42 - Una falla en la simulación.
Los días de Alan junto a su grupo de amigos corrieron con fatal normalidad.
Adaptándose de a poco, el pecoso fue aceptando la presencia de Karla entre su grupo de amigos. Encontrando en ella, una amistad bastante sólida en la que apoyarse a pesar de ser una desconocida para él.
También, se acostumbró a la creciente seguridad y valentía que Miguel adquiría día con día ante sus ojos. Y con ello, a la forma en que se expresaba y defendía cuando las personas trataban de molestarlo por practicar danza contemporánea; ya que el rumor se extendió y los bullys de Montesinos, Raúl y sus primos, no tardaron en apodarlo, '' El Marica del pueblo"
Sin embargo, la actitud del castaño era de indiferencia pura y glacial; defendiéndose en ocasiones de manera verbal, siendo capaz de humillar a los bravucones solo con sus palabras.
Si trataban de atacar, Alan, Samuel y Karla, resultaban un buen escudo para él; protegiéndolo de cualquier intento de pelea.
También, la creciente popularidad de Samuel azoraba al pecoso. La actividad física que realizaba, estaba rindiendo frutos, dándole una mejor postura y complexión. Era más enérgico y su excesiva timidez, se esfumaba con el pasar de los días, atrayendo a las personas con su luminosidad natural y su amable trato.
Como pudo, se adaptó a los cambios que solo él era capaz de sentir. Después de todo, esa era su vida; y lo había sido durante meses, aunque su cabeza le dictara lo contrario.
«Una parte de mí, siente que todo es un sueño. Una fea simulación» cavilaba una y otra vez a lo largo de sus días de adaptación. «¿Qué puedo hacer con este sentimiento tan jodido? Además de ignorarlo»
Era la misma sensación que le provocaban sus sueños; los cuales, seguían persistiendo en cada una de sus noches junto a la imagen de un fantasma adherido a la agonía como él.
Acostumbrado tal vez a ese molesto pesar que lo acongojaba, la extrañeza de sus mañanas fue disipándose con el pasar de los días. Dejando tras de sí una neblina difusa de perplejidad que, de vez en cuando, lo descolocaba de su establecida vida, arrebatándole amargas lágrimas de dolor en la intimidad de su habitación.
Resignado, suspiraba al cielo, dispuesto a vivir entre la tristeza y la extrema añoranza dirigida a alguien que no existía.
«Pareces un despojo; un amante condenado a vivir de las sombras de un recuerdo difuso, donde habita el motivo que hace arder su corazón; así como un eco que suplica su adorada presencia»
Las palabras de Karla se habían encajado en su mente con una avasalladora fuerza. Como un hacha afilada que rompía su cráneo, supurando su veneno directo a la masa suave y gris que poseía como cerebro.
—¡No dice más que tonterías! — escupió, molesto la mañana del 29 de junio.
Sentado al borde de su cama, admiraba las pálidas buganvilias que parecían sangrar sus vivos colores junto a los pesares del pecoso, mientras el sopor del sueño acompasado a sus quimeras, se evaporaban con el calor de la Aurora matinal.
Como pudo, se levantó de la cama dispuesto a prepararse para salir.
Esa mañana, iría junto a Miguel al mercado a comprar algunos ingredientes que Liliana necesitaba. Esto, con la finalidad de darle a Esther una cálida bienvenida, coronada con su comida favorita.
—Aquí tienen. Son dos listas para que se dividan y hagan las compras más rápido —comentó Liliana, con una luminosidad llamativa adornando su rostro—. Alan, te dejo a ti la carne, que a Miguel siempre le dan de lo peorcito.
El pecoso no pudo evitar burlarse de su primo, quien se limitó a mirarlo con aire de reproche, cruzándose de brazos.
—Solo fue una vez, mamá —expuso ligeramente molesto.
—Perdón corazón, pero no quiero arriesgarme. Vayan, vayan. Que la birria es muy tardada y mañana llega Esther. Saben que es muy puntual. Y si dice que a la una está aquí; tengan por seguro que así será.
El pecoso entornó los ojos, hastiado al escuchar el nombre de su madre, cuya relación fluía torpemente.
