32 - ''La Fierecilla Domada''
Alan se sentía extraño.
A partir de que abrió los ojos, algo en el ambiente le gritaba que ese día sería bastante peculiar, ya que, todo a su alrededor se sentía irreal.
No sabía si era el efecto que le dejó aquel extraño sueño, traspasando así los límites oníricos. O el simple hecho de despertar en casa ajena. Pero era como si la luz del sol, el soplar del viento en la calle, los aromas dulces de la temporada y el cielo se pusieran de acuerdo para hacer de ese día, el más incómodo de su vida.
Después de haberse encerrado en el baño, donde se dedicó a secar cada una de sus lágrimas para calmar su corazón, se puso la ropa que traía cuando llegó con Joel y ambos, emprendieron una carrera hasta abajo, acudiendo al llamado de Rosario.
Sin embargo, entre las risas de esa carrera, ambos se detuvieron abruptamente.
Minutos atrás, cuando Rosario mencionó que habían ido por Alan, ambos esperaban que fuera la silueta de Liliana la que esperaba al pie de la puerta; acompañada por Miguel o los mellizos. Pero en cambio, una mujer alta, esbelta y como luego la describiría Joel ''con clase'', estaba de pie ante ellos, al otro lado de la puerta.
Alan tragó saliva, percibiendo, muy a pesar de la distancia y de esos feos lentes de sol, como aquella mirada verde, se clavaba en su persona. Similares a los letales colmillos de esa serpiente marina que lo acechaba en su sueño.
El pecoso, borró instantáneamente su sonrisa y no pudo evitar dar un paso hacia atrás. Como si viese ante él, a la inoportuna y precoz muerte.
—Alan, ya llegó tu mami por ti —anunció Rosario, con una sonrisa en los labios, feliz de por fin conocer a la madre de Alan.
—No, yo no conozco a esa señora —señaló el pecoso, negando con la cabeza y regresando sobre sus pasos.
Joel, confundido, miró a su madre, quien le hizo una señal para que subiera y fuera en busca de su amigo.
El moreno no lo pensó dos veces e inmediatamente fue trás Alan con largas zancadas.
Rosario por su parte, de un paso, bloqueó con su cuerpo la entrada. Observando a Esther con aires de sospecha.
—¿Es en serio? —inquirió Esther, molesta, llevándose las manos a la cintura —, Lily debió llamarla. Le dijo que vendría, ¿no?
—Si, pero ¿por qué el niño huyó de usted? No quiero ser grosera, ¿pero ¿cómo sé yo que en verdad es la madre del niño? ¿Si con solo verla se fue corriendo?
Esther, resopló. Se despojó de los enormes lentes negros para mostrarle sus rasgos y comprara el gran parecido que compartía con el pecoso.
—Es mi hijo —aseguró—. Alan y yo, no estamos pasando por el mejor momento madre e hijo. Entiendo su recelo. Si tiene sospechas, a pesar del parecido, llame a Liliana, ella es mi hermana.
Rosario no dudó, y le pidió esperar afuera, mientras cerraba la puerta y llamaba a Liliana.
No dejaría que una extraña entrara a su casa e intentará robarse al niño. Prefería verse como una desconfiada, antes que dejar que algo así ocurriera.
Así, mientras ellas comenzaban él proceso de reconocimiento, Joel, trataba de abrir la puerta de su cuarto.
—Alan...ábreme por favor —suplicó, pegando su frente a la puerta, mientras posaba su mano en la perilla, presa de una ligera sensación de déjà vu.
—¿Ella está contigo? —el tono de voz del pecoso tenía un ligero tinte de reproche, como si temiera que Joel lo entregara vilmente a esa mujer.
—¿La mujer elegante? No. ¿Qué va a estar conmigo?, está pasando por el filtro de mi madre. Y hasta que le investigue hasta sus ancestros, no la dejará pasar en un rato —hubo un momento de silencio; posiblemente, Alan estuviese dudando—. Vamos, pecosito. ¿Desconfías de mí?
En ese momento, a los ojos de Joel, su amigo parecía un gato feral; una fierecilla huraña y temerosa que desconfiaba de todos. Hasta de su propia sombra e incluso, de él.
