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01 - Extra.

*

Antes de leer, has de saber que este capítulo extra sucede antes de la aparición de Álvaro. 

Son capítulos extras, por lo que su contenido no cambia el flujo de la historia y son situaciones centradas más en lo cotidiano, con el fin de mostrarles algunos momentos que tuve que eliminar por el bien de la trama.

Esto es con el objetivo de que conozcan más de los personajes a un nivel algo superficial. Sus relaciones, comportamientos cotidianos fuera de la trama etc.

Sin más, los dejo con este capítulo tardío y express: Especial por el día de Muertos.

**

Joel pedaleaba bajo la calidez de una mañana de otoño.

Sintiendo el frío viento acariciar su rostro, trataba de ignorar el entumecimiento de sus manos desnudas sobre el manubrio de su bici, siendo presa de la gélida temporada invernal que se avecinaba de a poco.

Las ruedas de la bicicleta giraban con rapidez, haciendo sonar una tarjeta de naipes con el rey de corazones impreso en su faz.

La felicidad lo embargaba, mientras la aurora extendía sus purpúreos dedos amorosos por el azul del cielo esclarecido.

   —No entiendo cómo me convences de ir contigo tan temprano, debí bajarme cuando lo ofreciste— dijeron a sus espaldas.

El pecoso, de pie sobre los diablitos de la bici, se aferraba a sus hombros con ambas manos, tratando de no caer con la turbulencia de esas calles empedradas; adornadas con pequeñas hojas naranjas, dignas de la temporada.

El ambiente se sentía ligero y armonioso, elevado con la fragancia de la canela, el chocolate, y el pan de muerto recién horneado que se escapaba de la panadería local.

Ese mundo tan curioso y provocativo con sus delicias otoñales, generaban varias cosquillas en el estómago del pecoso, quien comenzaba a acostumbrarse a madrugar los fines de semana.

Desde su perspectiva, esa mañana del 2 de noviembre, estaba envuelta por un extraño velo de misticismo que calentaba su corazón con los cielos púrpuras que ofrecían esa mañana.

   —¿Hasta dónde iremos? —lo cuestionó el pecoso cuando percibió que abandonaban el pueblo de a poco y en el proceso, tomaban una vereda que no reconocía.

Varios minutos atrás, con el reloj marcando las 7:10, Joel lanzó algunas piedritas a su ventana, llamándolo en el proceso.

Cuando el pecoso despertó, el moreno le pidió que bajara rápido ya que necesitaba su ayuda urgente.

Alan, medio dormido, acató la petición y sin cambiarse siquiera la pijama, se colocó sus tenis y una sudadera gris que le quedaba demasiado grande.

Cuando bajó al encuentro de Joel, este le pidió que se subiera rápido a la bicicleta.

El pecoso, sin ánimo de discutir y pensando que era algo urgente, obedeció sin hacer muchas preguntas.

Sin embargo, ya de camino, el moreno le confesó que irían a comprar flores de cempasúchil para el altar de muertos, ya que necesitaría su ayuda al momento de llevar los ramos.

   —¡Idiota! ¡¿Para eso me levantaste?!— lo reprendió durante los primeros cinco minutos de camino en los cuales, sus gritos, mezclados con las carcajadas de Joel, hicieron eco por las calles de Montesinos.

   —Tu tranqui no queda muy lejos— respondió el moreno, de vuelta en su presente. Con ese ánimo tan característico en él—. El sembradío de Elvira está como a 20 minutos del pueblo.

   —¿Qué? ¡Menso, me dijiste que solo iríamos a comprar flores! No a recolectarlas hasta Timbuktu —alegó, dándole un ligero zape—. ¡Y luego, para acabarla de chingar, mira como salí! ¡Ando en pijama y ya me paseaste por todo el pinche pueblo!

   —Eres muy vanidoso chaparro—observó Joel, quien iba bastante cómodo con un pants negro y su sudadera roja—. Además, yo te veo bien. No te preocupes por eso. ¡La mayoría de las personas siguen durmiendo! Veras que te dejaré en casa antes de que medio pueblo vea tu bonito pijama de astronautas y aliens.

   —Te odio —escupió el pecoso, sintiendo fría la nariz de repente— ¿Qué necesidad hay de tener que ir tan lejos?

   —Oye, no tengo la culpa de que en el mercado ya no haya. Además, mira el lado positivo; a donde vamos, hay flores a montones para escoger. Igual sirve y le llevas un par de ramos a tu tía.

