41 - El vacío que habita en un día raro.
La mañana del 15 de junio, Alan despertó poco antes de que el sol hiciera su aparición.
El frío y el silencio imperaba en su habitación con una crueldad abrumadora. Además, una luz azulada y mortecina, entraba por su ventana en lo que era un desfile matutino inquietante para el corazón del pecoso.
De nuevo tuvo ese sueño.
Ese en que caminaba por el bosque durante una tarde lluviosa. Una quimera que, a sus sentidos, resultaba tan real que podía percibir el aroma de la tierra mojada, junto a los pequeños golpes de la lluvia impactando contra su piel; esto gracias a una camisa blanca sin manga que dejaba sus brazos expuestos.
Vagaba por esas tierras con un pantalón arremangado hasta las rodillas, mientras sus pies desnudos, se sumergían entre el lodo, el pasto, el agua del río y la tierra que le dictaba el camino a seguir.
Recorriendo las veredas, atendía al viento mezclado con el balbuceo de la lluvia que se diluía en su propio espíritu, resonando en total paz con todo aquello que lo rodeaba.
Conforme avanzaba, el frío que calaba en sus huesos se tornaba cada vez más intenso; obligándolo a debatirse entre regresar a casa o continuar.
Si seguía caminando, el viento no dudaría y congelaría su piel indefensa ante el cruel reino invernal que le esperaba más adelante.
Con el miedo de padecer dolor, retrocedió. Demostrando así su respeto frente a esa inminente amenaza natural que le esperaba; listo para volver sobre sus pasos.
—Vuelve —escuchó en el suspiro de la tierra.
Una voz lejana y sutil, que se ahogaba entre los ecos, la densidad y oscuridad del bosque. Era tan suave y familiar que, con su ternura, siempre lo impulsaba a querer continuar. Muy a pesar de que, en ese camino, no le esperaba más que sufrimiento.
—Encuéntrame por favor —susurraron en su oído entonces, en medio del vacío que habitaba la densidad, erizando cada centímetro de su piel y obligándolo a girarse en busca del dueño de dicha voz.
Pero como siempre, se encontraba solo en ese océano de gigantes verdes.
Alan tomó aire y avanzó sin pensarlo más; adentrándose con cada paso en un bucle de estaciones fluctuantes; donde los inviernos se volvían implacables e insoportables, adhiriéndose a su piel en forma de escarcha blanquecina, dispuesto a acompañarlo en el resto de las estaciones que, a diferencia de él, eran más amables y consideradas. Sin embargo, la calidez con que trataba de cubrirlo el sol del verano, no lograba calentar su piel, impidiéndole despojarse del invierno que lo rodeaba.
La sensación era molesta y dolorosa. Le quemaba el alma, le impedía respirar con facilidad y cada paso que daba, le resultaba más pesado e imposible que el anterior.
Sin embargo, su mirada verde y decidida, apuntaba más allá de las cenizas de la duda. Permaneciendo atento al camino aun cuando sus dientes rechinaban y su cuerpo temblaba.
Ansiaba escuchar aquella voz una vez más. Esa voz que lo perseguía día con día en su diurna existencia y la cual, lo alejaba del resto para sumirlo en la más profunda introspección.
—Me pides que te encuentre. Pero no me dejas hacerlo. ¿Qué debo esperar entonces? —le preguntaba entre dientes.
A veces, recibía respuestas entrecortadas, y otras, un cambio abrupto en la naturaleza. Como si esta quisiera responder por el dueño de aquel llamado.
Pronto, en la estación de lo que para su andar fue, el décimo cuarto verano, divisó un túnel formado con ramas y flores, que atravesaban por completo las faldas de una enorme montaña.
Con la oscuridad velando sus ojos y con sus manos como guía intachable, cruzó el enramado túnel, sintiendo entre sus dedos pequeñas flores cuya belleza admiró conforme se acercaba a la luz; grabando sus colores azules, morados y blancos en un rincón de su memoria.
Después de andar horas, divisó una incandescente luz violeta al final del ilusorio túnel natural.
—Pronto acabará esto...— se decía Alan, tratando de adaptarse a la luz.
Divisando entonces, la silueta de una persona que se ceñía ante él. De pie, dándole la espalda, con sus manos enfundadas en los bolsillos de lo que era una brumosa y cálida chamarra negra; destilando confianza, fuerza, y soledad.
Conforme Alan se acercaba, notaba como los latidos de su corazón se propagaban por cada hebra, poro, vello y molécula en su cuerpo existente. Igual que un eco magnificado por el mutismo que imperaba en esa escena; haciendo retumbar a su ser de alegría y un anhelo oculto sin nombre.
Mientras, la escarcha que cubría sus brazos congelados en esos 12 veranos que le siguieron a su andar, se derretía, Alan extendió su mano para siquiera, tratar de tocar esa silueta; curioso y al mismo tiempo, ansioso.