Desconocía los motivos que orillaron al pecoso a tomar esa actitud, pero sabía que debía haber una causa de fuerza mayor para justificar ese recelo. Siempre, sin falta, había un motivo para las acciones del ser humano.
Escuchó cómo retiraron el seguro de la puerta, mientras ésta se abría con pasmosa lentitud.
—Perdón por dejarte afuera de tu propio cuarto. Otra vez —se disculpó Alan, arrepentido; asomando su ojito verde por la pequeña abertura y dando unos pasos hacia atrás para dejarlo pasar.
Joel solo negó con la cabeza, aliviado.
—Creo que mejor, me voy acostumbrando a que me dejes afuera —comentó divertido.
El moreno entró y cerró la puerta con seguro, dándole la pizca de tranquilidad que, en ese momento, Alan necesitaba.
Tomó suavemente la muñeca de Alan y lo guío hasta la cama para sentarse de tal manera, que ambos quedaron con las piernas cruzadas en su totalidad, en posición de loto, mirándose frente a frente.
La luz de esa mañana, fluctuante entre las nubes que se reunían, era un augurio de una posible llovizna para esa tarde, dándole al ambiente de esa habitación, un poco de "normalidad" y paz, que era lo que el pecoso necesitaba para pensar.
Mientras tanto, Joel lo observaba con atención, notando que su ojo izquierdo se había inflamado, tornándose de un color morado que trataba de apagar el verde de su mirada junto a un ligero derrame carmesí, que rodeaba su iris.
—Oye, puedes decirme, ¿Qué pasó allá afuera? Esa mujer dijo que era tu mamá... ¿No lo es?, ¿Dejamos entrar a un Doppelgänger?
Alan negó con la cabeza, dándole una ligera risita por su comentario. Agachó la mirada, jugando nervioso con sus manos.
La idea de que Esther estuviera ahí, abajo, esperando por él, lo hacía sentir enfermo.
No tenían mucho tiempo.
El monstruo había entrado en el terreno, y debía ser breve con su explicación y con ello, su relato. Por ende, tomó aire y sin perder tiempo, comenzó a relatarle a grandes rasgos lo que pasó el día anterior. Revelando que su verdugo estaba allá abajo y con ello, dejando en claro el porqué de su actitud hacia su propia madre.
Pasaron cerca de 10 minutos, en los cuales, Alan demostró claramente cuáles eran los sentimientos que tenía para Esther, en los cuales, la tristeza y la ira imperaban.
Mientras tanto, Joel, lo escuchaba con gran atención. Admirando su rostro y siendo incapaz de ocultar la ternura que asomaba en sus ojos.
Ver la fragilidad que afloraba de ese maltrecho niño pecoso despertaba en el moreno, la imperante necesidad de protegerlo.
Era maravilloso como, pesar de su actual apariencia, mostraba una belleza feroz; nacida desde la fuerza de su carácter y de la fragante delicadeza de sus emociones; siempre ocultas para el ojo curioso, pero presentes, para el corazón atento.
La idea de que su relación maternal estuviese tan podrida, causó estragos en el corazón del joven; quien no concebía una situación semejante.
Desde su perspectiva, el amor de una madre era infinito e incondicional. Pero ahora, tenía frente a él, a una de tantas excepciones.
—No quiero ir con ella —confesó Alan al finalizar, cuando solo quedó un pequeño silencio.
—Quisiera que no fueras con ella —deseó Joel, preocupado—. ¿Crees que quiera llevarte de regreso a la...?
—¡Ni lo digas! ¡Que primero me muero antes de volver a la ciudad con ella!
—No digas eso chaparro —lo aconsejó, tomando su pálida mano, cerrada en un rígido puño—. Quieras o no, es tu mamá. Sé que no es una situación fácil. Que es frustrante. Y da miedo. Porque al menos yo, en este momento, tengo miedo de que ella decida llevarte a la ciudad después de lo que te hizo.
—Eso pasará de todos modos. Lo sabes ¿No? —Joel asintió, haciendo una mueca de resignación, que hizo al pecoso arrepentirse por recordarle esa inminente verdad.