   —¿Pero esas no eran para los muertos? —preguntó, inocente. Provocándole una carcajada al moreno.

   —¡Sí! ¡Yo me refería que las llevaras para su altar, menso!

Alan se ruborizó. —C-como sea, ya tiene unas ahí. ¡No necesita más!

   —¡Que poco amable eres con los difuntos! Vi las flores que puso cuando te dejé en tu casa ayer. Estaban bien feitas, la verdad. Y no dudo que hoy estén peor. Ahí traigo dinero. Si te animas, le llevamos unas bonitas para que sus difuntos lleguen por un camino más decente y no vayan oliendo flores podridas.

Alan escuchó sus palabras, con curiosidad. Y titubeando, preguntó: —Oye jirafon, ¿En serio crees en esto de que los muertos los visitan y así?

   —¡Obvio!, ¿Qué? ¿En la ciudad no festejan este día o qué? ¿No tienes a quien darle ofrenda? Un abuelo, ¿alguien?

El pecho de Alan dolió de repente con esa simple pregunta. El recuerdo de Mateo llegaba a él como una ráfaga de luz.

Negó con la cabeza y respondió lacónico ''No'"

   —Entiendo. Es por eso que no ponen altar en tu casa entonces...

El pecoso bufó. —¿Te parezco un idiota que hace ese tipo de cosas?

Alan se obligó a callar al instante, consciente de lo que había dicho.

Entonces, un silencio incómodo surgió entre ambos. Uno que Alan pudo palpar, denominándolo como insoportable y pesado.

   —Idiota si eres, cuando quieres —Joel cambió el tono de su voz—. Que tú no creas en algo, no lo vuelve tonto o una pérdida de tiempo para los creyentes.

La dulzura de su voz estaba presente. Pero tenía un atisbo de amargura y enojo, que el pecoso, pudo sentir entre cada palabra.

«La cagué» pensó arrepentido. Lanzando su vista hacia el frente.

Los siguientes 3 minutos avanzaron en silencio, hasta que el moreno, señaló alegre, la finca de doña Elvira. —¡Mira chaparrito! ¡Ahí está!

Alan aguzó la vista, tratando de enfocar la lejana casita que le era señalada.

    —Pero, yo no veo ningún campo...

   —Es la parte trasera. A estas alturas, ya hizo la mayoría de las ventas. Así que esa parte quedó pelona. Mira. Tomaremos este atajo.

Y sin previo aviso, Joel viró en un camino oculto bajo la sombra de los pinos, haciendo que Alan casi cayera de la bicicleta, ya que había aflojado su agarre en ese momento de distracción.

La carcajada de Joel llenó el sendero, mientras el pecoso lo maltrataba por no avisarle con tiempo, tomando esa inocente jugarreta como un castigo por la grosería que cometió.

Alan fingió estar sumamente indignado por esta maldad realizada por su amigo, y rodeó el cuello del moreno en lo que era una burda llave de luchador mal hecha, solo para molestarlo.

Joel reía y Alan lo imitaba.

Sin embargo, en silencio, admiraba la forma en que el moreno se enojaba, pareciéndole bastante peculiar.

No era explosivo, como él. Y siempre que algo lo hacía enojar, su voz se volvía gélida y directa; logrando con ese simple gesto, advertir su inconformidad en pocas palabras.

Pero si algo confundía al pecoso, era ese encanto que envolvía su perdón y olvido. Era tan dulce, silencioso y divertido, que, en más de una ocasión, Joel lograba avergonzar al pecoso sin siquiera saberlo. Obligándolo a reflexionar en las actitudes que llegaba a tomar ante su amigo y con ello, pensar en las palabras que empleó para despertar su molestia. Entonces, Alan se sentía como un niño pequeño y bobo.

Mientras avanzaban, un dulce aroma captó la atención del pecoso, anteponiéndose a la esencia de la tierra, las hojas, el sol y los árboles.

Entonces, 15 metros después, entre el marco de un enramado de frondosos pinos, se extendió ante ellos un hermoso mar de pétalos amarillos al bajar la colina en la que se encontraban.

De alguna forma que desconocía el pecoso, habían llegado al otro lado de la finca, la cual, desde su posición, se erguía como una pequeña mota gris y marrón entre ese hermoso mar de flores.