«Siempre es igual. Extiendo mi mano para tocarte, pero tú solo desapareces». Pensó, a punto de tocar su hombro.
Sin embargo, como siempre, algo allá afuera, en la vida real; o ahí, en ese mundo interno de mensajes por descifrar, le impidió tocar y conocer a esa persona que, con tristeza, le imploraba que lo encontrara.
—Perdóname —suplicó la voz, disipándose junto a la silueta, mientras un gélido invierno lo precedía entre su lamento.
Alan abrió sus ojos, rodeado por la penumbra de su habitación. Su corazón latía con fuerza, mientras su cuerpo, congelado por la fría brisa de la noche, temblaba sin control. Se incorporó con cuidado, tratando de llenar con aires de realidad el vacío indescriptible que yacía colgado en su pecho.
Su garganta estaba seca y la piel le ardía.
Algo normal después de padecer aquella ilusión nocturna; que lo atormentaba al menos una vez por semana.
Abandonó su cama, motivado por la ferviente necesidad que provee la sed; bajó a la cocina y bebió la frescura de ese líquido natural hasta saciar su urgencia. Sintiéndola correr con agrado entre su garganta seca cuál papel.
El cuerpo le dolía horrores. Como si hubiese hecho un gran esfuerzo físico el día anterior.
Ahogando sus quejidos, se deslizó por la sala de vuelta a su cuarto, frotando sus brazos con rapidez para generar algo de calor mientras volvía a la comodidad de sus sábanas.
Tenía los ojos pesados debido al sueño cuando se recostó, siéndole casi imposible mantenerlos abiertos. Dispuesto a dormir un poco más, se acurrucó en la suavidad de su cama.
Pasaron un par de minutos, en los que el sopor se apropiaba de su conciencia, cuando, de repente, unos ligeros golpes en la ventana lo obligaron a abrir los ojos de forma automática, impulsándolo a levantarse con un extraño aire de ilusión.
Su corazón volvía a palpitar con fuerza y con ello, una emoción a la que no le encontró motivo de existir, sonrojó sus mejillas.
Se quedó ahí, sentado en el borde de su cama, inmóvil. Esperando escuchar ese sonido de nuevo. Pero no se repitió.
—Fueron las ramas —se convenció, observando a la buganvilia tambalearse con gráciles movimientos provocados por el viento, mientras él, era presa de una ligera decepción.
El vaivén de aquel bello árbol, parecía ocultar un secreto entre sus encantadoras flores; el cual, Alan pretendía descifrar día con día, aunque sin mucho éxito.
Cuando el sol iluminó en su totalidad las tinieblas, el pecoso se descubrió en la misma posición; sentado, con la espalda encorvada, los ojos pesados y los labios entreabiertos. Navegando en la extrañeza de un aroma conocido y cálido, más allá de los rayos del sol que besaban su rostro cansado.
—Alan, ¡ya vámonos! —lo llamó Miguel al otro lado de la puerta, rompiendo con el silencio.
El ánimo en su voz se elevaba ante sus sentidos como un extraño vapor, alimentando su desorientación aún más al ver a Miguel entrar a su habitación.
En su rostro, algo parecido a la convicción brillaba con fuerza, mientras cargaba tras de sí, una mochila que se miraba repleta de cosas. Usaba ropa cómoda y calzado deportivo; además de llevar el cabello corto, lo que disipaba aquella vieja imagen de ''marica '', que todo el mundo señalaba entre murmullos.
—¿Aún no te cambias? —el castaño lo miró incrédulo, cruzándose de brazos —. Debemos pasar por Sami. Nos ha de estar esperando, apúrate por favor.
En su voz no había más demanda que la que se encuentra en una petición pacífica. Alan lo miró de pies a cabeza, confundido.
—¿A dónde vamos? —indagó el pecoso, poniéndose de pie y dirigiéndose al armario.
—¿Qué pregunta es esa? Dijimos que iríamos a dar una vuelta al bosque. ¿No te acuerdas? —Miguel se sentó al pie de su cama, mirando al pecoso, con preocupación.
Alan le otorgó una sonrisa incómoda y casi apenada. —Perdón, lo olvidé por completo. Dame cinco minutos y estaré listo.
El castaño suspiró, resignado. —Va, ni un minuto más. Mientras te preparas, pasaré unas cosas de mi mochila a la tuya. Quedó muy pesada y no quiero ir cargando de más.
Alan asintió y vio a su primo abandonar la habitación, llevando consigo su mochila en mano, dejándolo solo entre esa aura luminosa y extraña.
Cuando salieron, el viento chocó contra el rostro del pecoso, siendo una bofetada de frescura que lo anclaba a su realidad con cierta crueldad; despeinando aún más sus cabellos al natural, los cuales el pecoso, ni siquiera quiso engomar como solía hacerlo.
