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29.5 ''...de un frio y oscuro mar.''

Sus torpes pasos se unían a la armonía del bosque, entre el crujir de la tierra, las hojas y ramas.

El cielo, cambió sus mudas azuladas por unas tenuemente grisáceas, goteando poco a poco sus lamentos en lo que era un sollozo melancólico. 

Sus ojos, del color del cielo nostálgico, buscaban con ansia aquella imagen burlona y escurridiza entre el verde de un bosque que le parecía infinito. Si aguzaba su oído, era capaz escuchar sus risas alejarse entre el murmullo del río.

Joel sonrió, confiado, corriendo directo hacia la fuente de esas risitas burlonas.

Venían del otro lado del arroyo, el cual, dentro de su serenidad, se desplazaba como el tiempo y el céfiro, fluyendo sin miedo; avanzando con mesura, pero sin contenerse. Igual que la vida misma que en un abrir y cerrar de ojos, se transformaba, era otra y a la vez, ella misma; evolucionando sin miramientos ni remordimientos. Mientras tanto, el manto heterogéneo de rocas en su hídrico interior, inmóviles y pétreas, se dejaban moldear por su implacable ira, su constancia y también, por su calma y suavidad.

En ese arroyo, el ejemplo de la vida misma avanzaba, ajeno a la existencia del joven que lo observaba correr, admirando las luces fatuas y titilantes creadas en su superficie gracias al reflejo de la luz.

Joel sumergió su mano en el agua, sintiéndola escapar entre sus dedos, templada y fresca. Por un momento, deseó sumergir sus pies desnudos en ella; sin embargo, tenía una meta por cumplir y la cual, no podía posponer. Se hacia tarde y el clima, le solicitaba una cercanía adecuada a la civilización.

Sin perder más tiempo, se incorporó y saltó hacia el delgado puente de piedra negra; destruido por las manos de una humanidad temerosa e ignorante y carcomido por el agua y los años. Ahí, paso tras paso, Joel lo cruzó con sumo cuidado mientras extendía sus manos como si fueran las alas de un ave, para así, equilibrar su andar y no caer al río.

   —¡No te vayas a resbalar, tonto! — le gritaron entre la densidad de los árboles, arrebatándole al moreno una sonrisa triunfal, mientras realizaba con rapidez y maestría su acto de funambulismo circense.

   —¡Eso quisieras! —le respondió, saltando a tierra firme—. ¿No se supone que debas esconderte?

   —¡Aún no me encuentras!, ¿O sí? — su respuesta se alejaba de apoco.

¿O era el viento que se sumaba a favor de la victoria de su amigo y transportaba su voz en un remolino para confundirlo? Joel miró a su alrededor, adentrándose por lo que parecía ser un camino abandonado.

   —¿Crees que llueva hoy? — le preguntaron en un eco, mientras Joel, trataba de descubrir de donde provenía el sonido.

Le encantaba jugar a las escondidas en el bosque; pero al mismo tiempo, se frustraba cuando no podía encontrar a su amigo quien, según el moreno, era aún más escurridizo que los renacuajos que cazaban a orillas del rio.

   —No lo sé... ¿Tu qué crees? — en ese momento, su objetivo era captar la posible ubicación de su presa. Si quería terminar el juego, debía encontrarlo lo antes posible.

Caminó un poco más, cuidando sus pasos y haciendo preguntas que a veces tenían respuesta y otras, solo un silencio ensordecedor interrumpido únicamente por el viento. Cinco minutos de búsqueda pasaron, donde la voz de su amigo ya no llegaba a él. Su silencio lo hizo sentir incómodo. ¿Se había alejado mucho? Tal vez, se había equivocado y tomado otro rumbo que lo alejó demasiado de la ubicación de su amigo.

Joel chistó, ligeramente molesto. Detestaba la idea de estar en el bosque cuando la lluvia amenazaba. Y aún más, cuando desconocía el paradero de su amigo, y no conocía del todo el camino de regreso.

Suspiró, tratando de mantener la mente fría cuando de repente, con un grito casi gutural, alguien saltó sobre él, tumbándolo al suelo junto a su atacante. Su mundo giró con rapidez por unos segundos, donde terminó tumbado boca arriba con un bulto encima.

La risa de Ariel resonó entonces, rara pero contagiosa, tragándose todo el silencio que ensordecía a Joel segundos atrás.

   —¡Ja! ¡Te asusté! ¡Hubieras visto tu cara! — exclamó divertido mientras se quitaba de encima de Joel y tomaba asiento en el suelo, con las piernas cruzadas.

   —¡Quisieras! ¡Todo fue actuado! — mintió el moreno, tan risueño y divertido por la sorpresa de su amigo.

En aquellos días, ambos tenían diez años, y desde el comentario ''desatinado'' de Julieta, el moreno había decidido acompañar a su amigo al río para que cazara todos los renacuajos y peces que quisiera. Sin embargo, de a poco, impulsados por el aburrimiento, fueron adentrándose al bosque, envalentonados por la mutua compañía. Al inicio, solo llegaban hasta el área límite, donde la explanada verde, tan bien conocida por todos, cuidada y podada, terminaba; dando inicio al imperio de los gigantes dormidos.

Las primeras veces que se adentraron en el bosque, ambos, tiritaban de miedo.

Joel y Ariel, como acto reflejo, solían tomarse de la mano cuando alguno de ellos se sentía inquieto. Era un recordatorio de que no estaban solos. Y que estarían juntos, ya fuese para avanzar, o escapar y volver a casa. 