Esther procuraba marcarle casi todos los días, al menos durante algunos minutos. Al inicio, el silencio incómodo que sostenían acompañaba la mayoría del tiempo en su llamada. Sin embargo, paso a paso, la conversación se desarrollaba en algo meramente decente, donde las actividades cotidianas eran el tema principal
Y ahora, con la llegada de Esther, la familia pronto vería que tanto había cambiado en ese lapso de tiempo. Y con ello, se pondrían las cartas sobre la mesa respecto al futuro inmediato del pecoso.
¿Se quedaría más tiempo en el pueblo? ¿O esos serían sus últimos días andando por esos bellos parajes? La idea le atenazaba el estómago.
Así, con esa sensación, Alan se giró hacia la puerta, dispuesto a adelantarse mientras se colocaba una gorra color azul cielo para cubrir sus despeinados cabellos.
Miguel, pronto lo alcanzó, tomando el dinero y las bolsas de tela para hacer el mandado.
—¡Oye! ¡Espérame! —pidió el castaño, saltándole encima y propiciando una pequeña pelea amistosa, en la cual, Miguel le arrancó la gorra al pecoso.
—¡Ey, devuélvemela! —exigió y de un rápido movimiento se la arrebató, colocándosela de nuevo sin perder tiempo.
—Oye, ¿soy yo o últimamente te estás descuidando mucho? —observó el castaño con seriedad.
—¿Qué tontería dices?
—Te veo más delgado. No te has cortado el cabello y siempre andas despeinado. No estoy seguro de esto, pero apuesto a que apenas y te bañas.
—No sé. A ver, checa —dijo Alan, atrayéndolo hacia su axila y estallando en carcajadas ante los gestos de asco de su primo.
Entre risas y quejas, ambos se separaron cuando llegaron a su destino. Esto con la intención de agilizar su tarea.
Después de quince minutos, Alan se desocupó de sus faenas y llegó al punto de encuentro que pactaron con anterioridad, descubriendo en el acto, que era el primero en terminar sus compras.
Tomó asiento al borde de una jardinera de concreto, la cual, rodeaba un frondoso y hermoso árbol; cuya sombra, resultaba una absoluta delicia para todo aquel que se instalara en sus faldas. Y ahí, Alan se dedicó a esperar.
Junto a él, un puesto de flores ambulante se encontraba, siendo atendido por dos amables ancianas que charlaban con total calma mientras algún cliente se acercaba.
Escuchando en intervalos las conversaciones del par de mujeres, el pecoso admiraba el cielo de esa mañana soleada, teñida con los cálidos colores del verano.
El canto matutino de las aves fluía con normalidad, al igual que el andar de las personas a su alrededor.
Suspiró, abanicándose ligeramente con su mano derecha mientras con el dorso de la izquierda, se limpiaba el sudor que perlaba su frente.
«Mierda, apenas son las nueve y ya está haciendo calor» advirtió molesto, sintiéndose pegajoso e incómodo.
Su nuca estaba empapada y pronto, debido al excesivo sudor, comenzaría a apestar.
«¿De verdad me he descuidado?», se cuestionó de repente, mirando sus ropas.
Llevaba puesto un pans bastante holgado, y una camiseta naranja y vieja que, en otra situación, no utilizaría para salir a la calle. Además, no llevaba sus acostumbrados tenis, esos que tanto llamaban la atención por lo bonitos que eran y lo limpios que los tenía siempre.
Su cabello despeinado había crecido bastante, y pronto los negros mechones tocarían su hombro. Además, la gorra que llevaba puesta, ni siquiera combinaba con su vestimenta.
Él, quien siempre procuraba peinarse y verse bien, ahora era una sombra perdida en el asfalto de lo que alguna vez fue.
«Es como si todos avanzarán,menos yo»
Avergonzado de su penosa apariencia, se encorvó un poco, tratando de ocultar la fea camiseta deslavada que llevaba puesta, y así mismo, cruzaba sus pies para esconder las feas, pero cómodas sandalias que usaba.
Con esa incómoda imagen de sí mismo, pasaron cerca de 5 minutos, en los cuales, no había rastro de Miguel.
—No me digas que tengo que ir por ti — susurró el pecoso aún más molesto, tronando la lengua, dispuesto a alzar las bolsas del mandado que había dejado en el suelo, para ir a buscar a su primo.
Sin embargo, una anomalía inesperada lo absorbió entonces, con el sólido tacto de un par de manos fuertes y ágiles que se aferraron a él con desesperación.