Mientras Miguel pedaleaba hasta casa del grandullón, él, de pie en los diablitos de aquella bicicleta naranja, se preguntaba por qué la aurora, no parecía reír para él desde hace mucho tiempo.
Se miraba artificial, frívola, vacía... como él.
«Recuerdo que antes se sentía diferente» pensaba. «Sigue siendo bonito ver el sol salir, pero algo falta... ¿Será la estación lo que le da una visión diferente?»
Preguntas de ese estilo, carcomían su mente a diario, y todo lo que podía hacer, era callar y guardarlas para sí mismo.
Al llegar a casa de Samuel, el castaño presionó el timbre con una clave que Alan, no recordaba haber escuchado antes. Eran dos pequeños y abruptos llamados, para después de 5 segundos, repetir el proceso.
Pronto, con un gesto entusiasta, el grandullón salió con su propia bici, dispuesto a seguirlos.
Cada día, Samuel se miraba más delgado. Cambió su corte de cabello, llevando uno más juvenil que resaltaba sus bellas facciones.
La ropa que solía utilizar, fue sustituida de a poco por nuevas prendas; unas que su hermano mayor le ayudaba a elegir con el propósito de aumentar la confianza de su hermanito. Dándole un aspecto más atractivo para las niñas del salón que, al notar su cambio y su amable trato, no dudaban en acercarse a él.
—¿Qué ruta tomamos? —preguntó el castaño a Samuel.
Sus ojos color miel se alzaron al cielo, meditando la respuesta. —Podemos ir derecho por esta misma calle —señaló—. Va pegada al río hasta salir al páramo. Porque del otro lado ya ves que nos fue mal la vez pasada día.
—Sí, la verdad, mejor evitar ir por ese camino un tiempo. Además, este nos queda más cerca —añadió el castaño, avalando la opinión del grandote.
Alan subió a la bicicleta de Samuel, acomodándose en la parrilla, y dando la señal, los 3 avanzaron por la silenciosa calle que a esas horas comenzaba a adquirir vida con la aparición de los vecinos. Salían de sus hogares a barrer su banqueta desde temprano. Pero la mayoría, abandonaba el yugo del hogar para dirigirse al trabajo.
Además, las tiendas abrían sus puertas y pronto el señor que vendía pan por las mañanas, inició su recorrido matutino con una sonrisa bonachona asomando por su moreno rostro.
Miguel lo saludó, deseándole un buen día, apartando su vista del camino por unos segundos.
—¡Ey! ¡Ten cuidado! —gritó un niño, tratando de esquivar a Miguel en un movimiento rápido que hizo que ambos cayeran al suelo.
—¡Oye idiota! ¡Ahí te encargo! — escupió el niño, incorporándose del piso con rapidez.
Moreno de cabello rizado y ojos negros, pronto corrió hacia las bolsas de su mandado, revisando con apuro cada producto.
—¡Perdón! ¿Estás bien? —Miguel, al igual que su primo y Samuel, corrieron para ayudarlo.
—¡Obvio que no pendejo! ¡Me jodiste medio pedido, imbécil! ¿Por qué no te fijas? — escupió con ira, acercándose a Miguel, dispuesto a pelear.
—Oye, no estoy de humor así que bájale de huevos pinche mocoso pendejo —saltó Alan, interponiéndose entre el moreno y su primo —. Ya se disculpó, quiere ayudarte ¿y te pones de mamón? Además, tú también tienes ojos, ¿Qué excusa nos darás?
Sus miradas chocaban sosteniéndose en una batalla silenciosa; en la cual, quien apartara la vista primero, perdería la contienda.
—¡Álvaro! ¿Estás bien hijo? —lo llamaron de repente. Era el hombre de la tienda, caminando hacía el moreno, preocupado.
—Sí, don Juan. La mercancía está bien, no se apure —respondió sin apartar la vista de aquellos verdes ojos coléricos.
—No hablo de la mercancía, muchacho —suspiró don Juan, tomándolo del hombro con suavidad. Apartándolo de aquella batalla.
Su presencia calmó las aguas con rapidez, mientras todos los niños ahí presentes, se apresuraban a recoger los insumos esparcidos por el suelo.
—Perdón, no fue a propósito —Miguel le extendió la última bolsa al morenito, quien solo la recibió sin decir nada.
Pronto, Álvaro acomodó las cosas en la bicicleta y se alejó sin volver la vista atrás. Los 3 lo observaron, siendo Alan la víctima de una sensación extraña; siguiéndolo con la mirada hasta que su imagen desapareció en el horizonte.
—Niño loco —observó Samuel, cuando retomaron su andar hacia su destino.
—Fue mi culpa también. No debí quitar la vista de enfrente —aceptó el castaño, sin darle demasiada importancia.
Samuel asintió, dispuesto a dejar de lado el tema. —Qué curioso, muchas casas están quedando vacías. Como esta...—observó, en cambio, con tristeza, señalando por ejemplo una casita de dos pisos al borde del río.
