35 - Futuro Pactado.
Morbius escarbaba un agujero.
Gotas de sudor escurrían por su frente, deslizándose por la curvatura de su nariz hasta caer al vacío y fundirse en la tierra bajo sus pies. El sol de la mañana brotaba sobre sus cabezas, iluminando con su halo naranja el resto del valle; silencioso e imponente. Sin embargo, la zona donde estaban ubicados, permanecía en tinieblas; gracias al muro de piedra y musgo, que los cobijaba de la luz directa.
La protección de dicho muro, no los libró de los vapores que el calor arrancaba del suelo, disipando de a poco el frío de la noche que había concluido.
Dentro de aquella enramada, oculta entre los caminos traicioneros del bosque, se cernían los fieles protectores de su pecado. Una fila de enormes y densos arbustos que portaban entre sus hojas, similares a filosas lanzas de un verde profundo y oscuro, la tóxica y femenina belleza de las adelfas; bañadas en el color de la sangre.
Eran como bellas damas carmesíes que creaban con su perenne, incansable y siempre atenta belleza, un muro impenetrable a la razón de cualquier curioso que tratará de cruzar, empecinado, esa vereda.
Morbius, habiéndose despojado de su pesada chamarra minutos atrás, se limpió el sudor con el antebrazo, cansado y con la espalda dolorida.
Resopló y lanzó la pala al suelo, mientras sus pesadas botas, arrancaban a esos suelos inmaculados, cientos de lamentos que resonaban en la eternidad del bosque.
Caminó hasta Ariel, quien, sentado sobre una prominente y torcida raíz, guardaba en una bolsa transparente, una de tantas máscaras que poseían. Siendo en ese momento, la del mandril.
—¡Que mierda! Ya me duele la espalda y apenas comencé —se quejó Morbius, realizando varios estiramientos que hacían a su columna, tronar en un rápido y esquelético chasquido—¿A qué hora vendrá el idiota de Furcio?
—Le dije que fuera puntual —observó Ariel, quien sacaba el aire de la bolsa destinada a proteger la máscara de Furcio—. Hasta le di el horario mal, para ver si llegaba a tiempo.
—Bueno, pues te aviso que yo no moveré un solo dedo hasta que llegue. No es justo que yo haga el trabajo pesado solo.
Morbius hizo un par de estiramientos más y tomó asiento junto a Ariel.
—Como quieras, hoy estaremos un buen rato de este lado. Hay que hacer el hoyo, taparlo y de aquí, ocultar las palas. Que yo creo, esto será en la segunda cabaña.
—Que hueva. De solo escucharlo ya me cansé —admitió Morbius, tomando una de las mochilas y acomodándola detrás suyo—. Aun así, se me hace exagerado que nos cítaras tan temprano.
—Tenía que ser así. De otra forma ¿Cómo íbamos a traer las palas y las mochilas? Era salir antes de que levantaran el toque de queda para evitar toparnos con chismosos.
—Pues si hombre, pero a ver. Ángel no vendrá con el mocoso ese, hasta pasadas las cinco. Si es que viene. Y citaste a Quique y Pablo con el pendejo que se dejó ver la cara, a las seis. ¡No planeo pasar aquí toda la vida, hombre! Oh, y deja decirte; no me cuadran las horas. O eres muy optimista con el tiempo o no sabes organizarte.
—Todo está perfectamente calculado, Elmer —Morbius le soltó un manotazo en el brazo, molesto. Odiaba su nombre casi tanto como Ariel detestaba el suyo.
—No se te ocurra llamarme así frente a nadie, ¿oíste? —amenazó Morbius, alzando la voz por encima de la risa de Ariel.
—No, no. Si yo hubiese tenido la oportunidad de ocultar mi nombre desde un inicio, la hubiera aprovechado —admitió, terminando de guardar otra máscara. Esta vez, era la de Quique, el Winnie Pooh.
