3 - Lo primero que te dije
Cuando aún estaba casado, podía sentir todos los movimientos de mi esposa sobre el colchón mientras dormía; desde las medias vueltas que daba cuando no lograba conciliar el sueño o empezaba a sentirse incómoda con su posición hasta cuando abandonaba por completo la cama, fuera por insomnio, para tomar agua o para atender a Camila: Amamantarla cuando era bebé, consolarla después de sus pesadillas una vez que creció más, y con el tiempo, llevarla al preescolar por las mañanas.
Por lo tanto, esperaba que fuera igual cuando mi supuesto novio perfecto durmiera conmigo; que, incluso mientras soñaba con la solución a los errores de mis códigos, pudiera sentir si se levantaba, para así despertarme yo también y seguir corroborando que no robe nada ni le haga daño a Camila.
Así que me resulta una gran sorpresa cuando despierto y descubro que no sentí nada; que Rodolfo se levantó y yo no me di cuenta, plácidamente dormido a pesar del movimiento.
Es una sorpresa tan grande que es, más bien, un susto.
Me levanto dispuesto a buscar al hombre por la casa, aventando la cobija hacia la pared sin ningún cuidado y colocándome las pantuflas al revés. Maldigo el tiempo que gasto en darme cuenta de ello y ponerme el calzado de la manera correcta; solo en esos segundos podría ocurrir cualquier cosa con mi hija, pero si no me gastara esos segundos podría ocurrirme cualquier cosa a mí, como pisar mal en las escaleras y caerme por éstas. ¿Y entonces qué sería de Camila? No quiero dejarla sola.
Mi propia ansiedad me hace temblar las manos y por un buen rato no me deja abrir la puerta bien; la perilla gira a medias y luego se me escapa. Chingada madre. Maldigo ese tiempo también mientras dejo que el silencio que me entra por los oídos me inquiete todavía más.
No sé cuánto tardo en por fin abrir la puerta. Es exactamente el mismo tiempo que tardo en poder escuchar algo e intentar calmarme ante el sonido; es una risa familiar, una carcajada de Camila que viene de escaleras abajo y que casi me convence de que todo está bien.
De todas formas, no me convence lo suficiente para dejar de vigilar a Rodolfo o regresar a dormir, así que bajo las escaleras, lento, de forma que no puedan darse cuenta hasta que llegue a donde están.
Cuando voy por la mitad de los escalones, empiezo a escuchar una conversación:
—¡Ayuda, por favor! —grita Camila, y solamente no me alarmo porque noto que está fingiendo una voz. Debe estar jugando con sus muñecas—. ¡Una bruja malvada me encerró en esta torre y no sé cómo salir! Y me siento muy muy sola y triste... ¡Y tengo miedo! Está muy oscuro.
—¡Yo la rescataré, princesa! —Rodolfo también finge una voz. Desde donde estoy, puedo ver ya cómo hace saltar el muñequito de monstruo morado—. ¡Mataré a esa bruja y la sacaré de esa torre!
—No es necesario matarla —comenta Camila con su voz normal. Habla en serio. Incluso suelta la muñeca de Rapunzel que está supuestamente prisionera sobre el sofá.
—¿No?
—¡No! —exclama, y mira a Rodolfo como si fuera tonto—. Basta con hacer que se convierta en polvo.
Cuando llego a la sala, es fácil distinguir la cara de confusión de Rodolfo; no se atreve a preguntar "¿acaso no es eso lo mismo?".
—Está bien —cede—; la convertiré en polvo... —Vuelve a fingir la voz y sujetar al juguete en el aire—. ¡Con mis rayos láser!
—¡¿Tienes rayos láser?! —pregunta Camila, y ya no sé si la voz aguda y sorprendida que hace es la suya o la de su personaje.
—¡Claro que sí; puedo lanzarlos con mi ojo!
—¡Qué cool!
Sonrío. Es lindo verlos felices juntos y saber que se llevan bien. Me relaja y me hace confiar por completo en Rodolfo; en serio no es capaz de hacerle algo a la niña.
