29.0 La profundidad...
El corazón de Miguel estaba arrugado y fatalmente herido.
La imagen de Alan, desplomado en el suelo sobre ese pequeño, pero no por ello, menos alarmante charco de sangre, lo paralizó por completo.
Quería correr hacia él, lanzar a su tía a un lado y cubrirlo con su cuerpo de ser necesario; protegerlo de esa mujer qué, más que darle un correctivo, parecía dictaminar una sentencia a muerte que ella misma llevaría a cabo.
Los gritos de los mellizos, las maldiciones de Esther; los chillidos de su madre seguidos por la gruesa voz de su padre que trataba de imponerse ante el griterío mientras alejaban a su tía lejos de su primo...todo, lo hizo sentir de repente, dentro de una burbuja de aire. Ahí, nadie podía hacerle daño, pero también, el perdía el poder de ayudar a su primo.
—Perdón...no sé qué me pasó — escuchó decir a Esther minutos después, después de Alan, cabizbajo y veloz, huyó directo a su cuarto.
La voz quebrada de su tía logró sacarlo de su ensimismamiento; viéndose a sí mismo, sentado en la sala, frente a esa horrible y viscosa mancha de sangre.
Los mellizos fueron llevados a su habitación, y Miguel, se suponía, debía hacer lo mismo. Pero sus piernas no le respondían y su mente, viajaba con velocidad entre múltiples caminos a seguir.
Uno de ellos, era descargar su ira sobre la mujer que decían, era su tía. Gritarle sus verdades a la cara y hablarle de lo grandioso que era su hijo; hacerle ver que con su comportamiento errático no conseguiría nada más que alejarlo.
Por otra parte, su mente le gritaba que debía correr junto a Alan, e intentar que abriera la puerta de su habitación para así, no dejarlo solo entre una fuerte marea de emociones que sabía, no podían ser buenas.
《Alan es muy orgulloso. Se tragaría su puño entero antes de dejarme entrar a su cuarto después de ver lo que vi. 》 Se lamentaba, buscando la manera en que sus acciones, pudiesen servir de ayuda.
Sin embargo, la voz de su madre lo arrancó de su ensimismamiento. Al parecer, no se había dado cuenta que su hijo mayor no acató su orden y se encontraba justo donde lo había visto la última vez.
Sentadas en el comedor del cuarto contiguo, ambas, Esther y Liliana, trataban de tener una conversación tranquila.
—Te desconozco Esther —confesó Liliana con la voz ronca por tanto gritar —; sé que la vida no ha sido benevolente contigo. No debe ser fácil...pero tampoco lo es para Alan, y él es apenas un niño...
—¡¿Crees que no lo sé?! —chilló Esther, con la voz derrumbándose entre las lágrimas —, ¡ha sido tan difícil para mí tratar de llenar el lugar que dejó su padre!
—Esther, ese es el problema. No tienes por qué llenar el lugar qué dejó Mateo. Eres su madre ¡Por dios!
—No es tan fácil ser su madre, Liliana — espetó, clavando su verde y triste mirada, en su silueta, mientras con su dedo índice, se saba fuertes golpes en la cabeza, justo a la altura de sus ojos—. Las cosas aquí no están mejorando. Y sin Mateo, quien le ofrecía todo lo que yo no puedo, es aún más difícil.
Liliana suspiró; jamas logró entender cómo funcionaba la cabeza de su hermana, aun antes de que iniciara su afección, la cual, solo se agravó con la muerte de Mateo.
Esther no era una mala persona; solo era una mujer ambiciosa, que detestaba Montesinos, y que, en su juventud, abandonó el pueblo en la primera oportunidad que tuvo para irse a la ciudad.
Tenía aspiraciones grandes, pero al final, el amor pudo más con ella. Sin embargo, se casó muy joven y tuvo un hijo cuando no estaba muy segura de querer ser madre.
Eso, sumado a su depresión posparto y los indicios de la bipolaridad que fue carcomiéndola de apoco entre periodos maníacos donde, llena de energía, vivía semanas enteras en que quería comerse el mundo entero. Dormía muy poco y se sentía gloriosa, poderosa, única en su especie. Siendo presa de una extrema energía.