Chueca y devorada por la naturaleza, resaltaba curiosa entre las demás casas de la cuadra.
Sus ventanas rotas y empolvadas, mostraban la decadencia a la que sus antiguos dueños se sometieron por miedo; alcanzados por el tiempo y su inminente puño desolador.
—Sí, es que muchos han decidido irse de aquí —respondió Miguel, observando el camino—. Espero que, ya sin el huichol por estos rumbos, las cosas se calmen y la gente regrese. Si no, Montesinos se convertirá en un pueblo fantasma.
Apenas prestando atención a la conversación que ese par sostenía como un suave rumor, Alan se dedicaba a observar el paisaje y lo que este traía consigo, siendo atraído por la ventana qué estaba en el piso superior de esa casa tan peculiar. Anclado a su estructura solitaria, Alan, se imaginó andando por los pasadizos de dicha edificación.
Podía verse con facilidad recorriendo sus pasillos; tocando sus muros, sus texturas, e incluso intuía donde estaba ubicada cada cosa. Los aromas, y la forma en que la luz del día cambiaba el aspecto en sus adentros.
El pecoso se vio a sí mismo despertando entre los suaves rayos de luz que penetraban por esa ventana. En medio de una habitación excéntrica y acogedora en una fría mañana de invierno. E incluso, la visión de verse envuelto en una tarde de primavera; ante el atardecer que bañaba con su encanto el espacio que habitaba y lo embargaba con nitidez.
—¿Tú qué dices, Alan? —lo llamó Miguel, arrancándolo de su visión.
—Ah, sí. Qué está bien —su respuesta, errónea cuan atropellada hizo reír a ese par.
—¡Ni siquiera me estabas escuchando cabezón! —se quejó el castaño, resignado—. Has estado medio raro desde el otro día, ¿pasa algo?
—Sí, también lo noté —añadió Samuel—. Es idea mía, pero podría ser ¿gracias a que Esther vendrá el próximo mes?
—Mejor dicho, en poco menos de dos semanas —corrigió el castaño.
—Sí, debe ser eso —Alan asintió, aceptando sus indagaciones como la verdad absoluta a su padecimiento. Tragó saliva y clavó su vista en el suelo que corría bajo sus pies simulando un oscuro río de chapopote y piedras.
«No sé. Pero me siento raro. Es como si estuviese viviendo dentro de una burbuja» caviló el pecoso «No recuerdo muchas cosas. Y hay un silencio molesto entre tanto ruido. Me incomoda. Me hace querer correr... quiero...»
—Puedes estar tranquilo, desde lo que pasó en febrero, mi tía ha cambiado mucho —lo consoló Miguel—. No tanto como se quisiera. Pero lo está intentando. Dice mi mamá que es muy posible que te quedes más tiempo aquí. En lo que mi tía se estabiliza. Dejó el bufete de abogados, ¿verdad?
Alan asintió. —Sí. Le jodía ese lugar.
—Bueno, en lo que consigue un trabajo estable, seguirás por acá con nosotros. Así que solo vendrá a visitarnos —simplificó el castaño, con alegría.
—Es posible. Pero no un "hecho" —refutó Alan, adentrándose en un agujero de pesimismo.
—Bueno. Quiero creer que ya lo es. Así que quita esa cara de preocupación.
—Tiene ese gesto de fuchi porque se quedará contigo más tiempo —bromeó Samuel, recibiendo una suave patada de Miguel, consiguiendo desequilibrar el andar del grandote.
Esta acción le sacó una carcajada al castaño, quien después de su travesura, les mostró la lengua y comenzó a pedalear con fuerza para que ese par, no lo alcanzara y tomaran venganza contra él.
Adentrándose así, en una carrera desesperada entre risas, gritos y amenazas administradas por el pecoso, que, a ratos, optaba por vivir su presente.
Cruzaron el bosque cuando el reloj marcó las 9:26, empujando las bicicletas hasta adentrarse lo suficiente como para ocultarlas y comenzar a caminar hacia su destino.
Ante la percepción del pecoso el bosque presentaba una imagen demacrada y solitaria. En esos días donde el tiempo parecía estancado entre los fangos de momentos mejores, Alan no podía evitar sentirse inquieto. Como si algo muy importante le faltara.
Si escarbaba en los recovecos de su memoria una imagen sutil, pero clara inundaba pequeños fragmentos de un pasado incierto. Donde la añoranza jugaba un papel fundamental en su estado anímico junto a una lejana alegría que parecía ser solo una sombra envejecida.
—¿Ya habíamos venido por aquí? —indagó Alan mirando aquellos senderos que su corazón rechazaba como propios.
—¿Qué pregunta es esa? ¡Obvio hemos venido mil veces! —exclamó Miguel, fijando su vista en él.