Así, paso a paso, día con día, avanzaban y reconocían el terreno de apoco, adentrándose cada vez más, hasta que el miedo fue sustituido por una necesidad imperante de libertad; permitiéndoles conocer, la otra sección del río. Una sección más caótica, grande y salvaje. Donde el segundo puente de piedra se izaba, destruido pero presente.

   —¡Vayamos más allá! — le propuso Ariel, tomándolo de la mano y señalándole el camino. Era la primera vez que cruzaban ese puente de piedra y estaba ansioso por conocer la ''nuevas'' tierras a las que habían accedido.

Joel dudó: —No sé, Ariel. Parece que lloverá pronto... y el pueblo no está tan cerca...

   —¿Tienes miedo? — la mirada de Ariel podía llegar a ser indescifrable a veces, incluso para Joel.

Dependiendo la ocasión, podía ser fría como un témpano de hielo. Burlona como quien ve a un bufón de la corte imperial y analítica como la mirada de un científico al borde del mayor descubrimiento de su vida. Pero, había veces, en que solo era semejante a una burbuja de aire; vacía y muda. Y en ese momento, eso era. Una burbuja flotando en la nada; en un vago sentimiento indescifrable para el moreno.

—No, lo que pasa es que lloverá. El río de este lado puede crecer. Si te fijas — señaló —, el agua ya está más alta. Está lloviendo en otra parte. No falta mucho para que suba de más y se descarrile. Además...— Ariel cubrió su boca con su mano libre.

—Mira, echemos un vistazo rápido. Lo que alcancemos a caminar en 5 minutos. Si aceptas, te daré la victoria del día. — su sonrisa era una invitación abierta a aceptar sin chistar.

El poder de convencimiento de Ariel radicaba en dos cosas: su encanto, y el miedo que este podía llegar a infundir. Una dualidad curiosa y aterradora yaciendo en el tifón de su mirada azul.

Joel se retiró la fría mordaza de piel con suavidad: —¡Eso es trampa Ariel, y lástima!

Ariel se encogió de hombros, con aire burlón: — Más lástima que trampa. ¡Vamos! ¿Sí? ¡Porfitas!

El moreno alzó la vista. El cielo había dejado de sollozar, pero el viento traía consigo pesadas nubes negras, cargadas de lamentos celestes. Si bien, no era un experto de la naturaleza, gracias a Jaime, sabía lo básico y con ello, lo peligroso que podía ser cruzar un río en plena lluvia.

La mano de Ariel le dio un ligero apretón para captar su atención de nuevo. Estaba ansioso por ir más allá. Pero sin la compañía de Joel, quien era el que generalmente lo ayudaba cuando no podía subir o bajar alguna colina, roca o barranca, jamás se atrevería a entrar.

Ariel podía ser un niño maduro, frívolo y autosuficiente frente a todo el mundo; pero ante él, no era más que un niño caprichoso, curioso y muy risueño; sediento de aventuras, pero no si era en soledad.

Joel suspiró resignado y sin más, fue por enfrente de Ariel, marcando el paso y abriendo el camino para él.  Mientras tanto, Ariel daba pequeños saltos de alegría.

   —Oh, quita esa cara de chancla, Joel —le dijo al cabo de un tiempo, pellizcando ligeramente su mejilla —. Mira, de a poquito, vamos conociendo más el bosque — expuso Ariel ante el silencio de su amigo, cuya mano, se negaba a soltar —. ¿Has escuchado de la bruja que vive en el bosque? ¿Te imaginas si la llegamos a encontrar? ¿Crees que estemos cerca de su cabaña?

   —No creo que viva tan cerca del pueblo — declaró Joel, rompiendo su mutismo —. Si no, todos darían con ella...además, ¿Qué haremos si la encontramos un día? —era evidente que Joel no quería toparse con dicha bruja.

   —Depende. Si quiere comernos, nos defendemos. Si quiere darnos dulces...los tomamos y corremos — ambos rieron con solo imaginarlo —. ¡No creo que una vieja bruja sea tan rápida! Con que no saque su escoba voladora...

   — ¡Eso sería malo! ¿Qué haríamos si llegamos a encontrarla un día? No somos tan fuertes para pelear contra una bruja. Ni tan rápidos para escapar de ella sí usa su escoba —declaró Joel.

   —Tú mismo lo has dicho, ''¡Si es que la llegamos a encontrar un día!'' Quien quita y la encontramos ya cuando seamos grandes. Cuando caminemos más allá, arriba, en la montaña, justo como lo hacemos ahora.

   —Me gusta esa idea. Ya de grandes, ¡podemos pelear con ella!

Sus risas, sus teorías y esa admiración infantil por todo lo que les rodeaba, revoloteaban al igual que el viento y su interminable imaginación. Solo ahí, junto al moreno, Ariel podía ser él mismo y ser tan infantil y caprichoso como quisiera. Sabía que mientras estuviera con Joel, había un sitio seguro al cual volver cuando las cosas se pusieran feas.

En él, encontraba la aceptación del mundo entero.

Solo con él...

Sin embargo, Ariel era muy pequeño para saber que, dejar su mundo entero en las manos de un ser amado, traería consigo un maremoto de emociones negativas como positivas, con las que tal vez, no podría lidiar aún.

Las excursiones con Ariel se hicieron cada vez más comunes. Solían verse en el puente de piedra situado en las afueras del pueblo, donde, durante los calurosos días de verano, la mayoría de los niños iban a jugar junto a sus familiares y amigos. 

