PRESENTE 20
Cómo quisiera no haberle prometido a Cooper que lo iba a ayudar con lo de las galletas para la escuela antes de que Dayana me pusiera la cabeza del tamaño de un planeta entero.
Me voy mordiendo una uña mientras conduzco por la residencia de Carter. Es una de esas que tienen una playa privada, con mega mansiones que tienen tanto terreno que en Venezuela se definirían como fincas. La casa de Carter es una de las más modestas de la cuadra, pero igual tiene tres pisos de los cuales el último es prácticamente un apartamento solo para él, un sótano con cine privado, y columnas altas flanqueando la entrada como si esto fuera un palacio romano.
Estaciono detrás del Porsche 911 Sport Classic edición limitada que costó lo que cuesta una casa en las afueras de Miami. Esa es otra razón por la que Carter y yo no podríamos funcionar. Yo necesito una bestia de automóvil para sentirme medio segura. Este carro deportivo que prácticamente va un milímetro sobre el pavimento y atrae miradas a diestra y siniestra es el completo opuesto.
Llevo días en este plan de buscar más contras que pros.
Apago mi camioneta pero no me salgo. Bajo la mirada hacia mi atuendo y finalmente le doy la razón a mi madre.
—Valentina Lucía Machado González —dijo con su voz de mamá decepcionada justo cuando yo iba saliendo del apartamento—, ¿cómo se te ocurre ir vestida así a la casa de tu jefe?
—Mamá, por favor. Voy a hornear galletas con su hijo, no a una cena de gala. —Y con eso me fui corriendo para que no me pudiera armar más alharaca.
Pero creo que tenía razón. Una franela blanca con finas rayas azules de Target, unos jeans capri de Old Navy, y unas gomas de Adidas que han visto mejores días no hacen un conjunto que le vaya bien a esta mansión.
—Otro contra —murmuro cortando el silencio—, soy una pobretona comparada a mi jefe.
Él tiene jet privado y yo apenas seré dueña de mi camioneta dentro de dos años.
Pero por otro lado Carter no es un snob. Y sus padres tampoco. De hecho, cuando conocí a su mamá hace años, ella estaba contentísima de que yo fuera latina y hablara español también.
—Coño. Que alguien apague mi cerebro, por favor —murmuro.
Agarro mi cartera y me bajo del carro. Tomo una bocanada profunda de aire perfumado por flores del jardín y me da el impulso necesario para llegar hasta la entrada y tocar el timbre.
Cuando Carter abre la puerta, mi cerebro decide hacerme caso y apagarse.
Se debe haber bañado a la carrera porque su cabello marrón claro todavía chorrea gotas de agua por su cara y su cuello. Su franela gris está pegada a los músculos de su cuerpo. Hola, abdominales, cuánto los he extrañado. Mi lengua se pega a mi paladar cuando veo los monos negros que lleva. No tienen nada de especial, pero se amoldan a sus piernas y... bueno, a todo.
Levanto la mirada como si me hubiera buceado a mi jefe hasta las puntas de sus pies descalzos. Por cierto, tiene los pies bonitos. ¿Quién carajo tiene los pies bonitos?
—Hola —sueno acartonada.
—Hola. Perdón que parezco rata mojada, pensé que tenía más tiempo. —Carter se hace a un lado para dejarme entrar.
—No te preocupes que esto no es una fiesta de gala.
«¿Ves, mamá?».
Es la segunda vez que estoy en casa de Carter y recuerdo hacia dónde está la cocina. De hecho, hasta ahí llegué la primera vez, que también fue para traerle unos papeles a Carter para que los firmara. La enorme sala está justo adelante de la cocina abierta. Todo es mármol blanco desde los pisos hasta las encimeras de la cocina, con apliques en hierro forjado seleccionados por un decorador de interiores de los que le trabajan a estrellas de cine.
Cooper levanta la atención de una inspección que estaba haciendo a unos trastos sobre la isla central de la cocina. Su expresión cambia a una sonrisa plena que no le había visto nunca. Así se parece una barbaridad a su padre.
—Este... Hola, Cooper. Disculpa que llegue un poco tarde.
