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36 - Hiel y Soledad.

El mundo palpitó.

Los colores se avivaron hasta desenfocarse y fundirse en difuminados halos, las voces y los gritos a su alrededor, se manifestaban distantes y casi tan aterrados como lo estaba él. Sentía ardor por todo el cuerpo y al mismo tiempo, una sensación gélida abrazándolo de a poco.

   —Niño — lo llamaron. Y pronto, el rostro de una mujer joven se colocó ante su visión, arrodillándose para poder verlo mejor—. Aguanta chiquito, ya llamamos a la ambulancia, no tardará. ¿Puedes hablar? ¿Cómo te llamas corazón?

Joel, mirando en sus facciones la viva preocupación, abrió sus labios con dificultad. — Me llamo Joel.

   —Muy bien, Joel. No te asustes cariño —lo consoló, acariciando su mano —. ¿Vives por aquí? ¿A quién puedo llamar?...

El moreno recostado sobre su brazo derecho, se retorció un poco, mientras respondía con dificultad ya que sentía la garganta seca—. Alan...vive en la 2689.

Ella asintió, repitiendo los números. —¿Es de esta calle? — Joel asintió, como pudo, desviando la mirada y manteniéndola fija en un solo punto a lo lejos.

La joven hablaba con él, tratando de tranquilizarlo y mantenerlo despierto, mientras, allá, cruzando la calle, la mirada de Joel se posaba en un muro repleto de enredaderas verdes, que portaban en su enramada, bellas flores de buganvilia moradas, blancas y rosas.

Tranquilas, elegantes, felices. Meciéndose en paz con el suave viento que Joel era incapaz de apreciar.

   —Tengo frío — le dijo a la joven.

La joven sin perder tiempo, se deshizo de su chamarra y cubrió al moreno. —Lo sé chiquito, aguanta por favor. Detuvimos la hemorragia como pudimos, pero ya perdiste mucha sangre. La ambulancia no tardará.

Joel asintió, apretando los labios, mientras miraba a la gente que lo rodeaba. Notaba la preocupación en sus rostros. Pero también, la incomodidad. Ese tipo de incomodidad que se siente al estar presenciando, la posible muerte de alguien.

Sus lágrimas, cálidas y saladas, anhelaban abandonar sus grises ojos cuanto antes. Su corazón, herido de gravedad por la traición, palpitaba entre pedazos que se desprendían de a poco. Y su respiración comenzaba a acelerarse de apoco mientras la vergüenza de estar rodeado de personas, y sentirse tan solo e inútil, lo convertían en el más desdichado de todos.

Cerró sus ojos, frunciendo el ceño ante el frío que corría por sus venas. «Quiero dormir» pensaba, derrotado, sintiéndose cada vez más débil «Quiero llorar. Pero no puedo hacerlo. Alan, por favor, ven por mí. Tengo frío. Llámale a mi madre...no quiero estar solo. No quiero volver a pasar por esta soledad.»

Esa sensación, su cuerpo la reconocía del pasado. Una sensación de vacío, decepción y dolor.

El tiempo pasó. ¿Cuánto? No sabría decirlo. Quizás solo habían sido unos cuantos minutos fugaces, resumidos a 120 segundos con sabor a salada eternidad.

El suelo se removió ante él. —¡Joel! ¡No, no! ¡Joel! —chillaron entre la oscuridad.

La voz pertenecía a Miguel... ¿o era Samuel? El moreno, era incapaz de distinguirlo.

Sintió como alguien se arrodilló ante él, invitándolo con su presencia a abrir los ojos. Entre la capa de lágrimas que cubrían sus ojos, divisó el rostro preocupado de Alan, ante él. Acompañado por Samuel y Miguel, los tres lo rodearon como un muro protector de complicidad, amistad y amor.

   —Mi mamá le está avisando a doña Rosario. Pronto vendrá —avisó Miguel, con temblorosa voz, estando al borde del llanto y un posible ataque de ansiedad.

   — ¿Ya llamaron a una ambulancia? —preguntó Samuel a la amable joven que descubrió el cuerpo de Joel, quien se había mantenido a su lado hasta entonces.

Ella respondió con un gesto afirmativo, mientras, entre la multitud, un hombre habló a lo lejos. Al parecer, sus palabras y su tono de voz despectivo, fueron suficientes para provocar que Miguel saliera rápidamente de la visión de Joel, mientras Samuel iba tras él, preocupado.