Ante la calma, decido poner a calentar el agua para el café. Paso por delante de mi hija y su nuevo compañero de juegos en mi camino a la cocina, intentando hacer el menor ruido posible para no distraerlos y no interrumpir su diversión. Pero no tardo mucho en tener unos bracitos alrededor de mi torso y una barbilla bien clavada en mi abdomen.
—¡Buenos días, papi! —saluda Camila en voz muy alta mientras me abraza fuerte y mira hacia arriba, encontrándose con mi cara cuando yo decido mirar hacia abajo. La abrazo de vuelta, mis manos quedando a mitad de su espalda, aplastándole las puntas del cabello.
—Buenos días —contesto, intentando no bostezar y fracasando enormemente en el intento; todas las palabras que me salen están repletas de sueño y las pronuncio con la boca demasiado abierta. Seguro ni siquiera se entiende lo que digo. Sigo hablando solo después de que el bostezo ha terminado—: ¿Qué hacen despiertos tan temprano?
Camila me mira como si estuviera loco por hacer esa pregunta; tiene los ojos muy abiertos y una de las cejas levantadas; sus labios están apretados y torcidos hacia el lado derecho de su cara.
—¡No es temprano, papi! —Me informa mientras se va separando de mí, alejando muy lentamente sus bracitos de mi cuerpo.
—¿No?
—No —contesta Rodolfo, volteándose hacia mí y soltando el juguete que hasta este momento seguía sosteniendo. Me ve con un brillo en los ojos ante el cual no logro opinar—. Son las once de la mañana, Nacho —continúa, y le creo porque puedo ver su mirada fija en el reloj de pared.
Esa es la segunda cosa que me sorprende de este día: No solo haber dejado de notar cuando alguien se mueve sobre mi cama, sino haberme levantado en un momento para el cual usualmente llevo ya unas dos horas despierto. No sé cómo esta mañana es tan diferente de las normales.
Intento no concentrarme en mi propia sorpresa para poder hablarle a Rodolfo:
—Gracias. Y no me llames Nacho.
Me caga que me llamen Nacho; cada vez que alguien lo hace, dejo de sentirme como una persona y paso a imaginarme a mí mismo como un totopo embarrado de guacamole. Y cuando me imagino así, por alguna razón solo siento que se están burlando de mí.
Rodolfo se muerde el labio; de nuevo tiene expresión de estarse guardando una pregunta, probablemente un "¿por qué?" al que no querría responder; mis razones para odiar ese sobrenombre suenan ridículas cuando las menciono en voz alta.
—¿Quieren desayunar? —pregunto cuando el silencio me empieza a parecer incómodo. O más bien, cuando me incomoda más la idea de que al silencio lo interrumpa un gruñido de mis tripas.
—¡Sí! —exclama Camila con emoción.
—Sí, por favor —Rodolfo habla más bajo y en un tono más calmado. Aún me mira y aún puedo notar sus ojos brillando tan fuerte y tan hermoso como un par de estrellas. Entrelaza las manos y juega con sus propios dedos, probablemente intentando tronárselos.
—Está bien; de acuerdo —digo mientras vuelvo a caminar a la cocina, tomándome mi tiempo en cada paso para seguir hablando—: Voy a poner el café, lavarme los dientes y entonces empiezo; ¿les parece?
—Sí, claro —contestan al unísono.
Entonces camino más rápido, llego a la cocina y por fin empiezo a poner en marcha mi plan: Pongo el agua a hervir, dejo tocino descongelando en una bandeja con agua a temperatura ambiente y luego corro escaleras arriba para lavarme los dientes.
Mientras me paso el cepillo por la boca, pienso en el brillo en los ojos de Rodolfo; y sigo sin saber cómo debería sentirme ante esos destellos. No tengo idea del por qué. Tampoco tengo idea de por qué los estoy recordando.
—¡A desayunar! —exclamo mientras voy sirviendo la ración de Camila en el pequeño plato rosa de princesas.