—¿Qué? Para nada, llega justo a tiempo, señorita Valentina.
—Lo confirmo —agrega su padre detrás de mí, obligándome a endurecer cada músculo de mi cuerpo para que no se me escapen los escalofríos que me provoca su voz—. Cooper lleva horas lavando los implementos de cocina a mano y parece que justo acaba.
Muerdo mi labio. Los hombres Bolton son muy tiernos en sus diferentes maneras.
—Pues entonces estamos listos para comenzar, ¿cierto?
—Solo falta algo. —Cooper levanta un dedo y se agacha para abrir una gaveta. Al levantarse, muestra dos delantales negros como el que lleva puesto—. Ahora sí.
Casi hago el comentario tonto de que solo tengo un cuerpo al cual ponérselo, y menos mal que no digo ni pío porque Carter pasa a mi lado y agarra el segundo delantal.
—¿También vas a trabajar?
—Claro —contesta Carter a la vez que se pone el delantal—. Sino no voy a tener derecho a comer galletas.
Ah.
Pensé que solo íbamos a ser Cooper y yo.
—Este... bueno. Pero nadie va a comer masa cruda en mi presencia.
Los dos me saludan como soldaditos.
«Ay, qué cuchis».
—Y ahora la pregunta más importante del día. —Hago una pausa dramática y los dos se inclinan hacia mí—. ¿Cuántas galletas nos vamos a comer versus cuántas hay que llevar?
—Yo me como al menos media docena —admite Carter pelando los dientes como niño travieso.
—Y yo la otra —repunta su hijo—. Pero tengo que llevar al menos una docena a la escuela.
—Okay... —Entrecierro los ojos. Estos dos son comelones y yo no voy a trabajar de a gratis—. Hagamos tres docenas.
Los Bolton celebran como si México acabara de ganar la Copa del Mundo y me sacan una carcajada. Qué exagerados.
Después de ponerme el último delantal, hago una inspección a los peroles que Cooper lavó por su propia cuenta. Hay dos bandejas de galletas, un rodillo que no nos va a hacer falta, tazas de medir y toda la parafernalia de una Kitchenaid de esas que cuestan un ojo de la cara. Es negra y ya está instalada sobre la isla central.
Como si yo fuera la generala y ellos mi infantería, dirijo a Carter para que saque los ingredientes de la nevera y a Cooper para que busque lo que hace falta de la alacena mientras yo precaliento el horno. De ahí nos divido en equipo seco y equipo mojado. Carter obviamente queda en el segundo, no solo porque parece rata remojada, sino porque nadie más se quiere encargar de romper los huevos.
—No me parece justo —se queja a pesar de que se le da muy bien lo de romper huevos contra el mostrador sin que destroce la cáscara.
—A veces la vida no es justa —anuncio con voz de locutora. Pero en eso noto que Cooper está a punto de cometer un crimen—. Aguanta, eso es demasiado polvo para hornear.
Agarro su mano un instante antes de que vierta una cucharada grande sobre la harina. Suspiro de alivio.
—Pero la receta dice una cucharadita y esto es una cucharadita.
—No, no. Hay un truco. ¿Ves la forma que tiene la lata del polvo para hornear?
—¿Aja? —Cooper frunce el ceño.
Le agarro tanto la cucharita como la lata.
—Es que tienes que hacer esto. Las medidas de polvo para hornear son rasas. —Meto la cucharita en la lata y al sacarla, la paso contra ese borde plano de la lata. Le regreso la cucharita para que se encargue de lo demás.
Carter se ha frenado. Su mirada sube de las manos de Cooper hacia mi ojos. Su expresión es un papel en blanco. Lentamente vuelve su atención a los huevos.
¿Qué fue eso?
—Uff, casi destruyo las galletas —masculla Cooper.
—No te preocupes. Una vez que aprendas todos los trucos las vas a poder hacer tú solito.
—Pero... —Los ojos de Cooper se desvían hacia su padre—. No creo que me queden tan bien como las suyas, la neta. Mi papá dijo que sus galletas son las mejores que ha comido en su vida.
—¿Ah, sí?
—Correcto. —Carter asiente—. Ni las de las tiendas quedan tan bien.
