31 - El templo de los sueños.
Alan, no podía dormir.
Tenía muchas preguntas devorando y mascando su sueño, mientras a su lado, como un tierno ángel, yacía el causante de sus dudas.
Joel, dormía plácidamente a pesar de que dejó la historia de su pasado a medias y a Alan, al borde de un tic nervioso.
El reloj de pared marcaba las 1:35 a.m. cuando de repente, su narrador fue presa de un fuerte e incontrolable sueño. Joel, fue soltando algunas incoherencias que ya nada tenían que ver con la historia, hasta que lo único que brotó de sus labios, fue un suspiro que de apoco, se transformó en tenues ronquidos.
La lluvia amainó para entonces, convirtiéndose en un murmullo que goteaba los secretos de un cielo estrellado en su esplendor, el cual, comenzaba a emerger de entre las prominentes nubes oscuras.
Sin embargo, el frío aumentaba, y los grillos, entonaban su orquesta nocturna, recordando a Alan que debía tratar de dormir.
Sin mucha esperanza, el pecoso se recostó y cerró los ojos, tratando de hacer las paces con ese dios del sueño que esa noche parecía no querer acudir en su auxilio.
Su padre, Mateo, siempre le hablaba de él cuando por algún motivo, Alan no podía dormir. Al no tener religión alguna, su padre se daba esas libertades con cada deidad que conocía y cuyas habilidades, servían en momentos específicos de la vida.
Pasó un minuto, dos, cuatro, ocho, quince...pero le fue imposible dormir. Al cerrar sus ojos, solo veía el rostro extraño de Ariel; con su pálida y transparente piel de serpiente. Y los ojos verdes de su madre, llenos de terror y arrepentimiento.
—Mierda —musitó, apretando los ojos con frustración—. Si hay algo peor que no poder dormir... es no poder dormir estando en casa ajena— susurró, conteniendo la lava volcánica de su creciente rabia.
Incorporándose, se recorrió un poco hacia atrás para tomar asiento en la cama. Miró aquella habitación, congelada en el mutismo fluctuante de la noche.
Contempló los dibujos de Joel, pegados en la pared de enfrente. Sus muros, húmedos y carcomidos. El suelo que Joel pisaba día con día; helado y anticuado debido al mosaico rojo que algunas escuelas y casas viejas portaban desde hace décadas.
Sus muebles de madera; vueltos a la vida por una mano hábil que arregló y rellenó sus imperfecciones; lijando y dándole una apariencia más digna, se miraban cuidados y limpios, y las modificaciones, eran apenas perceptibles por un ojo curioso.
Sin duda, Joel, era más desordenado que el pecoso; ya que en la pequeña mesita donde realizaba sus dibujos y tareas, se encontraban un montón de libros, cuadernos, hojas, lápices y colores, esparcidos sin un orden aparente. Mientras en el suelo, al lado de esa caótica mesa, un botecito de basura se encontraba, repleto de bolas de papel arrugadas y lanzadas al olvido.
Del otro lado, junto a esta mesa, una repisa portaba varias macetas con pequeñas plantas; siendo en su mayoría cactus y pequeñas suculentas. Sin embargo, entre ellas, un pequeño arbusto dormido destacaba en tamaño, el cual era conocido como mimosa.
Una planta que Alan, adoraba molestar cuando tenía ocasión, ya que, al tocarla, ésta encogía sus hojitas, ocultándose de los curiosos.
Su mirada, trepó entonces por las paredes agrietadas y pintadas en azul oscuro, hasta llegar a las vigas chuecas de las que Joel tanto le había hablado. Gracias a éstas y su irregular acomodo, Joel pudo aprovechar el espacio para crear sobre su cabeza, una civilización voladora con viejos juguetes que ahora, servían como decoración, y le daban un aire divertido y original a ese cuartito en las alturas.
El pecoso, tan cuidadoso y limpio hasta con su bolsita de colores, no podía evitar encontrar ese desorden, especialmente cautivador y creativo.
Alan suspiró, uniendo cada objeto que conformaba esa habitación en una fotografía mental.