Sin embargo, ajeno a todo, Joel extendió su mano hacia Alan y este, presa de un mutismo asfixiante que lastimaba su garganta, la sujetó con delicadeza, percibiendo una extrema frialdad en aquellas manos que tantas veces había sostenido.

No había palabras, preguntas, ni gritos. Solo una comunicación silenciosa entre dos miradas que agonizaban de distinta manera, pero padeciendo el mismo dolor e incertidumbre.

   —No te mueras...por favor. — musitó Alan, rasgando su garganta. Tenía los ojos anidados en lágrimas, pero se negaba a dejarlas en libertad.

Joel abrió la boca, tratando de responderle. Pero era inútil. Las fuerzas le faltaban y todo lo que podía hacer era sostener la calidez de aquellas manos que lo sujetaban con desesperación.

En ese momento, Joel no pudo evitar desear que su vida dependiera únicamente de que ese par de manos lo sostuvieran, justo como en ese momento. Entonces, sabría que la eternidad florecería en su existencia, hermosa y piadosa, bañada por el profundo y vibrante color verde de aquellos ojos tristes.

   —No, no llores — suplicó Joel —. Estaré bien. Aun no me toca morir.

Trató de animarlo, esbozando una sonrisa que irritaba a Alan. «¿Por qué me sonríes así? ¡Estás muriendo idiota! No me sonrías. Solo, sobrevive» pensaba, amando y odiando esa estúpida sonrisa llena de confianza ante semejante adversidad.

Las sirenas, con su característico escándalo, anunciaban su pronta llegada. Sin embargo, se acercaban con pasmosa lentitud. Al menos, así lo sentía el pecoso, quien no quería despegar la vista de Joel ni un minuto. Sentía que, si lo perdía de vista, jamás lo volvería a ver.

El moreno, sin deshacerse de ese hilito de sonrisa, soltó la mano de Alan y como pudo, limpió una de las lágrimas que rodaban sobre sus pecas, acariciando con devoción su piel.

   —Esmeraldas —pronunció el moreno de repente—. Tus ojos brillan como esmeraldas, y me dan paz, como el bosque.

Alan no pudo evitar sonrojarse, e inmediatamente, colocó su mano sobre la de Joel, apretando sus labios para no llorar.

La voz de Liliana se abrió pasó entre el tumulto y con ello, la ambulancia llegó finalmente, iluminando con el rojo de su sirena las calles y el rostro pálido de Joel.

Mientras los paramédicos lo alzaban a la camilla, sus amigos lo rodearon, en el trayecto hacia la ambulancia, tocando la frialdad de sus manos y dándole ánimos entre promesas de bienestar que ellos, no podían proporcionarle.

Liliana, subiendo a la ambulancia, mandó a los chicos a volver a casa, con Mauricio. Prometiendo que los tendría informados de todo.

Y así, sin perder más preciado tiempo, las puertas se cerraron y el clamor de la sirena se alejó, dejando tras de sí, una calma apabullante; donde el murmullo de las personas, comentando lo sucedido, flotaba en el viento mientras Alan, miraba como la ambulancia se desvanecía en el horizonte.

Tomando a Miguel del hombro y a Samy del brazo, el pecoso los guío hasta su casa.

El castaño estaba al borde de un colapso nervioso y Samuel, no dejaba de llorar, desconsolado. Los tres se metieron a la habitación de Alan, donde las colchas ya habían quedado dispuestas en el suelo para pasar una noche terrorífica entre películas de terror.

Los tres se sentaron en el suelo, calmándose mutuamente, mientras el espacio que ocuparía Joel, emanaba una cruel frialdad. Alan, como pudo, recogió las pertenencias de Joel, dejándolas sobre su mesita de noche.

De esta manera, la noche de películas terminó siendo una noche llena de preocupación y temor, donde los tres platicaron, hasta que la noche cayó y la hora de dormir llegó.

Mientras aquel par roncaban a las tres de la madrugada, Alan, detenido en el tiempo, el miedo y el dolor de perder de nuevo a un ser amado; fue incapaz de dormir un solo segundo.

Un suspiro, largo y tendido brotó de la mueca que formaban sus labios.

Su reflejo en el espejo lucía cansado y ojeroso, presentando una imagen casi impensable para un niño de su edad.