—Pero no ahora. Dijiste que sería hasta el fin de ciclo. ¿No? Y aún falta para eso. Aunque no quita que duela la idea de que tengas que irte —Joel miraba la mano del pecoso, cuya palidez, contrastaba con su piel trigueña —. Este lugar no será el mismo sin ti.
El corazón de Alan dio un repentino salto. Otra vez esa sensación.
Miró el rostro cabizbajo del moreno, que, sentado frente a él, acunaba su mano con extremo cuidado entre sus manos frías.
Joel, masajeaba cada uno de sus dedos tratando de destensar uno a uno; y de cuando en cuando, con suma discreción, acariciaba suavemente el dorso de su mano, haciéndole cosquillas al pecoso.
—Tienes las manos bien tiesas, ¡Pareces un cadáver! — exclamó el moreno, riendo, mientras trataba de extender uno de sus dedos.
—B-bobo...si tus manos son más frías que un cadáver— atacó el pecoso torpemente, desviando la mirada. Tratando de calmar el maremoto en su interior.
Tenía el presentimiento de que, si veía a Joel un solo segundo más, su corazón ya no soportaría la lejania. Y rebelde ante sus mandatos, le abriría el pecho y saltaría directo a aquellas frías y amorosas manos; importando poco lo que pudiese pasarle ahí, en el exterior, a la merced total de ese jovencito de ojos grises.
—Espera, ¿Has tocado un cadáver? — captó Joel, de repente.
—¿Qué fue ese efecto retardado? — se burló él pecoso, feliz de tener a Joel a su lado.
En ese momento, solo eran ellos dos. Sentados uno frente al otro, con sus manos entrelazadas y timidas miradas.
Olvidando por un momento la existencia de Esther. Al menos hasta que Rosario, al otro lado de la puerta, los llamó para que bajaran a desayunar.
Ambos se miraron con seriedad, conteniendo el aire y aceptando el destino que les deparaba al cruzar esa puerta.
Esther los esperaba sentada en el sillón de la sala, con las piernas cruzadas y la curiosidad de quien ha entrado a una nueva realidad.
Admirando las paredes azules de aquella pequeña habitación. Estaban un poco agrietadas y desde su percepción, algo chuecas debido a la mala construcción. Los muebles viejos que poseían estaban limpios y a lo que podía divisar, bastante cuidados.
Si bien, los mosaicos del suelo estaban rotos y en mal estado, éstos desprendían un delicioso aroma a lavanda, mimetizándose con la fragancia de la canela y los tamales que Rosario, tenía en una vaporera, calentándose.
Además, la tela que protegía el sillón sobre el que estaba sentada, desprendía un suave aroma a detergente mientras mantenía un precioso color blanco e inmaculado, al igual que el mantel de encaje que cubría la pequeña mesa para cuatro.
Cuando ambos bajaron al primer piso, Joel se acercó a ella, la saludó con cortesía y se presentó.
—Así que tú eres el famoso Joel —observó Esther, intrigada, estrechando la mano que ese jovencito le extendió de buena gana —. Eres un muchacho atractivo, sin duda.
—Gracias, señora — respondió Joel, apenado, observándola detenidamente.
La mujer ante él era bellísima y con ello, realmente idéntica a Alan.
El moreno tomó asiento junto al pecoso, quien, desde que bajaron, había tomado asiento en un sillón individual. Ahí, Joel lo empujó con la cadera para que le hiciera espacio, e inevitablemente ambos comenzaron a discutir.
Alan, alegando que él había llegado primero, y Joel, necio a querer sentarse con él.
Rosario solo negó con la cabeza, divertida ante las peleas que ese par de jovencitos, de repente, armaban por nada. — Así de llevados son a veces señora Esther, no se preocupe.
Pasaron un aproximado de 15 minutos donde ambas mujeres comenzaron a conocerse de a poco. Mientras Joel y Alan miraban la TV después de la pelea que Joel ganó. Cuando el desayunó estuvo listo, Rosario se levantó del sillón:
—Gracias por aceptar acompañarnos a desayunar, Esther, espero que le gusten mis tamalitos — y dirigiéndose a Alan y Joel—. A ver chamacos, ¿pueden ayudarme a llevar las cosas a la mesa?
