27 - La dualidad del bien y del mal.
Al haberse ido casi la mitad de la población, la escuela, igual que las calles, no fue la excepción y sus pasillos, aulas y jardines, se sumieron en una especie de silencio inquietante; albergando ya a muy pocos alumnos por turno e incluso profesores. Por ende, mediante votación con los padres de familia, se tomó la decisión de crear un solo turno mientras las cosas volvían a la normalidad.
Era una medida drástica, sin duda, pero necesaria; además, de que contribuiría con la seguridad y la educación de los alumnos del turno vespertino, ya que así, no tendrían que verse afectados sus tiempos debido al toque de queda; por el cual, se les había acortado una hora de clases para permitirles volver a casa.
Era extraño para todos toparse con rostros nuevos y otros, no tan nuevos. Algunos parecían felices con este nuevo cambio, pero otros, aborrecían tener que cambiar su rutina.
El primer día donde esta unión de turnos se llevó a cabo, la escuela parecía cobrar un atisbo de vida perdida; sin embargo, aun con la presencia de ambos turnos, el vacío era evidente.
Montesinos pasó de ser un pueblo en crecimiento, a un pueblo estancado en un mínimo de habitantes que buscaban la forma de abandonar el lugar lo más pronto posible.
—Mi papá dice que chance nos vamos a vivir con mi tío a Guanajuato —escuchó el pecoso decir a alguien durante la hora del receso, mientras se lavaba las manos en el baño de varones.
—¿En serio? —Preguntó un segundo. Parecía ser amigo de aquel muchacho por el desanimo en su voz—, mi mamá también quiere que nos vayamos, pero no tenemos con quien ir. Todos nuestros conocidos viven aquí.
—Yo no quisiera irme, la verdad. Pero como están las cosas, pues...
Ambos jóvenes, de tercer año, abandonaron el baño entonces, continuando con aquella conversación en las afueras.
El pecoso, quedándose solo esperó a que se marcharan, mirándose al espejo y reconociendo en su rostro el estigma de la preocupación.
A esas alturas, no habían dado con sus captores. Algunos sospechosos fueron interrogados antes del asesinato de aquellos dos pobres niños que encontraron flotando en las aguas. Sin embargo, con la mayoría de las familias abandonando el pueblo y cediendo a su libertad, la posibilidad de dar con los culpables se había deteriorado en su mente.
Si bien, no lo demostraba, cuando andaba solo por los pasillos de la escuela, no dejaba de sentir la mirada de un depredador atento.
Tal vez era la paranoia. La madre de Joel le había insistido muchas veces con hacerle una limpia para eliminar las malas energías que le provocó aquel trauma.
Pero, como era de esperarse en un jovencito citadino que ni siquiera poseía religión alguna, se negó de la mejor manera que pudo. Aunque, a estas alturas, comenzaba a cuestionarse si lo mejor, no habría sido dejarla hacerle la dichosa limpia y tratar de fluir con la sugestión.
—¡Chaparrito! —lo llamó Joel, entrando al baño—. Oye, pregunta seria. ¿O soy muy inquieto y desesperado?, ¿o tú eres muy lento? —expuso, recargándose en la pared repleta de blancos azulejos.
—Exagerado. Apenas han pasado dos minutos; además, yo no pedí guarura —se defendió el pecoso con el ceño fruncido.
—¿Sí? Ok, entonces ¡te extraño tanto que dos minutos me saben a una eternidad! —gritó con el tono más dramático del que disponía en su repertorio, colgándosele al pobre pecoso que, por su parte, lo empujaba para quitárselo de encima.
—¡Que ruidosos son! —exclamó un tercero, que iba entrando al baño para lavar sus manos.
—¿Ariel? —preguntaron ambos, al unisonó.
—¿Si?... ¿Por qué parece que han visto un fantasma? Les recuerdo, par de idiotas, que estudio aquí por las tardes...
—Ah, ¿apoco estudias? —preguntó el moreno con afán de molestar.