— Mira, por ese camino llegamos al fuerte —señaló Samuel—. ¿Estás desorientado?, ¿te duele la cabeza?
Miguel tocó su frente, asegurándose que el pecoso no tuviese fiebre. —Ay, no. No me digas que los camarones del otro día te cayeron mal y se te inflamó el cerebro —la pregunta de Miguel, dotada de sarcasmo, lo hizo sentir incómodo, le arrebatándole una risa nerviosa.
—¡Claro que no! ¡Estoy jugando, bobo! —exclamó el pecoso, fingiendo mientras le soltaba un pequeño golpe en el brazo.
Adelantándose y reconociendo de forma inesperada aquellos parajes que, junto a las palabras de su primo, le incomodaban a sobremanera.
Al llegar a su destino, Miguel le hizo una seña al pecoso; la cual, se suponía, debía conocer bastante bien a esas alturas. Sin embargo, el castaño, en cuclillas ante la entrada oculta, lo observaba detenidamente, esperando a que captará la situación.
—¿Me ayudas? — terminó por preguntar el castaño, impaciente ante la evidente confusión de su primo.
Entre los dos, retiraron la maleza y con ello la tabla que cubría la entrada a aquel cuarto subterráneo. Nada más entraron, Miguel se despojó de su mochila, dirigiéndose hacia el sillón viejo y mullido donde se tumbó soltando un largo suspiro.
Samuel por su parte, tomó asiento en una silla de madera, hinchada y llena de diversas pinceladas de colores; ubicada frente a una pequeña mesita del mismo material y en no mejor estado.
Ahí, se dispuso a sacar de su mochila algunos cuadernos, alegando que tenían que avanzar el proyecto que les había dejado la profesora de Biología.
Con ellos instalados en la comodidad de su aparente cotidianidad, Alan se mantuvo ahí, de pie, justo en la entrada. Analizando cada una de sus grietas; enredaderas y objetos existentes en aquella habitación. Donde sus paredes grises se mostraban enmohecidas y carcomidas por el tiempo.
—Alan, ¿tienes tu libro? —le preguntó Samuel, intuyendo su respuesta.
—Perdón Samy, no los traje —se disculpó por inercia, mirando cada esquina con suma atención.
—No pasa nada. Ayúdame a subrayar y me dictas— propuso, extendiéndole su propio libro — Y yo me encargo de apuntar las cosas en el cuaderno. De todos modos, no traje el papelote. Solo es para tener la información y...
Mientras Samuel hablaba, su voz se distanció de los sentidos del pecoso, volviéndose un eco entre aquella atmósfera.
Le parecía tan irreal verlos ahí. En ese lugar que entonaba una vetusta canción donde la rima de sus risas, impregnadas en sus esquinas, sonaban disparejas, torpes; como quien llega a un sitio ajeno al cual no pertenece.
Sus recuerdos dictaban una absoluta nada; su corazón, un todo. Y su mente, una bifurcación de pensamientos diversos que no poseían sentido alguno.
—Alan, está bien que no hayamos venido en un tiempo, pero no es para que actúes así —la voz de Miguel denotaba su preocupación, mientras su mano alcanzaba de forma inesperada el hombro del pecoso, quien no lo sintió llegar.
—Ah, es que extrañaba este lugar. Eso es todo —soltó una risa forzada y se dispuso a tomar asiento junto a Samuel. La mentira, se estaba volviendo parte de su vida. Adquiriendo fuerza e incongruencia en sus palabras y acciones.
Tenía tanto por decir y no sabía cómo hacerlo para expresarse de forma la adecuada, que lo mejor era guardar silencio y esperar a que un milagro esclareciera sus cielos.
—Ya sé. Dejamos de venir desde la desaparición de aquel niño que encontraron muerto en la cabaña —expuso Samy tratando de sacar a Alan de esa incómoda situación—. Ya son varios meses desde entonces.
—Sí, pensé que nunca podríamos regresar —añadió Alan, hojeando el libro en sus manos —. Pero, lo que no me explico es, ¿cómo es que está tan limpio? —observó, curioso.
El castaño y Samuel se miraron con complicidad. —Bueno, la verdad es que nosotros ya habíamos venido la semana pasada —confesó Samuel, jugando con el borde de su camiseta a cuadros, como solía hacer cuando se hallaba en ese tipo de situaciones.
—Obvio vendrías con nosotros, era el plan —añadió el castaño—. Pero no te encontré en tu cuarto cuando fui a buscarte. Dejaste una nota, diciendo que habías salido y que nos alcanzarías aquí, pero fue todo.
«¿Una nota? No recuerdo nada de eso. Es más, ¿Dónde estaba ese día? Mierda»
Su memoria yacía entre fragmentos afilados de difícil acceso, flotando en un lago oscuro y difuso hasta que la imagen de él, caminando en el bosque, arremetió contra su memoria como un fuerte golpe en la cien.