Ese cuarto, estaba empapado con cada gota que la personalidad de Joel derrochaba por los poros, lo que le daba esa aura de paz a aquellas cuatro paredes.
Un aura de paz que, en ese momento, era capaz de apreciar, pero no de vivenciar.
Alan, quien comenzaba a frustrarse por no poder dormir, implementó las respiraciones de las que Joel le habló hace tiempo, y las cuales, ya habían dado resultado con anterioridad. Pero esta vez, fue en vano.
Se aprendió cada recoveco de esa habitación como si fuese suya, inhaló y exhaló más veces de las que debería aquel gélido aire, filtrado por el chueco marco de la ventana, e incluso, acudió a la antigua recomendación de contar borreguitos. Pero nada servía.
Sus pensamientos iban y venían, en un bucle repetitivo de sus propias vivencias y los eventos que tuvo que padecer Joel junto al rarito de Ariel.
—Ese idiota dientes de elote —gruñó el pecoso con el ceño fruncido. Recordando su sonrisa hipócrita y fea.
Desde un inicio, cuando lo conoció, algo en su persona le gritaba que debía alejarse de él a pesar de su sonriente trato y sus palabras amables.
Y ahora, sabiendo una parte de su horrible verdad, no podía evitar su repudio hacia él, muy a pesar de que Joel, en su relato, hizo cuanto pudo para no sembrar un sentimiento negativo en el corazón de su amigo.
Pero fue imposible.
La idea de que ese idiota, mangoneara a Joel a su antojo, y lo alejara de aquello que tanto amaba solo por su capricho, era algo imperdonable para el pecoso, quien ya había visto lo importante que eran esas escapadas al bosque para Joel.
—Yo jamás te haría algo así —afirmó—. Alejarte de las cosas que te gustan cuando no tienen nada de malo y no hacen daño a nadie...debería ser un crimen. Solo una persona muy egoísta haría eso.
Alan estaba muy, pero muy enojado. Y cuando eso pasaba, no podía evitar externar sus pensamientos. Tenía qué soltarlos; hablarlos. Aun si solo la pared recibía su mensaje.
De lo contrario, se volvería loco con tanto veneno.
—Si lo tuviera enfrente, golpearía esa horrible cara de reptil que tiene hasta tirarle esos feos dientes que parecen postizos...
—Chaparro —la voz de Joel lo sobresaltó entre sus alegatos.
No lo había notado, pero en algún punto, dejó de susurrar, subiendo el tono de su voz considerablemente.
—Perdón, ¿te desperté? —preguntó, cubriéndose la boca, asustado.
—¿Estás enojado? —le preguntó Joel, en cambio, medio dormido. Buscándolo a tientas, con sus manos—. No lo tomes personal, chaparrito. Es mi pasado, mi error. No el tuyo.
Alan bufó: —Es difícil que no esté enojado —respondió, desviando la vista —. Eres mi amigo, y pensar que te vieron la cara de pendejo, no es muy lindo que digamos. Es como una burla a mi persona.
—Lo sé. Eres un sol. Pero no quiero que te enojes. Mejor duérmete.
—¡Lo haría si pudiera! —exclamó, molesto—, ya intenté las respiraciones de las que me hablaste. Ya conté borregos, ya hasta me aprendí cómo es tu cuarto y que tantas cosas tienes aquí tiradas de tanto verlo.
Joel soltó una risita divertida: —Estás en un lío, ¿eh? A ver, si consigo hacer que duermas rápido... ¿Me acompañas mañana al parque?
—¿Qué clase de trato es ese?
—No lo sé, estoy medio dormido. Y si no te duermes, no voy a poder dormir... ¿Qué dices? ¿Eh?
Alan se encogió de hombros: —Como sea.
Joel, de un impulso, tomó asiento en la cama, luchando por abrir sus ojos, los cuales había mantenido cerrados hasta entonces. Y una vez ubicó al pecoso sentado a su lado, lo acercó a él con un abrazo y sin pensarlo, se dejó caer de nuevo a la cama.