—¡Más que tú si! —contratacó el pálido joven, quien rápidamente se lavó las manos y lanzó varias chispas de agua al rostro del moreno.
—¡Dios! ¡No aguantas nada! –exclamó Joel cerrando los ojos ante el impacto de las pequeñas gotas. Y así, sin soltar al pecoso con su mano libre, se talló los ojos con impetu.
—Me la debes. ¡Me hiciste quedar como un tonto el día en que fuimos a buscarlo! —señaló al pecoso para después, cruzarse de brazos —. ¡Me dijiste que esperarías hasta que llegara la ayuda, ¡Que no harías nada tonto, y cuando llego, adivina qué; ¡Hiciste algo tonto!
—¿En serio te enojaste con eso? ¿Qué parte de ''encontrar'' a mi amigo, no entendiste ese día? Esos cabrones se pusieron a buscarlo, no iba a dejar que lo encontraran y se expusiera a más peligro.
—¡Ya estuvo!, ¡Parecen un matrimonio peleando por su hijo! —exclamó Alan, soltándose del agarre del moreno, quien, por discutir, aflojó la fuerza con la que mantenía al pecoso sin darse cuenta.
Ariel suspiró estresado.
—Perdón pecosito, es que me estresa hablar con este orangután. Lo importante es que estás bien.
Ariel le sonrió a Alan, tocando su hombro de manera conciliadora para después, abandonar el baño.
—Raro tu amigo —observó Alan.
—Para nada. No es mi amigo —respondió Joel con un sutil tono de seriedad mientras limpiaba con su mano el hombro de Alan, justo donde Ariel había puesto su mano.
—Pues...parecía todo lo contrario —comentó el pecoso con un deje de molestia.
Durante todo lo que restaba del receso, recordó aquella lejana conversación con ese niño tan raro. Su cicatriz, y la tristeza que mostraba su mirada al hablar del Joel perteneciente a su pasado.
Quería preguntarle directamente al moreno sobre su antigua amistad con Ariel; más que nada, para conocer su versión. Pero no sabía cómo sacar al tema aquella conversación.
Mientras pensaba, Miguel y Joel contaban el dinero del que disponían para ver si, juntándolo, les alcanzaba para comprar algo en la cooperativa. Ambos gritaron de júbilo, y anunciando que no tardarían, corrieron directo a la cooperativa.
—¿Todo bien? —preguntó Samuel con su suave voz, evaporando con su calidez el mar de pensamientos que consumían su atención —. Desde que llegaste del baño, estas algo raro. ¿Qué pasa?
—No ...estoy pensando en muchas cosas —se sinceró Alan—. Oye, ¿crees que las personas malas pueden llegar a cambiar?
—¿Personas malas? —Samy miró al cielo, ladeando un poco su cabeza en lo que era un gesto típico de él cuando debía pensar bien una respuesta—. Depende, porque hay personas malas, que hacen cosas malas porque no tienen de otra.
—A caray, ¿Cómo?
—Si...hay personas que se comportan de mala forma para llamar la atención que no tienen en casa. Otras, que se portan de mala manera, porque tienen miedo de quedarse solos. Y los que quedan, porque su vida los obliga a hacer cosas que no quieren hacer...
—Y el otro tipo de personas... ¿serían los que lo hacen por gusto?
Samuel asintió. —Hay gente así. Para mí, esas serían las personas malas; porque disfrutan haciendo que los demás sientan dolor.
—Pero los primeros no serían malos. Solo desafortunados.
—Si. Pero si no conoces su lado de la historia, para ti, seguirán siendo malos. No habrá diferencia.
Alan asintió lentamente, organizando esas ideas en su cabeza azabache; vio como Joel llegaba corriendo junto a Miguel, ambos contentos por el fruto de su unión monetaria.
Era muy joven para saber si lo que decía Samuel era cierto o no; sin embargo, desde su joven perspectiva, aquello tenía toda la razón del mundo. El mundo no solo parecía dividirse entre personas buenas y malas. Había un tenue gris existiendo entre estas dos gamas tan opuestas, que hacían que todo se volviese más confuso.