Sin embargo, la irritabilidad y la depresión, la consumían de igual manera y éstas, se prolongaban entre la oscuridad de un trastorno que fue detectado hasta que Alan cumplió 7 años.
Su relación con Mateo, notablemente afectada por su ya natural carácter volátil, amplificado por sus padecimientos, y con ello, la distancia que se marcaba de apoco con Alan, no eran más que resultados lamentables, a los cuales, sumida en sus depresiones, les dedicaba amargas lágrimas de impotencia.
Esther, vivía en un infierno mental y emocional donde nadie era capaz de ver los demonios contra los que se enfrentaba día con día.
Por eso, después de la muerte de Mateo, cuando Liliana habló con su hermana por teléfono, le sugirió que fuesen a vivir una temporada a Montesinos, convencida de que el aire limpio, la simplicidad de la vida rural de la que tanto huyó, junto a la compañía y apoyo de su familia, lograrían aligerar un poco su carga mientras cuidaban que tomara sus medicamentos y no tratara de hacerse daño a sí misma.
—No, Lily, tengo mucho trabajo. Ya me atrasé demasiado —le respondió su hermana meses atrás—. Te juro que estoy cansada. Entre el trabajo, el niño, los gastos de la casa y la muerte de...—Esther suspiró, al borde del llanto —; No puedo, Lily. Pero gracias.
Liliana sintió que el corazón se le partía en dos. Estaba enterada del comportamiento de Alan, el cual, había empeorado aún más desde la muerte de Mateo.
Sin duda, ambos necesitaban aire fresco, cambiar de vistas y con ello, a una compañía sana y estable que, por desgracia, Esther no podía encontrar ni brindar por el momento.
—Bueno, hermanita, la oferta seguirá en pie.
Liliana esperaba de corazón que su hermana se diera la oportunidad de visitarlos y descansar un tiempo; que recolectara sus pasos sobre aquellas tierras, y diera con sus raíces, su hogar, y con ello, forjara un lazo más estable con su hijo.
Sin embargo, cuando Esther aceptó su oferta, semanas después de aquella llamada telefónica, su sorpresa fue tal, cuando vio que solo su sobrino se quedaría con ellos.
—Esther... ¿puedes decirme qué significa esto? —le preguntó, llevando hacia el comedor; dejando a Alan en la sala, junto a sus hijos.
—Perdóname, no te avisé...pensé que este lugar le haría bien a Alan. ¿No...no recuerdas? Me dijiste que podíamos venir a pasar un tiempo acá — Esther la miraba con dulzura y esperanza.
—Si, claro, pero...a decir verdad, la oferta era para los dos, juntos. Y no, no me mal entendidas querida; Alan es más que bienvenido a quedarse aquí con nosotros, pero creí que tú también...
—Lo sé, lo sé...pero en verdad yo no puedo quedarme, Lily.
—Pero, es que Esther...
—No te preocupes por el dinero yo estaré mandándote cada que reciba mi paga — Esther se apresuró a sacar de su bolso un sobre con dinero —. Tómalo, por favor.
—No se trata de eso. Es que esto, se ve casi como si estuvieras eludiendo tus responsabilidades...
Esther suspiró, mirando como su hijo era rodeado con gran ímpetu por sus sobrinos más pequeños mientras Miguel, se presentaba con cordialidad.
—No es eso...créeme. Alan y yo...no nos entendemos. Y necesito arreglar las cosas, allá en la ciudad; debo organizar mis ideas, mis emociones, y estando él ahí...me es imposible hacerlo. Antes, cuando me daba un episodio depresivo, Mateo se encargaba de él...de cuidarlo, sacarlo de casa, hacerlo reír...pero ¿dime como haré eso?
—¿Has hablado con él al respecto? ¿Alan sabe sobre tu afección?
—No...no me he atrevido a decírselo.
—¡Esther! ¡Debe saberlo! No es algo que debas tener ocultonÉl lo entenderá. No es un tonto.
—Lo sé. Y se lo diré...¿si? pero, no ahora.— Esther trató de mostrar convicción en sus palabras.
—Insisto, deberían quedarse los dos. ¿no crees que sería mejor que trataran de sanar juntos? Esto es como un abandono Esther...