La conversación que mantienen sus personajes mientras juegan se detiene y da paso a unos gritos emocionados que son de verdad. Escucho los pasos de mi hija y de Rodolfo mientras corren hacia el comedor, y coloco en la mesa el plato de Camila junto a su leche con chocolate apenas unos segundos antes de que ella se siente. Luego regreso a la barra de la cocina y sirvo dos tazas de café.
—Rodolfo —Llamo al hombre, que se ha sentado al otro lado de la mesa, justo enfrente de Camila—. ¿Cómo te gusta el café?
—Nunca he tomado... —responde, y solo entonces recuerdo que no es tan humano como me hace creer. Vuelvo a pensar que tal vez nació el día antes de que me lo entregaran.
—Ven a probarlo entonces.
Él alza una ceja mientras se va acercando a mí; yo sé de inmediato qué está pensando.
Es raro pensar en una persona que no ha probado el café pero puede encontrar doble sentido en mis frases; no se siente real; se siente como algo que no debería existir. Pero lo hace y está a mi lado justo ahora, tomando la taza y mirándola como si le tuviera miedo.
Luego da un trago largo y casi desesperado, como si en vez de café fuera agua, y como si tuviera toda la sed del mundo.
Lo primero que hace después es quejarse de que se quemó la lengua. Lo segundo es quejarse de que odia el sabor.
—Por eso tienes que soplarlo antes de tomar. Y por lo del sabor... le puedes poner azúcar; te juro que lo va a mejorar —explico mientras le acerco el bote de yogur en el que puse el azúcar.
A pesar de las soluciones que propongo, Rodolfo tiene una expresión de rechazo.
—Yo lo prepararé por ti. Y quiero que lo pruebes. Si después no te gusta, puedes ya no tomar nunca, ¿sí? —propongo, y siento como si estuviera negociando algo con un niño pequeño.
Rodolfo asiente y dejo que vea cómo agrego azúcar al café; lo intento arreglar con dos cucharadas, ya que así es como me gusta. Pienso que tal vez al hombre a mi lado le guste más si estuviera más dulce, pero no añado más, con miedo a exagerar. Le paso la taza a mi supuesto novio perfecto, que vuelve a beber, soplando primero tal como le sugerí. Esta vez es solo un sorbo, y después sonríe.
—Lo amo —dice, y regresa a la mesa con la bebida entre las manos y la expresión facial más tierna y feliz del mundo.
—Me alegro —contesto mientras acerco también su plato a la mesa, a pesar de las ganas que tengo de decirle que vuelva a la cocina y se lo lleve él mismo.
Sirvo mi propio desayuno y me siento al lado de Camila. Ella apenas parece notar que hay algo raro en nuestros lugares en la mesa.
—¡Rodolfo, ese es el asiento de mi papi! —Lo regaña, y su ceño fruncido no se ve nada amenazante, sino que amenaza con hacernos reír a todos. Creo que ella también es muy consciente de lo tierna que se ve cuando finge su enojo.
—Camila, está bien... —Intento decir, intento explicarle que no hay nada malo en que me haya quitado mi lugar, pero justo en ese momento, Rodolfo cambia de asiento, tomando la silla a un lado de la que usualmente es mía. De la que volverá a ser mía justo ahora.
—Siéntate, Ignacio —ofrece, o pide, una vez que se ha acomodado bien, justo antes de llevarse el tenedor a la boca.
Yo no veo ninguna opción que no sea acceder. Es lo que haría feliz a Camila, y algo que no debería representar un problema para mí.
Pero es realmente extraño sentarme al lado de un completo desconocido; tan extraño como compartir el desayuno con él y tenerlo viviendo bajo mi techo. Me incomoda, tal vez mucho más de lo que debería. Y me incomoda más que, aparte de compartir una comida, la mesa y la casa, compartimos un silencio.
Cómo odio el silencio.
Pero tal vez odio más la manera en la que se rompe unos minutos después, cuando Camila está a punto de acabarse su comida, pero en vez de llevarse el último trozo de huevo con tocino a la boca, levanta la cabeza y nos mira, y nos hace una pregunta todavía peor que esa falta de sonido:
—Papi, ¿es cierto que Rodolfo y tú son novios?