—¡Ey, ¿estás loco?¡ Casi me golpeó la cabeza! —se quejó Alan, a pesar de saber que Joel, lo había abrazado de tal manera, que su cabeza estaba protegida por sus manos.
La necesidad de aligerar el ambiente con sus quejas, para no reparar en lo que sucedía, siempre lo obligaba a estar a la defensiva. Aunque con Joel, eso pasaba con más frecuencia de lo que deseaba.
—No, no...yo te cuido Chapi —la voz somnolienta de Joel era igual a un ronroneo. Fluida y cautivante para los sentidos del pecoso, que, en el silencio de la noche; aun en susurros, disfrutaba de esa encantadora voz atrapada en el cansancio de su portador —. Hay que dormir, chaparrito. Mañana será otro día.
—Oye, ¿me contarás la otra parte de tú historia mañana?
—Si, si tú me cuentas porque esa carita tuya, está toda magullada. ¿Te parece bien, pecosito?
Alan se coloreó de rojo, mientras cubría su rostro en el pecho de Joel. Por algún motivo, los diminutivos con que Joel lo llamaba le provocaban un cosquilleo extraño en el estómago. Solo asintió y el moreno sonrió ante su respuesta.
Joel, con cuidado, acariciaba su cabeza en aquel abrazo, mientras el frío que reinaba en la habitación abandonaba de apoco el cuerpo de Alan.
La lava volcánica de su ira se calmó, volviendo a su centro; pero en cambio, elevaba los humos de la vergüenza a su rostro.
Sintió como el moreno lo arropó con la sábana, y de apoco, lo escuchó entonar una melodía a todas luces inventada. Pero dulce y melodiosa.
En ese momento, un pensamiento atiborró la cabeza del pecoso:
La voz de Joel, era como las gotas de lluvia que susurraban sus secretos celestes al caer; mientras que su corazón, azul y despintado, sin duda alguna, debía ser la tierra. Esa que aceptaba los secretos del cielo mientras el agua se impregnaba en su ser; colmando de vida sus mares, prados, bosques y montañas...
El pecoso se acurrucó en aquel abrazo como un pajarito herido en su nido, y de apoco, con aquel murmullo evanescente que era relevado por los latidos de aquel corazón ajeno, Alan, fue cayendo presa de los encantos de Morfeo. O, mejor dicho, de Joel. Su nueva deidad del sueño: pagana, libre, salvaje y hermosa.
Esa noche, Alan tuvo un sueño extraño donde, caminando en el bosque, era guiado por el rumor del agua al correr.
Sus pasos, lo llevaron hasta un túnel natural, cubierto en su totalidad, de pequeñas flores ''No me olvides'', que lo guiaban hasta el interior de un hermoso e imponente cenote astral. El cual, con su aura azulada, lo invitaba a adentrarse de lleno en su majestuosidad.
Ahí dentro, divisó a Miguel y a Samy, sentados al pie de una cueva subterránea; ambos, con sus pies sumergidos en la cristalina agua.
Alan, desde su posición en las alturas, miraba pasmado aquella hermosa e inquietante fosa, que parecía ser un vórtex dormido. De pronto, sintió miedo de caer en él, creyendo que, de hacerlo, posiblemente lo llevaría a otra dimensión.
Aquel par, alegres y ajenos a lo que tenían a sus pies, lo saludaban e invitaban a unírseles; ahí, en las entrañas de ese monumento natural.
El pecoso aceptó su invitación, y, bajando con cuidado entre las escabrosas rocas, trató de llegar a ellos cuanto antes. Pero, conforme avanzaba, el sendero se volvía cada vez más complicado de transitar, hasta que, de repente, un obstáculo mayor se interpuso a su andar.
Ante él, el camino se había derrumbado, y para poder avanzar, debía saltar para llegar a las rocas aledañas, las cuales, le quedaban relativamente lejos. Un movimiento en falso, y caería en la espesa y oscura nada, separada de aquel bello oasis selvático.
La desesperación se apoderaba de él. Quería ir con ellos. Pero tenía miedo.