—Oye, ¿Y crees que es necesario esconder nuestras cosas? — preguntó Morbius, recostándose en el suelo mientras apoyaba la cabeza en su mochila.
—Necesario y lo que le sigue. Si dan el pitazo, entre menos cosas que nos incriminen tengamos, mejor para nosotros.
—Pero se supone que hoy en la tarde nos encargaremos de eso. Justo para que eso no pase.
Ariel solo se limitó a mirarlo mientras abría otra bolsa para guardar la siguiente máscara, que era la de Pablo, el león.
Morbius, tratando de interpretar su silencio, notó que la punta de su nariz, roja por el frío, confería a su aspecto un aire de fragilidad. Fugaz e ilusoria, disipada solo por la clara frialdad de sus ojos azules; pálidos como témpanos de hielo entre la neblina dispersa por la aurora.
«Quien diría que este cabrón es la peor basura de Montesinos» Pensó Morbius, sin ánimo de preguntar a qué se debía ese incómodo silencio. «Todo secreto sale a la luz tarde o temprano. Dejaré que salga por sí solo. No tengo ganas de entrar a esa retorcida mente ahora.»
Morbius tomó su chamarra y la colocó encima de él, cubriendo parte de su torso y cara; dispuesto a dormir unos minutos en lo que su compañero llegaba.
Furcio llegó a las ocho treinta de la mañana, alegando que se perdió en el camino, además de que tuvo que esperar hasta que su hermana mayor, quien llegó a casa a las 7;15 después de haber pasado la noche en casa de una ''amiga'', asaltara el refrigerador a escondidas de sus padres, y con ello, acabara de comer su cereal. Y con ello, esperar a que se levantará y fuese a enclaustrarse en su habitación a dormir hasta las tres de la tarde.
Morbius, a quien Furcio despertó a base de patadas, tomó su pierna y mordió con cierta fuerza su pantorrilla, arrancándole un pequeño grito al impuntual de su amigo.
—¡Eh, pinche perro! — exclamó Furcio, sobando su pantorrilla mientras Morbius se levantaba entre las carcajadas de Ariel.
—Ese fue por patearme —comentó, acercándose a Furcio y propinándole un zape —. Y ese, por llegar tarde. Quedamos de vernos a las siete. No tenías nada que hacer a las siete quince en tu casa —Y diciendo esto, Morbius señaló la pala. —Te toca. Yo ya le aventajé. Cuando avances poco más de eso, me despiertas.
Furcio, con un puchero, miró a Ariel, buscando alguna palabra de aliento o un acto de misericordia. Pero éste solo se encogió de hombros.
—Ya hicimos nuestra parte por el momento —explicó—. Despiértalo en media hora, para que continúe con el trabajo.
—¿Ah? ¿Tú no nos ayudas con esto? —Furcio parecía decepcionado.
—No. Iré a hacer un pendiente —Ariel se levantó, se sacudió y acomodó su chamarra a cuadros azul—. Las máscaras están empaquetadas dentro de las mochilas. Y ese agujero debe tener al menos dos metros de profundidad.
Furcio lo miró sorprendido, esperando que fuese una broma. —¡¿Qué?! ¿Por qué tanto? No me dijeron que vendría a esto. ¡Me voy a manchar la ropa!
—¿Quién viene a la mitad del bosque sin la ropa adecuada?, idiota. —preguntó Morbius, acostado en el suelo y con el rostro cubierto por su chamarra nuevamente
—¡Tú cállate! —lo amonestó Furcio—. Ariel has paro, deja que vaya a cambiarme.
—No. Si te doy chance, vas a atrasar todo —sentenció—. Vuelvo en un rato. Espero que, para entonces, ya estén enterrando las mochilas; adentro está todo empaquetado. No quiero que saquen nada. ¿Ok?
—Ok. Pero... ¿Qué haremos si alguien viene? ¿Qué les explicaremos?