Miró a su sabio y pachoncito buda de ojos color miel. Él al inicio, era un odioso de primera, pero desde lo que sucedió aquel día en el bosque, su actitud cambió demasiado; mostrándole entonces, que en verdad tenía un motivo para actuar de esa forma. Lo mismo pasaba con Miguel, quien detrás de esa actitud de villano molesto y ególatra, ocultaba un torrente de miedos y envidias que estallaron aquella tormentosa noche.
¿Qué había de Álvaro?, ¿Tenía algún motivo para haberlos expuesto de esa manera? O solo, lo había hecho por una cuestión de vileza y crueldad. Y luego estaba Joel, el malo de muchas historias, el estigmatizado por medio pueblo. El marginado y mal entendido.
Todos actuaban por un motivo que escapaba de la comprensión ajena. Sin un dialogo adecuado, o una situación que sacara a flote sus problemas y sus más oscuros y reales sentimientos, era difícil comprender sus actos.
Mientras divagaba en esos pensamientos, escuchaba como su primo y Joel, se debatían en un duelo de piedra, papel o tijeras para decidir quién se comería la última galleta del paquete que entre los dos compraron, ya que una, por desgracia, había caído al suelo. Ambos lamentaron esa desgracia con dramatismo, pactando el destino de la última galleta en aquel duelo infantil donde el azar decidiría al ganador y con ello, al perdedor. Ese que solo observaría mientras el otro disfrutaba cada bocado de su adorado premio.
Pronto escuchó las lamentaciones del moreno mientras el castaño reía victorioso.
Analizando la situación, eran un pequeño cuarteto de idiotas que, al inicio, apenas y parecían soportarse. Y ahora, él le pedía consejos a su buda personal mientras Miguel y Joel veían la forma de sobrevivir a sus dulces antojos durante el receso, he incluso, competían para obtener la última pieza que quedaba en la bolsa.
Alan no pudo evitar reír ante el sufrimiento exagerado de un perdedor Joel que abatido, se sentó junto a Samy y lo abrazó autocompadeciéndose y buscando consuelo. El bonachón de Samuel abrió su morral, el cual siempre llevaba consigo en la secundaria, y le otorgó un paquete de galletas ya abierto, proporcionándole una alegría indescriptible a Joel quien lo abrazó con cariño mientras le sacaba la lengua al castaño.
Juntos, eran el curioso resultado de lo que llamaría una explosión adversa. Un cuarteto conformado por un neurótico miedoso, un tímido hasta la medula; Un optimista despreocupado, y una volátil bomba nuclear. Todos, con sus amplias gamas de colores, lograban complementarse entre sí.
Alan se sintió el más afortunado y cuando llegó a casa, se despojó de su pesada mochila y se lanzó a su cama con la sonrisa más grande del mundo; mirando en el techo las luces danzantes que se reflejaban a través de su ventana. Disfrutando esa alegría de vivir su segunda gran oportunidad en la vida; una donde no estaba solo.
Esa tarde, antes de salir a casa de Samy, donde tendrían una tarde de videojuegos y chucherías, anotó en su diario los acontecimientos de esa mañana:
Alan supuraba ira, mientras escribía en su diario todos los sentimientos que le provocaba esa nueva e inesperada situación.
Su día había fluido de una manera tan maravillosa; se divirtió, aprendió algo nuevo, y volvió a divertirse mientras por primera vez, era consciente de su entorno y de lo importante que eran esos 3 individuos que tenía por amigos en su vida.
En casa, después de clases, había logrado acaparar la ducha antes que Miguel, quien era muy lento para bañarse. Esta pequeña victoria lo llenó de gloria y felicidad. Además, su tío, había dicho que sería el quien los escoltaría a casa de Samy, donde, junto a Joel, jugarían hasta las 6:15, qué era la hora estipulada en la que Mauricio pasaría por ellos antes del toque de queda.
Las cosas iban tan bien...sin embargo, a minutos de concretarse la hora acordada para dirigirse a casa de Samy, alguien llamó a la puerta.