En la imagen proyectada, sus pecas, esas que Joel una vez señaló como bonitas, resaltaban más de lo normal debido a la palidez de su piel mientras sus ojos, se mostraban apagados, distantes y hasta cierto punto hostiles.

Repasando sus facciones con detenimiento, un pensamiento intrusivo llegó a él como el fuerte golpe de un rayo que buscaba atormentar su mente.

En dicha imagen, vio el semblante avergonzado y temeroso de Ángel; quien le había confesado una de tantas verdades que tenía por soltar. Como si fuese un fiel creyente que iba a confesar sus pecados ante el padre, temeroso de la ira de dios y la condena divina.

Entre sus pecados, como los llamaba Ángel, también, le contó sus actos de bondad y humanidad, donde reveló que fue él quien lo liberó aquella tarde en el bosque.

Le contó cómo fue que cayó en ese círculo de locos y con ello, le advirtió que corría peligro. Confesando que había sido enviado por el círculo, con el fin de engañarlo y llevarlo a uno de sus puntos clave, donde planeaban deshacerse de él, antes de que hablara con la policía y revelara la identidad de uno de sus miembros.

La confusión de Alan era evidente. —Pero, ¿revelar que? Eres el primero que veo sin máscara. Y eso es porque me lo acabas de decir. —protestó el pecoso.

   —Alan, no tienes que mentir. Puedes confiar en mí. Sé que viste a uno de ellos sin la máscara. Quiero que sepas que yo te apoyo...

   –Ángel, si hubiese visto a cualquiera de ustedes sin la máscara, ¿Crees que no lo hubiera notificado a la policía desde el inicio? ¿En verdad me crees tan idiota como para callar algo así?

   —Pero ellos aseguran que andas esparciendo el rumor de que...

   —Ángel, puedes estar seguro de que no soy tan imbécil como para quedarme con ese tipo de información. Y mucho menos, para ir por el mundo diciéndole a cualquier pendejo que vi a uno de mis secuestradores —explicó, tomando aire mientras miraba hacia su alrededor. Tratando de procesar la información. 

» Ángel, sí es cierto que entraste a esa banda de lunáticos porque te obligaron...entonces, dime quiénes son los demás. Puedo decirle a la policía, y tú puedes testificar. Solo dime los nombres y yo...

En ese momento un hombre llegó, vociferando el nombre del pecoso y anunciando con ello, una terrible noticia que los dos presentes, desearon, fuese mentira.

Lo que pasó después, se convirtió en un recuerdo nebuloso. Sin forma ni razón. En el que, de repente, sin saber cómo, Alan estaba abriéndose paso entre la multitud.

Con la mirada fija en el tumulto, mientras el semejaba un nuevo tipo de zombi cuya única motivación en ese momento, era encontrar el corazón latente y cálido de la persona que estaba tras ese muro de carne y chismes.

En ese lejano presente, ya poco importaba lo que Ángel le había dicho, junto a la información que éste podía brindarle.

Si bien, en su momento la confesión de los hechos que Ángel le tenía destinada lo sorprendió; en la nebulosa que habitaba, le pareció un evento frívolo y poco importante, al que dejó ahogarse en aquel charco de sangre que brotó de Joel.

El pecoso, fluctuando entre el pasado y el presente, cerró sus ojos con fuerza. Tratando de disipar la imagen de Joel tumbado en el suelo, inmóvil, sobre un charco carmesí que parecía extenderse cada vez más.

   —¡Alan! ¡Se hace tarde! —lo llamaron desde el piso de abajo, arrancándolo de ese cruel recuerdo.

Era Liliana, quien al parecer iba y venía, entre la sala y la cocina, deduciendo esto, gracias a sus tacones. Por otra parte, los mellizos se sumaron a su andar en una carrera de destino desconocido para Alan, que, con el llamado de su tía, mojó su rostro y acomodó su cabello, perfectamente engomado hacia atrás.

Sin entender porque debía ir tan presentable, fajó su blanca camisa de vestir, apretó su fajo y después, lustró nuevamente sus zapatos negros.

Se dirigió hacia su habitación y tomó el saco negro que había dejado colgado en el picaporte.

   —Hora de jugar a ser un pingüino— se dijo a sí mismo, colocándose el saco, el cual le quedaba justo.