—Entonces ya sé qué hacer si me quedo sin trabajo —bromeo pero Carter me lanza una mirada sorprendentemente seria para alguien a quien le gusta reírse todo el tiempo. ¿Qué mosca le ha picado en los últimos cinco minutos?
Logramos preparar la primera docena sin contratiempos, y comparto todos los trucos para que luego puedan hacerlas sin mí si quieren. Es interesante que en todo este rato los dos han sido civiles el uno con el otro. Quizás es porque tienen visita, pero sospecho que es más por la actividad y las ganas de comerse el resultado.
Mientras Cooper va al baño, aprovecho para comentárselo a Carter.
—¿Te has dado cuenta de que no se han peleado ni una sola vez?
Carter hace un ruido como pensativo desde su garganta.
—Tienes razón, no me había fijado.
—Entonces espero que estés aprendiendo bien, para que hagas más galletas con él. —Sonrío.
Carter se queda mirando mis labios estrechados por un instante que se siente demasiado largo, hasta reanudar sus esfuerzos de medir harina en una taza.
—¿Sin ti? —pregunta de pronto, haciéndome respingar.
—Pues, claro. Ni que yo viviera aquí.
—No es lo mismo. —Echa la medida justa de azúcar en el bowl—. No son las galletas, sino tú.
—¿Ah?
—¿Sabes que podíamos haber comprado las mentadas galletas, cierto?
—Pero si Cooper dijo que tenían que ser caseras. —Me río un poco incómoda.
La esquina de los labios de Carter que puedo ver desde este lado se levanta.
—El año pasado las compré en una tienda y nadie se quejó en la escuela. —Deposita los implementos sobre la encimera y se ladea para apoyar la cadera contra ella y observarme de frente—. Pero este año Cooper quería que las hicieras tú. ¿Por qué crees, Valentina?
Mis manos están pegajosas de masa, así que uso el reverso para secar las gotas de sudor de mi frente. No es que tenga calor por el horno, sino ante la atención de Carter.
—¿Porque las mías son mejores?
—Son igual de buenas. —Su sonrisa acompañada por ojos entrecerrados me está matando.
—Entonces no entiendo.
Carter da un paso adelante que me deja anonadada. Lo ha puesto tan cerca de mí que si respiro muy profundamente, mi pecho tocaría el suyo. Levanto la mirada y me congelo. Él se inclina y por un momento pareciera como si me fuera a besar. Pero en el último instante, desvía su cara y habla suavemente junto a mi oreja.
—Creo que mi hijo nos quiere emparejar.
—¿Qué? —chillo y pego un brinco para atrás.
Carter no se ríe. Tampoco se enseria. Sigue con la sonrisa pícara de infarto.
—¿Por qué te sorprende tanto? No me vas a decir que no hay química entre nosotros.
—Yo... este... —Mi quijada se cae y Carter levanta un dedo para cerrarla. Doy otro paso atrás—. Carter, yo...
Ladea la cabeza.
—¿Aluciné la forma en la que me comiste con los ojos en el box?
Tropiezo contra la isla central y tengo que ceñir mis manos alrededor del borde con fuerza para no desfallecer. Calor y frío recorren mi cuerpo a intervalos, pero el calor prevalece en mi cara. Un gemido sale de mi garganta.
—O más temprano en la puerta —comenta mientras que señala sobre su hombro hacia la entrada—. Pensé que me ibas a arrancar la ropa.
—Carter...
—A veces pierdes la mirada en mis brazos. —Los observa como si no los tuviera pegados a sus hombros y los flexiona de una forma que me hace morderme los labios para contener lo que sea que pueda salir de mi boca—. ¿Qué es lo que te intriga tanto? ¿Los músculos? ¿Las venas? ¿El tamaño?
Todo.
No sé qué clase de expresión hay en mi cara que lo hace reírse. Tiene una risa cálida, de esas que se pegan y no de las que hieren. Sino fuera porque esta vez es claramente a mi costa, también me uniría.
—Tranquila, güerita. Yo tengo el mismo problema. —Ahoga su risa pasándose la mano por la cara y frotando sus labios con la palma—. No sé cómo no te has dado cuenta.