Al girarse, preparó su puño por inercia, dispuesto a zafarse de aquel violento agarre y activando su sentido de supervivencia.
—Alan —lo llamó una voz femenina.
El pecoso, tenía ante sí a una mujer bajita, morena y delgada. Se miraba sucia, desarreglada y muy maltrecha mientras, con sus pequeñas manos, se enganchaba a él con desesperación. Su voz, trémula, rasgaba sus oídos entre un lamento que parecía eterno.
El pecoso relajó sus músculos, mirando aquel rostro compungido por el dolor.
—¿Disculpe? ¿La conozco? — preguntó con cautela.
—Alan, mi niño, dime que tú si lo recuerdas —suplicó, con un deje de esperanza en su voz —. Mi niño, era tu amigo. ¿Lo has visto? ¿Sabes algo de él?
El pecoso se miraba bastante confundido.
—Perdón señora, pero creo que se está confundiendo. No la conozco. Y no sé de quién me habla...
—No, no —se lamentó ella, al borde de un colapso, agachando la cabeza y soltando su agarre para dar pequeños golpes en el pecho del menor—. Alan, no me digas que tú también. Hablo de mi niño. Estuviste en nuestra casa hace unas semanas. Ibas todos los días para cuidarlo y acompañarlo... ¡Se querían tanto! ¿En verdad no lo recuerdas?
Alan tragó saliva, tratando de dar un paso hacia atrás. —Señora, le digo la verdad, se ha confundido.
—¡No!, ¡No! ¡Tú eres el mejor amigo de mi hijo menor! ¡Eran como uña y carne! — chilló, atrayendo la atención de las personas que andaban cerca.
—Rosario, cielo... deja al niño en paz. Nadie en este pueblo sabe nada de tu hijo —pidió una de las ancianas del puesto de flores, incorporándose de su asiento y tomándola con delicadeza del brazo.
—No, doña Mari... ¡Tengo un hijo! ¡Dejen de fingir!
—No mentimos. Yo sé que tienes un hijo. Sí, y ese es Jaime. Pero sabes de sobra que está en la ciudad. Fue a estudiar, ¿no lo recuerdas?
Rosario negó con la cabeza.
—No, no... tengo otro hijo. ¡Dos varoncitos! Uno de 21 y el otro de 15. Mi chiquito es quien desapareció. Deben ayudarme. ¿Por qué no quieren creerme? —y dirigiéndose a al pecoso, continuó—. Alan, por favor, dime que lo recuerdas. Dime que si, por favor.
Rosario acunó entre sus manos las del pecoso.
Él, asustado, negó con la cabeza. —Se está confundiendo señora, yo...
—¡Sí! ¡Sabes de quién hablo! —la mujer, desesperada, soltó una de sus manos y hurgó entre sus propias ropas, sacando de su pantalón un pedazo de papel doblado en dos—. ¡Aquí, aquí estás junto a él! ¡Eres tú!
Rosario le mostró una foto donde Alan, dormía plácidamente sobre el pecho de alguien.
Una persona cuyo rostro fue cubierto por el dedo de la mujer.
Un escalofrío corrió por la espina dorsal del pecoso, quien extendió su mano para tratar de sujetar aquella imagen, sintiendo como su corazón palpitaba con fuerza.
—¡Alan! ¡Perdón por tardar! —lo llamó el castaño de repente, caminando apresurado hacia él e interponiéndose entre su primo y aquella mujer.
—¡Miguel! Miguel, tú... ¿Recuerdas a mi niño? ¿Tú si lo recuerdas? — le preguntó, esperanzada, tratando de mostrarle la fotografía que Alan no pudo sujetar.
Sin embargo, el castaño suspiró, apartando la mirada. Un aire de pena asomó por sus ojos marrones.
—Sí, recuerdo a Jaime doña Rosario. Se fue a la ciudad a estudiar ¿no? — el castaño utilizaba una voz pausada y conciliadora, otorgándole una sutil sonrisa a la pobre mujer.
— Miguel, no, por favor. No me hagan esto —suplicó llorando y alternando su vista en ambos jóvenes —. Yo tengo dos hijos. Dos varones. ¡Y uno es de su edad y era su amigo! ¡Ha desaparecido! ¡Todos fingen! ¡Pretenden que no existe! ¡Pero mienten! Yo necesito que me ayuden...