Ambos aceptaron al instante, adentrándose en la cocina junto aquella menuda mujer, mientras Esther, se preparaba mentalmente para vivir un día bastante extraño.
Alan estaba confundido.
Esther, estaba sentada a su lado. En una banca del parque hundido, con un vasito desechable repleto de nieve, atrapado entre sus emperifolladas manos y con la barriga a esas alturas, bien llena gracias a Rosario; que no les permitió irse de la casa hasta que comieran al menos otro tamalito.
Ahí, en lo que parecía ser su primera salida madre e hijo, la tensión e incomodidad se podía mascar sin problema.
Alan no comprendía cómo fue que, al salir de casa de Joel, terminaron llegando al parque. ¿Se trataba de un secuestro? Pero, en ese caso, porque le había comprado una nieve y guiado hasta ahí. ¿Era una trampa?, ¿Quería deshacerse de él y lanzarlo al lago para después huir?
Las ideas de Alan brotaban como pequeños demonios de la tragedia; generando teorías donde él, siempre era el perjudicado por la mano de aquella mujer de corazón frío.
En su cabecita azabache, no lograba concebir dicha escena, sin que una catástrofe pudiera precederla. Además, no dejaba de pensar en cómo Liliana, había permitido ese encuentro.
Si bien, Esther era su madre, horas atrás, casi lo mataba a golpes en la sala de su tía. Cualquiera, pensaría que después de esa "masacre" esa vieja bruja había sido enviada a la cárcel o un manicomio.
Pero no, estaba ahí. Junto a él. Tan hermosa, pulcra y lejana como siempre. Vestía un conjunto gris que se ceñía perfectamente a su cuerpo, luciendo unos pantalones rectos, cuidadosamente planchados, al igual que la camisa blanca que llevaba y su saco; cuyo talle, hacía que su cintura se viese más pequeña de lo que era.
Sin embargo, esa vez, dejó de lado sus tacones negros, llevando en su lugar, un calzado bajito; además de llevar su cabello castaño recogido en un chongo despeinado. Esto, sumado a esos feos lentes negros de mosca, con los que ocultaba el verde de sus ojos. Estos pequeños cambios, le daban un aire más despreocupado y casual.
Sin embargo, a pesar de eso, a ojos de cualquiera, era evidente que esa mujer desentonaba por completo con la sencillez de Montesinos. Ya que ni los ''ejecutivos'' del pueblo, vestían así. Ahí, en el caso de las mujeres, solían preferir andar cómodas pero simples; apostando por una imagen un poco más "femenina" y delicada.
Eran las diez de la mañana, y a esa hora, muy pocas familias estaban en el parque.
Solo de vez en cuando, pasaba algún joven corredor, demasiado ocupado en contar sus vueltas, escuchar música, y cuidar su respiración, como para reparar en ellos. Lo que les daba cierta libertad de externar sus opiniones a los gritos, si así lo creían necesario.
«No sería la primera vez que discutimos a los gritos. Pero ese es el objetivo. No gritar» pensó Esther, dando una cucharada a su nieve; ya que ésta, comenzaba a derretirse.
Ni siquiera le gustaba la nieve, y menos de vainilla. Pero eso era lo que hacían las madres con sus hijos, ¿no? malcriarlos un poco en el parque y comprarles una chuchería que no acostumbraban a permitirles.
«Creo que fue mala idea» pensó, mirando de reojo el rostro de su hijo quien apenas y tocaba su nieve. «Tal vez no le gusta...o ¿es muy temprano para esto?»
Envueltos por el silencio, ninguno se atrevía a pronunciar palabra. Alan permanecía inmóvil, mirando los arbustos que estaban frente a él sin ningún interés aparente. Como una marioneta abandonada en un rincón.