Pronto bajó a la sala, escuchando el taconcito de sus zapatos con cada paso que daba y sintiéndose incómodo con el pantalón negro que Liliana le proporcionó, ya que lo sentía bastante ancho de las piernas.

   —Uy, pero que guapo se ve mi sobrino —observó Liliana, dándole un pequeño abrazo.

   —Mamá, ya llevamos todo —anunció Miguel, saliendo de la cocina con un ramo de flores blancas—. ¿Ese es mi pantalón? —preguntó, mirando a Alan de pies a cabeza.

   —Era tu pantalón, cariño —puntualizó Liliana, acomodando con sumo cuidado el cuello de la camiseta de Alan y limpiando cualquier pequeña morusa que tuviese en los hombros del saco—. Se lo di a Alan. A ti ya no te quedaba. Y mira, a él le queda como un guante.

Miguel hizo cara fuchi, la cual logró sacarle una risa al pecoso, mientras los mellizos llamaban a su madre desde fuera. Ambos, entrando por la puerta, buscaron a su madre con la mirada.

   —¡Mamá! ¡Dice papá que ya nos vayamos! —gritó Estela, aturdiendo a Miguel quien la tenía a un lado.

   —¿Segura que debemos llevar a los mellizos? —preguntó el castaño viendo como sus hermanos saltaban de aquí para allá, llenos de energía.

   —No tengo con quien dejarlos Miguel. No tenemos de otra. Si se ponen muy inquietos, se salen con su padre. ¿Verdad Estela?

   —¡Si! —Respondió la pequeña sin saber de qué hablaban.

La princesita de la casa, portaba un bello vestido hampón de terciopelo negro y con bordes de encaje blanco en sus abultadas mangas y en el cabello, usaba una media cola y un moño negro adornando la claridad castaña de su hermoso cabello. Además, en sus piecitos, unas botitas de charol la acompañaban en su enérgico andar.

Esteban, por su parte, como todos los hombres de la familia, llevaba un traje negro con camiseta blanca y su cabello, peinado hacia un lado, justo como su hermano mayor.

Con la señal de Liliana, quien portaba un vestido negro y sencillo, todos salieron en fila india directo a la camioneta donde Mauricio los esperaba.

Ya en camino, Mauricio sintonizó el noticiero, evitando así, cualquier estación musical. Aunque, conforme avanzaban, perdían la señal de vez en cuando, aturdiendo a todos con el horrible sonido de interferencia.

Después de 25 minutos de camino, llegaron a su destino, el cual estaba ubicado casi a las orillas de Montesinos, entre una bella arboleda.

Liliana, antes de bajar de la camioneta, les pidió a los mellizos que se portarán bien, por respeto a la familia, mientras Mauricio, los miraba con severidad para reafirmar la autoridad de su esposa.

Ellos, atendieron la indicación, asintiendo y poniendo en sus caritas redondas e infantiles, una expresión pétrea y fingidamente solemne. Liliana suspiró y abrió la puerta, lista para afrontar la situación.

Alan por su parte, fue el último en bajar de la camioneta, llevando el ramo de flores blancas consigo.

Sentía como los nervios provocaban en su estómago un horrible nudo; el cual, solo desaparecería, una vez entrara al recinto.

Tomó aire, y mirando su reflejo por última vez, alcanzó con sus zancadas a la familia que se adentraba a la funeraria.

Esa funeraria, era de las más bonitas y caras de Montesinos.

Tenía dos pisos y en cada uno, cuatro salas se ocultaban tras una pesada puerta de madera a los costados; mientras el recibidor, era un ancho pasillo, provisto de varios sillones, mesas y lámparas de luz cálida, que le daban a la congoja y el dolor, un bello espacio para descansar.

La sala a la que iban. era llamada ''Luz eterna'' y dentro de ésta, había una cantidad considerable de gente. La mayoría, sentadas en los sillones y otras tantas, de pie. Algunas caras ya las había visto en algún momento de su vida, pero naturalmente, no las conocía.

Era extraño.

El aroma de las flores, los perfumes de las mujeres, y los murmullos, le recordaron inevitablemente al día en que velaron a su padre.

Los llantos desgarraban el ambiente al final de la sala, donde el cuarto del altar se encontraba. Ahí, adornando la tristeza y el más amargo dolor, se encontraban grandes y hermosas coronas de flores, situadas al lado del ataúd plateado. Y junto a este, una bella fotografía de antaño que le sonreía con amabilidad y gran alegría a pesar de todo.