—Lily, querida. Las relaciones de madre e hijo no siempre son tan bellas como la que tienes tu con tus hijos. Lo que es fácil para ti, a mí me cuesta 3 veces más. Sabes bien que yo nunca quise tener hijos —susurró —; no tengo ese instinto en las venas y eres consciente de ello. Pero no miento cuando digo que esto lo estoy haciendo por su bien, y porque quiero mejorar nuestra relación a futuro.
Liliana suspiró, pensativa. —Lo he estado llevando con la psicóloga, pero no he visto mucha mejora, y tengo esperanza de que aquí, junto a tus hijos; entre el aire fresco, mejore un poco mientras yo hago mi parte allá.
Esther tragó saliva, y relamió sus labios rojos. Tomó suavemente los brazos de Liliana y mirándola a los ojos, continuó, con una sonrisa rota:
—Sabes...planeo vender el apartamento y comprar una casita más pequeña en un vecindario más familiar. Donde hay muchos árboles y un parque cerquita de ahí. Ya la estuve viendo. ¡Es encantadora! ¡Perfecta para volver a empezar! En ese departamento, cada rincón me grita el nombre de Mateo. No podré mejorar...si es que esto— se señaló la cabeza —, puede llegar a mejorar. Además, planeo dejar ese bufete de abogados lleno de misóginos mierderos, y poner mi propio despacho; más cerca de casa, con mis propios horarios y todo, así podré verlo más tiempo. Las cosas mejoraran...lo sé.
La voz de Esther temblaba cuando lo decía. Era evidente que una parte de ella dudaba en que fuese cierto. Su afección parecía obtener aun más poder, no tenía cura y por el momento, si no seguía las indicaciones de su doctora, no podría encontrar un punto meramente estable en su vida.
Liliana aceptó, controlando el llanto y depositando su fe en manos de aquella bella mujer, rota, asustada y sola.
Sin embargo, en su presente; su hermana no era más un triste despojo de frialdad y cinismo. Era notorio que no había estado velando por su salud mental. Que posiblemente no tomaba su medicamento y con ello, que ni siquiera visitaba a su doctora.
—¿Para qué viniste? —se aventuró Liliana, abandonando aquellos recuerdos que se esfumaron como el humo.
—¿No recuerdas que me llamaste? Cuando desapareció...
—Eso fue hace semanas.
—No fue culpa mía. Apenas estaba saliendo de la ciudad cuando me llamaste para decirme que ya había aparecido y que estaba bien. Decidí regresar, arreglar mis pendientes y entonces, si, venir con más tiempo.
—¿Entonces solo vienes a eso?
Esther negó con la cabeza: —Vengo por Alan...volveremos a la ciudad.
Miguel entró echo una furia al comedor; su mirada, hundida en lágrimas, aunque desafiante, era la viva imagen de un corazón joven, radiante de vitalidad y valentía, capaz de luchar con quien fuese necesario, con tal de no perder a las personas que amaba.
《No se lleve a Alan. No aun, por favor...》 pensaba, mirándola directo a los ojos e ignorando los reclamos de su madre por haber escuchado una conversación a la que no había sido invitado».
—¿Y este pequeño gladiador de cartón? —dijo Esther, con un sutil deje de burla y admiración—. Dios, se nota que eres mi sobrino.
—Eso dicen, si —respondió Miguel, respirando con dificultad —. Perdón por entrar así mamá, y perdón por escuchar sin permiso; pero no puedo dejar que se lleve a Alan, tía.
—Miguel ve a tu cuarto — ordenó Liliana.
—No, no, déjalo. Tiene derecho a hablar —la atajó Esther —; así que dime, ¿por qué no puedo llevarme a mi hijo?
—Porque él está feliz aquí. No es ni la mitad de lo que era antes. Controla más sus emociones, y tiene amigos que lo quieren. Él y yo...apenas nos estamos llevando bien. No quiero que se lo lleve y me quite la posibilidad de pasar más tiempo con él ahora que logramos soportarnos. Suena egoísta, pero creo que tengo ese derecho ¿no? es mi familia, después de todo.