—Señora... En verdad, desconozco quién era su otro hijo, pero nosotros no lo conocemos —explicó el castaño —, lamento su pérdida, pero por favor, suelte a mi primo.
Con esta petición, tomó la mano con la que Rosario se aferraba aun al pecoso, y con suma delicadeza, la separó del pecoso.
—Rosario, ven —insistió la anciana, auxiliando a ambos niños—. Te acompaño a tu casa, querida — con una voz amable, trataba de calmar un poco a la pobre Rosario.
—¡Pero!...
—Vamos. Quiero que me cuentes todo a cerca de tu hijo... ¿Cómo dices que se llama?
Rosario tragó saliva. Asintió y temblando le mostró la fotografía a la mujer mientras se alejaban a paso lento. —J-Joel. Mi chiquito se llama Joel.
Miguel suspiró, recogió las bolsas del pecoso y se las entregó.
—Vámonos antes de que se le deschavete la cabeza de nuevo —advirtió Miguel apurado. Miró a su primo y lo sujetó del brazo, preocupado—. ¿Te hizo daño?
Alan negó con la cabeza, sosteniendo su pecho mientras, con su mano libre, tomaba las bolsas que le extendían.
«¿Qué pasa?» se preguntó, sintiendo que su apagado corazón palpitaba con fuerza de repente. «Joel...ese nombre...»
—¡Menos mal! Ya ves que esa mujer se pone medio agresiva cuando empieza a alucinar. Lo bueno es que no te hizo nada.
Alan lo miró confundido. —¿Alucinar?
—Sí. ¿No la recuerdas? Se la pasa insistiendo en que tiene dos hijos. Y que el menor ha desaparecido. Se pasea por todos lados mostrando un pedazo de papel viejo y arrugado. Ella dice que es la fotografía de su hijo, pero está en blanco —aseguró.
«¿En blanco?»
—En todos los lugares existe la "loca del pueblo" no somos la excepción —continuó el castaño —. A veces está bien, pero de repente se le bota la canica y empieza a buscar a su hijo invisible. Acosa a cada estudiante que encuentra. La verdad duele verla así, pero duele más cuando te agarra y aprieta el brazo.
—Pero... conocía nuestros nombres —observó el pecoso, tratando de sonar calmado, cuando por dentro, un torrente de preguntas atosigaba su mente.
—Esto es un pueblo ¿lo olvidas? Todos conocen a todos. No tiene nada de extraño que conozca nuestros nombres, Alan.
Hubo un momento de silencio, en el cual, caminaron hasta estar a dos cuadras de casa.
—Oye, Alan —habló Miguel, quien, en todo el camino, miraba de reojo a su primo—. Tal vez son ideas mías, pero...no recuerdas nada, ¿verdad?
Alan se detuvo abruptamente, topándose con los ojos marrones de su primo quien hizo lo mismo.
El pecoso bufó, tratando de lucir tranquilo. —¿Qué dices? No seas tonto.
—Lo he estado notando desde hace rato. Pero, por la forma en que actúas, pareces un ser de otro mundo que trata de adaptarse al planeta tierra —advirtió, ignorando al pecoso—. Noté que de repente, desconocías a Karla por completo. La mirabas como si fuese un bicho raro. Y se notaba tu incomodidad a kilómetros cuando ella te abrazaba. Siendo que desde que llegaste, fueron muy unidos. Además, no dejas de sorprenderte por la popularidad de Samuel, o incluso por algunas acciones que yo mismo hago desde siempre.
—No, ¡claro que no!, ¿Qué tonterías dices? —rio el pecoso, meneando la cabeza en un gesto negativo —. Le estás dando muchas vueltas ¿No crees? — preguntó, incómodo ante la perspicacia de su primo.
—Puede ser —respondió el castaño, después de un breve silencio y retomando el camino a casa, sin ánimo de discutir el tema.
«Últimamente, me he convertido en el peor de los mentirosos» pensó Alan, sabiendo de sobra, que Miguel no le había creído ni un poco.
«Tienes razón, Miguel. No recuerdo nada. De Karla...la verdad es que ignoraba su existencia por completo. Y de ustedes...siento que trato con dos desconocidos que llevan el disfraz de un amigo. Las cosas son muy confusas para mi ahora. Y ahora, lo son aún más».
Alan, apenas llegó a casa, dejó las bolsas en la cocina y después de ayudar a acomodar algunas cosas del mandado, se dirigió a su cuarto, alegando que se sentía cansado.