Como pudieron, se deslizaron entre ese mar de caras manchadas por la tristeza. Dando el pésame a los familiares y amigos de la familia que se encontraba en la sala del altar. Así fue, hasta que llegaron finalmente, hasta la dolorida madre.

Abrazada al ataúd, con los ojos rojos e hinchados, los miró con un gesto de profundo agradecimiento entre la pena que embargaba su tierno corazón, roto por la desgracia. Sin perder tiempo, se lanzó hacia Liliana, su querida amiga. Y después de un fuerte abrazo, habló con trémula voz

   —Me reconforta que vinieran a despedirse de mi niño— dijo, con la voz temblorosa y ronca, apartándose del abrazo de Lily.

Miró al par de jovencitos que la acompañaban, recibiendo entonces, las flores que Alan llevaba consigo. —Son preciosas. Muchas gracias, Alan. Miguel...

Los jovencitos, junto a Liliana asintieron, viendo cómo colocaba el ramo junto a aquella fotografía donde su adorado hijo, posaba con la más cálida de las sonrisas que el mundo le había visto izar.

Liliana en voz baja, les dijo a sus niños que podían despedirse de él si así lo deseaban. Sin embargo, Miguel se negó y Alan dudó.

El pecoso agachó la mirada, resuelto, a despedirse sí o sí.

Tomó aire y conforme se acercaba, pudo ver sus manos, colocadas una sobre otra, entrelazadas en total paz.

La luz blanca sobre el ataúd, le confería una apariencia mortecina y casi irreal. No era ni la mitad de lo que había sido en vida. Alan sintió náuseas. ¿Podría ser el aroma a incienso? ¿El perfume? ¿Las flores? ¿La pena que apretaba su pecho?

No lo sabía, pero debía ser fuerte. Ver con sus propios ojos aquello que su corazón se negaba a aceptar.

Tragó saliva, sintiendo que los ojos le ardían de apoco mientras subía lentamente la mirada, entre los pliegues de aquel traje blanco; temeroso de toparse con aquel rostro inmóvil, pétreo, frío.

«No quiero despedirme» pensó el pecoso, negándose a ver su cara. Centrándose así, en el traje que le habían puesto a su cuerpo.

   —Buena tarde— saludó alguien con suave voz, entrando a la sala e inundando el aire con su presencia.

Era el padre Manuel, quien, a petición de la familia, había ido a elevar unas cuantas plegarias para el joven que había abandonado a la familia antes de tiempo.

Con un ademán, les pidió a todos ponerse de pie, mientras con sus suaves palabras, pidió que el ataúd quedará despejado y con ello, que todos tomaran un lugar en la sala, ya que era hora de comenzar con el rosario.

Alan atendió el llamado y se recorrió hasta salir de la sala del altar, tomando su lugar hasta atrás de los familiares, y amigos más cercanos.

Mauricio y Estela, habían tenido que salir de la sala, ya que la pequeña, apenas puso un pie ahí dentro, se soltó a llorar desconsoladamente.

   —¿Y mi mamá? ¿No venía contigo? —le preguntó Miguel, saliendo poco después de él, de entre la multitud, cargando a Esteban para que no se quedará atrás.

   —No, ella está adentro. Se quedó como apoyo.

   —Entiendo. ¿Y tú?, ¿Cómo te sientes?

Alan se encogió de hombros. Sus sentimientos, al igual que cuando murió su padre, se encontraban encerrados en una cajita mental que parecía no querer abrirse aún.

Entre su silencio, las oraciones reinaron en la pequeña sala, donde Alan, no hacía más que observar el techo de la habitación, adornado con un bello candelabro de luces amarillas. Escuchando atento las plegarias, ya que, al no poseer religión alguna, desconocía las oraciones que se elevaban al unísono.

   —Alan. Llevaré a Esteban al baño—le anunció Miguel en voz baja, cuando el tercer misterio terminó, señalando a su hermanito.

Alan asintió, viéndolos alejarse hasta que cerraron la pesada puerta de madera del recinto.

El pecoso suspiró. Sentía los ojos pesados, anidados en lágrimas. Por más que les suplicaba caer, las perlas de agua, no deseaban salir.

Sintiéndose incómodo, sin aire y fuera de lugar, comenzó a acomodarse el saco y el cuello de la camisa, mientras el cuarto misterio comenzaba. Buscando en que entretener su mente.