Una vez ahí, el pálido niño le entregaba a Joel una paleta de hielo sabor limón mientras él, se quedaba con una de Jamaica. Ambos se sentaban en el borde del puente, degustaban su paleta y charlaban mientras tanto. De ahí, se escabullían a la primera oportunidad, directo a las entrañas del bosque, donde eran libres de explorar el terreno a sus anchas.

Con el paso de los días, ambos hicieron varios ''descubrimientos'', entre ellos, estaba una pequeña cueva oculta tras varias enredaderas, que, en su momento, exploraron con cierta ilusión. Teorías locas rondaron sus cabecitas entonces, ya que Joel aseguraba que aquella cueva era un pasadizo a otra dimensión y que, si la cruzaban, los llevaría a un mundo jurásico perdido en el tiempo. Mientras que Ariel, optaba porque por ahí, llegarían a la casa de la bruja o que darían con una nave espacial perdida.

Tomados de la mano, se adentraron a ella, descubriendo con decepción, que, a solo unos cuantos metros, topaban directo con una pared impenetrable de tierra, musgo y piedras. Siendo una lagartija lo más cercano al mundo jurásico de Joel, y una vieja lata de refresco, lo más cercano a una nave espacial.

Sin embargo, la emoción del momento era lo que contaba. La expectativa unida a la inagotable ilusión. Ambos decidieron marcar ese sitio como su ''escondite de marmotas'' donde, si un día la lluvia los alcanzaba, podían esconderse sin problema. 

Juntos, descubrieron la primera cabaña, esa de la que todo mundo tenía un vago conocimiento. Sin embargo, jamás se acercaron lo suficiente a ella por temor de que estuviese habitada.

Decididos a buscar ''otras tierras'', como gustaban decir, ambos se dirigieron hacia el oeste. En esa dirección, dieron con vetustos árboles y parajes desconocidos por ellos, pero no por la civilización. Descubrieron que, por ese rumbo, llegaban a uno de los sembradíos más grandes que poseía Montesinos, y desde el perímetro, entre las alturas ocultas en el follaje, miraban a los dueños de esas tierras, recolectando los frutos de su arduo trabajo junto a su familia y trabajadores.

Las excursiones, se volvieron más que una aventura, en una necesidad de silencio. Ahí, entre los parajes que la naturaleza ofrecía, ambos se encontraban en calma. Para Joel, estar rodeado de árboles, animales, tierra, agua y silencio, era un privilegio donde su alma, rebosaba de alegría y su cuerpo, se recargaba de energía.

Ariel, por el contrario, vivía la experiencia de manera completamente diferente. Estar ahí representaba una muestra de rebeldía, de poder, de gracia; ningún niño del pueblo, al menos de su edad, se atrevía a entrar al bosque sin sus padres o un guía experimentado. Pero el, con diez años recién cumplidos, había ido más lejos de lo que ellos podrían siquiera imaginar.

El tiempo pasó, envolviendo las horas, los días y las semanas, en torbellinos de viento que trajeron consigo al otoño, quien entró a sus vidas ofreciéndoles un manto naranja y marrón para guiar sus pies; un suave aroma a tierra mojada, mezclada con dulce de leche, cascaras de mandarina, flores de cempasúchil y té de canela; todo fundido en un aura mística, dorada y moribunda que clamaba respeto y admiración.

Viviendo las mudas que trajo consigo esa estación, en alguna parte del bosque, ambos yacían recostados sobre delgadas ramas y hojas secas; rodeados por gigantescos árboles que formaban para ellos un círculo perfecto de protección, donde la luz del sol penetraba con suavidad entre los halos de cobriza nostalgia.

Ariel, observaba ese cielo azul, sintiendo la brisa y el dulce aroma de la libertad mezclada con la húmeda tierra bajo su cuerpo.

Contrario a lo que Joel creía, Ariel, jamás había sido partidario de la naturaleza. Odiaba ensuciarse y tener la ropa empapada y manchada, sin poder hacer nada para evitarlo. El lodo y los gusanos eran algo que le causaba asco e incomodidad; y las horas muertas, como esa, donde no hacía absolutamente nada, le resultaban bastante aburridas y eternas. El silencio le taladraba los oídos y la sensación de ser observado todo el tiempo lo cohibía e incluso, lo paralizaba. 

Era como si el bosque reconociera en él, una mentira eterna y lo juzgara por ello.

Sin embargo, ahí estaba. Recostado en el suelo, entre la tierra húmeda y los bichos. Con sus calcetas mojadas por haber cruzado un riachuelo de manera descuidada y preso del extraño silencio del bosque que, por el contrario, jamás permanecía callado. Postrado bajo el cielo, Ariel, estaba condenado a realizar una tarea tan vana y poco productiva como la de estar ahí tumbado sin hacer nada. Como el cadáver de las cigarras que vio perecer durante el verano. 

Escuchó el suspiro de la tierra elevarse entre el ligero vapor de sus entrañas, tan rebosantes de vida. Giró lentamente su cabeza, divisando a Joel, quien dormía plácidamente mientras su cuerpo, se hundía en el sopor de una temporada que comenzaba su ciclo hacia la muerte.

Ariel se giró hacia él por completo, mirándolo dormir un par de minutos, mientras picoteaba suavemente la mejilla de Joel con su dedo índice.

   —Está super dormido —susurró para sí mismo.