Ese día, estaba justo de pie frente a un pequeño valle, rodeado de árboles y varios arbustos que poseían unas diminutas y delicadas flores azules.
Alan miró su muñeca izquierda; analizando con rapidez la imagen que estaba tallada en su pulsera de madera. Esa que solo se quitaba para bañarse, volviéndose un accesorio bastante común en él.
Las flores eran similares, captando su atención ese día en el bosque, muy a pesar de su diminuta figura y evidente fragilidad. En su memoria, Alan arrancó algunas flores, formando un pequeño ramito y llevándolo consigo.
¿A dónde se dirigía? Lo ignoraba por completo, así como desconocía el camino que lo guió a ese lugar.
Mientras el pecoso nadaba entre las enardecidas olas de su difuso pasado, Samuel y Miguel, lo observaban con atención.
Desde su punto de vista, Alan había cambiado bastante. Se le miraba tranquilo y demasiado pensativo. Hundido en sus divagaciones, suspirando a diario cada vez que contemplaba el cielo, el río y los árboles. Un atardecer, e incluso, las buganvilias que en su camino se cruzaran.
Aunque no lo comunicaban al pecoso, las sospechas de aquel par cobraban fuerza con el pasar de los días. Y en su lógica infantil, solo una respuesta podía existir para justificar la actitud del chaparro.
—Alan, chance y me equivoco, pero podría ser qué, ¿Estás enamorado? — se aventuró el castaño, con un tono de voz burlón.
El pecoso lo observó, abandonando su ensimismamiento. Brindándole una expresión contraria a la esperada. Denotando rastros de ensoñación que velaba aquella mirada verde y cansada, ahora mezclada con un sutil brillo de duda.
—¿Qué? No... no es eso. —respondió con suave voz.
—Alan, pero si te la pasas suspirando todo el día —observó Samuel.
—Además, no has comido bien. Y tus notas bajaron mucho este bimestre —añadió su primo—. Ya mejor dinos. Te gusta Karla, ¿Verdad? Últimamente, está muy pegada contigo. Y es a la única niña del salón a la que no le haces el feo ...
Alan alzó los ojos, enfocando el techo. Rememorando a la tal Karla, su aparente amor.
Desde aquel extraño día, donde los tres caminaban sin rumbo alguno, se toparon con ella al regresar a casa. Karla, al verlos, corrió en su dirección, emocionada por encontrarlos rondando su cuadra. Uniéndoseles en su andar mientras se aferraba al brazo del pecoso, quien era más bajito que ella, llegando apenas a la altura de sus hombros.
—¿Te conozco? —cuestionó Alan, confundido. Mirándola de pies a cabeza.
Karla entornó sus ojos negros en un gesto de cansancio. —Siempre la misma broma. Actualiza un poco tu repertorio ¿no?
—¡Hola Karla!, veníamos justo a buscarte — exclamó el castaño con alegría —Iremos al ciber a jugar, ¿te nos unes? Samy busca su revancha.
Miguel, fresco y con una naturalidad apabullante, la invitó a un plan que solo él parecía desconocer.
Samuel apoyó al castaño. —¡Sí! Ese día debió ser suerte de principiante; no me creo que nunca hayas jugado y aun así me ganaras la mayoría de muertes. ¡Soy todo un experto!, ¿sabes?
Karla le sacó la lengua mientras con su dedo índice bajaba un poco su ojera, haciendo una mueca bastante natural en esa niña que a leguas, era la versión femenina de Alan.
—Bueno, para que estemos parejos, pido ir con Karla —dijo Miguel —. Alan es pésimo jugando y no quiero estar en su equipo hoy.
El pecoso escuchaba la convivencia en silencio, sintiendo el brazo de Karla enroscado en el suyo.
Desprendía un suave aroma a vainilla y llevaba en su rostro trigueño, algunos rastros de maquillaje con brillos púrpuras rodeando sus ojos rasgados. Sus labios como de costumbre, barnizados con gloss, mostraban una fina capa de labial color cereza.
En sus manos, portaba algunos anillos de fantasía con flores, mariposas y brillos. Llevaba un estilo bastante común entre las niñas de trece que, por algún motivo, siempre trataban de lucir mayores.
Usaba tops de colores vibrantes, mostrando así su abdomen ligeramente abultado; pantalones entallados y a la cadera. Sandalias de tacón y su peinado era una coleta alta.
Por el entusiasmo de sus amigos, y la forma en que ella se aferraba a él, se intuía que llevaban tiempo de conocerse. Pero su mente, aletargada, apenas generaba una imagen de ella.
Era alta, de piel morena y cabello largo; muy lacio y negro como su mirada. Tenía un carácter de miedo y nadie se animaba a sostener una pelea con la chica, ya que poseía el veneno de una serpiente en la lengua y la fuerza de sansón en sus brazos.