   —Ya, ya, te ves muy bonito, chaparrito —susurraron a sus espaldas mientras una mano apretaba suavemente su hombro—. Si hasta pareces una persona decente.

El corazón de Alan palpitó con fuerza y su piel se erizó al sentir su cálido aliento removiendo los vellos de su nuca.

El pecoso se giró con rapidez, topándose con su propio reflejo, proyectado en el hermoso gris de aquella mirada amorosa.

   —Joel, ¿Qué haces aquí? Deberías estar en reposo —Alan lo amonestó en voz baja, mientras Joel se inclinaba hacia él y le pasaba el brazo por encima de sus hombros, en lo que era un cálido abrazo lateral.

   —Vine de rápido —susurró el moreno, sintiendo como el brazo del pecoso lo rodeaba, siendo arrastrado hasta los sillones—. Ya mamá, me avergüenzas —bromeó, reposando su cabeza en Alan y frotando su mejilla en ella—. Uy, te embadurnas en gel pecosito. Si no tienes cuidado con eso, te quedarás calvo— observó divertido.

   —Será muy mi problema —escupió molesto—. Mierda, Joel. Aun no puedes andar por ahí como si nada. ¿Qué pasará si se te abre la herida? Apenas han pasado cuatro días —dijo, soltando la cintura de Joel y ayudándole a tomar asiento.

Joel, como todos, llevaba un pantalón de vestir negro. Le quedaba ceñido en la cintura y caía en un corte recto que le favorecía a su alta y atlética imagen. Y con ello, una camisa blanca, por primera vez fajada, pero holgada y hasta cierto punto vaporosa, que le daba a Joel su acostumbrada imagen de comodidad y libertad, esto, acentuado gracias a su cabello rebelde.

Sosteniendo el área afectada, Joel se recostó en el respaldo del sillón, visiblemente cansado.

   —Te duele ¿verdad? —observó Alan, molesto, tomando asiento a su lado.

   —Poquito. Pero no te preocupes Alanbrito. Solo fue una herida muy, pero muy escandalosa.

   —Demasiado para mi gusto— señaló el pecoso, recargándose en el respaldo junto a su amigo—. ¿Quién te trajo?

   —Un vecino. Venía en esta dirección y le pedí un aventón. De hecho, solo vengo un rato. Me dijo que lo viera en media hora allá abajo para llevarme de nuevo a la casa.

   —Menso. Doña Rosario no está enterada, supongo.

Joel negó con la cabeza, recargando su cabeza en la del pecoso. —No te enojes conmigo. Solo vengo agradecer a Ángel —Alan lo miró confundido —. El otro día en el hospitalito. Me dijiste que fue él quien te liberó, ¿no? Debo darle las gracias.

   —¿Me estabas escuchando? —Alan se ruborizó.

Recordó la tarde en que le permitieron entrar a ver a Joel; al día siguiente del ataque y poco antes de que lo dieran de alta.

Éste, estaba aparentemente dormido por los sedantes y ahí, Alan aprovechó la soledad para contarle lo que pasó esa tarde con Ángel, y sobre las cosas que le contó.

También, le habló del miedo que sintió al verlo ahí, desangrándose en el suelo y sobre cuán feliz lo hizo enterarse de que había sobrevivido.

   —Qué bueno que no moriste —le confesó al fin, después de permanecer un buen rato en silencio, topándose de lleno con sus emociones reprimidas.

Su voz, se había roto por completo y las lágrimas que no derramó durante la noche y gran parte de la mañana, cayeron una tras otra sobre la tela de su pantalón.

   —No quiero ni imaginarme lo que pasaría si tu llegases a morir —clamó el pecoso, entre sollozos, cubriéndose el rostro con sus manos y volviéndose un ovillo en esa pequeña silla de metal.

《Que cosas tan vergonzosas le dije ese día 》 pensó, de vuelta en su presente. Preguntándose que tanto le había escuchado decir. Hasta que momento, estaba despierto.

   —Bueno si sirve, de algo, solo escuché eso. Ya que no tengo recuerdo de que dijeras algo más —lo consoló Joel, recargando su cabeza en el respaldo de aquel acolchado sillón.

Hubo un momento de silencio hasta que el moreno suspiró. — No puedo creer que haya pasado esto. No conocía a Ángel del todo. Pero me agradaba bastante. La verdad, me hubiese gustado que fuese nuestro amigo. 