Esther, por su parte, se removía incómoda en la banca de vez en cuando, sin dejar de agitar su pie compulsivamente. Miraba a su alrededor, tratando de detectar algún tema que la hiciera romper el silencio; para así, buscar la forma de entablar una conversación y llegar a su hijo.
Era consciente de que, sus acciones, eran algo imperdonable. No solo por su terrible acto del día anterior, a pesar de que era lo más despreciable que había hecho hasta entonces.
Esther comprendía que, durante todos esos años, descuidó cuanto pudo a su único hijo, dejándole así, toda la carga emocional a Mateo. Siendo él, quien ofrecía a la mesa el amor, el cariño y la sensibilidad. Y ella, el dinero, la estabilidad y con ello, una figura de autoridad.
Si bien, no había nada de malo en la asignación de sus roles, ella se tomó el suyo muy al pie de la letra; llevando un camino equivocado al pensar que con lo que tenía para ofrecer, sería suficiente para proporcionarle un buen equilibrio a la vida de su hijo.
Pero, ahora que la balanza estaba rota, la desigualdad y crueldad de su lado, eran tan abrumadoras que incluso ella. Entendía que, para un pequeño que sufría la pérdida, no solo de su padre, sino, de todo su mundo emocional, vivir bajo ese trato debía ser el equivalente a dejarle cargar el mundo en sus hombros.
No dudaba que Alan tendría por ahí una lista enorme de sus errores, sus malos tratos y sus abandonos; cosas que, de darse la oportunidad, él vería si perdonarle o no. Pero para que eso pasara, debía dar el primer paso. Uno decidido y contundente en busca del cambio y la mejora.
Esther carraspeó, colocando su mirada en aquella pendiente del parque. ¿Había hecho bien en elegir ese lugar? ¿Por qué de repente, querer tomar su papel de madre, la llenaba de inseguridad y más dudas que antes?
La noche anterior, mientras Alan estaba en casa de Joel y ella, enclaustrada por el toque de queda sin poder ir a buscarlo, entró a la habitación de Alan. Apagó la luz central del cuarto, y encendió la pequeña lámpara de noche que Mateo, le había regalado años atrás para que Alan, combatiera su miedo a la oscuridad de apoco. Así, ahí en la penumbra, Esther recorrió lentamente la habitación de su hijo.
Alzó la ropa que, en un estado de ira, su hijo había votado al suelo. «Alan nunca tendría su cuarto así de sucio por voluntad» pensó, mientras acomodaba sus muebles en su lugar y tendía su cama con cuidado.
—Parece que un huracán pasó por aquí —dijo para sí misma, acariciando las sábanas de la cama y tomando asiento en ésta, justo frente a la ventana, que era golpeada con ferocidad por la lluvia que esa noche, le gritaba a su alma cansada.
Masajeó su cuello, cansada; girando la cabeza con cuidado, de un lado a otro. Su cuello tronó, arrancándole un ligero quejido de satisfacción. Mientras hacía un par de círculos más con su cuello, en el suelo, junto a la mesita de noche, vio un cuaderno que le resultó ligeramente familiar.
Al tomarlo entre sus manos, reconoció su textura. Era el diario que compró para Alan, donde, según la psicóloga, debía depositar sus más íntimos pensamientos. «¿Habrá escrito en él?» se preguntó, dubitativa.
Esther, no se consideraba chismosa. Generalmente le daba igual lo que hicieran o dijeran las personas, por ende, en otras circunstancias, ni siquiera hubiera levantado el diario del piso. Pero ahora, estaba hundida en un bucle. Un huracán emocional del cual, debía salir; y pronto.
Después de pensarlo un buen rato, abrió el diario en la primera página que apareció; sin orden alguno.
Ahí, relataba justo ese día en que fue con Joel al fuerte éste, le contó de su gran secreto; su creación. En ese apunte, Alan lo describió como un niño raro, ruidoso en ratos, pero agradable. Leyó algunos renglones, hasta llegar a la parte en que Alan y Miguel casi mueren en el lago debido a una de sus frecuentes peleas.
Esther, interesada, quiso leer un poco más sobre la vida que su hijo había tenido ahí, en Montesinos. Ya que, de preguntarle, la pequeña fierecilla podría gruñir y saltarle a la yugular con un comentario sarcástico.