—¿De qué carajo hablas, Carter? —Sueno como que quiero llorar y hago un ejercicio de respiración de los que me enseñó mi primer terapeuta, a pesar de que me hace sonar como embarazada a punto de dar a luz.
Carter cruza los brazos con tanta fuerza que sus músculos saltan. Por un momento creo que lo hace a propósito, pero el músculo de su quijada está haciendo lo mismo y eso solo pasa cuando está molesto.
—Valentina. —Carter respira profundo como quien va a hacer un clavado en el agua—. Me atraes tanto que a veces me duele visceralmente.
Mis ojos se abren de par en par.
Los suyos parecen dos piscinas de miel, invitándome a saltar. Ese músculo de su quijada salta otra vez y me empiezo a preguntar si no todas las veces que lo he visto asomarse hayan sido porque Carter estuviera molesto.
El mundo danza frente a mis ojos y tardo en darme cuenta de que es porque estoy sacudiendo mi cabeza con fuerza.
—No. Lo dices solo porque me viste los sostenes y no por...
—Hueles a vainilla y canela. Sé cuando entras a una habitación sin mirar solo por tu olor. —Sus manos aprietan sus brazos con tanta fuerza que tornan su piel blanquecina—. No sabes cuántas veces al día tengo que sentarme sobre mis manos para que no toquen tu cabello como si fuera un prepuber sin control.
—C... Carter.
—El problema serio es cuando me sonríes. —Empuja su lengua contra su cachete por dentro, como si no supiera qué hacer con ella—. No sé si esto es una cuestión neandertal o qué, pero me causas algo en el pecho que se siente como un infarto, y a la vez me hace sentir el hombre más orgulloso del mundo por alegrarte.
—Para. —Cierro los ojos y muerdo los labios hasta el punto de dolor. Me ayuda a no concentrarme en las mariposas en mi pecho—. Carter, no podemos.
—Lo sé. —Su tono amargo me sorprende.
—¿Y entonces por qué me estás diciendo todo esto?
—Porque no aguantaba más. —Pasa una mano por su cabello ya seco y desvía la mirada.
—¿Y qué quieres que haga con este conocimiento ahora? —Lanzo mis manos en el aire—. ¡Sigues siendo mi jefe! ¡Tenemos que trabajar juntos todos los días!
—¡Ya lo sé! —Baja su mano de su cabello hacia su cara, como si quisiera esconderse y repite más suavemente—: Ya lo sé...
—No podemos convertirnos en otro Josh y otra Lauren —espeto con amargura y Carter se paraliza—. Sí, sé lo que pasa entre ellos. Por eso tú y Josh andan como perros y gatos, ¿no?
—En parte. —Carter traga grueso—. La otra parte es que Josh estaba seguro de que entre nosotros también había algo y de que yo soy un hipócrita.
—No hay nada. Ni va a haber nada —murmuro.
—Lo sé —repite con voz áspera—. Pero igual soy un hipócrita.
Santos cielos. Esto es lo mismo que admitir que tiene sentimientos hacia mí. Se suponía que debíamos estar preparando la segunda tanda de galletas, pero ambos estamos inmóviles en la cocina, a tan solo dos pasos de distancia. Sus ojos marrones son intensos, intentan escudriñar en los míos y estoy segura de que lo ven todo.
Mis amigas, mi madre, mi hermana... todas tenían razón. Yo me había cerrado por completo ante esa posibilidad porque no quería vivir este momento, el de saber que he aquí un hombre que tiene todos los requisitos para hacerme sentir lo que es el amor de nuevo, y saber que otra vez más va a quedar fuera de mi alcance.
Su quijada salta de nuevo cuando empiezan a rodar lágrimas por mis mejillas.
—Así como con el incidente de la semana pasada —empiezo con voz quebrantada—, pretendamos como que esta conversación nunca ha pasado.
—Okay —acuerda sin más y se aclara la garganta—. ¡Cooper! ¿Te fuiste por el inodoro?
Cinco minutos después, los tres continuamos haciendo galletas como si nada hubiera cambiado. Pero ya yo no soy la misma Valentina de antes.
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