Cerró la puerta con seguro, se despojó de su burdo calzado y abrió la ventana para permitirle al aire entrar y refrescar su habitación.
«Esa mujer me enseñó una foto. No era un pedazo de cartulina blanca, como dice Miguel. En esa imagen, estaba yo.» caviló, recostándose en su cama, y encajando su mirada en el techo.
«Pero ¿Cómo podría tener una foto mía? Además, estaba durmiendo junto a alguien, y no era necesariamente Miguel o Samuel. Jamás he dormido de esa forma con ellos. Con nadie, a decir verdad. Además...»
—Joel...—murmuró, tocando su pecho. Siendo presa de ese acostumbrado dolor con el cual despertaba todas las mañanas —, ese nombre me suena demasiado. Pero no sé de dónde...
Alan se sumió en un mundo de pensamientos y recuerdos difusos, donde trataba de dar con alguna persona que poseyera ese nombre.
Cerró sus ojos y al cabo de unos minutos, debido al silencio y al ligero ruido que imperaba en la calle a esas horas de la mañana, cayó de a poco en un ligero sueño donde ni una sola imagen se presentó ante él.
Solo la oscuridad misma.
Alan despertó de su siesta, alterado por un fuerte golpe en el suelo que lo obligó a abrir sus ojos con brusquedad.
Sentándose a mitad de la cama, alcanzó a ver en el piso, un pedazo no muy grande de ladrillo, ubicado justo a mitad de su cuarto.
Curioso y algo alterado, miró a su alrededor, asegurándose de estar solo. Inspeccionando el área, rápidamente se levantó como pudo para asomarse por la ventana, donde observó la calle totalmente vacía. Alguien, le había lanzado ese pedazo de piedra, arrancándole algunas flores a la buganvilia y ensuciando en el proceso, el suelo por el impacto.
Al tomar el ladrillo y verificar que el suelo no se hubiese roto, notó que ese pedazo de bloque naranja tenía una nota a su alrededor; pegada con cinta transparente:
Atender al llamado de una extraña que el pueblo tachaba de loca, no era la mejor idea que había tenido en su vida. Y de eso podía estar seguro a pesar de que los recuerdos de sus días en Montesinos estuviesen en su mayoría incompletos.
—¿Para qué me querías ver tan temprano? —le preguntó Karla, saliendo de su casa.
Usaba un conjunto deportivo holgado y discreto, que cubría todo su cuerpo con máxima comodidad. No llevaba maquillaje y su cabello, alzado en una mal hecha coleta de caballo, dejaba ver sus lindas facciones.
—Necesito tu ayuda —la atajó el pecoso.
—Si, ¿pero no podría ser más tarde? Esto de despertar temprano tendría que ser un delito —se quejó—. ¡Es domingo! ¿Por qué debería estar despierta a las poco antes de la ocho de la mañana? Más te vale que sea por una buena causa.
—Quiero creer que es una buena causa. Y es que solo a ti te encomendaría una tarea así —aseguró el pecoso despertando la curiosidad de Karla —. No es la gran cosa lo que te pediré, pero tu compañía me servirá de mucho.
—¿Compañía?, ¿Qué pasa? —Alan le extendió la nota que Rosario le había entregado.
Sus ojos rasgados se abrieron aún más conforme leía. —¿Estás loco? Conozco a doña Rosario, no es mala persona. Pero se le bota la canica de repente y se pone algo neurótica.
Alan titubeó. —Ya lo sé. Pero... En su nota, menciona algunas cosas que me dejaron pensando. Tan solo ve— señaló un párrafo en específico —. Habla de los sueños. Y de cómo me siento al despertar. Además, me llamó la atención el tema de la foto. Quiero saber por qué aparezco en ella. Y quien es la persona que tengo a un lado...
Karla lo escrutó con la mirada, atenta.
Sus ojos podían ser severos y muy incómodos de sostener a veces. Y en este caso, no era la excepción. En su cabecita, analizaba todos los posibles escenarios que traería consigo ese encuentro, mientras el pecoso, luchaba por sostenerle la mirada.
Finalmente, después de unos segundos, rompió la tensión que ella misma generó, con un simple suspiro.
—Entonces ¿pretendes que yo vaya de guardaespaldas?
—Suena muy feo así. Quiero que vayas como mi acompañante. Por si se pone rara la cosa, puedas buscar a alguien que me ayude.