«Eres como un gato. Me calmas, y haces que quiera hacer cosas que nunca haría por gusto» pensó Ariel «Tengo mucha suerte. Todos piensan que eres un tonto de primera. Dicen pestes de ti todo el tiempo. Son unos idiotas. Pero por mí, mejor que sigan pensando eso»

Ariel se acercó al rostro de Joel y recargó su cabeza junto a la de él, mirando por unos segundos su perfil. Cerró los ojos y en voz bajita, susurró algo que Joel jamás escuchó; mecido ya entre los dulces cánticos de las más bellas dríades y los gentiles hechizos que Morfeo le susurraba a su consciencia.

   —Mientras estés conmigo, yo te cuidaré —confesó Ariel—. Nadie estará en tu contra. Nunca de los nunca. Puedes odiar al mundo entero, abandonarlo, olvidarlo... menos a mí. Somos tú y yo contra la bruja. Tú y yo contra el mundo entero.

Fue un viernes por la tarde, común en esencia, cuando Ariel esperaba a Joel en el lugar de siempre. Envuelto en dos suéteres, una chamarra, guantes, bufanda y gorro, el pálido niño atestiguaba el día más frío que había vivido hasta entonces en su corta vida.

Esa mañana, en la escuela, le había dicho a Joel que lo esperaría en el puente de piedra, ya que había una zona que le llamó la atención durante su última excursión y quería investigarla lo antes posible, importándole poco el catastrófico clima que los envolvía.

   —No puedo hoy, Ari. Mi mamá quiere que la ayude en casa. El zapatero le envió más trabajo y debe tenerlo listo para el lunes — Joel decía la verdad, y aunque quería acompañar a su amigo al bosque como siempre, su madre le había pedido ayuda y no podía defraudarla.

   —¿Otra vez el anciano ese? ¿No tiene local o qué? —escupió Ariel, evidentemente molesto.

   —Si. Pero acuérdate que su taller se quemó. Y no servirá en semanas. Además, la ayuda le servirá a mi mamá. Si termina pronto, le mandarán más piezas por hacer y será una entrada extra de dinero...

   —Dudo mucho que te quedes toda la tarde haciendo eso. Veámonos más tarde de lo normal. A las 3:30 ¿te parece?

Joel se negó. Esa y mil veces más. E incluso invitó a Ariel a su casa, para pasar tiempo juntos en compensación. Pero se negó. Detestaba el aroma del pegamento amarillo mezclado con la piel de borrego, además de que su hedor, lo mareaba con facilidad.

Joel se disculpó, y le reiteró varias veces más, que no podría ir. Pero la terquedad e insensatez de Ariel no conocían límites. Después de todo, Joel siempre podía, aun cuando no. Muy a pesar de las negativas que le dio el moreno, amenazó con que lo esperaría ahí, con un termo repleto de chocolate caliente para sobrevivir al frío.

Así, aun advertido por el moreno, Ariel llegó al punto de encuentro desde las tres de la tarde, preparado con su bebida y la de Joel. 

Pero al final, el terminó de beber su chocolate, y el de Joel terminó por enfriarse. Las horas volaron en cámara lenta en ese desértico río y ni un alma se asomó siquiera. Ahí, solo existía su alma; esperanzada en que pronto, el rostro de su amigo aparecería en la lejanía, llegando a su encuentro como siempre.

A las cuatro de la tarde, la lluvia regó el camino, obligándolo a resguardarse bajo el tejabán de una taquería muy cercana al río, donde estuvo de pie, en un rincón, durante al menos media hora. Cuando el aguacero terminó, retomó su sitio una vez más; no sin antes, pedirles a los dueños del local usar su microondas para calentar la bebida de su amigo.

Así, el chocolate volvió a la vida. Humeante, apetitoso y esperanzador.

Y Ariel, volvió a su sitio. Solo, paciente y observador.

«Se que vendrás. No iremos al bosque a estas alturas, pero vendrás...» se decía, convencido en que Joel llegaría. 

Tarde, pero sin duda estaría allí, porque nunca defraudaba a nadie. Sabía muy bien que ayudaría a su madre tan rápido como pudiese y llegaría a él; corriendo y sonriendo con un ligero destello de culpa en sus grises ojos.

«Soy de lo peor.» pensó Ariel entonces, «Podría irme a la casa. Llamarle y decirle que no se preocupe. Decirle que nos vemos mañana. Darle esa paz» sabía que esa era la opción más sensata y humana que existía. Pero... «no quiero hacerlo.»

En el fondo, una parte de él disfrutaba ver el sacrificio, el miedo, la tristeza y la desesperación que podía provocar en aquel bello rostro trigueño. Le gustaba saber que su amistad era tan preciada para Joel, que lo obligaba exigirse tanto, al punto de tener que dividirse en dos y hacer lo imposible por él. Le alegraba saber, que la idea de perderlo por un descuido tan tonto generaba en Joel ese pavor...un pavor que, para Ariel, era una absoluta delicia.

«Lo único que quiero es ver todas sus caras. Las buenas y las malas...las bonitas y las feas. ¿Soy malo por eso? ¿Eso hará que deje de quererme?»

Recordó a Julieta, esa niña que, según las propias palabras de Ariel ''babeaba'' por Joel. Ella, en su afecto por el moreno, trató de advertirle sobre la crueldad que existía en su amigo.

''Ariel es en verdad muy rarito. Mi primo me dijo que la otra vez vio a Ariel con un niño y Ariel lo estaba...''

Fue lo que Julieta alcanzó a decirle esa tarde. Sin embargo, no alcanzó a revelarle lo que Ariel le hacía a ese niño que, por cierto, era menor que él.