—Ey, ¿necesitas ayuda, chaparro? —habló Joel a sus espaldas, tomando uno de sus hombros en lo que era un gesto conciliador. Alan trató de responder, descubriendo con horror que sus labios estaban sellados, y la mímica, era todo lo que poseía para comunicarse —. Mira, te mostraré el camino para llegar.
Joel no dijo nada ante su mutismo, y en cambio, dio un salto hasta la roca que tenía enfrente. Rápido, ágil y sin mayor esfuerzo, llegó a ella. Se giró hacia él pecoso, y le extendió su mano; siempre lista para él.
—Te toca. No tengas miedo. Que para eso estoy aquí —sus palabras, su postura, su mirada. Todo en él gritaba confianza.
Alan asintió y tragó saliva, dando unos cuantos pasos hacia atrás para tomar impulso. Y de un salto, logró llegar hasta su amigo; quien, atento a sus movimientos, lo sostuvo antes de que Alan, aterrizando en el puro filo de la roca, cayera de espaldas al abismo.
Ahí se quedó Alan, a un centímetro de caer, o estar a salvo en la continuidad de aquel piso irregular. Mientras tanto, Joel, sujetándolo de la camisa, lo miraba fijamente a los ojos.
—¿Quieres conocer lo que hay más allá del abismo? — preguntó con seriedad.
«¿Qué cosas dices? ¡Jálame idiota! ¡Estoy por caer!» pensó Alan, alarmado, mientras negaba efusivamente con la cabeza.
Joel miró las profundidades del abismo, el cual, esperaba ansioso a que el pecoso diera un paso en falso y cayera en sus garras; exhalando vahos de frialdad.
—Iré contigo. No tengas miedo — y con esas palabras, Joel lo abrazó y se lanzó junto al pecoso; directo a la inmensa oscuridad. La cual, a diferencia del ser humano, nunca dudaba.
Mientras caían, la luz los abandonó y fueron envueltos por aquel gélido abrazo nocturno durante media eternidad; o al menos, así lo sintió Alan. Cuando sus cuerpos impactaron con la frigidez de un lago subterráneo, ambos se separaron ante su densidad, mientras las tinieblas, los engullía sin piedad alguna.
«No puedo. No puedo nadar. ¡No puedo respirar!» pensaba el pecoso, manoteando desesperado entre la nada. Ahí, el oxígeno, la gravedad y la luz, parecían no existir. Solo existía un profundo color negro; hueco, inmenso, cruel.
—Alan — la voz de Joel se abrió paso entre su desesperación. Tan calmada y suave que hacía parecer que todo era un simple chiste; una broma tonta que pronto acabaría —. Alan. Escúchame bien. Deja de luchar. Cierra los ojos y solo respira, cálmate...
«¿Calmarme? ¡Pero siento que estoy muriendo!» respondió en sus pensamientos.
—Eso de morir, no es novedad. Lo hacemos día con día, mi querido chaparrito — respondió divertido—. Por favor, cálmate para que puedas respirar bien. Confía en mí.
Alan, haciendo caso al consejo del moreno, cuya ubicación ignoraba, trató de dominarse, quedándose quietecito en la inmensidad de la bruma: —Lo haces bien. Ahora, abre los ojos y con calma, dime qué ves...
«Oscuridad» Respondió el pecoso, temeroso. Entreabriendo los ojos solo un poco.
—Bien. ¿Qué hay en esa oscuridad? Concéntrate.
«¿Qué hay?» preguntó el pecoso, confundido. «Pues...no mucho»
—¿Qué sientes cuando ves la oscuridad?
Alan prestó atención a su cuerpo: «Presión...y un fuerte dolor en el pecho»
—¿Y qué más?
«Enojo. Asfixia. Miedo. Estoy aterrado. Quiero volver arriba, Quiero ver la luz.» Alan sintió deseos de patalear, nadar y huir de ahí.