—Eres muy molesto —admitió, resignada—. Te ayudaré, ¡pero me deberás una!
Alan se sintió feliz, tomándola de la muñeca y guiándola por el camino sin perder tiempo. Repleto de confianza, caminaron hasta el punto de encuentro.
Rosario, como dijo en su nota, lo esperaba sentada en la jardinera, frente al puesto de jugos. Llevaba una pequeña bolsa de mandado y el cabello recogido, mostrando un aspecto más pulcro que el del día anterior.
—Buen día, doña Rosario —saludó el pecoso, a unos pasos de ella.
—¡Qué bueno que viniste! —exclamó la mujer, ofreciéndole una sonrisa en cuanto percibió su presencia.
—Si... Oiga, no quiero ser grosero, pero es que no tengo mucho tiempo... ¿De qué quería hablarme?
—Entiendo, no tardaré —dijo ella, tomando asiento e invitándolo a hacerle compañía.
Karla, silenciosa e indiferente, se sentó a su lado; callada y distante. Inmóvil y sumergida entre la música que sonaba desde sus audífonos. Ajena a todo. Como una reina del hielo.
Alan la observó unos segundos. «Miguel dice que es igual a mi... ¿soy tan insufrible?» pensó, notando que su amiga ni siquiera saludó a doña Rosario. Aunque a esta, eso parecía tenerla sin cuidado.
—Mira, traje esto —Rosario le extendió un sobre amarillo que el pecoso recibió, dispuesto a abrirlo de una vez—. No, no lo abras ahora. Hazlo en casa. Cuando hayas procesado la situación.
—¿De qué situación habla? —indagó el pecoso, mirando el sobre con curiosidad.
—Lo has visto en tus sueños, ¿no es así? —preguntó Rosario. Su voz fue como un cuchillo que rasgó el aire—. Un sueño donde él camina frente a ti, y siempre se aleja. Aunque te acerques a él, se desvanece
Alan apretó sus labios. —¿Qué le hace pensar que tengo esos sueños?
—Estás aquí. Si no fuese por eso. Estoy segura de que no le hubieras hecho caso a esta pobre loca de pueblo.
Hubo un silencio entre los dos, en el cual, Alan indagó en aquel rostro moreno. Era una mujer hermosa y sencilla. Demacrada por el dolor y el cansancio. Estaba bastante tranquila y el pecoso, no podía evitar sentir simpatía por ella.
—Pero, no está loca —se aventuró a decir, bajando su mirada. Observando sus tenis.
Ella lo miró, esperanzada, negando con la cabeza. —Ojalá lo estuviera.
Con esto, Rosario comenzó a relatar lo que fue ese último mes para ella, mencionado un sueño en específico que la embargaba día con día.
En ese sueño aparecía su hijo mayor, Jaime, con once años de edad. Ambos, caminaban de vuelta a casa, tomados de la mano, riendo y conversando. Sin embargo, una voz captaba la atención de Rosario. Una vocecita que encontraba encantadora y dulce.
De repente, como suele pasar en los sueños, se encontraba sola, caminando en dirección a esa voz que la guiaba a diversos sitios del pueblo. A veces, al bosque. Otras, a la escuela. Y algunas... a una casa que poseía un árbol de buganvilia.
Cuando llegaba a su destino, la sombra de un jovencito se presentaba ante ella, impidiéndole ver su rostro, pero llamándola con dulzura.
—¿Y qué le dice? —interrumpió el pecoso, curioso.
—Me dice muchas cosas. Me llama. Dice, "ven mamá, por aquí", "A que no me atrapas" juega conmigo, y yo me divierto al buscarlo entre los caminos por los que me lleva. Es un lindo sueño. Al menos, hasta el día en que lo atrapé por fin.
—¿Pudo verlo? — Alan se notó emocionado. De repente, la esperanza de alcanzar a esa persona en sus sueños se encendió como un faro de luz en medio de un camino oscuro.
Rosario asintió, con una suave sonrisa amorosa. Una sonrisa, de madre.
—Cuando lo vi, un mundo de recuerdos llegó a mí. —confesó — Fue como si me golpearan de repente. Lo vi desde el momento en que lo concebí, hasta que lo perdí. Lo llamé por su nombre. Joel. Mi pequeño y atormentado Joel.