Esther suspiró. —Te pedí que me convencieras de que no me lo llevara conmigo aún. No lo contrario. Supongo que, si ya está mejor, y ha controlado su pésimo genio, ya es momento de llevármelo...
—¡No! ¡De nada servirá todo lo que ha conseguido Alan si se va con usted! En cuanto se suba a ese carro con usted, tía, todo volverá a ser como antes.
—Entiendo... ¿entonces insinúas que debo dejar a mi niño aquí? ¡¿Para siempre?!
—No. Al menos, hasta que usted este mejor. Llevárselo así, de buenas a primeras, es cruel.
La tenue sonrisa burlona de Esther se borró de su bello rostro. De repente, ese pequeño "gladiador de cartón" como lo llamó ella, se convertía en un valeroso e intrépido guerrero que, con lo poco que tenía a mano, la enfrentaba.
—¿Entonces que sugieres? — le preguntó.
—Que le permita, aunque sea quedarse hasta el fin de ciclo; ese era el plan... ¿no? si quiere estar con él, puede quedarse...pero no llevárselo. Por favor.
Esther miró a su hermana, quien, en silencio, los observaba a ambos, atenta.
—Siempre pensé que tu hijo era un miedoso, Lily —confesó Esther, levantándose de su asiento—. Pero ya veo qué, cuando se lo propone, muestra el carácter de su abuelo. Bien hecho, chaparro.
Removió su cabello castaño y sin decir más, abandonó el comedor.
—¿A dónde vas? —Liliana se levantó de un salto, yendo tras ella.
—Quiero hablar con mi hijo... ¿hay algo de malo en eso?
—Pues, después de lo que hiciste...
—Prometo que no le haré daño —dijo con una fingida frialdad —. Es más, lo juro por Mateo. Si no, que me jale las patas todas las noches de ser necesario...
Y como una lánguida sombra, subió las escaleras; la escucharon dar unos cuantos golpes a la puerta de Alan; lo llamó. Una y otra vez, hasta que Mauricio llegó con la llave de su habitación, encontrando una traba en la puerta.
Cuando sonó el toque de queda y lograron entrar, descubrieron con tristeza y miedo, que Alan había escapado.
El frio tacto de una tela húmeda lo despertó, seguido de una suave caricia que rozaba su mejilla.
Con gran pesar, abrió sus ojos lentamente, topándose con una fina capa de lágrimas que le impedían enfocar la vista mientras, a su lado, alguien suspiraba con gran alivio.
No recordaba con claridad lo que había pasado. Solo recordaba el color rojo, rostros preocupados y una mirada verde inundada por el pánico, siendo esta, la que su mente albergaba con ahínco y reproducía una y otra vez.
—¡Despertaste! —celebraron repentinamente a su lado—. ¡Ama, ya despertó!
—¿Joel?, ¿Qué haces aquí? — preguntó el pecoso, confundido. Presa de un fuerte dolor de cabeza mientras trataba de enfocar la imagen de su amigo.
—Pues, ¿como te explico?; aquí vivo, chaparrito —respondió con una tenue sonrisa, alarmando a Alan que, de jalón se incorporó y talló sus ojos para aclarar su vista y asegurarse de que el moreno no le estuviera mintiendo.
Efectivamente, aquel no era su cuarto. Ni el de su tía o sus primos.
En las paredes de aquella habitación, decenas de dibujos a lápiz y pluma yacían colgados frente a él: carros, aviones, mapas y trenes; camiones y bicicletas e incluso, creyó divisar un plano bastante detallado de un barco que, a leguas, se notaba, era un poster.
En el techo, colgaban algunos juguetes; aviones en su mayoría, y unas estrellas fluorescentes adheridas al cielo de la habitación.
Por otra parte, la tenue luz cálida del cuarto, proporcionada por un par de lámparas de escritorio, les confería a las penumbras mucho espacio donde situarse a descansar; ahí, en esa noche donde el viento de las calles auguraba una tormenta más gracias a los intermitentes huracanes que en esa temporada, los engullía entre su magnificencia.
—¿Qué hago aquí? —el pecoso estaba visiblemente confundido.
—¿Además de invadir mi cómoda y querida cama? —bromeó el moreno—, la verdad, no lo sé. Llegaste hace 10 minutos, corrías como un loco, y apenas cruzaste la puerta, ¡pum! te desmayaste.