A ojos de cualquiera, Karla podría ser sin problema alguno la versión femenina de Alan en cuanto a carácter se trataba. Solo que ella, no explotaba con tanta facilidad como lo hacía él.
—No. No sé de qué hablan —terminó por decir el pecoso, disipando aquel recuerdo. Seguro de que lo suyo, no tenía nada que ver con Karla —Ella es mi amiga, solo eso.
«Amiga... Qué raro suena llamar así a una extraña.»
Samuel miró al castaño, quien se limitó a asentir, ahogando una risita divertida.
—Lo que digas, Romeo. Haremos como que te creemos —terminó por decir su primo, volviendo a su sitio en el sofá.
Los días que le siguieron entre el augurio inminente de las vacaciones de verano, Alan fue aún más consciente de la presencia de Karla. Era como si el mundo se fuese desbloqueando para él, de a poco. Siendo un espectador en su propia vida. Al igual que en un videojuego en el que los personajes ya se conocían de tiempo atrás y tú, cumpliendo el papel de jugador, apenas te adentraras en su mundo; obligado a congeniar con sus personajes cuya vida, irás descubriendo de a poco.
Karla solía buscarlo a la hora del receso, portando en sus muñecas varias pulseras multicolores que trataban de darle cierta personalidad al horrible uniforme que debían llevar. Esa niña, que despertaba el respeto de quienes la conocían, ante el pecoso, se mostraba frágil y cariñosa, femenina y atenta.
Lo abrazaba cada que tenía ocasión; le quitaba su paleta de la boca y la comía con la victoria iluminando sus ojos negros. Jugueteaba con su mano, acariciando su pulsera de madera, atraída a ella como una palomita a la luz.
—¿Por qué nunca me dejas ver tu pulsera? — le preguntó una tarde, mientras caminaban a casa después de una buena caminata por el bosque.
Su presencia y con ello, su amistad, se estaba convirtiendo en algo bastante normal y cotidiano para ellos. Tanto, que formaba parte de sus excursiones al bosque y con ello, al fuerte; siendo la única niña del grupo que conformaban.
—Por qué no. Te presto lo que quieras. Menos esta pulsera —espetó el pecoso, mirándola con severidad —. Es... Un tesoro. No puedes ir por ahí regalando tus tesoros. ¿o sí?
Karla asintió y lo observó apenada. —Perdón, no lo sabía—admitió, sonrojándose.
—No pasa nada. Perdóname tú a mí. No era mi intención hacer que te sintieras mal —la consoló el pecoso.
Un minuto de silencio les siguió entonces, hasta qué Karla, acomodando su cabello, se armó de valor.
—Oye Alan, has estado muy raro estos días. ¿Qué te pasa? — cuestionó Karla.
El pecoso negó con la cabeza. —Nada que yo sepa. ¿Por qué?
Karla dudó, sujetando la correa de su mochila, colgada a su espalda. —Es que a veces miras embobado hacia la nada. Suspiras demasiado, pero... te ves triste. Como cuando extrañas mucho a alguien.
La voz de su amiga era dulce y amable. Mostraba preocupación genuina por el pecoso, quien, ante su observación, guardó silencio, analizando la situación. En verdad, deseaba hablar con alguien de aquello que ni él entendía del todo.
—¿Puedo contarte algo y no le dices a nadie? —La voz le tembló.
Ella abrió cuanto pudo sus ojos, asegurándole con este gesto, la entrega de su atención absoluta mientras asentía varias veces.
—Sí. Puedes estar seguro de que no le diré a nadie —la convicción en su voz motivó y tranquilizó a Alan.
A esas alturas, sentía que ciertas cosas debía mantenerlas en secreto para Miguel y Samuel. Aunque tenían su entera confianza, sabía que estaban preocupados por él, y hablar de ese tema con ellos, solo los alarmaría más.
Alan tomó aire y comenzó, guardando sus manos en los bolsillos de su pantalón mientras desviaba la mirada hacia el camino.
—La verdad es que últimamente he tenido sueños extraños. Una o dos veces por semana al menos. Y es raro más que nada, porque se repiten. Como si estuviera viendo una película.
Ella asintió. —¿Y de qué es el sueño?
Alan tragó saliva y comenzó a relatarle su travesía onírica al pie de la letra, comentando los pequeños cambios que a veces tenía su sueño, pero que no afectaban en nada a su estructura inicial.
—Por lo general estoy tranquilo al inicio. Incluso, disfruto de la naturaleza. Pero, conforme voy avanzando, y esa voz me llama, me siento emocionado y motivado. Quiero encontrar a esa persona. Sin embargo, sé que, al seguir su voz, solo lograré ver su silueta. Y antes de saber quién es, despertaré o desaparecerá, lo primero que pase.
—Ok... ¿Y cómo te sientes cuando pasa eso? —indagó Karla.