—¿Quieres eso? — Alan asintió, cerrando sus ojos con una mueca de dolor. El agua, o lo que fuera ese extraño líquido que lo envolvía, deseaba entrar a sus pulmones —. Entonces, chaparrito, acepta a la oscuridad y todas esas cosas que sientes. La presión, el miedo, el enojo. Dolor y asfixia. Acéptalos, Alan. Porque de nada te servirá vivir en la luz del día, si la oscuridad te acecha, esperando a que la reconozcas para poder transformarse.
«¿Transformarse? ¿En qué? Además, ¿Qué tonterías son esas?, ¿Cómo quieres que haga algo así?»
—De la misma forma en que aceptaste mi mano, Alan. No dudes. En ese momento solo confiaste y saltaste. Hazlo ahora. Abre tus ojos y busca entre la oscuridad.
«Pero eso es diferente. Allá veía donde estaba, a donde iba. ¿Aquí? ¡Ni siquiera sé dónde estás!»
—Estoy aquí. Solo que no podrás verme hasta que logres salir de ahí. Mantén los ojos abiertos, y ven. No estamos lejos. Solo tienes que reconocer lo que te ata, para que puedas reclamar la luz y todo lo que por derecho es tuyo.
Alan dudó de sus palabras, pero harto de esa situación, se atrevió a abrir los ojos por completo y mirar de frente a la oscuridad. Un hueco se formó en su estómago. Los nervios y el miedo lo devoraban.
Sentía que, de pronto, una enorme serpiente marina aparecería de la profundidad. Viscosa, transparente y ponzoñosa. La sentía ahí, oculta. Su presencia, su amenaza; lo miraba con las enormes esmeraldas que tenía por ojos. Grandes, brillantes y verdes.
Verdes...
El recuerdo de su madre llegó a él como una ráfaga de luz, llevando consigo, cientos de preguntas que nunca se había atrevido a formular. Entre ellas, la más dolorosa de todas: ¿Por qué no me quieres?
El líquido a su alrededor, turbio y asqueroso, comenzó a entrar en su cuerpo, mientras él, no hacía más que pensar en su madre. En ella y en los años que le siguieron a la muerte de su padre; cuando ella trataba por todos los medios de acercarse a él.
Sin embargo, la distancia entre ellos parecía ser abismal. Y se volvía cada vez más grande con cada recuerdo que Alan guardaba de ella.
Las veces en que la buscó para recibir un abrazo. Cuando le contaba que había hecho nuevos amigos en la escuela; o la vez que participó en el torneo infantil de Karate, realizado por su dojo, donde participaron cuatro dojos más, siendo él, quien se llevó el primer lugar en su categoría.
Esas fueron ocasiones importantes donde fue ignorado, y ni un abrazo le fue entregado. Mientras que las felicitaciones recibidas de aquellos labios carmesí solo eran palabras vacías.
El agua, de a poco, se apoderaba de sus pulmones, mientras él, revivía el funeral de su padre: «No quiero recordarlo. No quiero volver a sentirme tan solo como ese día»
Recordó el recinto funerario, repleto de personas que lloraban la pérdida del querido Mateo; un gran amigo, hijo, hermano, esposo y padre.
Ese lejano y difuso día, todos, incluyendo algunas personas que Alan nunca había visto, los abrazaron mientras les otorgaban el pésame, junto a miradas de lástima y palabras condescendientes. Era claro que nadie sabía cómo actuar ante el duelo de una familia rota.
El aroma a flores, perfume, maquillaje y sudor. La cera de las velas; el sonido de los rezos, el llanto y la frialdad de la habitación. El cuerpo de Mateo. Y lo solos que se sintieron cuando todo se acabó y tuvieron que volver a casa, por primera vez.
La sal brotó de los ojos de Alan. Su cuerpo se hundía cada vez más y el aire había abandonado por completo su ser. Para ese momento, la oscuridad a su alrededor poco importaba ya. Solo era él. Él y ese huequito del corazón que no había logrado sanar.
Flotando sin voluntad, se dejó flotar en la inmensidad de la nada y el todo.
—Alan...—Joel lo llamó entonces, pero su voz sonaba distante —. Alan, es hora de volver.
«¿Volver?»
—Si. El tiempo se acaba, ¿recuerdas?