Casi me ahogo con el café al escucharla.
—No... ¿Quién te dijo eso? —pregunto, pero obviamente sé quién pudo haberla convencido de eso. Regaño a Rodolfo con la mirada y él se pone tan rojo como el tocino que come. Se lleva una ración a la boca para evitar hablar.
—¡Rodolfo, obvio!
—Pero yo no te dije que fuéramos novios; te dije que me enviaron para ser su novio —explica el hombre, y no sé si debería creer lo que sale de su boca.
—¡Es lo mismo! —exclama mi hija—. Ambas cosas suenan a que se van a casar.
Si todavía tuviera café en la boca, seguro lo escupiría de la impresión. Impresión que intento disimular para tratar de hablar:
—Rodolfo... Rodolfo solo estaba bromeando. Es solo mi amigo. Lo que pasa es que le gusta mucho bromear; hacer chistes... Era un chiste —miento, y odio cómo la voz me tiembla; se nota lo nervioso que estoy, y tal vez también el hecho de que yo no sé mentir.
Camila alza una ceja.
—No te creo —declara, casi enojada conmigo porque piensa que le miento.
Y es decir, lo hice, pero no es ninguna falsedad el hecho de que Rodolfo y yo no somos novios.
—Pero es verdad, no soy novio de Rodolfo; ni siquiera me gustan los hombres —Intento convencerla con el otro argumento que tengo.
Alza una ceja, dando paso a la duda, cambiando un poco su expresión aún medio furiosa. Pero no parece estar cambiando de una manera que me convenga.
—No te creo —dice otra vez, más fuerte y más convencida.
Y a pesar de lo cierto que es que Rodolfo y yo no somos pareja, no tengo ni la menor idea de cómo convencerla de ello. Ya hice todo lo que pude, o al menos eso creo. Tal vez se me ocurran cosas ingeniosas para contestarle hasta unos minutos u horas después, mientras lavo los trastes, sigo avanzando con mi trabajo o me baño. Y entonces será demasiado tarde como para volver a sacar este tema.
Rendido, me callo y sigo comiendo.
Entonces Camila por fin termina de comer y lleva su plato al fregadero. Espero que vaya a jugar o a ver la tele para que no tengamos que seguir hablando sobre el supuesto romance que tenemos Rodolfo y yo; para que no tengamos que seguir hablando de cómo él es supuestamente mi novio perfecto.
—Rodolfo —Mi hija lo llama, deteniéndose en su camino hacia fuera del comedor—. ¿Vemos caricaturas juntos? —propone una vez que se gira para verlo. Sonríe de forma sincera, de esa manera que dice "te invito porque te quiero"; de esa manera que hace que no puedas negarte a lo que pide.
—Claro —asiente él—. Después de desayunar.
La sonrisa de Camila se extiende más, de una oreja a otra.
—¡No tardes mucho! —pide alegremente mientras, ahora sí, va corriendo escaleras arriba. No pasa mucho tiempo antes de que pueda escuchar los murmullos de los personajes de My Little Pony, suaves por la distancia entre la cocina y el cuarto de la niña.
Y en ese casi silencio, le lanzo una mirada asesina a Rodolfo; la mirada de "No te he puesto las manos en el cuello solo porque Dios es muy grande".
—¿Qué fue lo que te dije? —pregunto, intentando sonar amenazante, o al menos enojado. Al terminar la interrogación, no creo haberlo logrado.
Rodolfo sigue comiendo y empieza a tararear una canción que no conozco y de la cual no me interesa saber nada. Me interesa tan poco que hasta me enoja que la siga entonando.
En general, me enoja que se esté haciendo pendejo.
—Rodolfo, ¿qué fue lo que te dije? Lo primero que te dije —repito, exigiendo una respuesta. La luz solar que entra por la ventana me deja ver el sonrojo del hombre.