En su momento, ese llamado le pareció totalmente irrelevante. Estaba emocionado, ya que llevaba días sin pasar tiempo junto a sus amigos después de clases. Y con la situación que sumía a Montesinos en la más espesa tiniebla, era algo complicado salir de casa y visitar a algún amigo, ya que tenían que atenerse a los horarios del adulto que los llevaría en primer lugar.
Así, con la emoción a flor de piel, escuchó la suave voz de Liliana al otro lado de la puerta de su habitación. Su mirada marrón, seguido de un evidente nerviosismo proyectado a través de ésta, fueron los primeros indicadores de que algo malo había pasado.
O al menos, así lo sintió el pecoso qué, ante la noticia que se filtró de labios de su tía, su estómago se revolvió y el corazón le dio un fuerte golpe al pecho, deseoso de abandonar ese cuerpo y con ello, dejar esa casa cuanto antes.
Pero era demasiado tarde.
La tormenta había llegado y no había forma de escapar.
Cuando llegó la hora, Mauricio se encargó de llevar a Miguel a casa de Samuel, justo como habían quedado desde un inicio; con la diferencia de que Alan se quedaría en casa y los mellizos, irían con papá a dar un paseo por ahí; dejando su hogar expuesto ante la posible explosión de un nuevo prototipo de bomba humana.
Tic, tac...
Tic, tac...
Alan odiaba ese sonido cuando era lo único que existía invadiendo su espacio.
Sentado ante aquella mujer, solo se limitaba a estar ahí, mirándola con frialdad mientras el tiempo corría y ella, con su pie derecho, daba golpecitos al suelo como señal de impaciencia a medida que se llevaba un cigarro a sus labios rojos; llenando así, sus pulmones de nicotina y atiborrando el espacio con ese maloliente humo gris al cabo de unos segundos.
En esos momentos de absoluto silencio, Alan no pudo evitar pensar en cuanto podía amar y odiar un simple color. Detestaba el gris del asfalto, el gris de los edificios que rodeaban su antigua casa; el gris de su antiguo uniforme, del gris oscuro del smog, y, sobre todo, el del pestilente humo que brotaba de aquellos nocivos cigarrillos.
Sin embargo, contraponiéndose a ese odio, amaba el gris del cielo cuando las nubes cargadas de agua se imponían sobre su cabeza. El gris de las piedras de río, de los astros plateados que titilaban en la noche para él, el gris de su chamarra favorita y sobre todo, el gris de aquellos ojos que, hasta esa mañana, había contemplado furtiva y devotamente en más de una ocasión.
—¡Deja eso! ¡Te dará cáncer de pulmón si sigues así! —la voz de Liliana rompió el silencio, portando en su tono de voz, los vestidos del más ferviente desprecio mientras su presencia resurgía entre las tinieblas de esa habitación, recordándole al pecoso que ella también ocupaba aquel espacio.
—Que te importe poco. Será mi problema —refutó ella, con su voz rasposa, lenta y burlona.
—Tú y tu carácter podrido —escupió Liliana, de mala gana.
Existía una tensión extraña entre ellas; esa tensión que solo puede existir entre alguien que comparte tú misma sangre. No cabía duda de que Liliana amaba a su hermana menor: sin embargo, su actitud volátil e irreverente, sumado a ese estúpido vicio que tenía desde los 14 años, le ponía los pelos de punta.
Alan, sin tener nada para entretener sus sentidos, solo se limitó a observarlas con curiosidad. Como un científico que ha descubierto una nueva bacteria germinando en la sangre de un paciente que lleva en su interior el caos a la humanidad, cual anticristo inseminado en la jeringa de un hospital tercermundista.
Ambas hermanas, compartían el mismo sillón y él, acaparaba a sus anchas el sillón individual donde sin problema, se podían sentar él y Miguel a mirar la televisión.
Mientras ocupaban ese incómodo espacio de tensión y silencio, Alan las analizaba cuanto podía.