Y así, repentinamente, como si algo lo halara desde las profundidades, Alan emergió del agua, y la luz, se dibujó sobre la delgada piel de sus párpados, ofreciéndole pequeños orbes multicolor que danzaban para él. Como pudo, abrió los ojos, mientras sus pulmones se hinchaban de aire.
Flotando boca arriba, en medio de una apacible laguna de aguas azuladas y limpias, escuchó algunas gotas caer desde las estalactitas, que, sobre su cabeza, parecían llorar sus penas.
Alan movió sus extremidades lentamente, mientras, aletargado, miraba a su alrededor.
Se encontraba en un lago subterráneo, parecido al cenote donde había estado varías lágrimas atrás. Sin embargo, ese sitio era mucho más pequeño; además de que éste, tenía la peculiaridad de estar rodeado por enormes fragmentos de piedra alejandrita, incrustada en las paredes de la cueva.
Estas piedras, reflejaban los rayos del sol que se deslizaban, curioso y agradable, entre aquel tragaluz natural, ubicado a varios metros de altura.
Alan nadó hasta la orilla, deseoso de tocar tierra firme. Como un náufrago que acababa de sobrevivir a la peor noche marítima de su vida.
Por fin, llegó a tierra, quedando boca abajo; percibiendo en silencio los sutiles movimientos de su cuerpo que se adaptaba de nuevo a la gravedad que la tierra tenía destinada para los animales terrestres.
Sus manos, delgadas, temblorosas y pálidas; palparon con agrado la textura del suelo. Sin embargo, esa superficie tenía algo raro. Prestando más atención al entorno, su sorpresa fue grande al ver que aquello bajo su cuerpo, no era tierra y mucho menos arena, ya que poseía un fuerte color azul.
Con la cara aún pegada al suelo, tomó un puñado de ese material entre su mano, notando que eran pequeñas piedras esparcidas en trocitos pequeños por todo el lugar. Eran hermosas, justo como aquellas que destacaban en los muros ferruginosos de aquella hermosa y tranquila cueva.
—Esa piedra se llama lapislázuli — hablaron de repente, haciendo que se levantará de un salto.
Era Joel, quien lo miraba con una sonrisa de satisfacción adornando su tez.
Iba descalzo y al igual que él, estaba empapado. Se encontraba a tan solo unos cuantos metros de Alan, quien, al verlo, no pudo evitar sentir un gran alivio.
—¿Puedes ponerte de pie? ¿Necesitas ayuda? — le preguntó con su apacible voz.
Alan negó con la cabeza, tratando de ponerse de pie él solo. Trastabilló, pero con algo de esfuerzo, lo consiguió.
Se sentía extrañamente ligero, y al caminar, sus pies parecían volar. ¿Era el efecto del lago? No estaba muy seguro.
Joel caminó hasta él, tocando su hombro con sutileza y brindándole un gesto que el pecoso, identificó como un: "Lo hiciste bien."
—¿Dónde estamos? — preguntó el pecoso, feliz de volver a hablar. Pero, descubriendo en su voz, una nota ajena a él. Una nueva y fluida, como el sonido melodioso de un violín. Semejante a la melodía que brotaba de los labios de Joel con cada palabra.
—En un templo — respondió el moreno—. Un templo personal, creado para encontrar el camino.
—¿El camino a qué? — Alan frunció el ceño, confundido.
Ese lugar era una cueva, un cenote. No un templo. ¿Donde estaban las enormes columnas? ¿Los altares y vitrales?
Joel, como si leyera su mente, negó con la cabeza: —Es el camino a ti mismo. A todo aquello que te devuelva a tí, a tu centro.
—No creo entender.
—Pero lo harás...cuando te sientas perdido, podrás venir aquí. En este lugar, nada permanece oculto. Solo debes soltar, fluir y buscar sin forzar.
—¿Tu, eres Joel? —A esas alturas, la imagen de Joel le parecía difusa.
Sus palabras, eran como una adivinanza que no tendría respuesta, salvo que él, se dispusiera a buscarla. Sus ojos, bañados en una tristeza sin precedentes, amedrentaron el corazón de Alan, quien, por inercia, trató de tomar su mano, arrepintiéndose de ello al segundo.