Joel aspiró con agrado la fragancia que viajaba por el aire. Llenando no solo sus pulmones, sí no que también, se llenaba el alma con los perfumes del amor eterno depositado en los pétalos de una flor.

Pronto, recorrieron los campos dorados, bañados por los restos de la aurora, mientras rodeaban el terreno por fuera para que Alan, pudiera apreciar de cerca las flores antes de entrar.   

   —¡Estas vistas no las teníamos en el mercado! — exclamó el moreno, deseoso de ver la expresión de Alan. —¿Te gusta?

Alan apretó sus hombros, con un ligero temblor que Joel apenas logró percibir.

   —Qué bonito es...— musitó el pecoso, embelesado por el aroma, el sol, el paisaje y el viento.

Permitiéndole a sus palabras, entrar al pecho de Joel, quien sonrió complacido. Incapaz de arrepentirse de nada.

Después de todo, desde que el sol comenzó a salir, esa mañana, no había dicho más que mentiras para sacar al pecoso de su casa y llevarlo con él hasta la finca.

¡Era obvio que el mercado tendría flores de cempasúchil frescas y hermosas! ¡Claro que lo era!

Pero, para él, que quería mostrarle las bellezas que ocultaba ese pueblo que tanto amaba, era necesario que el pecoso, viera de primera mano los campos donde crecía dicha flor.

«Soy un mentiroso de lo peor...» pensó el moreno, mirando una fracción del mar dorado que se extendía a su lado. «Pero mis mentiras solo buscan tu felicidad, chaparro. No es tan malo... ¿o sí?»

El aroma del chocolate caliente mezclado con canela y flor los envolvía con amor.

Sentados ante una mesita cuadrada de madera, cuyo mantel, bordado a mano, mostraba sus hermosos colores entre patrones de flores rosas, moradas y azules.

El viento, entraba por las grandes puertas de madera, guiando la atención del pecoso hacia el mar amarillo que perfumaba con su llanto aquel momento inesperado, fundiéndose con el azul del cielo y los rayos del sol naciente.

Ante ellos, la mirada amorosa de una mujer ancestral, sabia y serena los observaba con una sutil sonrisa, y Joel, hablaba con ella hasta por los codos.

Llevaban poco más de 15 minutos ahí dentro y en ese tiempo, el pecoso comprendió que, en todo el pueblo, esa mujer, era de las pocas personas que parecían aceptar y querer al moreno; ya que lo miraba como una abuelita admiraba a su adorado nieto.

Además de que Joel, le mostraba su bella sonrisa sin tapujo alguno.

Cuando llegaron a al terreno de la mujer, el mayor presentó al pecoso con entusiasmo. Y doña Elvira, lo recibió con el mismo afecto. Ofreciéndole la mejor de sus sonrisas e invitándolos a pasar a tomar algo, ya que esa mañana, era de las más frías del año, hasta ese momento.

Sentados ante la mesa, Alan vio a Elvira levantarse de la silla y caminar hasta el pretil que tenía detrás. En esa bella y sencilla cocina, los arcos de ladrillo resaltaban pulcros y brillantes, sobre sus azulejos blancos que portaban algunas imágenes de frutas cada cierto número de espacios.

La mujer, con su andar tranquilo, extrajo de las gavetas de madera tres tazas de barro en las que vertió el espumoso chocolate caliente y las colocó sobre la mesa. Después, de una canasta poco más grande que su mano, pero de una profundidad considerable, sacó una servilleta blanca que ocultaba en su interior, algunas piezas de pan recién horneado.

   —No, no se moleste doña Elvira, por favor —se apresuró a decir el moreno, negando y haciendo énfasis con ambas manos—. Con el chocolate es más que suficiente.

   —¡Nada de eso! —espetó la buena mujer frunciendo el entrecejo—tomen una pieza de pan. Traje muchos. No se apuren.

Y con esa amorosa violencia de abuelita, dio un ligero manotazo en la mano de Joel mientras las tripas de Alan hacían acto de presencia entre ese momentáneo silencio.

   —¡Ay! ¿ya ves? ¡Tu amigo si tiene hambre! —señaló al pecoso, y mirándolo le extendió la canastita—. Ahí agarra mijo. Hay Conchita, cuernitos, mantecadas... ahí búscale el que se te antoje. Tú también chamaco.

Ambos hicieron caso y aceptaron la amabilidad de Elvira, quien tomó asiento de nuevo, rodeándose con su reposo multicolor.