—Entiendo...
—¡Nada de entiendo! —protestó Joel mientras le daba un pequeño golpe en la frente con su dedo índice—; ¡Pareces Rocky Balboa! No me digas que estás en un club de pelea clandestino o algo así...
—¿Rocky Balboa? —Alan rascó su cabeza, extrañado, mientras Joel se levantaba de su silla y le facilitaba un espejo.
Su ojo izquierdo estaba hinchado. Posiblemente, dentro de unas horas, un morete aparecería para hacer de su imagen una fea y triste imitación de Quasimodo.
Además, presentaba un largo rasguño en su mejilla derecha, provocada por las largas uñas de su madre, barnizadas en esmalte carmesí; en su frente, otro rasguño, algo más escandaloso y de su nariz respingada, un pequeño riachuelo de sangre había brotado, manchando su arco de cupido, hasta llegar a la comisura derecha de su labio, ligeramente magullado y abierto.
Alan, molesto, chistó ante su fea y demacrada imagen.
Recordó que, después de las cachetadas que esa vieja bruja le propinó, un par de golpes con el puño impactaron erráticamente en su rostro, poco antes de que Mauricio llegara al rescate, arrancándolo de sus garras.
Él pecoso se levantó y corrió a su habitación; donde, mareado y adolorido, se encerró con llave y recorrió su pesada cajonera para hacerles aún más difícil el acceso.
En ese momento, mientras el infierno se desataba en la sala, el pecoso, caminando cual león enjaulado en su habitación, tomó su diario y garabateó rápidamente su sentir en su diario con un plumón rojo que encontró a la mano.
Quería gritar, maldecir, golpearse contra la pared...pero debía contenerse.
No quería darle la satisfacción a esa mujer. No quería que supiera que, por dentro, estaba a punto de volverse loco de ira, tristeza, impotencia y una desolación molesta que le atenazaba el pecho.
Cuando escuchó los tacones de Esther subir por las escaleras, la desesperación lo invadió, y lo único que pudo hacer fue esconder su diario bajo el colchón y escapar.
Pensó en Joel y lo fácil que le resultaba subir y bajar por la ventana...si él podía, no había nada en el mundo que le indicara que él, no pudiese hacer lo mismo.
Así, cuando menos lo esperó, ya estaba afuera, corriendo y sintiendo la brisa de un inminente diluvio que se acercaba rápidamente a él.
Además, el toque de queda pronto sonaría. Y todos, sin excepción, debían estar bajo techo. En sus memorias vio como durante su carrera, señores e incluso guardias de policía, le advertían y motivaban a que corriera más rápido y así, alcanzara a llegar a su destino.
—Llegaste antes de que la lluvia arreciara—comentó Joel—, y también, un minuto antes de que sonara la alarma. Debiste correr como un loco.
Alan masajeó su cabeza, sintiéndola ligeramente húmeda. Unas cuantas gotas de brisa habían quedado atrapadas en su cabello negro y despeinado.
—Perdón. Yo iba...iba de paso —Alan titubeó —, pero el tiempo me ganó y solo se me ocurrió venir a tu casa —mintió— . Debo avisarle a mi tía. Se va a preocupar...
—Tu tranqui chaparrito, mi mamá ya le avisó. Te quedarás hoy aquí, aun si no quieres —lo calmó, inclinando la cabeza para ver mejor su rostro cabizbajo.
Alan se sintió incómodo con aquella mirada gris clavada en sus pupilas. Sabía que Joel estaba lleno de preguntas y ardía en deseos de exponerlas una a una en busca de una respuesta.
¿Qué le diría al moreno cuando disparara la primera interrogativa?
Conocía a Joel. Su paciencia era como un bello jarrón de barro, decorado con hermosas y artesanales figuritas realizadas con gran cuidado y amor a su alrededor.
Una bella artesanía, que, en su interior, conservaba el manantial de su paciencia. Templado y fresco, tranquilo e inmutable.
Por fortuna, el moreno, era capaz de esperar lo que fuese necesario para saciar su sed de verdad; mientras el portador de sus respuestas, conseguía estar en un estado anímico adecuado.