Ariel sonrió. —Puedes estar tranquilo, nadie se acercará a este lugar. Estamos rodeados de arbustos repletos de flores venenosas. Solo hay una entrada. Y justo es la que cubrimos con el pedazo de tronco. Solo no toques los arbustos y estarás bien. Y si escuchan pasos, escóndanse bajo esa roca. No se ve nada desde arriba.
Con ese consejo, Furcio vio cómo la silueta de Ariel se deslizaba entre la sombra que yacía bajo el peñasco sobre sus cabezas. Donde se ubicaba la única entrada y salida que conducía a ese terreno oculto; elegido especialmente para ocultar la mancha de su pecado.
Ariel, conforme se alejaba, no pudo evitar esbozar una sonrisa.
Dichoso de saber que el mejor lugar para ocultar un pecado; era allá donde la muerte aleja a la razón. Ahí, donde la vida evita entonar su canción.
La puerta de lámina resonó por toda la casa con dos simples golpes, acallando el griterío que el pequeño cuarteto de niñas tenía dentro de casa. El abrupto silencio duró un minuto aproximadamente, mientras en su interior, varios susurros, junto a el rumor de unos pasos cautelosos sonaron desde el interior de la pequeña casa.
—¿Quién es? —preguntaron finalmente. Era una vocecita temblorosa pero llena de resolución.
—Soy Ariel, amigo de tu hermano ¿Está en casa? — La puerta se abrió lentamente, dejando entrever poco más de la mitad de un rostro moreno, de ojos grandes y marrones, que lo escrutaron por un par de segundos, con desconfianza.
Sin embargo, este gesto hostil, desapareció al momento en que reconoció en aquella mirada azul, al amigo de su hermano; formando una enorme sonrisa en aquellos delgados labios rosados.
—¡Oh! ¡Ariel! ¡pasa, pasa! — lo invitó la pequeña Susana, abriendo un poco más la puerta para permitirle entrar.
Ariel se deslizó por el umbral, vislumbrando aquella casa de paredes desnudas donde cada rojizo ladrillo, dispuesto para su construcción, se apreciaba entre las líneas de mezcla resquebrajada.
El suelo bajo sus pies, estaba hecho de cemento y era bastante rasposo como para caminar sobre él descalzo. Además, el techo de láminas gris, le daba un aspecto deplorable a aquella pequeña y humilde casita, que sin embargo, se mantenía limpia y en su sencillez, acogedora.
—Pasa, toma asiento —le pidió Susana, adelantándose a él para sacudir el único sillón del que disponían. Viejo, marrón, carcomido, pero extrañamente cómodo.
Mientras Susana se adelantaba a él, vio como la pequeña dejaba un enorme cuchillo de cocina en la mesita desplegable que usaban de comedor.
—¿Me recibiste con un cuchillo en mano? —preguntó Ariel, tomando asiento y mirándola con un aire de burla y dulzura.
—No, es que iba a picar unas cosas cuando llegaste— mintió ella, limpiando sus manitas sobre su vestido morado, demostrando nerviosismo y regalándole una bella sonrisa provista de un solo hoyuelo.
Sus chinos, salvajes y negros, caían grácilmente sobre sus hombros, dándole una apariencia encantadora.
—Álvaro se está bañando —dijo ella, incapaz de sostenerle la mirada a Ariel, quien la miraba con extrema atención.
—Bien, entonces lo esperaré —anunció de buena gana. Hubo un silencio incómodo, que Ariel decidió romper con una pregunta directa y poco agradable para la pequeña Susana. —¿Volvieron esos hombres?
La mirada de la pequeña fue un poema. Uno trágico y doloroso. Ella asintió, apretando sus labios con una mueca.
—Por eso abriste con cuchillo en mano —se aventuró a decir, y ella asintió—Entiendo. Eres precavida. Eso es bueno. Pero para la otra no se expongan tanto —aconsejó—. Traten de hacer menos ruido. Cuando venía para acá, podía escuchar sus gritos a cinco casas de aquí. Deben ser más sigilosas. Y, si llegan a entrar, enciérrense en su cuarto y no salgan.
