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Introducción

En los lejanos (o bueno, depende de dónde te encuentres, lector o lectora), paisajes del norte de Europa, tras unos cuantos e insalvables obstáculos naturales, se encuentra un próspero reino conformado por selkies.

¿Qué son esos? Pues seres mágicos, de aspecto antropomórfico, por lo que son fácilmente confundidos con seres humanos corrientes y comunes. Sin embargo, ellos tienen la capacidad de tomar la forma de leones marinos si se visten con la piel de estos animalitos, por lo que su civilización está estrechamente ligada al mar.

Bajo el castillo de roca donde se resguardan los gobernantes, en una cadena de cuevas no tan oscuras para serlo, es donde se encuentran todas las casas, comercios y espacios públicos que debe llevar una ciudad, sin que sea necesario salir de allí para la mayor parte de la población.

En este reino, al igual que en los de otras especies, se cuentan muchas leyendas, las cuales son representadas en las diferentes formas del arte, tales como la escultura. Y por una escultura, que despertó la curiosidad de un pequeño, es que vamos a conocer una de las más importantes historias de esta nación.

Tal estatua, ubicada en frente de una de las salidas de la ciudad, y que representaba a un selkie joven en actitud de calma tensa, captó la atención del niño, que paseaba con su mamá. Aunque ya habían pasado varias veces por este sitio antes, en esta ocasión el pequeño se animó a señalarla y preguntar: –¿Quién es ese señor de ahí?

La mamá miró la estatua y contestó: –Es el príncipe Aren, fue muy conocido por la gente de varios reinos, aunque no recuerdo bien la razón.

–Entonces es bueno que yo sí lo recuerde – intervino otra voz a un lado de la señora y su niño, lo que los hizo pegar un brinco por la sorpresa.

Quien había hablado era un señor, de aspecto agradable, pero no muy llamativo, que al ver la reacción de ambos, se rió suavemente y continuó: –Si tienen curiosidad, puedo narrarles la increíble pero cierta historia de Aren. Sólo lo llamo así porque dejó su título de príncipe por varios motivos.

La mamá estaba todavía un poco aturdida para contestar, pero el niño asintió: –Sí, cuente, cuente.

El señor le dio una palmaditas en la cabeza, e ignorando la carita enojada del chiquillo por haber hecho esto, encendió un fósforo, que reaccionó proyectando figuras cuando inició su relato...

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