—¡Niños! ¿Quieren atole? —preguntó Rosario, en un grito que provenía desde la cocina.
Los ojos de ambos niños se iluminaron y ambos respondieron un "¡Sí! "al unisonó.
—Va chaparrito, hay que limpiarte la cara para que vayamos a cenar.
Sin esperar respuesta, Joel retiró la manta que cubría el cuerpo del pecoso y tomándolo de la mano, lo guío directo al baño, donde Alan, miró con detenimiento su reflejo en el espejo bajo la luz de un foco blanco. Mientras que Joel, sacaba de un burdo intento de botiquín, lo necesario para limpiar sus heridas.
《Quedé hecho mierda》 pensó el pecoso, revisando por último sus dientes, uno a uno. 《Están intactos, menos mal》
—¿Ves? Quedaste como campeón —observó Joel, motivándolo a sentarse en la tapa del váter. El pecoso, obediente, atendió a su amable petición.
Las manos frías de Joel tomaron su rostro con cuidado para así, alzar su mentón y limpiarle la herida que tenía sobre la frente.
—Esta herida te la hiciste aquí —comentó —Me consta. Cuando te desmayaste, te pegaste con el marco de la puerta y de ahí, te fuiste de cara al suelo. ¡Pero hombre! ¿Qué es una herida más?
Alan bufó. —Terminaba peor en la primaria. Esto es nada si lo comparamos—aseguró el pecoso, quien no pudo evitar quejarse ante un ligero ardor.
—¿No es nada? —se burló Joel—. Me alegra oir eso. Entonces aguántese. Que esta herida todavía está fresca.
—Eres pésimo en esto. Puedo hacerlo yo. Estoy acostumbrado a curar mis heridas.
—No, no. Estoy practicando contigo. Quiero hacerlo yo — confesó el moreno, riendo.
Alan entrelazo los dedos de su mano, dejándolas colgar entre sus piernas y ahí, quietecito, sentado en la tapa del baño, dejaba que el moreno limpiara una a una sus heridas. Mientras tanto el pecoso, no hacía más que alternar su atenta y verde mirada entre el blanco foco del baño, y aquellos bellos ojos grises que se enfocaban en sus heridas mientras su dueño, yacía sumido en sus más profundos pensamientos.
《Qué serio... es raro verlo así》 pensaba Alan, jugando con sus manos y bajando la vista al suelo cuando sentía que su mirada llegaba a ser invasiva.
—¿Serás doctor de mayor? —preguntó con ligero temblor en la voz, esperando romper el silencio.
—No. El doctor de la familia es Jaime. Yo quisiera estudiar diseño automotriz o algo así.
—Si, te queda bastante—admitió el pecoso.
—¿Y tú? ¿Cuál es tu plan para el futuro? En lo personal, creo que tienes pinta de médico o abogado...
—¿Por qué de médico? —Alan sentía curiosidad.
—No sé, ideas mías. Te veo como todo un doctor. Y de los buenos. Eres inteligente, tienes buena memoria; bonitos ojos y una piel blanca, llena de bonitas pequitas; serias el tipo de doctor que inspira confianza a la primera. Motivarías a las doñitas a hacerse su chequeo general y calmarías a los niños llorones durante sus vacunas sin tanto problema.
La atención de Alan se centró en dos simples y poderosas palabras:
《Dijo que mis pecas y mis ojos eran bonitos? 》 pensó, dirigiendo su atención una vez más al rostro de Joel, sintiendo un pequeño vuelco en su estómago y esperando que sus ojos lo enfocaran a él y no a sus penosas heridas.
Pero el moreno, cómo siempre, parecia imperturbable; ignorando el poder de sus palabras y todo lo que llegaba a provocar con ellas.
—M-maldito racista —respondió Alan con una ligera sonrisa asomando de sus labios, tratando de que el rubor no pintara todo su rostro.
De todas las cosas que Joel pudo haberle dicho, esa, era una que jamás habría esperado.
《Cara manchada, ojos de moco, de gato, de gargajo añejado, lagaña...pudo decirme de cualquier forma...pero dijo "bonitos ojos", y ''bonitas pecas'' nunca me habían dicho eso...》
Recordó una gran lista de burlas y apodos que recibió gracias a esos defectos genéticos.