   —Igual a mi —respondió Alan, mirando el techo sobre sus cabezas. La tragedia, parecía rondarlos día con día, reclamando la vida algún incauto que osara atravesarse en su camino—Tal vez si se hubiese atrevido a hablar a tiempo, no estaríamos aquí. 

—Uno no mide el peso de su silencio, pecosito. Hasta que es demasiado tarde —Joel suspiró, cerrando sus ojos.

Después de 15 minutos, en los que el mutuo silencio los acogió con agrado, el rosario terminó, y las personas retomaron sus lugares.

Fue entonces que Alan ayudó a Joel a levantarse del sillón, y lo acompañó hasta la entrada de la salita del altar.

   —¿No te despedirás? Lo conocías más que yo— preguntó Joel a unos metros del ataúd, al sentir que el pecoso lo soltó, quedandose repentinamente atrás. Alan negó ligeramente con la cabeza—. ¿Tienes miedo?

   —No. Solo, que, quisiera recordarlo como era — admitió. — Ve, aquí te espero.

Joel asintió, le dio un par de palmadas al pecoso y sin decir más, caminó hasta el ataúd, donde pudo ver el rostro de Ángel, quien descansaba entre la blanca y acojinada tapicería del ataúd; con una expresión tranquila, callada y acartonada.

   —Hola Angelito— comenzó por decir, botando el aire y seleccionando las palabras que quería dedicarle a esa víctima de la crueldad humana—. Sé que nuestra relación era básicamente nula. Pero quiero que sepas, que me agradabas mucho. Eras un niño tranquilo e inteligente. Amable y atento. Estoy seguro de que nos hubiésemos llevado muy bien —admitió, otorgándole una ligera sonrisa.

» También, quiero agradecerte, porque gracias a ti, Alan logró salir del bosque aquella tarde. Por ti, el sigue a mi lado. Por tu acto de piedad, no lo perdí. Lamento tanro que las cosas terminaran así. –su voz se quebró—. Merecías algo mejor. Tu solo fuiste víctima de las circunstancias...pero, puedes estar seguro, de que, en esta vida, o en la otra, todo se paga amiguito. Así que puedes ir en paz. Sabiendo que hiciste lo mejor que pudiste con lo que tenias. Ahora, toca dormir, amigo. Descansa, y ya nos encontraremos por ahí, con una nueva oportunidad en los bolsillos. Tal vez, en otra vida, nos toque reír juntos.

Joel acarició la fría madera del ataúd. Esbozó una tenue y amarga sonrisa. Y se despidió de su compañero de clase.

Sabiendo en sus adentros, que al igual que Ángel, él, algún día estaría en ese lugar. 

Postrado, inerte, dormido y rodeado de unos cuantos, cuyo amor le sería tan amargo como la hiel y la soledad, su única compañía fiel.

Esa noche, en la seguridad de su habitación, Joel se acostó entre las suaves sábanas recién lavadas que, al chocar contra su cuerpo, desprendían un suave perfume a lavanda.

«Esto es un idioma de la felicidad» pensó, suspirando. Sintiendo el abrazo de su madre en esas simples sábanas blancas.

La herida a esas horas, comenzaba a dolerle de apoco, pero el medicamento, el cual tomó minutos antes de ir a su cuarto, pronto debía surtir efecto.

Mientras eso sucedía, recordó a sus amigos. A Miguel, a quien encontró junto a su padre y sus hermanos en la sala general, cuando él ya estaba por marcharse. Los saludó con efusividad, y ellos, a pesar de verlo con gusto, lo regañaron por no estar en casa, reposando como le habían indicado.

Conversó con la familia de Alan y Miguel un par de minutos, y pronto, retomó su camino en compañía del pecoso.

Ya afuera, se encontraron con Samuel, quien llevaba un pequeño y hermoso ramo de lirios blancos, para dárselo a su fallecido amigo de infortunio. El grandulón, iba acompañado de un hombre alto y fornido, el cual, ya habían visto antes.

El rostro de Samy se iluminó al ver a Joel y al pecoso, y como era de esperarse, después de un cálido saludo, regañó al moreno. Llamándole la atención por no estar en reposo.

   —No me regañes tú también, Samy —pidió, haciendo un puchero —Alan y Miguel ya me regañaron allá arriba. Y doña Liliana, Mauricio y los mellizos, ni se diga.