Su tía, solía utilizar tonos pastel en lo que era una apariencia relajada, delicada y femenina.
Siendo una belleza clásica y pulcra, con un porte suave que inspiraba dulzura y confianza.
Mientras tanto, Esther, amaba llevar una imagen de poder jurídico que siempre la hacía inclinarse más por los tonos oscuros y sobrios.
Generalmente, se le veía usando conjuntos para la oficina, los cuales perdían la sobriedad gracias a un profundo escote en V que le daba una apariencia seductora, seguido de sus tacones y sus medias translucidas de color negro.
Ellas eran polos opuestos. Justo cómo Miguel y él pecoso.
Solo que ellas eran hermanas; sustraídas del mismo vientre, de la misma madre, con la misma crianza a cuestas y con una comprensión de esta, muy diferente.
—Oye...no entiendo por qué estás tan enojada. Yo soy quien debería estar molesta. ¡Descuidaste a mi hijo!, lo secuestraron bajo tu tutela, antes di que está con vida...
—Esther...no me hagas hablar enfrente de Alan —pidió Liliana, conteniéndose —; Y por favor, si no tienes respeto por esta casa, al menos tenlo por la salud de tu hijo y apaga ese asqueroso cigarrillo.
Esther dio otra calada a su cigarro, de manera lenta, provocativa y odiosa. Mantuvo el humo en sus pulmones, dejando que este flotara entre sus tejidos y los rasgara con su nociva materia. Pasaron unos segundos en que la vista de Liliana se encajó en su imagen hasta qué, en el silencio, Esther lo dejó brotar de entre sus labios carmín con lentitud y pleitesía.
—¿Feliz? —su sonrisa socarrona desquiciaba a Liliana mientras ahogaba la colilla en su vaso con agua.
—¡Como nunca en la vida! —Lily, de un salto se levantó y recogió el vaso de Esther, dirigiéndose a la cocina y dejando a madre e hijo solos en la sala.
El tic tac del reloj colgado en la pared seguía resonando con crueldad en los oídos de Alan quien moría por estar en casa de Samy en esos momentos, jugando Play, molestando a Joel o discutiendo con Miguel por cualquier tontería.
《Que aburrido es estar aquí》 pensó Alan, suspirando.
—¿Como estás? —preguntó Esther sacándolo de sus cavilaciones, aumentando el movimiento de uno de sus pies cuando Alan alzó la vista hacia ella.
El pecoso se encogió de hombros, jugueteando con sus manos, tan incómodo como ella.
La miró de pies a cabeza. Había adelgazado mucho desde la última vez que la vio. Utilizaba el perfume floral con notas de canela y cítricos de invierno; el cuál era exclusivamente para la temporada. Mientras tanto, en sus labios, el color carmesí tostado resaltaba sobre su pálida piel enmarcada por su cabello castaño y ondulado, el cual caía grácilmente sobre sus hombros. Siempre llevaba el mismo corte y procuraba mantenerlo así mes con mes.
Además de poseer un estilo muy marcado, era dueña de un intimidante e indiscutible carácter qué aterraba a todos, incluso a sus propios clientes.
Esther, era una mujer fuerte, intimidante, y sin duda, bellísima.
》—¿No dirás nada? Vine desde la ciudad, dejé mi trabajo a medias para venir a verte... ¿y no dices nada?
—¿Qué quieres que diga?, tengo hambre, ya empezó el anime que estoy viendo y posiblemente ya casi se termina; quiero ir a cagar, pero Mauricio tapó el baño y dejó un líquido que huele a mierda para que vaya destapando la cañería...además debería de estar en la casa de un amigo, pero pues, tocó estar aquí. ¿Qué más quieres?, No tengo mucho que decir.
—Que antipático eres...—bufó Esther con aburrimiento.
《Somos dos, señora "madre". 》
A pesar de su belleza, Esther no era una persona especialmente efusiva y cariñosa, y Alan, lo sabía muy bien. Nunca entró en el molde de lo que se suponía, era una madre atenta y amorosa. Ella era más de trabajar, fumar; trabajar, pelear. Trabajar...y trabajar, y los sentimentalismos, abrazos y besos no eran algo que ella acostumbrara a entregar.