Susana asintió. —Perdón, no quería herir a nadie. Solo quería asustarlos si trataban de entrar.
—No, no. Está bien que lleves el cuchillo contigo. Es más, te diré un secreto. Si lo apuñalas aquí —explicó, señalando la parte superior de su pierna, cerca de la ingle—. En esta zona, sería lo mejor. Aquí hay una arteria muy importante. Se llama arteria femoral. Si cortas ahí, el cabronazo que se atreva a querer tocarles un solo pelo va a desangrarse a la velocidad de la luz. Y sin asistencia médica, no vivirá por mucho tiempo. Eso sí, sangrará horrores, así que, en todo caso, no te asustes. Si no sangra suficiente, vuelve a pinchar. Con fuerza. que entre el cuchillo.
—¿Qué tanto le dices a mi hermana? —La voz de Álvaro rompió aquella burbuja de información. Se acercó a Susana y la amonestó en voz baja —. Te he dicho que no le abras a nadie. Ni siquiera a mis amigos hasta que yo esté aquí en la sala. Ve al cuarto un momento, por favor.
Susana atendió a la petición a regañadientes. Se despidió de Ariel, dejándolos solos.
—¿Te ofrezco agua? ¿algo? —preguntó el morenito, a lo que Ariel se negó—. Bien, entonces, ¿puedo saber a qué debo el honor? Pensé que ya no querías saber nada de mí. Desde la última vez en el bosque, ya no te apareciste por acá. Solo tuve esa estúpida nota donde me pediste que fuese al puente de piedra.
Un deje de resentimiento ahogaba su voz, mientras tomaba asiento en una de las sillas de plástico que tenían dispuestas alrededor del pequeño comedor.
—Sí, y no fuiste, por cierto. Te estaba esperando —observó Ariel —. No fue nada personal, Alby, si ya no te hablé fue porque tratamos de mantener un perfil bajo estos últimos días. Con la fuga del pecoso, las cosas se calentaron. Teníamos que analizar la situación con calma.
—Bueno, hubiese agradecido al menos esa explicación, Ariel —Álvaro se cruzó de brazos, recargándose por completo en la silla—. Estuve horas en el bosque buscando a la mentada presa que me asignaron. Descuidé a mis hermanas todo por tu causa — Álvaro suspiró, haciendo una mueca de desagrado—. Lo mínimo que esperaba era algo de consideración a mi persona. No fue culpa mía que la iniciación no se pudiese hacer.
—Perdona. No estaba enterado de eso —admitió Ariel—. Cuando escapó la presa, todos recogieron sus cosas y se dispusieron a buscarla. Tienen órdenes de que, en ese tipo de casos, se realice una búsqueda perimetral en el área. Por lo menos, buscar una hora.
—¿Ya les había pasado? Eso de qué se les escapara una presa...
—Si. Pero la primera vez no fuimos muy cuidadosos. No estaba atado a nada y en una distracción, escapó con facilidad.
—¿Y esta vez?
—No. Esta vez era imposible que escapara —aseguró—. Hubo un traidor. Un cabrón nos traicionó y anda por ahí, haciéndose el santo. Creyendo que somos idiotas.
—Y ¿tienen idea de quién fue?
—El de la máscara de perro. No estoy seguro de si lo llegaste a ver. Se llama Ángel —dijo—. Pero ese cabrón, liberó al pecoso esa tarde.
—¿Pecoso? —la pregunta de Álvaro estaba cargada de curiosidad y extrañeza.
Ariel le entregó una sonrisa. —Si. Un pecoso que conoces muy bien. Chaparro, de ojos verdes y bravo como un chihuahua rabioso. Él era tu presa.
El estómago de Álvaro se revolvió. Si bien, Alan nunca le había agradado del todo, además de que ambos parecían competir silenciosamente por la atención de Joel, la idea de hacerle un daño irremediable lo aterró.