Era increíble la facilidad con la que las personas podían llegar a herir a alguien, por un simple momento de risas. Risas que para ellos, solo amenizarían un momento que moriría al poco tiempo; como simples pompas de jabón. Mientras las victimas de su crueldad infantil, quedaban estigmatizadas y atrapadas en ese momento provocando un grave daño en su confianza.
—¡No soy racista! —se defendió el moreno, por su parte, terminando su trabajo y guardando las gasas limpias en el botiquín para después, dar un ligero y suave golpecito en la nariz del pecoso —. Solo enumeraba tus cualidades, chaparro. Si fueses de piel tostada como yo, lo hubiera mencionado.
—Ajá, así le ponemos —bufó el pecoso masajeando su nariz.
—¡Niños! ¡Ya bajen! —llamó Rosario —. ¡Necesito ayuda para bajar la olla de los tamales!
—¡Ya voy mamá! —respondió el moreno —. Bien chaparrito, me adelantaré. Te veo abajo. No tardes, que mi mamá hizo tamales rojos, y ¡son los mejores del mundo! ¡Te encantarán!
Sin perder tiempo Joel abandonó el cuarto de baño, dejando al pecoso solo entre esas cuatro y estrechas paredes, donde, en la confidencia de su soledad, miró su reflejo una vez más. Ahora, tenía una gasa cubriendo la herida de su frente, y todo rastro de sangre se había perdido. Acarició su rostro, miró la explosión de sus pecas, y, por último, el color de sus ojos.
Se miró un buen rato, hasta que Joel lo llamó y tuvo que abandonar su reflejo, no sin antes, sonreírle a esa imagen que, por un momento, no le pareció tan fea y hostil.
La luz los abandonó de lleno en medio de la tormenta.
Sin embargo, a pesar de que la hora de dormir había llegado; ahí, entre la penumbra azulada de una noche tempestuosa, dos luces titilaban en el interior de una calentita cobija con los colores de una baquita.
Ahí abajo, los cuchicheos, risas, bajitas y divertidas iluminaban las tinieblas con la jovialidad de aquel par de adolescentes que se negaban a entrar al reino de los sueños.
El reloj marcaba las 10:50 mientras la tormenta devoraba las calles, golpeaba los árboles y amedrentaba el corazón de los más temerosos, haciendo a las entrañas de la tierra llorar y retorcerse ante su fuerza.
—Cuando estaba más chiquito, lloraba siempre que llovía así de fuerte— le confesó Joel, sentado junto al pecoso, ambos cobijados hasta la cabeza, con las linternas iluminando su pequeño y frágil fuerte—. Hasta hace dos años, todavía temblaba cuando escuchaba los rayos y sentía temblar la tierra.
Ambos, acostados uno frente al otro, en alguna parte de la noche, comenzaron a confesar pequeños secretos que los hacían sentir vergüenza o que simplemente, no habían tenido ocasión de compartir.
—Yo también tenía ese miedo...bueno, a veces lo tengo. Pero solo a veces. —confesó Alan.
—¿Hoy es una de esas veces? — la voz de Joel acariciaba el silencio que los rodeaba. Dulce, bajita y llena de inocencia a pesar de que, entre todos, él era el mayor y el más maduro.
El pecoso negó: —No. Diría que hoy, hasta me gusta como suena cuando los rayos caen. Lo que sí, es que no he superado es mi miedo a los payasos.
Joel se retorció: —¡Uy! A mí también me dan repelús. Los detesto.
—Ok, no podríamos ir a un circo, nunca, en la vida —observó el pecoso, divertido.
Le gustaba ese pequeño intercambio de información, donde descubrió que Joel prefería las manzanas verdes sobre las rojas; que era bueno dibujando y que le gustaba ver justo el mismo anime que él sintonizaba todas las tardes. Descubrió que odiaba el hígado encebollado y que su comida favorita, eran las enchiladas verdes de pollo. Que adoraba a toda clase de animales y que su gusto culposo no tan culposo, era la música de señora dolida que escuchaba su mamá un sábado por la mañana.