Y Alan lo pensó poco tiempo, armándose de valor para exponer sus sentimientos.
—Cuando eso pasa, me siento muy, pero muy triste. Me pesa el pecho y siento que se me rompe el corazón. —como por acto reflejo, sujetó el sitio donde este pequeño inquilino se encontraba, palpitando con aparente normalidad—. Además de que, al despertar, tengo mucha sed y el cuerpo me duele sin motivo. Siento la presencia de alguien en mi habitación. O mejor dicho, su ausencia. Cualquier ruido me obliga a voltear. Espero ver a alguien, pero no sé a quién. Me siento enfermo. ¿Me estaré volviendo loco? Soy muy joven para eso, pero no sé, puede llegar a pasar, creo.
—Ey, bájale tantito. Estás actuando como Miguel —observó Karla.
—Ay no, miéntame la madre mejor.
Karla río, mientras Alan, miraba su nariz perfilada, la cual, a su vez, era hermosa.
Alan suspiró, dirigiendo su vista al frente. Una parte de él se sentía feliz por haber expresado su malestar. En sus adentros, sabía que no conocía a Karla desde hacía mucho tiempo; aun cuando las circunstancias, su trato, la forma de llevarse con ella y el hecho de que todos, parecían tener un registro de su existencia desde el comienzo de su historia en Montesinos, le indicaran lo contrario.
Sin embargo, en el poco tiempo que llevaba conociéndola, sabía que podía confiar en ella.
Karla tomó aire, lanzando sus brazos hacia arriba, estirándolos con pleitesía.
—Bueno, volviendo al tema, es un sueño muy exacto — expresó ella sin encontrar las palabras adecuadas para expresar esa vaga idea que se formulaba en su mente —. Lo que me preocupa es la forma en que te hace sentir al despertar. Los sueños solo son eso; sueños. Mi papá los llama proyecciones nocturnas. Pero mi mamá siempre dice que tienen un significado. Una señal a la que hay que estar alerta.
—¿Y qué señal podría ser esa?
Karla se encogió de hombros. — Perdón. No estoy segura. La verdad es que es un caso curioso. Si me preguntas, para mí, es como si alguien tratara de decirte algo por medio de sueños. Creo que es de esas veces en que el sueño, debería interpretarse casi literalmente, ¿no crees? Porque, te pide que lo busques. Habla contigo. No es como otros sueños donde no te dicen ni pío.
—Hagamos de cuenta que se trata de eso. Dime, ¿Cómo buscas a alguien que no conoces? Si quiere que lo encuentre, es medio idiota, ya que nunca me deja verlo.
Karla suspiró, deteniendo su paso. —La tienes complicada, Alan.
—¿Tú crees? —la ironía en la voz del pecoso era una máscara para ocultar su amargura.
—Me siento mal por ti, Alan —confesó Karla, adquiriendo una seriedad sepulcral mientras su voz, se teñía de un tono azul y apagado —. Llevas tantos días con la tristeza velando tus ojos. Pareces un despojo; un fragmento de algo hermoso perdido en la inmensidad. Un amante condenado a vivir de las sombras de un recuerdo difuso, donde habita el motivo que hace arder su corazón; así como un eco que suplica tu adorada presencia.
Como un cántico antiguo, sus palabras resonaron en los sentidos de Alan, quien la observó atónito. De repente, esa niña tan espontánea, enérgica y boba, adquirió ante él, la imagen de una vetusta mujer repleta de sabiduría y dolor. Un dolor que la nostalgia carga consigo.
Confundido y al mismo tiempo algo asustado, Alan bufó. —¿Qué ha sido eso?, ¿Sigues leyendo tus boberías sentimentales?
Karla lo enfocó lentamente, abandonando su seriedad.
—¡Son libros de romance, Alan! —espetó, retomando el camino —, ¡No boberías! Son hermosos y emotivos. Hablan de algo que todos hemos sentido al menos una vez. Además, a ti que te importe poco lo que leo o no. Que tú aún lees historietas. ¡Como niño chiquito y mensito!.
—¡¿Qué?! ¡Trágate tus palabras! —solicito, colérico—. ¡Las historietas son para todas las edades!, incluso hay unas que solo son para adultos. ¿Lo oyes? A-d-u-l-t-o-s.
Su discusión comenzó, acalorada como la mayoría de peleas que sostenían. Prolongándose durante el camino que les restaba para llegar a casa. Disipando con ese toque de cotidianidad recién adquirida para el pecoso, aquel extraño ambiente que los rodeó por un momento.
Mientras Samuel y Miguel, caminando unos metros más adelante, les dejaban un poco espacio para que pudieran ''hablar''. Esto, con la esperanza de que su relación se volviera aún más estrecha y Alan finalmente, aceptara lo que sentía por Karla.
Ignorando los verdaderos sentimientos del pecoso. Esos que incluso él, navegando en mares de confusión, desconocía.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro