo de ese cambio generacional.

«Conseguiste lo que yo nunca pude, Alan» pensó, orgullosa de su hijo, atesorando el tacto de su mano.

   —¡Mira Esther! ¡Ahí está el río! —festejó el pecoso, sacándola de su ensimismamiento mientras soltaba su mano—. ¿Ya tienes hambre? Podemos comer ahí. Además, el agua nacida está super rica. Con eso agarraremos fuerza.

Ella solo asintió, feliz de ver genuina emoción en el rostro de su hijo. En el que ahora, podía reconocer un alma en crecimiento. Un camino prometedor. Una luz que siempre se negó a ver.

El río, apacible en su andar, los recibió con un dulce murmullo que entonaba canciones de perdón y amor, deslizándose entre las suaves rocas en su interior.

«Hasta la roca más puntiaguda y filosa, cede ante las caricias del agua» pensó, divertida, recordando a Mateo una vez más.

Ambos eligieron un par de rocas que yacían en la orilla del agua, cuya forma era idónea para sentarse y descansar.

   —¿Cómo fue tu primer día viniendo al bosque? —fue una de las preguntas que Esther le hizo mientras degustaba su desayuno.

Deseaba saber cómo fue el camino de Alan hacía su propio crecimiento. Y algo le decía, que ese bosque ocultaba el secreto entre sus raíces y helechos, sus murmullos y su antiguo dialecto. Esperó respuesta con paciencia, notando que el pecoso, por primera vez en el día, dudaba ante ella.

Alan era consciente de que amaba andar por el bosque, y aún más durante las mañanas. Encontrándose en sus caminos, conocía por cuál vereda podría llegar al río a pesar de su mala orientación. Sus oídos, sus sentidos. Todo en él, se agudizó con premura para detectar el mínimo cambio en el viento.

No era un experto, claro estaba. Pero él frecuentar esos caminos, lo hizo desarrollar ese lado primitivo que el ser humano perdió en su sendero evolutivo hacia la tecnología.

Por otra parte, indagando más a fondo, se le dificultaba recordar justo el primer día que pisó esos terrenos. Eso, junto a la motivación que impulsó sus pasos para adentrarse aún más a esa tierra sagrada.

No fue con Miguel. De eso estaba seguro.

Tampoco junto a Samy, a quien conoció tiempo después.

«¿Cómo fue que comencé a venir?» la duda creció en su ser, seguro de que, por voluntad propia, jamás habría entrado ahí sin un buen motivo.

Entonces, la imagen nebulosa de una persona caminando ante él, se mostró en su memoria, bañada por los rayos del sol entre el crujir de sus pasos, sobre el silencio más acogedor había presenciado en su vida.

Sin rostro, sin voz, ni nombre. Un fantasma silencioso moviéndose entre la espesura del bosque, que emanaba una dulce calidez semejante a un abrazo.

   —No me acuerdo, la verdad —admitió, mirando al horizonte. Pensando en si esa imagen, era un producto de su ávida imaginación o si en verdad, era un recuerdo omitido—. Creo que vine con Miguel. Me retó a entrar y pues, me emocioné de más —mintió. No por gusto, si no, por desconocimiento a su propia verdad.

   —Me lo imagino. Siempre fuiste algo competitivo...

   —Es lo que pasa cuando metes a tu hijo al Karate antes de que siquiera pudiera hablar —señaló el pecoso, con una sonrisa en los labios.

   —¡No me veas a mí! — Esther se cruzó de brazos, fingiéndose indignada—. Yo hubiese preferido que entraras a esgrima. Pero al final ganaron las artes marciales.

   —Son útiles, pero a los 4 años... creo que pudiste esperar más.

   —Planeaba inscribirte a los 6 o 7 años. Sin embargo, tu padre quería qué...—Esther calló.

"Padre."

Esa simple palabra, cuyo significado envolvía un nombre junto a cientos de recuerdos dulces, cuán amargos, brotó de aquellos labios rojos por primera vez en mucho tiempo.

Desde la muerte de Mateo, solo llegó a mencionarlo en contadas ocasiones, y por lo general, esto sucedía con Liliana.

Aunque hubo una vez, cuando Alan vivía con Esther, en que llegaron a mencionarlo.

Ahí, en la grisácea atmósfera de su apartamento, mientras comían puré de papa del KFC y un bistec frío y roñoso para los dientes del pequeño Alan, que batía sus pies sobre las alturas que la silla le proporcionaba.

Pero así, como su nombre brotó, coloreando por un segundo el área, se pulverizó entre las cenizas de su familia marchita.

Era doloroso recordarlo, y con ello, pensar que su luz se había marchado; dejando en tinieblas el mundo que tendrían que habitar sin su presencia.

El pecoso decidió guardar con recelo su nombre, al igual que su madre. Colocándolo como un tesoro invaluable en un pedestal mental donde reinaban todos esos recuerdos en que alguna vez, fueron felices a su lado.

   —Oye, Esther... ¿Por qué nunca quieres hablar de él? —se atrevió el pecoso a indagar, aprovechando el incómodo silencio que se incrustó entre ellos.

«Es una mala idea preguntarle cuando estamos solos en el bosque. Pero, no creo que haya otro momento para hacerlo» Caviló. Esperando respuesta y mirándola de reojo, atento a cualquier movimiento brusco en su contra.

«Si intenta algo, correré. Tengo la ventaja. Ella no conoce el lugar y no tiene condición. Solo, debo cuidar que no me agarre antes de poder escapar»

En su mente, ideó media docena de rutas de escape en caso de que fuera necesario. No confiaba al cien en Esther, pero debía dar el primer paso y tantear el terreno. Buscar una oportunidad y ver si podía depositar en ella, un poco de su confianza.

«Si ataca, no tendré compasión. La dejaré aquí. Además, no sería la primera vez que escapo de alguien en él... ¿Bosque?»

Alan sintió un golpe de realidad con esa afirmación. Tan extraño y contundente que sus sentidos temblaron con violencia. ¿Alguna vez llegó a escapar de alguien en ese vasto bosque? De ser así, ¿De quién huyó? Y... ¿por qué?

Alan sacudió su cabeza, para disipar esa extraña sensación. Apretó sus manos en un puño y se centró en su presente. Ya habría tiempo de analizar su huracán de emociones y pensamientos.

Esther por su parte, dejó brotar un suspiro.

Esa pregunta la tomó por sorpresa. Tenía tantos motivos erróneos para haber omitido el nombre y con ello, la existencia de su marido, que no sabía por cuál empezar.

   —Lo hice... tal vez, porque tenía miedo de herirte más al recordarlo —admitió, dudando—, y, en el proceso, herirme a mí misma.

En su voz, la honestidad era palpable entre las trémulas palabras que dejaba brotar de sus labios.

   —Yo... Soy una persona egoísta. Y, no quería compartir lo poco que me quedaba de Mateo. Además, hablar de él, solo me haría sentir más vulnerable. Y no sé, supuse que, de alguna forma, pensabas igual. Como esas veces en que tienes sed, y piensas que la persona a tu lado también tendrá sed y por eso le ofreces agua. No lo sé. Fue algo por el estilo...

Alan meditó sus palabras. Saboreando cada una de ellas, para después, desglosarlas con cuidado.

Si lo pensaba bien, de alguna forma, ambos protegían el recuerdo de Mateo con recelo. En eso eran similares.

Si ella amaba con locura, odiaba con fuerza, lloraba desconsolada; era violenta e irascible como un volcán en erupción... él también lo era.

Después de todo, eran madre e hijo. La genética dictaba hasta cierto punto el camino; aun cuando Alan, en algún momento del trayecto, abandonó ese sendero a pesar de su naturaleza. Fue esa simple acción de rebeldía, la que le permitió descubrir que, en ese pasado, ''él'', no era él, y solo reflejaba lo que veía y recibía por parte de Esther y del mundo.

—Entiendo. Pero, creo que te equivocaste —admitió al fin, corroborando que Esther estaba tranquila –. Yo sí quería hablar de él. Saber más cosas de mi papá. Su nombre me calma, su recuerdo me consuela. Yo no tenía sed, tenía frío. Y de nada me servía el agua que me diste, porque nunca me quitaste el frío.

Los fragmentos del corazón deshecho de Esther retumbaron en su interior, amedrentando su ser. Abriendo sus grietas, desmoronando su aparente calma con un grito ahogado que hizo eco desde sus entrañas, mientras rasgaba su garganta.

Las lágrimas rodaban por sus mejillas cuando abrazó a Alan.

—¡Perdóname, hijo! —sollozó, empapando el hombro de su pequeño.

Alan negó con la cabeza, mordiendo su labio inferior; conteniendo cuanto podía el llanto.

No quería llorar, no deseaba dejar que sus emociones se desbordaran y destruyeran sus muros en el proceso. Esos que había construido a base de dolores, tristezas, y lágrimas contenidas.

«Puedo aguantar... Siempre he aguantado» pensaba el pecoso, resistiéndose cuanto pudo, hasta que, sin previo aviso, una mano grácil y fantasmal, abrió esa puerta blindada en su interior. Y con ello, el niño pequeño y asustado que era; su yo más personal y real, abandonó aquel recinto sagrado donde el recuerdo de Mateo lo protegía, para correr y desbordarse en los brazos de su herida madre que lo esperaba al otro lado de la muralla.

Aferrando sus manos temblorosas a la espalda de Esther, un desgarrador lamento abandonó su ser desde las profundidades de su dolor, su miedo. Su miseria y su soledad.

Elevándose con el arrullo del río, que se encargaría de recibir sus sentimientos y transmutarlos.

Entonces, la imagen de esa odiosa serpiente se sumió en la oscuridad; cayendo en un profundo sueño; permitiéndole a Esther acoger entre sus brazos a su pequeño. Ya sin miedo a salir lastimada.

Sosteniendo a ese niño que tanto la necesitaba y al que había decidido ignorar por temor. Así el clamor de sus heridas se desbordó, limpiando su atormentado ser.

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