Por ello, Alan forjó un lazo especial con Mateo, su padre; quien siempre se preocupaba por él, lo apoyaba con sus tareas y jugaba con él después de terminar los deberes de la casa y la escuela.
Al ser un artista; un pintor que apenas se abría paso en el mundo del arte y cuyas obras habían encantado a quienes tenían la oportunidad de verlas en persona; Mateo, pasaba la mayoría del tiempo en casa, encerrado en su estudio cuando Alan estaba en clases.
Mateo era a su ver, un espíritu errante entre las nubes de su imaginación, que, al ser un hombre sensible y pacifista, era visto por la maldosa sociedad como un empedernido soñador idiota e incluso, su propia esposa, lo miraba de esa forma.
—He oído que las cosas están...feas por acá —observó Esther al cabo de un rato.
Alan se encogió de hombros: —No es muy diferente a la ciudad.
—Mmm...con que no es diferente. Puede ser. Pero en la ciudad, se reducen las posibilidades de que seas tú a quien secuestren. Con la pobre cantidad de personas que hay aquí...esos locos no tienen mucho de donde agarrar.
—Antes había más gente. Es un pueblo en crecimiento. Nada más que desde que llegó el Huichol todo se fue al carajo...
—Sin contar a los kindergardeanos que te secuestraron, ¿no? —Esther suspiró—. Eso me hace pensar en la pérdida de dinero que supusieron tus clases de karate y toda esa basura marcial.
—Me agarraron desprevenido. En otras circustancias hubiese sido diferente.
—Circunstancias, Alan, marca mejor la ''N''.
Alan se ruborizó.
No le gustaba parecer un tonto frente a su madre. Desde que tenía memoria y habla, siempre trataba de que sus palabras sonaran con propiedad, empleando palabras que hicieran honor a las expectativas de Esther, ya que ella odiaba que hablara como un "bebito", según sus propias palabras.
—¿Para qué viniste? —se aventuró a preguntar el pecoso, bajando la mirada—, apenas y me marcas para preguntar si no te he avergonzado con mis acciones...no creo que vengas nada más para ver como estoy.
—Eres suspicaz...
Alan asintió, anotando mentalmente esa palabra que más tarde, buscaría en el diccionario.
》—Vengo a ver cómo estás...Liliana me marcó el día en que te raptaron. Planeaba venir cuanto antes; sin embargo, así como te perdiste de su radar, apareciste. Por lo tanto, me tomé un tiempo para acomodar las cosas en el trabajo y en la casa para así poder venir sin sentir que llevo al puto mundo en mis hombros.
—¿En la casa? —la atención de Alan quedó flotando en esas palabras. Tragó saliva.
—Si... pronto comenzaremos con la mudanza. La casa a la que nos iremos a vivir ya casi está lista.
—¿Tan pronto? —Alan estaba consternado con la noticia.
—No te veo muy contento.
Alan se cruzó de brazos, molesto—: ¿Cómo quieres que este contento si me traes de un lado a otro como si fuera un objeto al que avientas al cuarto de tiliches cada vez que te estorba?
Esther tomó aire y desvió la vista.
Le costaba mucho lidiar con el pequeño reflejo de su propia rebeldía e insolencia. Ella no había nacido para ser madre; siempre lo supo y a esas alturas de la vida, lo rectificaba en el reflejo de aquellos ojos tan semejantes a los suyos. «Ilumíname por favor» pidió, entornando los ojos al cielo.
—Así que, ¿eso es lo que crees? —preguntó Esther soltando el aire de apoco, mientras recargaba su espalda en el asiento y extendía su mano derecha a lo largo del respaldo.
—No lo creo. Lo sé — con esas palabras Alan terminó por irritarla.
La conocía muy bien; esa actitud indicaba que su madre estaba conteniendo su mal genio y buscaba la mejor postura para sentir algo de comodidad entre toda esa fosa pestilente de reclamos y malas caras.