Sin embargo, mantuvo la calma y sostuvo la mirada a aquellos ojos que lo analizaban, atentos.
«Si esto es una prueba, no debe verme dudar» pensó Álvaro, tomando entre sus manos su vaso y bebiendo un sorbo de agua.
—El sábado en que los convoqué, le dejé a Ángel una tarea —prosiguió Ariel—. Es un trabajo de dos. Y tú, irás con él.
—¿Qué clase de tarea? — preguntó intrigado.
—Hablar con Alan y conseguir acercarlo al punto B. De ahí, Morbius y Furcio se encargarán.
Álvaro tragó saliva. —Pero... ¿crees que lo haga? Ya te traicionó una vez. Además, es mala idea que yo vaya con él. Alan no puede verme ni en pintura. No querrá hablar con Ángel cuando vea que voy con él.
Ariel se encogió de hombros. —No importa. Ángel hará todo lo posible por hablar con él. Lo más seguro es que lo va a alertar. Le dirá lo que planeamos. Y si tiene tiempo, le dirá quiénes son los integrantes del círculo.
Álvaro lo observó, confundido. —Si sabes que no va a hacer el trabajo que le pides, entonces, ¿Para qué todo esto? Ángel no lo entregará. Y yo, aunque quiera, no puedo porque él no me acompañaría ni a la esquina.
—No te apures. Ángel solo es el anzuelo, Alby. — Ariel se recorrió hasta el borde de su asiento, acercándose un poco más al morenito—. Ángel hará lo posible por hablar con Alan, y por eso, te dejará ahí botado. En ese caso, necesito que tú aproveches y detengas a Joel.
—¿Qué tiene que ver él en esto? ¿Y si no está con ellos?
—Lo estará...los escuché decir que harían una maratón de películas de terror en casa de Alan, justo hoy, sábado. No hay falla. Él estará con ellos. Mientras Ángel plática con el pecoso, tú, te llevas a Joel aparte. No se negará.
—Ariel, tú no sabes. Todos los de ese grupito me odian.
—Pero no Joel —explicó—. Él no conoce lo que es el odio. Él aceptará hablar contigo si se lo pides.
La convicción de Ariel era abrumadora. Parecía conocer a Joel como nadie en el mundo.
Álvaro suspiró. — ¿Y?, ¿Qué quieres que le diga?
—Oh, de eso te encargas tú. Habla del clima, la escuela, el aire, la tierra, ¡De lo que sea! — Ariel, le extendió una navaja con adornos dorados en su empuñadura. Filosa y hermosa dentro de su letalidad.
Álvaro la miro unos segundos, antes de tomarla entre sus manos. —¿Y esto? —preguntó, con un extraño presentimiento.
—Una navaja.
—Si. Lo sé, ¿pero porque me la das?
Ariel tomó aire, recargándose en el respaldo del sillón. —Tu hermana me contó que la otra vez, unos hombres entraron a la fuerza a tu casa. Debió ser muy traumático para ellas, porque me recibió con ese cuchillo al abrir.
Álvaro corroboró las palabras de su interlocutor, mirando el chuchillo más grande y filoso del que disponían —Ariel, dime que quieres.
—Bueno, en tus manos tienes la oportunidad de proteger a tu familia y unirte al círculo. Solo, tienes que hacerme este encargo. Nadie más que tú, podría hacerlo.
El morenito hizo una mueca de dolor. La idea de lo que Ariel le sugería se incrustó en su cerebro como una daga envenenada que le partía la cabeza en dos. Forzándolo a elegir.
—Quiero que mates a Joel está misma tarde —sentenció Ariel, mirándolo fijamente.
Chocando con las paredes cada que giraba en una esquina de improvisto, daba trompicones mientras mordía sus mejillas con fuerza para no gritar. El sabor de la sangre inundó sus papilas gustativas, deslizándose como un río desbocado por su garganta, rasgándola y martirizándola con su acidez.