En un arranque de ira, frívola y apenas perceptible en el cruel mar de sus ojos, abofeteó a dicho niño varias veces, tirándolo al suelo donde, después de sumergir su cabeza al agua, lo tomó del cabello con una sola mano y casi consiguió hacer que lamiera la suela de su zapato. Esto, solo porque tuvo la mala suerte de resbalar y tirar la comida de Ariel al suelo, manchando en el proceso, su pantalón y calzado.

«Si no hubiera llegado el primo de esa tonta, ese idiota lo hubiera hecho gustoso. Los niños pequeños son tan tontos. Una mentira, una mirada fea y una amenaza, bastan para asustarlos y que hagan tu voluntad...»

Ariel miró el cielo, con una ligera sonrisa asomando de sus labios, recordando las palabras que Julieta le escupió al día siguiente; evidentemente frustrada porque no pudo decirle la verdad a Joel sobre su querido amigo. Esa tarde, Julieta, nadando en su impotencia, solo escupió crueles verdades que, como ágiles balas, forjadas para matar, atravesaron el pecho de Ariel, aun cuando trató de fingirse impenetrable.

   —Te quedarás solo cuando se entere. Joel es demasiado bueno para estar contigo y preferiría quedarse solo, antes que seguir siendo amigo de alguien como tú. Si se sigue juntando contigo, terminará mal...

Joel, ¿terminar mal por estar a su lado? ¡Debía ser una broma! Una broma que, para su desgracia, se quedó muy clavada en el subconsciente de Ariel. ¿En verdad era tan fácil perder una amistad así de fuerte?

Ariel suspiró, viendo como el calor escapaba de sus trémulos labios. Las campanas de la iglesia sonaron, gritando a los 4 vientos que pronto serían las seis de la tarde y que la misa de ese día comenzaría dentro de poco.

«Ya no vendrá» aceptó con amargura.

Las aves, con su habitual llamado a casa, formaron un círculo sobre su cabeza. La oscuridad se acercaba y ya era hora de volver. 

Con un termo repleto de chocolate frío entre manos y el pecho desinflado en suspiros de destinatario ausente, se levantó entumecido, listo para abandonar el frio y solitario puente. Sin embargo, escuchó que alguien se acercaba a él.

Ilusionado, alzó la cabeza esperando ver el rostro de su amigo; agitado, apenado, pero sonriente al fin de cuentas. Pero su desilusión fue grande al ver que, la persona que llegó era un niño envuelto en ropajes desgastados y viejos. Parecía ser de su edad y éste, le regalaba una tenue sonrisa mientras pateaba suavemente algunas piedras sueltas del suelo.

Era ligeramente más bajito que Ariel, y después de un rápido escaneo, pudo reconocerlo. Ese niño había estado en su salón, pero por algún motivo, que Ariel intuía, llevaba poco más de un mes sin aparecerse en la escuela.

Era un niño apestado. Raro como ningún otro.

De rasgos delicados, cabellos rizados y piel ligeramente tostada, el niño era conocido como Brian, el ''Freak'' de la escuela. Nunca hablaba con nadie y las pocas veces en que profería algún sonido que no fuese el de un animal, parecía un niño de tres años tratando de hilar las palabras de manera coherente. Además, su comportamiento era sumamente extraño.

Gustaba de actuar como perro durante el recreo, en áreas donde los maestros no pudiesen verlo; arrastrándose por el suelo y mordiendo a quien no acariciara su cabeza mientras se sumía en ese papel tan penoso para un niño de la edad. Olisqueaba a las personas y se restregaba en sus piernas como si de un gato se tratara. Asimismo, fue señalado en varias ocasiones por toquetear y exhibir sus partes íntimas ante cualquier niño incauto con el que se encontrara a solas.

Los maestros le habían llamado la atención varias veces y con ello, solicitado la presencia de sus padres; recomendando con urgencia, una visita al psicólogo para que diagnosticaran al menor. Sin embargo, su madre, desarreglada, sucia y totalmente dejada al abandono, gimoteaba y amenazaba a su hijo con que lo castigaría por su conducta; asegurando que, en casa, su comportamiento era totalmente normal y que, al contrario, gozaba de un entendimiento bastante normal para un niño de su edad.

Brian ''el Freak'' en su corta estancia escolar, consiguió dejar huella con su actitud invasiva, poco pudorosa y anormal. Nadie, en su sano juicio, deseaba pasar un solo segundo a solas con él. Y ahora, Ariel, en un sitio básicamente abandonado, se encontraba a solas, sin quererlo, con ese indeseable niño.

Ariel rodó los ojos con hastío, ya que, de pie, en medio del puente, Brian lo esperaba con ansias. Su mirada oscura y vacía, se ancló a él y logró erizarle la piel. Gracias al imperante silencio, roto solo por el correr del rio, podía escuchar claramente como, de entre aquellos labios agrietados y secos, unos ligeros sonidos parecidos a un gruñido se elevaban hacia su persona.

   —Puta madre...—Susurró, mirando a sus espaldas.

La idea de caminar hasta el extremo contrario y cruzar el arroyo andando, no era una opción. Estaba helando y aunque el río bajó considerablemente su altura, fácilmente, el agua le llegaría a la mitad de la cintura y si no tenía cuidado, podría tumbarlo por completo. Además, si era el objetivo de Brian, lo mejor era correr directo a casa y no al bosque.

Ariel se armó de valor y se puso en marcha; no tenia de otra. Si o si, debía pasar junto a él. «Maldito freak» Pensó, tratando de ignorar por completo su presencia.