—¡Ah!, ¿Te crees muy listo?, ¿es eso? —Esther esbozó una sonrisa burlona. La cabeza le dolía y deseaba salir de esa situación cuanto antes —. Niño...no tienes idea de lo que dices. Piensas que puedes conocer a las personas solo por sus decisiones y acciones, pero no es así, pequeño roble.
—¿Entonces cómo puedo conocer mejor a alguien?, ¿Por sus palabras? ¿Por lo más mentiroso y engañoso que tiene el ser humano?
—Buena observación, has mejorado...pero no. Cierto es que nunca terminarás de conocer a una persona. Puede actuar como lo más bello y sublime del mundo; envolverte con palabras amables y amorosas...pero esto — se señaló la cabeza— no podrás descifrarlo jamás.
—Si, entiendo. Algo así pasó con papá y tu ¿no?; Porque hasta ahora, no me cabe en la cabeza como es que alguien como mi padre pudo estar contigo —el veneno de la pequeña serpiente negra que había salido de sus entrañas era letal y directo.
—Surcas terrenos peligrosos Alan...
—¿Por qué? Es la verdad. ¿O crees que porque soy muy joven no me doy cuenta de las cosas?
—¡Claro que te das cuenta!, pero lo interpretas a tu forma, y no siempre es la adecuada.
—¿Entonces cuál es la adecuada? ¿La que te convenga más a ti?
Esther negó con la cabeza, sentándose al borde del sillón a medida que Alan hacia lo mismo. Ella lo miraba desafiante.
—Alan...ya hablamos de esto —le recordó.
—No Esther, no hablamos. ¡Nunca hablamos! Me mandas a callar y tú hablas. Y ese día no fue la excepción. Aprovechaste que estaba solo y que no tenía a nadie que me defendiera.
—Alan, mejor guarda silencio —aconsejó—, no quiero hablar del tema.
—¿Qué? ¿No quieres que te diga tus verdades?
Esther bufó, incrédula: —Alan...estas cruzando el límite —Esther se levantó, provocando que el pecoso cual espejo, la imitara.
Alan estaba aterrado, debía admitirlo, y temblaba justo como aquella noche cuando Esther, alcoholizada, lo abofeteó sin piedad después de que un pequeño Alan de 10 años, rompiera su botella de vino contra el suelo, esperando con esa acción, que su madre no siguiera bebiendo al menos durante los pocos minutos que restaban de su cumpleaños.
—¿Tu si puedes y yo no? —la miraba a los ojos, desafiante, soportando la penetrante mirada de Esther—. ¿¡Tu si puedes provocar la desgracia de alguien saltando los límites, pero yo no puedo decir tan siquiera una verdad, solo porque se ofende la viaja bruja que tengo como remedo de madre!?
Sin previo aviso Esther lo abofeteó, dejando tras el impacto, un silencio atronador que solo fue roto por el palpitar acelerado de Alan, quien sentía el rostro arder por el golpe emperifollado de su madre. Si ella estaba enojada, él lo estaba aún más, percibiendo como la ira, corría por su torrente sanguíneo cuál lava volcánica mientras un odio sin precedentes se instalaba en su estómago; trepidando por su caja torácica y tomando la forma de una verdad que Alan guardaba en su interior desde aquella noche:
—No tienes idea de cuánto te odio, Esther — escupió con gélida voz—. Desde ese día, no he dejado de pensar en que debiste ser tu. Tu debiste morir ese día y no mi padre.
Lo que siguió como respuesta a esas palabras, fue una lluvia de golpes y gritos, maldiciones y llanto que solo fueron apaciguados por la oportuna llegada de Mauricio que se encargó de arrancar a la colérica Esther del cuerpo de su hijo.
Un charco de sangre se anidó en el blanco y pulcro suelo, justo debajo de Alan, mientras los mellizos que llegaron detrás de su padre y por delante de su hermano, gritaban ante aquella grotesca escena.
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