Por el momento, aquellas páginas, era todo lo que tenía. ¿Estaba mal? Por supuesto. Pero gracias a ese pequeño diario, conocería más cosas de su hijo que en lo que llevaba viviendo con él.
Descubrió cosas sencillas: como su gusto y preferencia musical. En ese momento, y al igual que su padre, se encaminaba hacia el rock y el grunge, siendo Nirvana su banda del momento. E incluso, en uno de sus apuntes, mencionaba que le gustaría tener una camisa con el logo de la banda y que no podía evitar amar la voz de Kurt Cobain.
También, gracias a los dibujos con que adornaba sus páginas, casi religiosamente, notó su gran habilidad para el dibujo; además, a medida que leía, de cuando en cuando, podía percibir una sensibilidad suave y secreta, la cual, nunca demostraba en su rostro.
«Siempre vas por el mundo con el ceño fruncido» pensó, con tristeza «Justo como tu madre...»
Esther celebró que ya no le tenía miedo a la oscuridad. Se sorprendió de que había ido al bosque y que, en el proceso, casi dejaba un pulmón en el camino, ya que su condición física había empeorado en esos dos años de inactividad. Soltó un par de carcajadas al leer varios relatos escolares que, junto a su amigo Joel, su hijo vivió.
Por lo que leía, ese par disfrutaba bastante de su mutua compañía; y le fue bastante grato saber que su hijo, era capaz de hacer el ridículo con un amigo. Siempre le pareció difícil imaginarse que Alan, tan serio y molesto con la vida, pudiese hacer algo como tontear, gritar, e incluso hacerle un par de vagancias a sus amigos o a los prefectos. Sabía que una madre, no debía festejar ese tipo de ''falta'' de respeto hacia los mayores; pero ella, no era especialmente, una madre estereotípica.
Conoció su relación con Miguel, cuya evolución se volvía cada vez más evidente al pasar los días. Leyó sobre el "mantecas" que, conforme avanzaban las páginas, se convirtió en Samuel, y después, en Samy, su querido buda personal. Hasta ahí, todo parecía ir viento en popa, hasta que apareció Álvaro. Un niño con quien no se llevaba para nada bien y que, al parecer, les hizo pasar una horrible tarde; aunque en ningún sitio se especificaba que había sucedido. Leyendo como único indicio, al final de la hoja:
La curiosidad la embargó, pero simplemente, se limitó a continuar leyendo, ya que, sabía muy bien que, al leer un diario, no podía hacerle preguntas. Solo escucharlo, interpretarlo e imaginarlo.
Fue agradable saber un poco más de Alan. Sin recibir peleas, caras, o comentarios groseros de su parte. Era fascinante conocer las amistades que tenía en Montesinos, al menos, a través de su letra y percepción.
Además, Esther no pudo evitar sentir intriga por ese tal Joel; cuyo nombre estaba marcado en casi todas las páginas. Siendo bastante raro cuando no se le mencionaba. Le causaba intriga y cierta ternura, que todos los dibujos que realizaba en las páginas que hablaban exclusivamente de él, casi siempre, eran estrellas, el rostro de un alíen, un astronauta o una nave espacial.
Si Alan era consciente de este patrón, o no, lo desconocía. Pero al menos uno de estos elementos aparecía en los relatos compartidos con ese tal Joel.
Era evidente, qué entre todos, ese niño se llevaba la corona en el corazón de Alan.
Siguió leyendo con agrado las situaciones chuscas en que llegaban a meterse durante las clases o el receso, los juegos o las situaciones graciosas que vivió al lado de sus amigos. Sin embargo, así como disfrutó los buenos momentos, lloró y se preocupó por los malos, adentrándose en una ola de emociones diversas; hasta que, por fin, se topó con la última entrada del diario. Esa donde volcando su ira hacia ella, la llamaba vieja bruja y donde su desprecio llegaba al punto de desearle la muerte.
«Ya me lo esperaba» pensó, con una mueca amarga.