Fueron segundos con sabor a eternidad los que vivió en ese corto trayecto que lo llevaría fuera del puente. Segundos que le arrebataron el aliento y tensaron su cuerpo. ¿Cómo podía un miserable niño, más débil y pequeño que él, despertar tanto terror? Era absurdo.

Al pasar junto él, un horrible aroma invadió sus fosas nasales. Sus ojos lagrimearon y corroboró que esos sonidos que alcanzaba a percibir, efectivamente eran gruñidos.

Avanzó poco más de dos metros lejos de él, dejándolo a sus espaldas y sintiendo de apoco que el peligro comenzaba a disminuir. Sin embargo, sin previo aviso, el niño se lanzó contra él, haciéndolos rodar por la colinita que colindaba con el rio. Ambos vieron el mundo girar entre los gritos coléricos de Ariel y los gruñidos del freak.

Cayeron inevitablemente al arroyo, siendo Ariel quien dio de lleno con el agua mientras su atacante, quedó justo encima de él. Las carcajadas del niño exasperaron a Ariel, quien, como pudo, se las arregló para mantener su cabeza fuera del agua, empujándolo con fuerza para quitárselo de encima.

   —¡Maldito psicópata! —escupió con ira viendo como el niño, caía por completo en el agua; sustituyendo sus risas por manoteos que después, se convirtieron en fuertes temblores una vez logró ponerse de pie.

Brian, de pie, frotó sus brazos con ahincó, tratando de generar algo de calor a medida que caminaba a la orilla, buscando salir del río. Pero Ariel, molesto con Brian, se lo impidió. Empujándolo con fuerza, para que el freak, cayera de lleno al agua una vez más.

Al tercer intento fallido, Brian comenzó a llorar y gimotear; gruñía y mostraba los dientes con supuesta ferocidad. Tomaba impulso y trataba de tumbar a Ariel. Pero él, ya estaba listo para recibir el impacto, y siempre lo derribaba.

   —Ya no es tan divertido, ¿eh? ¡Freak de mierda! — exclamó, sonriendo.

Ariel parecía disfrutar aquella visión. La manera en que el rostro de Brian se deformaba, destilando como lágrimas negras toda la mugre que había recolectado en días; sumado a los lloriqueos, esa feroz mueca, el temblor de su cuerpo y, sobre todo, la desesperación que comenzaba a dibujarse en su cara.

Sí tan solo Ariel hubiese sido capaz de ver su cara en ese momento, el pavor que inundaba aquel inocente y desafortunado rostro obtendría otro sentido. Uno donde Ariel, había dejado en claro que Brian, era quien se había quedado solo con él, y no al revés. Siendo Brian la presa y Ariel, el indiscutible cazador.

Sí tan solo, hubiese sido capaz de ver la escena desde otra perspectiva... una donde pudiese divisar la forma tan brutal en que golpeaba el rostro de esa pobre alma, a quien, después de romperle la nariz a golpe limpio, dejándole un ojo hinchado y un par de dientes colgando peligrosamente de sus encías, arrastró hasta el agua nuevamente para luego, proceder a hundir su cara en la fría corriente de la vida.

Brian el Freak se ahogaba con su propia sangre mientras el agua helada, menos piadosa que el líquido de su vitalidad, le congelaba el pecho, provocándole un fuerte dolor en el pecho y la cabeza, sintiendo como ésta, era aplastada con violencia por una fuerza incomparable. La corriente no tenía piedad, al igual que su verdugo.

Ariel, por su parte, se sentía pleno, poderoso. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había dejado brotar esa incipiente ansia de violencia?

«Demasiado. ¡Ya había olvidado lo bien que se siente hacer esto!» deliberó, divertido.

Saber que poseía el poder de liberar o condenar a ese ''freak'' al que posiblemente nadie extrañaría, lo llenaba de euforia.

Cuando así lo deseaba, le permitía emerger del agua para respirar unos segundos; brindarle la esperanza que necesitaba para pelear y tratar de escapar; para después, arrebatarle la ilusión y sumirlo nuevamente al agua y a esa oscuridad que yacía en la desesperación.

Ariel no podía evitar reír. Su cuerpo temblaba con fuerza, debido al frio viento que azotaba su cuerpo empapado, pero no le importaba. Tan ensimismado estaba en su faena, que ignoró por completo la presencia de su anhelado compañero, quien miraba horrorizado aquella escena.

Joel lo llamó varias veces, adentrándose sin pensarlo en el rio para detener a Ariel.

Confundido, miraba aquella escena, sintiendo que por más que corriera, no lograría llegar a tiempo.

   —¡Ariel! ¡Déjalo! ¡Suéltalo ya! —Pedía desesperado.

Llegó hasta su amigo, tomándolo de la cintura para tratar de arrancarlo de su pobre víctima. Pero le fue imposible. Brian manoteaba exasperado y Ariel se aferraba a él, como el babeante hocico de un pitbull al que, por más que lo golpearas, se rehusaba a soltar a su presa debido a su quijada trabada.

Sin más alternativa, la adrenalina lo obligó a hacer lo impensable; golpear a su amigo. Tomó lo primero que encontró su mano y sin pensarlo, golpeó a Ariel con fuerza, derribándolo directo al agua. Brian emergiendo de su pesadilla, tomó una gran bocanada de aire. Se levantó y corrió hacia la orilla.

Para cuando Ariel fue consciente de sí mismo, ya en la orilla del rio, vio a Brian correr lejos de él, resbalándose y llorando, profiriendo unos gritos inteligibles mientras ante él, la mirada de su querido amigo, lo enfocaba con desprecio, terror, tristeza y, sobre todo, confusión. Todo un mundo de emociones diversas, mezclado en el cielo tempestuoso de su mirada.