Sus piernas ardían al igual que sus pulmones, sus ojos, su alma, su corazón. Y sus manos, manchadas con ese espeso líquido que manó del cuerpo de un ser amado, temblaban en un puño inmovilizado por la impotencia y el dolor.
Su alma lloraba, clamaba por perdón divino que nunca le seria conferido.
«¡Lo maté! ¡Lo maté!» pensaba, sintiendo como sus piernas, temblorosas e inútiles, querían soltarlo y abandonarlo a su suerte.
Deseaba vomitar, gritar, retorcerse en el suelo. Estrellar su cabeza contra un muro. Esconderse en un hueco de la tierra y morir. Morir de la pena. La vergüenza. La desesperanza.
Sus zancadas lo llevaron al bosque, donde Ariel lo estaría esperando.
El aroma de la tierra, el pasto, el río, la sangre; imperaba en su sentido del olfato, mientras cruzaba el puente de piedra y se adentraba de a poco en la espesura del bosque.
Las pocas personas que había en el río no repararon siquiera en su presencia. Pero él, se sentía observado, señalado. Juzgado.
Caminó un aproximado de quince minutos, a paso rápido, torpe y desesperado. Hasta llegar a la siguiente extensión del río, donde el segundo puente de piedra se encontraba en ruinas.
Ahí, la mirada de la tempestad lo recibió ansioso.
Las palabras ya poco importaban y Álvaro trató de mantener una expresión fría. Le extendió la navaja, manchada aún con la sangre de Joel, y al recibirla, los ojos de Ariel brillaron; confundiendo al morenito al no estar seguro de reconocer emoción alguna, entre la escarcha de sus ojos.
Ariel asintió, manteniendo una expresión neutral, dando un par de palmadas en la espalda de Álvaro. —Cuenta con nuestra protección. A partir de ahora, perteneces al círculo, mi querido Judas. Tomarás el lugar de Ángel.
—¿De Ángel? ¿Qué pasará con él? —preguntó, conociendo en sus adentros la respuesta.
—Es obvio. Quique y Pablo irán por él. Es un traidor. Apenas salga de casa del pecoso, y vean lo que le pasó a Joel, se irán contra nosotros.
—Pero Alan puede hablar...
—Si, es una probabilidad. Ya lo tenemos cubierto, eso si es que alcanzó a decirle quienes integrábamos el círculo. Si quieres quedarte a ver lo que pasará, eres bienvenido. Si no, ve a descansar, lo mereces. Pronto oscurecerá y falta una hora para el toque de queda. Así que apúrate.
Ariel no dijo más, y sus pasos, al igual que sus palabras, se alejaron entre el eco del tiempo que se detuvo en un parpadeo.
Álvaro no estaba seguro de cuánto tiempo pasó de pie en el mismo lugar. Quieto, escuchando el latir de su corazón calmarse de apoco.
Ni siquiera se dio cuenta desde cuando las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos.
Solo sabía que el motivo de su dolor llevaba consigo muchos nombres encima. Y ahora uno, el peor de todos hasta entonces, era el de Joel.
—Perdóname Joel...no tenía de otra —susurró al viento—. Mis hermanas...necesitan protección. Y no sé bien como, pero Ariel puede dárselas. Debes entender qué en el pozo donde vivo, a nadie le importamos. Somos basura...destinada a la perdición.
Su voz, quebrada y temblorosa acuchillaba el viento con su pena. Y sus lágrimas, bañaban el suelo con su desolación.
Esa tarde, en el puente de piedra, no solo lavó sus manos. Entre lamentos, ahogó sus gritos en el rumor del agua y suplicó al rojo cielo en decadencia, que no maldijera su necesidad. Su estupidez. Su egoísta y arbitrario amor.
«Dios...por favor. Que Joel no muera. Por favor...» suplicó, por último, arrodillándose en el suelo, volviéndose un ovillo para aplacar el dolor en su pecho.
—Perdóname Joel...
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