Su cabello, tejido en una gruesa trenza, mostraba las noches de su edad bordadas en con hilos de luna plateados.

Su rostro, moreno y redondo, lucia suave dentro de sus arrugas de felicidad, dolor, perdida y nostalgia.

Sus manos mostraban el estigma del trabajo de campo, marcadas con pequeñas manchas de edad y sol, untadas con suaves pomadas de hierbas, amores y caricias de un pasado superado.

Alan, admirando la comodidad que existía en ese ambiente, tomó un sorbo de su chocolate, quemándose la boca en el proceso mientras Joel, quien acostumbraba a tomar las bebidas calientes, casi escupe chocolate debido a la risa que le provocó la reacción del pecoso.

Sus risas llenaron la estancia, mientras Elvira solo reía con sus ocurrencias.

   —Chicos, aprovechando que están aquí, necesito que me ayuden con algo—pidió cuando los niños terminaron su chocolate, recogiendo los vasos y señalando la puerta que daba a la sala.

Mas tarde que pronto, ambos, ayudaban a doña Elvira. Joel, trepado en la escalera, colgaba y pegaba los pliegos de papel picado que Alan le extendía. Mientras Elvira supervisaba de lejos, indicando que colores quedarían mejores o si debían ir más al centro.

   —Oiga, a todo esto, ¿para qué es el papel picado? — preguntó el moreno, viendo desde su altura, la espalda del pecoso que trataba de desengrapar un bonchesito de papeles morados.

Aprovechando el descuido de su amigo, Joel cruzó miradas con Elvira, quien lo observaba confundida, ya que el moreno, conocía perfectamente bien el simbolismo de cada elemento. 

Pero al ver que le señalaba a Alan con la mirada, comprendió al instante sus motivos.

   —Que buena pregunta, mi niño —dijo ella, lista para explicarlo—¿Tu conoces su significado Alan?

Alan negó con la cabeza, pensando en las palabras que usaría para no herir susceptibilidades. — No, doña elvira. La verdad, es que no conozco nada del tema. Solo he visto los altares, pero hasta ahí. 

   —¿Eso quiere decir que no celebras la festividad?

   —No. En mi familia no hacemos nada de esto...al menos, en la ciudad, claro.

   —Bueno. Si te interesa lo explicaré, ya que Joel y su mala memoria no lo recuerda. Primero que nada, los niveles. El altar tiene siete niveles. El primero es el suelo, con una cruz de ceniza que sirve para limpiar el alma de nuestros muertos. El segundo, es el camino que recorren los difuntos, marcado con una cruz de sal para purificarse mientras que en el tercer nivel se colocan los alimentos, como el pan de muerto y los platillos favoritos de nuestros difuntos.

» En el cuarto nivel, ponemos las frutas, representando los manjares ofrecidos a los dioses. El quinto nivel lleva las fotos de los difuntos a quienes va dedicada la ofrenda y el sexto nivel, tiene los objetos personales del difunto junta su bebida favorita. Y para no hacerlo más largo, en el séptimo nivel, se pone una cruz de rosario, hecha generalmente de tejocote y limas, que simboliza las oraciones por el alma del difunto.

   —¿Y todas estas cosas del papel, y eso? — preguntó Joel, mirando al pecoso que, sentado en el suelo, creaba otra hilera de papel picado para que el moreno la colgara.

A simple vista, parecía ignorar la palabrería de Elvira.

Pero no había duda de que estaba prestando atención, ya que Alan, tenía un gesto muy peculiar que resaltaba sobre su aparente indiferencia. 

Cuando escuchaba información que le interesaba, pero quería fingir desinterés, sin siquiera girarse al portador, solía bajar la mirada, dirigiéndola justo hacia el lado donde se encontraba la persona, ladeando milimétricamente la cabeza hacia dicho lado.

Elvira, notando el interés que el moreno prestaba en Alan, esbozó una sonrisa, meneó la cabeza y continuó:

» Bueno...el papel picado simboliza la unión entre la vida y la muerte. Las fotos honran y recuerdan a los difuntos. Las velas, son para guiar a las almas de regreso al mundo de los vivos con su luz. El incienso, limpia el ambiente de malos espíritus y ayuda a las almas a encontrar su camino. El pan de muerto es la generosidad del anfitrión y el regalo de nuestra tierra, con sus huesos de masa representando a los difuntos...

   —Y...¿Las flores? — preguntó Alan, con timidez, sin mirarla si quiera.