Entonces, el corazón de Esther fue apuñalado. Una y mil veces más con aquel desfalco de furia infantil impregnado en una simple página de un cuaderno de 50 pesos.
«Yo me busqué esto...sin quererlo» trató de contener el llanto mientras de apoco, se desplomó sobre la cama de su hijo, donde lloró hasta quedarse dormida.
Esther, en su presente, meneó la cabeza, disipando ese penoso recuerdo, viendo que la nieve en su vaso se había vuelto líquida en su totalidad. De repente, golpeada por la valentía, abrió la boca, lista para terminar con ese silencio incómodo, pronunciando lo que parecía ser un monosílabo; sin embargo, al mismo tiempo Alan, hizo lo mismo.
Ambos, notando que el otro iba a ceder a la presión de la incomodidad, se callaron al instante, esperando a que el otro hablara. «¿Qué es esta guerra de egos?» se preguntó ella, ligeramente irritada.
Tomó aire, y rompió el silencio de una vez por todas, con lo que reconoció, fue la pregunta más tonta de su vida:
—¿Cómo estás? — Se sintió estúpida y Alan, solo se encogió de hombros.
—Bien...creo.
Hubo otro silencio incómodo. ¿Dónde había quedado la elocuencia con que solía desenvolverse en su día a día? era abogada y los alegatos eran su principal fuerte. Su poder, su habilidad. ¿Por qué ahora no era capaz de hacer una pregunta sustancial para su propio hijo? Esther hizo una mueca de inconformidad.
«Debe ser el aire. El aire de Montesinos me vuelve idiota» pensó, convencida.
—Oye, ¿Por qué viniste? — la pregunta de Alan la tomó por sorpresa. Era seca y directa. Rompiendo la burbuja del mutismo que los rodeaba.
—Vine, porque Liliana me llamó — respondió tomando aire —. Bueno, me llamó cuando sucedió lo de tu secuestro.
—¿Y apenas llegas? —bufó— ¿No crees que ya es algo tarde?
''Tarde'' odiaba esa palabra. La hacía sentir que no quedaba esperanza alguna para ella. Para su inexistente relación con su hijo. Para un futuro mejor.
—Tenía unas cosas que arreglar antes de venir —mintió por inercia.
—Típico —una espiga de decepción rasgaba la garganta de su hijo.
Esther negó con la cabeza y suspiró para liberar la tensión del momento, mientras se giraba hacia su hijo. Apoyó su brazo en el respaldo de la banca y con su dedo pulgar e índice, presionó el puente su de nariz, alzando ligeramente sus lentes negros en el proceso.
—Alan, la verdad es que cuando tu tía me llamó, salí de inmediato de casa — confesó—. Pero, el carro falló, y tuve que esperar a que llegara la mañana para llevarlo al taller. Cuando estaba por salir de la ciudad, Liliana me avisó que ya habías aparecido. Después de eso, preferí volver y arreglar algunas cosas del trabajo, con el único fin de poder venir estar un poco más de tiempo acá.
—¿Tiempo para qué? ¿Para tener más chance de matarme a golpes? — Alan, directo y sin escalas, sacó el tema mayor; ese que Esther era incapaz de tocar aún.
Admiraba como los jóvenes con su impertinencia, conseguían más que los adultos con su cautela.
Esther apretó los labios. ¿Qué podía decirle? Nada de lo que le dijera, podría borrar de sus mentes la escena del día anterior; ni los moretones de Alan, o la mancha en la alfombra de Liliana y mucho menos, la inmensidad que conformaba la grieta en su relación.
Esther tocó la mano de su hijo, con cautela. Ambos se sobresaltaron con esa simple acción. Ella, por lo suave y cálida que era la mano de su hijo. Y él, por sentir la piel de su madre después de mucho tiempo.
El pecoso, pensó en retirar su mano, como un acto de desprecio. Herirla emocionalmente. Hacerle ver y sentir su ira. Su tristeza, la desesperación que ella era capaz de provocar con un solo ruido entre la densidad de un ambiente callado.
Pero solo fue eso, un pensamiento fugaz; proveniente de las tinieblas que guardaba en su interior. Donde la serpiente aun lo observaba, acechante; pero sabía y paciente.