—Debes volver, chaparrito — le dijo en cambio, caminando hacia un túnel muy parecido al que Alan había cruzado antes. Alan, no dijo más, y solo, se limitó a seguirlo.
Ambos entraron a dicho túnel. Ahí, el tiempo estaba congelado. No corría. Ni siquiera existía. Caminaron entre la oscuridad propagada en aquella espiral, cuya única luz se encontraba al otro lado de ésta.
Cuando la luz los rodeó, Alan descubrió con asombro que estaban de nuevo en el cenote. Solo que ahora, desde la parte inferior; saliendo por la enorme cueva ubicada justo a espaldas de Miguel y Samuel, quienes charlaban con naturalidad, fluyendo con el tiempo pausado.
Samy escuchó los pasos de Alan, y girándose, lo llamó con una sonrisa, invitándolo a sentarse.
El pecoso asintió. Esta vez, sí podría ir a ellos. Estaban allí, esperándolo. Reconociendo y respetando su lugar con amor, esperando su compañía en aquel hermoso espectáculo natural.
Alan corrió hacia ellos, feliz de verlos en aquel místico valle donde la luz del sol danzaba sobre el reflejo del agua, proyectando su alegría en los techos que conformaban su existencia
—Ey Joel...vamos, nos están esperando...
Alan se volvió hacia Joel, quien se estaba quedando atrás. Sin embargo, a sus espaldas, no había nadie.
La cueva no existía ya, y un suspiró inteligible se evaporó en el aire junto a su querido guía
—Alan...Alanbrito — Joel lo llamaba —. Ey, chaparrín, despierta.
Alan abrió los ojos, sintiendo como la luz, proveniente de la ventana, lo cegaba durante unos segundos, mientras la silueta de Joel, como una tenue sombra, acariciaba su mejilla.
—¿Qué pasa, Alan? — le preguntó preocupado —, ¿Por qué estás llorando?
— ¿Llorando? — el pecoso elevó sus verdes y lacrimosos ojos, confundido. Topándose de lleno con aquella tierna mirada gris.
Pronto, descubrió que sus brazos rodeaban la cintura de Joel y este, hacía lo mismo, cobijando su rostro y acariciando su cabeza, con la esperanza de que la pena que acongojaba al pecoso, desapareciera con sus afectos.
—Solo fue un sueño, no pasa nada— lo tranquilizó el pecoso sin despegar la vista del moreno —, estoy bien. No es para que me veas así.
Joel se limitó a abrazarlo, reposando la barbilla sobre su cabeza azabache. Así, quietecitos, rodeándose con silencioso amor, dejaron que el tiempo corriera. Al menos, hasta que la voz de Rosario los llamó desde la planta baja, anunciando que buscaban a Alan.
Éste suspiró, dejando la calidez de su nido con difícultad, mientras Joel, de igual manera, se levantaba de la cama; avisando a su madre que pronto estarían abajo.
—¿Estás seguro de que estás bien?—quiso asegurarse el moreno, reacio a dejarlo ir sin insistir un poco más.
—Si, no pasa nada. Ni siquiera recuerdo qué fue lo que soñé — mintió, dirigiéndose al baño.
Ahí, en la intimidad de ese pequeño cuarto tan noble, lavó su rostro, tratando de contener las lagrimas que pedían a gritos escapar de sus ojos.
Si lloraba, aunque solo fuese un poco, con lo observador que era el moreno, se daría cuenta al instante. Y es que, ¿Cómo podría explicarle todo lo que vivió y sintió con ese sueño?
¿Cómo explicarle que, en ese mundo de quimeras, donde él aparecía como un gurú, un sabio, un guía...descubrió sus miedos más profundos?
Pero, sobre todo, ¿cómo iba a explicarle a Joel, que él, ahora, conformaba uno de sus nuevos y mayores miedos?
Un miedo doloroso, inesperado y extraño.
De índole desastrosa para el mundo que conocía.
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