Ariel sintió un fuerte ardor en su cuello, del cual, brotaba un torrente de sangre que le arrebató un fuerte chillido: Al tocar la zona dañada, su mano quedó empapada de líquido carmesí y este, goteando a borbotones, manchó el agua a su alrededor.

Joel se acercó a él, brindándole unas palabras que no fue capaz de entender, mientras él, en su desesperación, tomó la mano del moreno, viendo como su mundo se desvanecía por completo. 

La piel de Ariel se erizó con el inminente impacto de un rayo rompiendo la bóveda celeste.

De pie, ante la ventana de su habitación, no podía evitar contemplar el caos que se desataba esa hermosa noche, más allá de la comodidad que le ofrecían esas cuatro paredes. La luz, con semejante tormenta, los había abandonado minutos atrás. Y un par de velas trataban de alumbrar su habitación con el ímpetu de su fuego danzante.

La oscuridad, por su parte, gobernaba en las calles y solo, cuando los relámpagos acuchillaban el cielo, éstas se iluminaban por una mínima fracción de segundo, permitiéndole ver los riachuelos que la lluvia formaba.

   —¿Por qué me acorde justo de ese día? — se preguntó Ariel, viviendo nuevamente aquella tarde donde, herido por Joel, fue cargado por este hasta el hospitalito, donde atendieron su herida con urgencia.

Cuando el moreno lo entregó a los médicos, lo miraba con gran pavor. Estaba preocupado y aterrado por lo que le hizo a su querido amigo; el mismo que, ante él, se convirtió en un monstruo. Un horrible demonio que lo obligó a manchar sus manos de sangre solo para detenerlo.

También, rememoró la charla que sostuvo con el moreno. Fue una semana después, cuando, apenado, el moreno fue a visitarlo a su casa. Lo habían dado de alta desde el día uno, pero su amigo, se negó a visitarlo hasta entonces.

   —No estoy enojado contigo— expuso Ariel, luego de conseguir que Joel abandonara su lugar junto a la puerta y se sentara en la cama, junto a él.

   —¿No? Casi te mato —la ronca voz de Joel estaba empapada en desconfianza y frialdad, algo que jamás había esperado de él —. Deberías estar enojado conmigo.

Ariel negó con la cabeza, regalándole una suave sonrisa maliciosa. No podía evitarlo. Le encantaba ver aquel bello rostro arrepentido.

   —Te estoy diciendo que no estoy enojado. Hiciste bien. Salvaste a Brian...-

   —¿Por qué? — lo interrumpió— ¿Por qué tuve que salvarlo? Si tú no hubieras... ni siquiera puedo decirlo. ¿Por qué hiciste algo así, Ariel?

Joel necesitaba una explicación. El corazón de Ariel dio un vuelco cuando aquellos ojos se atrevieron por fin, a mirarlo. Joel estaba... ¿Llorando?

Ariel apartó la vista, tratando de contener una sonrisa que deseaba extenderse sin pudor alguno. Recargó su cabeza en el hombro del moreno y respondió, sintiendo una ráfaga de emociones tan diversas que era necesario esconder su cara. Una parte de él sentía tristeza, pero la otra, una innegable alegría.

   —Lo hice porque el me saltó encima. Solo me defendí...quiso morderme la cara. Estaba como loco. ¡Ya lo conoces!

   —Si, lo conozco, Ariel. Y él es todo, menos violento. Él, ve el mundo de manera diferente. Pero no es malo. Solo estaba jugando — explicó —. Además, tú eres más fuerte que él. Podías quitártelo de encima, con un solo golpe lo tumbabas. Podías correr. Pedir ayuda. No golpearlo y tratar de ahogarlo —hubo un momento de silencio, en el cual, Joel se levantó de la cama abruptamente —. Lo mejor es decir la verdad. Yo, le diré a tu madre lo que hiciste y le diré que fui yo quien te golpeó, le diré todo, yo...

Ariel entró en pánico: —¡Si le dices, lo negaré! — se apresuró a decir Ariel, poniéndose también de pie—. Mi mamá me defenderá. Me creerá a mí, Joel. A ella nunca le has caído bien. Dice que eres mala influencia para mí. Si le dices...te sacará a escobazos de aquí y les dirá a todos que casi me matas —Ariel lo miraba con cierto temor en sus ojos—. Deja las cosas como están, Joel. Ya le dije que me resbalé y que tú me ayudaste...

   —Entonces ¿qué? ¿no digo nada de lo que hiciste? — La sola idea de ocultar un secreto así, le repugnaba —. Brian te vio Ariel. Sabe que fuiste tú el que lo golpeó. Si le dice a alguien...

   —¿Brian?, ¿Ese idiota? ¡No sabe limpiarse los mocos, Joel! Ese niño, aunque me vea y llore, no es prueba de nada —Ariel tomó su mano con suavidad, temiendo que el moreno lo apartara —. Joel, quieras o no, estamos juntos en esto. El me atacó a mí. Yo solo me defendí. Tú, lo defendiste a él, y me atacaste a mi... ¿No podemos, dejar las cosas así? —preguntó, apretando sus labios mientras sus ojos se humedecían, a punto del llanto—. Tú, guardas mi feo, feo secreto, y yo, guardaré el tuyo. 

Ariel abrazó a Joel, rodeando su cuello con sus brazos, notando en el proceso que Joel, había crecido esa última semana, ya que tuvo que ponerse de puntitas para alcanzarlo mejor.