   —Es que deberías estar en reposo —señaló Samy, inflando sus cachetes mientras en su expresión, la dulzura y la preocupación afloraron. —¡Oh! deja aprovechar el momento para presentarles a mi hermano mayor. Arturo, ellos son mis amigos.

Samy señaló a aquel par, quienes admiraban la enorme diferencia entre ambos hermanos.

Si bien, Arturo era tan blanco y güero como Samuel, su figura, era bastante atlética y mostraba un tamaño descomunal, algo que no se esperaban aquel par.

Arturo, de mirada seria y eternamente decidida, les extendió su mano, dándoles a cada uno, un fuerte apretón. —Samuel me ha hablado mucho de ustedes, es bueno ponerles cara a los nombres.

Su voz, profunda y clara, amedrentó al moreno y al pecoso, quienes solo pudieron asentir.

   —Bien, los dejo, debo irme. Si mi madre se entera de que me le escapé, me colgará de las orejas.

   —¿No quieres que te acompañe en lo que llegan por ti? —se ofreció el pecoso, secundado por Samuel.

   —No se preocupen, mejor entren, de todos modos, ya no tardan. Esta persona es sumamente puntual —Joel se despidió de Arturo, pidiéndole una rutina de gimnasio en el futuro.

En un abrazo se despidió de sus amigos y cruzó la calle, con un andar relajado, llegando al punto donde había quedado de verse con su vecino.

Joel se sentó en una jardinera, bajo la sombra de un ficus, y mientras miraba aquella ropa que alguna vez fue de su hermano, alguien lo llamó al otro lado de la calle.

   —Pss, pss —escuchó.

Joel, alzó la mirada, confundido, mirando al otro lado de la calle; donde fuera del recinto, la imagen de un hombre en traje negro y sombrero alto, estaba plantado justo frente a él, haciendo un gesto con su mano, pidiéndole que se acercará.

Joel, frunció el ceño, confundido. Se talló los ojos y le dio un segundo vistazo, para confirmar con terror, que aquella persona, no poseía rostro. Solo una sonrisa con la que lo llamaba.

  —Pss, pss. — lo llamó de nuevo, encorvándose de apoco mientras ladeaba la cabeza de un lado a otro.

Los ojos de Joel ardieron. Su piel se erizo, y su corazón palpitó con fuerza. «No, no...» pensó, sintiendo como el sudor le perlaba la frente.

Se puso de pie y caminó tan rápido como le permitía la herida, tratando de alejarse de ahí cuanto antes, encajando su mirada en el suelo.

Sin embargo, sentía una mirada penetrante, oscura y envolvente que parecía devorarlo bocado a bocado. —Pss, pss

«Puta madre, no, ¡déjame en paz!» pensaba con terror, mirando de reojo como aquella imagen, caminaba a la par de él.

Pero esta vez, adoptando una postura animal, desplazándose a cuatro patas, alargando sus extremidades mientras de su sonrisa, un lamento brotaba, desgarrador.

«Mierda,mierda...no por favor» el terror lo aprisionada entre sus garras, y la desesperación lo impulsaba a correr, sin embargo, la herida lo obligaba a caminar torpemente, mientras trataba de escapar.

   —Ey Joelin, ¿Qué haces? —lo llamó su vecino de repente, pitando desde su camioneta y tomando por sorpresa a Joel —Se que la juventud es maravillosa, pero no pruebes suerte. Súbete.

Joel no lo pensó dos veces y saltó al auto cuando se dio cuenta de que aquel hombre, cruzaba la calle en su dirección.

   —¡Vámonos, vámonos! — suplicó desde el asiento de atrás.

Su vecino, pensando que se sentía mal, arrancó el carro sin saber que, con ese simple acto, dejaba atrás a esa siniestra imagen que acechaba a su joven vecino.

Joel, se recostó en los asientos, sudando y respirando con dificultad mientras tranquilizaba a su corazón.

   —Vida...dame tiempo —susurró Joel, oculto bajo las sábanas de su cama. Alejado de ese lejano y horrible momento. Y respirando en su presente mientras se volvía un pequeño ovillo tembloroso

—Tiempo, dame vida. No me dejes ir, permíteme estar con ellos un poco más. Vida, dame tiempo. Tiempo, dame vida...

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