   —¡Cierto! ¡Ya las olvidaba, y con eso lucro! — bromeó la mujer—. Las flores de cempasúchil, nuestras queridas flores de los muertos, sirven para guiar a las almas de nuestros familiares hacia las ofrendas con su color y aroma. Básicamente, representan la guía espiritual y la esperanza; y son un símbolo de la fragilidad y la belleza que hay en la vida. Así como de la conexión entre los vivos y los muertos...

   —Entiendo... gracias por explicármelo —musitó el pecoso.

Con la agilidad de la juventud en sus rodillas, se levantó del suelo y le extendió a Joel la tira de papeles que engrapó durante la explicación de Elvira, quien, a su vez, observó atenta cómo Joel, al tomar la tira, acariciaba la mano de Alan en el proceso.

Este último titubeó ante ese efímero roce, volviendo a su faena, nervioso, mientras que el moreno lo observaba con una sonrisa boba en sus labios.

***

El reloj marcó las nueve cuando Joel y Alan, con los ramos en mano, se dirigían a casa.

El hijo mayor de doña Elvira, quien iría al pueblo a cumplir con algunos pendientes, les dio un aventón en su camioneta, montando las bicicletas en la parrilla mientras que ambos niños, sentados en la parte trasera, observaban el paisaje correr.

Al menos así fue durante los primeros cinco minutos, ya que Alan, presa del sueño, se quedó dormido al instante, recargándose en el hombro del moreno., quien hizo cuanto pudo para no moverse con  tal de no despertarlo.

Apreciando en silencio, sus pestañas negras de vez en cuando, y cuidando que el hijo de Doña Elvira, no notara sus sonrojos al ver aquel bello perfil descansar sobre él.

Esa noche, la mayoría de los habitantes del pueblo se dirigieron al panteón, alumbrando su camino con el fuego de las velas, que titilaban en la oscuridad en una danza alegre con el viento.

El ambiente se llenó de aromas a flor y cera, mientras los colores vibrantes de sus ropajes iluminaban la noche.

Algunas personas iban caracterizadas de catrinas y catrines. Con vistosas coronas de flor multicolor, y sombreros de charro, se movían entre las tumbas con la solemnidad que ameritaba aquel festejo.

Los murmullos de la gente, se mezclaban con las risas, oraciones, palabras de amor que el viento se llevó entre melodías alegres, tristes, hermosas que sonaban fuera del cementerio; creando una sinfonía vivaz que daba la bienvenida a los difuntos en esa reunión tan esperada de cada año.

Los niños más pequeños, valientes ante la lejana muerte, correteaban entre las lápidas.

Mientras los adultos compartían historias y recuerdos de sus seres queridos. Así, una vez al año, el panteón se convertía en una pintura de luz y vida. Una celebración de la memoria y el amor.

—¡No me vayas a picar un ojo! —pidió el pecoso, sentado en una de las bardas del cementerio, ubicadas en la entrada de este.

—Tú déjate fluir —dijo el moreno, mientras con cuidado, trazaba en el blanco rostro del pecoso, las cuencas negras de un cráneo.

—¡No puedo creer que deje que me hicieras esto!— se quejó el pecoso, con los ojos cerrados, sintiendo la frialdad de la pintura sobre su rostro.

—Samy y Miguel se dejaron. Además, a ti te haré solo la mitad de la cara.

   —Pues esa fue la condición— le recordó el pecoso, abriendo sus ojos mientras el moreno, quien solo se había pintado la mitad inferior de la cara, se giraba para ver a Miguel, que le hacía señas a lo lejos.

Mientras Joel trataba de entender la mímica del castaño, Alan, lo miraba con atención. Analizando cada gesto, cada movimiento; el timbre de su voz y la forma en que la luz de ese corredor, que daba directo a las fauces del cementerio, iluminaba sus facciones.

   —¡Danos cinco minutos Míguelon, ni uno más! — exclamó el moreno, cuyos ojos grises, resaltaban como nunca debido a la pintura que cubría la mitad de su rostro, enfatizando es par de luceros.

Entonces, suspirando, el pecoso recordó su conversación con Elvira mientras recolectaban algunas flores del campo.

Joel, quien recolectó el equivalente a otro ramo, corrió para prepararlo y llevárselo a casa, dejando a ese par solos por primera vez.