En un breve silencio que se creó entre ambos, donde Joel parecía caer de apoco en el sopor del sueño, Alan, ser armó de valor para tocar un tema que posiblemente, incomodaría a su amigo.
—Oye...Joel —su voz le sonaba extraña de repente —. Quiero hacerte una pregunta...
—Dime chaparrito.
—Bueno...el otro día. El día en que esos cabrones me secuestraron...cuando estaba con Ariel, él y yo estuvimos hablando...
—Si...eso creí. ¿Qué quisieras saber?
—El me habló de la amistad que tuvieron hace un par de años. Por lo que me dijo, parecían ser muy unidos.
—Si. Así era. —corroboró el moreno con tranquilidad.
—Eso noté. Pero a lo que quiero llegar es...que él me dijo que tú le hiciste daño una tarde; cuando fueron al río. Me enseñó una cicatriz. Parecía un ciempiés. Y según me dijo, tú se la hiciste... ¿es cierto?
El corazón de Alan latía al mil por hora, esperando su anhelada respuesta.
《Sea la respuesta que espero, o no, quiero saberlo...no quiero que la gente siga restregándome en la cara que ellos, conocen a Joel mejor que yo. 》
Joel suspiró, sintiendo cómo su pecho temblaba mientras el aire brotaba de sus labios: —Si, chaparrito, fui yo — El corazón de Alan dio un vuelco. Tragó saliva y asintió, aceptando la verdad de Joel —. Pero debes saber, chaparrito, que hubo un motivo y una forma en que todo pasó.
—Ok...entiendo. ¿Podría? bueno, ¿Puedo saberlo? —se aventuró a preguntar, con un hilillo de voz.
Joel asintió, mientras con suavidad, deslizaba su mano hasta la del pecoso, quien involuntariamente, había empezado a temblar con sus palabras.
—No es lo que puedas llegar a creer, Alan. No soy un monstruo.
El moreno lo sujetó con firmeza, tratando de calmar sus temblores y sus miedos, apresando así, su calidez entre la frialdad de sus dedos.
—Te contaré mi verdad...la única que existe.
¡Hola! ¡Un placer encontrarte por acá! Espero que estés muy bien y hayas disfrutado la lectura.
El motivo de esta pequeña nota, es para hablar de dos puntos en específico.
Primero y el más importante...
El trastorno de Esther.
Pido disculpas de antemano si este relato puede llegar a ser ofensivo, exagerado, o todo lo contrario, insuficiente a la hora de abordar el tema.
Sé que no es algo a tomar a juego, y traté por todos los medios de abordar el tema de la manera más superficial posible, por que al final de cuentas, por mucho que me haya informado, no soy una experta del tema.
Tambien, deben tomar en cuenta que Esther por si sola, es una mujer que desde siempre ha sido todo un personaje. Es rebelde, compulsiva, y siempre ha sido propensa a las adicciones. No quería ser madre, y buscaba ser un espíritu libre, lo qué no ayuda en nada con su relación con Alan.
Ésta historia la preparé hace años, y ahora, que la he abordado, no recordaba éste pequeño detalle de Esther hasta que indagué en mis apuntes y demás; traté de cambiarlo, pero a estas alturas, me resultó imposible hacerlo. Por ende, me limite bastante al tema.
Fue este el motivo por el cual tardé tanto en publicar esta vez. No estaba segura de si abandonar y dejar a Esther como una madre desnaturalizada (lo cual iría contra mi visión) o arriesgarme torpemente e informarme cuanto pudiese.
Eso sí, si alguien tiene alguna retroalimentacion del tema, por favor, avíseme por privado en mi instagram (el enlace está mi perfil) y con mucho gusto añadiré, quitaré o acomodaré cuanto pueda respecto a los pocos rasgos que añadí respecto al tema.
Por otra parte...
Solo quisiera notificarles que ésta es la primera parte de este capitulo. Esta vez se extendió demasiado, así que tuve que dividirlo si o si.
Espero el otro, sea algo más corto y si todo va bien, estará publicado para el Jueves. Si va de maravilla, antes.
Y bueno, sin más que decir por el momento, me despido, que debo seguir escribiendo 💙
Pásenla excelente.
¡Un abrazo enorme!
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