   —¿Creciste? — le preguntó, sorbiendo la nariz, pero Joel no respondió—. Por favor, no me dejes solo con esto, Joel. Estoy asustado, y no quiero perderte. Si le dices a mi mamá, ya no voy a poder ser tu amigo. Y eso me dolerá más que la sutura que me hicieron. ¿Quieres eso? Si ya no quieres ser mi amigo voy a entenderlo. — Su voz de temblaba, así como todo su ser.

Joel tomó aire. Su silencio taladraba el corazón de Ariel, quien lo apresaba con más fuerza.

   —¡Ariel, ya baja a cenar! — lo llamaron de repente, trayéndolo a su presente con violencia. Era su madre, quien lo llamaba desde la planta baja. 

   —¡Ya voy! —respondió, alejándose de la ventana con velocidad.

Ariel se giró, tomando de la cama una bolsa de papel marrón. Se arrodilló frente a su cama, justo a la altura de su cabecera y debajo de esta, extrajo por completo uno de los cajones que formaban parte de la base; dejando al descubierto un hueco profundo. Ahí, una caja de cartón lo esperaba.

Al abrirla, observó su pasado plasmado en bellos recuerdos tangibles. Dentro, había algunos juguetes de su infancia; tales como carritos, soldaditos de plástico, un peluche viejo de un osito color azul que amaba cuando era aún más pequeño, unas pequeñas rocas que él había recolectado del río y unos cuantos CD que ahora le parecían basura. Sustrajo cosa por cosa, dejándolas sobre el suelo con cuidado.

Su mirada azul chocó repentinamente con una tela verde. Era una camiseta que Joel, en algún momento de la vida, le había prestado. Estaba cuidadosamente doblada, y a pesar del tiempo, aun portaba la tenue y sutil fragancia del sol, la tierra y el jabón. 

La colocó sobre la cama y volviendo su vista a la caja, se topó con varias fotografías sueltas que lo recibieron con las enormes sonrisas que adornaban una amistad que se creía eterna. Ahí, en esos fragmentos de tiempo, Joel lo miraba como antes; sin miedo, rencor y asco...

Ahí, Joel lo rodeaba en un abrazo fraternal haciendo la señal de la paz.

Ariel, recordó el último abrazo sincero que Joel le otorgó. Fue en esa misma tarde, mientras esperaba su respuesta; inmerso en aquel abrazo desesperado. Ariel, había cerrado y apretado los ojos, pidiendo al cielo que su amigo aceptara guardar el secreto. Que aceptara seguir a su lado. En ese momento de eternidad desconocida, el temor a que las palabras de Julieta fuesen una cruel profecía, lo consumía.

   —No diré nada — susurró Joel de repente, respondiendo a su abrazo y dejando brotar un profundo y doloroso suspiro—. Guardaré el secreto por ti. No por mi... ¿lo entiendes? — Ariel asintió.

«Como dijo Julieta, eres demasiado bueno» Pensó Ariel, mirando cada foto que poseía junto a su amigo.

Eran pocas, pero suficientes para añorar lo que quizás fue, la mejor amistad de su vida.  Fue apilando foto por foto, colocándolas a su lado, hasta llegar a una imagen en particular, donde no Ariel no aparecía. 

La fachada de la casa chueca de Joel imperaba en la fotografía. Ahí, si ponías suficiente atención, en la ventana del piso superior, se podía apreciar la figura del moreno, quien, de pie frente a su ventana, miraba la calle con inocencia.

Ariel observó la foto durante unos segundos, dejándola finalmente sobre la cama. Colocó la bolsa de papel en el fondo de la caja, dispuesto a cubrirla con todos esos recuerdos que poseía como tesoros. Sin embargo, después de pensarlo un poco, abrió la bolsa con cuidado.

Ahí dentro, se encontraba la prueba de su mayor vergüenza.

 Su pecado capital.

«Joel... ¿Por qué eres tan bueno?­» se preguntaba, recordando esa última excursión al bosque, donde a pesar del mal humor que le demostró el moreno, dejó que lo acompañara a buscar a su nuevo y querido amigo. Ese enano pecoso, malhumorado e insípido. Lo detestaba, ya que él ocupaba un sitio que no le pertenecía. A su ver, no tenía nada de especial, ni él ni el otro par que se hacían llamar amigos de Joel.

«Creo que tengo una última oportunidad para acercarme a ti. Volver a ser amigos, como lo éramos antes. Pero, si descubres mi pecado, nunca más volverás a confiar en mi...»

La imagen de ese Joel de antaño, el que tomó la decisión de confiar en él, se sobrepuso a la del Joel actual. 

El Joel de hoy día, era consciente de su propia debilidad. Nada parecido al del pasado que, al perdonarlo, ignoró por completo que, con ese abrazo y ese secreto mutuo, había firmado un pacto con el demonio del engaño.

El demonio causante de su futura desesperación.

El demonio, dueño de aquella mascara de zorro blanco que ahora, en la intimidad de su habitación, portaba dichoso, recordando y saboreando un pensamiento de antaño mientras hacía girar su preciada navaja, compañera de juegos.

«Siempre estaremos juntos, Joel.» pensó, en aquella lejana tarde conmovido por el perdón de Joel; suspirando el aroma del moreno cuyo abrazo, viviría por siempre en aquel marco mental donde la luz rojiza del atardecer bañaba el blanco de sus parades.

«Nuestro secreto en común, unirá nuestros pasos para siempre.»

—Y la desgracia de unos...traerán mi dicha. 

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