   —Ese muchacho tiene mucha energía— observó Elvira, divertida. Viendo cómo el moreno se alejaba con enormes zancadas, mientras Alan, solo se limitaba a asentir.

   —¿Sabes? Me alegra mucho que seas su amigo, Alan. La gente señala a mi niño sin siquiera conocerlo. Pero tú le diste una oportunidad a pesar de todo. Te lo agradezco tanto...

    —No es la gran cosa. Su presencia es... soportable— mintió, esquivando la mirada de Elvira, quien bufó divertida.

Encontrando en la respuesta de Alan, una forma de evadir sus verdaderos sentimientos hacia el moreno.

Esos que el pecoso, no alcanzaba a definir ni un poco.

    —Pues... menos mal que te es soportable— respondió ella, divertida—. En verdad, espero que sus lazos se fortalezcan con cada día que pase. Porque todos merecen tener una relación que trascienda las fronteras que imponga el tiempo y con él, la muerte misma.

    —¿La muerte?

    —Sí, mi niño. Que, aunque se lleve consigo a nuestros seres amados, no se nos quita del pecho el amor que les tuvimos en vida. Por eso, en este día, queda más que claro que el ''hasta que la muerte nos separe" no aplica en México, ni en ningún corazón que se niegue a olvidar. Tanto es así, que la vida misma les encomendó a las flores, servir de guía a nuestros seres amados; como, por ejemplo, el cempasúchil, que los ayuda a emerger del Mictlán, guiándolos para reencontrarse con nosotros una vez al año.

Alan miró las flores que tenía en sus manos.

   —¿Y si no vienen? —preguntó, temeroso—. ¿Si su amor no es suficiente como para hacerlos volver?

   —Entonces, ese amor que nos impulsa a hacer tanto por la ausencia de alguien, será suficiente para enviarle el mensaje.

   —¿Cuál mensaje?

   —No te olvido.

Alan sintió un nudo en la garganta y agachó la mirada. Apretando sus labios. Viendo en su recuerdo, el semblante repleto de amor que le entregaba Mateo en aquellos lejanos días.

   —¡Ey Alan! ¿Ya terminaste? Mi mamá marcó... Liliana anda medio enojada porque no estabas en tu cuarto. Pásame ese ramo para irnos. Ya tenemos suficientes.

Alan se levantó del suelo, entregándole las flores al moreno quien las sostuvo con dificultad, a pesar de que el pecoso aún no las soltaba.

   —No te vayas a lastimar. Se le colaron unas hierbas con espinas— advirtió el pecoso—. Ya te alcanzo.

El moreno asintió, apurado, y se alejó entonces, mientras Alan, lo miraba atento.

   —¿Qué pasa chaparro? ¿Por qué me ves así? —le preguntó el moreno, de vuelta en su presente.

   —Nada...—mintió, arrepintiendose en el instante—Oye. Quería pedirte disculpas— Alan desvió la mirada, avergonzado—. En la mañana, dije una tontería enorme. No debí decir esas cosas sobre tus tradiciones y creencias fui un idiota... Perdón.

   —¿Sigues con eso? —preguntó el moreno, alzando una ceja, divertido—. Ya quedó en el pasado chaparro. Lo importante es lo que haces en tu presente. No hay mejor forma de pedir perdón que esa. No repitiendo los mismos patrones que te llevaron a ese error..

Alan tragó saliva, mientras el moreno despeinaba un poco su cabeza, demostrandole de esa forma su afecto.

   —Ahora, por favor, deja de moverte, que le dije a tu primo que en cinco minutos estarías listo.

Y Joel, sin perder más tiempo, continuó con su faena.

Mientras el pecoso, pensaba en Joel y las mentiras que dijo en torno a su persona.

«Doña Elvira, la verdad, es que, aunque me da pena admitirlo, adoro estar con Joel»

Pensó, agradeciendo que esa mañana, el moreno lo secuestrara. Ya que así, logró conocer un hermoso campo de flores amarillas, y en el proceso, conocer a Elvira. Quien le ayudó a comprender algo que jamás sintió necesario en su día a día.

Con el descubrimiento del día, recordó a Mateo, y se preguntó si lograría llegar a Montesinos para la cena, porque en el altar que hizo su tía, tenía su lugar asignado junto a su platillo favorito.

«No sé si vengas Mateo...pero quiero que sepas que, en esa ofrenda, deposito el amor que te tengo y que siempre te tendré. Aun si no vienes...yo no te olvido»

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