Suelta el tenedor, dejando que haga ruido al chocar con el plato, y suspira apenas ese sonido termina.
—Ya sé, pero... —Parece pensar bien qué decir a continuación, de qué manera mentirme. Tal vez luego se da cuenta de que nada podrá justificarlo, porque solo enrojece más antes de hablar—: Creí que no te ibas a enterar.
—Camila no sabe guardar secretos —Le informo entre risas leves. No sé en qué momento me alegré. Tal vez sea lo chistoso que me parece su sonrojo.
—Ya me dí cuenta —dice antes de seguir comiendo.
Mientras mastica, intento ponerme serio otra vez; enojarme al menos por unos segundos para que no ignore lo que quiero decir a continuación; lo que digo una vez que logro dejar de reírme internamente de su cara avergonzada:
—Rodolfo, no vuelvas a hacer eso. La próxima vez, no sé cómo, pero te voy a devolver con Santa. No creas que tengo ganas de soportarte.
Su cara de aflicción después me causa lástima, pero no intento disculparme; intento, más bien, convencerme de que no quiero pedirle perdón.
—Lo siento —dice; incluso siento que ruega.
Y yo no digo nada ante su súplica.
—Me portaré bien —continúa, y la voz le tiembla; creo que está a punto de llorar. No quiero ver sus ojos para confirmar si tengo razón—. Seré tu amigo —Suena especialmente triste al decir esto; tan triste que ni parece que su voz quiera salir.
—Intentaré creerte —respondo, y aunque quiero sonar tan serio como lo hice al regañarlo, mi voz parece cargada de mi arrepentimiento y lástima, ante los cuales Rodolfo se queda callado.
El silencio durante el resto del desayuno es especialmente tenso. Y triste. Tan tenso y triste que me duele el corazón.
¡Hola, personitas! Ya ha pasado casi un mes desde la última actualización... Creí que terminar El Tiempo Perdido me tomaría un poco menos de tiempo, pero el capítulo se alargó bastante más de lo que creí que haría (¡terminó siendo como el doble de lo que pensé!), y luego... Luego igual no pude trabajar muy bien en ESTE capítulo porque me ocupé con la uni, y porque igual terminó siendo más larguito de lo que esperaba, pero aquí estamos. Y con suerte, el siguiente capítulo no debería tomarme mucho, a menos que realmente requiera ocuparme mucho con mi obra para el ONC de este año.
Y bueno, ¿cómo están? ¿Qué les ha pasado en casi este mes completo?
Por mi parte, nada ha cambiado mucho. Empecé mi segundo semestre en la uni y he andado entre la escritura y eso; ya me ha tocado hacer dos tareas para cada materia, pero nada que me ocupe mucho; aún puedo hacer una vida muy normal. Tan normal que de hecho no recuerdo por qué no había trabajado mucho en este cap.
Y bueno, solo lo terminé hoy porque tocó asueto; de otra forma, a lo mejor me hubiera ocupado en otra cosa. Viva el 5 de febrero.
Y... ¿Qué tal una ronda de preguntas?
¿Cómo se han sentido con este capítulo?
¿Verdad que es muy lindo leer a Rodolfo y Camila conviviendo? (Para mí ya son padre e hija, su relación es re linda)
¿Se sienten mal por Rodolfo o están más del lado de Ignacio?
¿Creen que Ignacio vaya a disculparse en algún momento?
¿Les va gustando la historia por ahora?
¿Qué creen que pasará en el siguiente capítulo? (Seguro esta no la adivina nadie)
Yo ya estoy emocionade por escribir el siguiente capítulo, porque ahí es donde las cosas empiezan a cambiar para Ignacio; va a pasar algo... tal vez relacionado a Rodolfo...
Debo de irme antes de hablar de más. Tengan lindos días en lo que vuelvo a actualizar :)
Mari.
P.D: Personita que me añadió a su lista "No es por meterte presión, pero estoy esperando tu actualización" (perdón, no me acuerdo tu user; y perdón si tampoco me acuerdo bien del nombre de la lista), sí me metiste presión lol
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