»En mi sueño, lo abracé y besé su cabecita despeinada, su naricita respingada, sus ojitos grises y sus cachetitos suaves. Me sentí completa. Y al mismo tiempo, muy triste y culpable. ¿Cómo pude olvidarme de él? Esa aberración es impensable para una madre...pero lo olvidé, al fin de cuentas.
—Y.... ¿Cómo sabe que ese sueño fue real? Pudo ser solo eso. Un sueño.
Rosario negó con la cabeza.
—Es mi hijo. Estoy atada a él por el amor que implica ser su madre —explicó—. Sé que no es un sueño, porque el vacío que siento no se compara con nada en este mundo. Una parte de mi está extraviada.
Alan la observó atento. En su rostro, la convicción de sus palabras resaltó sobre su preocupación.
—Y entonces... ¿por qué su hijo se me aparecería en sueños? — preguntó, deseoso de obtener una respuesta.
—Oh, mi niño. Eso es muy fácil. ¡Porque ustedes dos eran inseparables! —aseguró —. Mis recuerdos no están completos aún. Faltan muchas piezas. Pero estoy segura de que no existía un solo día en que Joel no hablara de ti. Desde que él te conoció, ¡cambio tanto! Te quiere mucho, Alan. Por eso te busca en sueños. Desea que lo recuerdes, así como deseaba que yo hiciera lo mismo.
Alan esbozó una sonrisa incrédula. —Suena muy bonito todo esto, señora. Pero yo no lo conozco...
—No recuerdas nada de tu vida en Montesinos —aseguró Rosario, tomando por sorpresa al pecoso —. ¿Cómo estás tan seguro de que lo que digo es mentira? Hasta hace unas semanas, yo estaba igual que tú. Muchas cosas estaban descolocadas. Como una...simulación.
«Una simulación» pensó Alan, reconociendo en esa palabra, un sentimiento absoluto.
El pecoso lo meditó con detenimiento. Había varias cosas que no sabía cómo explicar. Y el pueblo entero parecía reacio a contestar sus preguntas, inmerso en su extrañeza que representaba su aparente cotidianidad.
Y entre ese desierto anímico, Rosario, era la imagen de una nueva posibilidad; una que, aunque le parecía complicada, extraña e imposible, le otorgaba algo de consuelo y compañía en sus días tan anormales.
—Yo, estoy muy confundido. —admitió, cabizbajo, acariciando el sobre que esa mujer le había otorgado.
—Te entiendo. Estás en tu derecho de creer o no. Si quieres, puedes darme el sobre y seguir con tu vida. Tienes esa opción.
Alan negó con la cabeza, aferrándose al sobre.
—Eso me agrada, que elijas creer en los hechos y no en las palabras — la mujer suspiró y se levantó de su lugar —Búscame si decides creer. Y por favor, cuídala mucho. Es de las pocas cosas que me quedan de él.
Rosario perdió más tiempo y emprendió su camino, colgándose su bolsa del mandado al hombro, abriendo paso entre las personas que hacían su vida con normalidad.
—Es encantadora — comentó Karla entonces, quitándose los audífonos —. Y... ¿eso fue todo? Un sobre y un mar de patrañas para una cabeza tan enmarañada como la tuya. ¿Estás feliz con esto? ¿Tus dudas se resolvieron?
Alan no dijo nada. Su mirada estaba clavada en la imagen de Rosario. —Vamos a mi casa —pidió de repente el pecoso —. No estoy seguro de si quiero ver el contenido de este sobre yo solo.
—¿Qué crees que tenga adentro? —preguntó, arrebatándole el sobre y poniéndolo contra la luz.
—No lo sé. Pero me hago una idea de lo que es. ¿Podrías acompañarme en esto?
Karla entrecerró los ojos y luego asintió. —Si, pero ahora me deberás...
—Si, sí. Ahora se suma otro favor a la lista de favores que te debo. Ya entendí, ogra.
—Mujer de negocios, es mejor. El karma acumulado en esta vida me perseguirá en la otra. No puedo hacer favores, así como así, entiéndelo.
—Eres super, ¡pero super rara! — exclamó Alan, levantándose de su lugar y tomando el sobre de entre las manos de Karla.
Ansioso por abrirlo, tomó nuevamente la muñeca de su amiga y emprendieron camino hacia la casa del pecoso, donde la familia estaba patas para arriba, en la espera de Esther.
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