El pecoso, encajando su mirada en la mano adornada de su madre, se dedicó a observar sus uñas rojas y sus anillos, mientras esperaba a que hablara. Quería escuchar lo que tenía para decirle.
—Alan...yo, sé que no soy una buena madre —comenzó, con temblorosa voz— Ni siquiera merezco ser llamada así. Lo que me dijiste ayer, en verdad, lo merecía. ¿Me dolió? Como no tienes una idea. ¿Lo que te hice estuvo bien? Los dos sabemos que no...
Mientras Alan escuchaba, recordó aquella charla que tuvo con su querido buda sobre las personas buenas y las malas. Y con ello, los motivos que impulsan sus actos.
Conforme Esther hablaba, sus palabras tomaron aún más sentido y fuerza.
Finalmente, en el relato de Esther, ésta le habló sobre algo que nunca en la vida le había mencionado: su trastorno.
Le contó que llevaba tiempo sin ir a las terapias, y con ello, el abandono de su medicación seguido de su alcoholismo.
Sus palabras trémulas y entrecortadas, se mezclaban en el aire junto a sus emociones, llegando a él, sinceras y purificadas por el aire natural de aquel bello parque.
—No te pido que me perdones, Alan, porque ni siquiera yo puedo perdonarme a mí misma. Solo te pido una oportunidad. Déjame ser tu madre — dijo al fin. Cuando vertió su verdad, dejándola a merced de la interpretación de su joven hijo.
Después de un minuto de silencio, Alan, quien hasta entonces no hacía más que ver los anillos de su madre, se atrevió a verla por primera vez. Bajo sus lentes oscuros, dos ríos de sal corrían por sus mejillas a raudales.
''Si no conoces el otro lado de su historia, para ti, seguirán siendo malos''
Fueron las palabras de Samuel aquella mañana, en la escuela. Y ahora, ante él, estaba esa ''vieja bruja'' marchita, triste, asustada y, sobre todo, desolada. Mostrando su lado humano, buscando una segunda oportunidad.
Alan, a su corta edad, tenía entre manos una gran decisión por tomar, mientras la serpiente de su sueño, esperaba a que sucumbiera ante el odio.
El pecoso, haciendo uso de esa naturalidad infantil que aún residía en su persona, sujetó con su mano libre, la temblorosa mano de su madre, jugando con sus anillos de manera casual. Ella tembló, posando su frente sobre la cálida mano de su hijo, soltando el llanto sin decir nada más.
«Ella está igual o más asustada que yo» pensó, viendo por primera vez las heridas expuestas de esa fuerte mujer que tenía por madre «No sé si esto sea lo mejor. Pero, algo me dice que debo hacerlo. Los dos aprenderemos juntos. No me falles de nuevo Esther, por favor»
Cuando el reloj marcó las cuatro de la tarde, Alan en su habitación, escribía en su diario los últimos acontecimientos vividos con Esther:
Y luego, añadió una página más de Joel, quien, sin aviso alguno, fue a visitarlo; entrando nuevamente por la ventana. En su rostro, asomaba una inmensa preocupación. La cual, no tardó en externar con un fuerte abrazo que lo rodeó por completo.
Alan, con el corazón enternecido y latiendo a mil por hora, lo tranquilizó, respondiendo a su abrupto abrazo. Y durante una hora, dialogaron sobre lo sucedido con Esther y sobre la decisión que tomaría al día siguiente respecto de su estancia en Montesinos.
Cuando faltaban quince minutos para el toque de queda, Joel se despidió de él, lo rodeó entre sus brazos una vez más, y sin más, abandonó su habitación, emprendiendo una veloz carrera a casa, antes de que la molesta alarma lo engullera en su clamor. Fue una visita corta, pero significativa.
Esa noche, al dormir, Alan cayó presa de la añoranza. Nuevamente, esa habitación se sentía vacía. Silenciosa. Estaba solo.
Mientras el abrazo de Joel, atrapado en su recuerdo, lo acunaba con una calidez imaginaria, Alan trató de no extrañar a su Morfeo de ojos grises.
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