Epílogo
𝙴𝚗 𝚕𝚘 𝚙𝚛𝚘𝚏𝚞𝚗𝚍𝚘 𝚍𝚎𝚕 Á𝚛𝚝𝚒𝚌𝚘
Fue sólo un parpadeo.
Primero, el Templo de Athena, con su angustiante situación.
Un segundo después, la soledad infinita del Norte.
Por un momento, sólo por un momento, Camus se quedó inmóvil, como una estatua de hielo en medio del yermo blanco.
Y cuando ese instante de incredulidad se esfumó, se liberó la presa de sus emociones revueltas.
Haber aparecido allí, en medio de la nada helada, le provocó un vuelco en el corazón, en el alma, en todo lo que lo hacía ser quien era.
Aquellos vientos que lo habían mantenido atado en presencia de la dama Lákhesis, se dispersaron de pronto, bravíos, enloquecidos, violentos. Provocaron una tormenta que levantó por igual esquirlas de hielo, briznas de escarcha y copos de nieve.
Un grito profundo y rabioso, que se confundió con la furia de la ventisca, surgió de su garganta lacerada por las lágrimas contenidas, la frustración y el dolor de saberse lejos.
Separado de él.
De su amor.
De son époux.
De son soleil.
Qué herida crudelísima. Qué dolor estar sin él.
Ser sin Milo.
Camus, que toda su vida humana labró su carácter, su temperamento, para ser un modelo de moderación y templanza, se encontraba fuera de sí.
Privado de quien, en medio de esa nueva situación en que lo había dejado su padre, le daba estabilidad y perspectiva.
La tempestad se extendió a varios kilómetros a la redonda.
Si causaba daño o no le daba lo mismo.
Un proyectil que, a pesar de su blandura le causó un dolor agudo, se estrelló en su nuca.
La ventisca cesó al instante, producto de la sorpresa.
Camus se volvió hacia atrás, buscando el origen del pueril ataque que había recibido.
Frunció las hermosas cejas bifurcadas.
¿Quién era... ésa?
―¿Tú...?
―No chto ty delayesh', neuklyuzhiy? Ty ustroish' besporyadok. (1)
A pesar de que la voz era bonita y melodiosa, las palabras ríspidas hicieron que sonara como un ladrido furioso.
Camus se ofuscó.
―¿A quién le llamas torpe, boba? ¿Qué más te da si causo una nueva era glacial? ¡Aquí no hay nada ni nadie que lo resienta!
Apenas terminó de escupir su respuesta, sintió una mano que le apretaba el cuello y lo elevaba del suelo, dejando sus pies en el aire.
Lo levantó.
A él.
Al Viento del Norte.
―¡Ah, vamos! ¿No te gusta que te digan tus verdades, niño bobo? ¡Pues las vas a escuchar! ¡El viejo era un cabeza dura, pero tenía respeto por lo que encarnaba! Probkovyy dub! (2)
―¡Pero...!
―Pero ¿cómo me atrevo? ¡Claro que me atrevo! ¡No permitiré que destroces aquello que el viejo cuidaba con tanto esmero! ¡Compórtate! ―ladró aquella voz que gritaba como militar.
Arrojó a Camus al suelo. La nieve suave lo recibió como si fuera un fardo.
El joven se le quedó mirando, incrédulo, a aquella mujer enorme, de cabellera abundante, salvaje y ojos de un azul tan claro y brillante que resultaban casi transparentes.
Como los de...
Bóreas.
La mujer se inclinó a un lado suyo. Extendió una mano y le tocó con dedos helados la frente.
Frunció el ceño.
―¿Te enredaste con un destino? ¡Estúpido! ¡Mil veces idiota! ¡Siempre le dije al viejo que eras un estúpido! ¡Pero más estúpido era él, porque nunca me escuchó!
Camus se rascó la cabeza con una mano y se masajeó el cuello con la otra.
―¿Qué te pasa? ¡Deja de gritarme como si fueras general!
―Kak serzhant! ¡A eso me reduces! Escucha, torpe, escucha bien... ¡Tranquilízalo! Porque peor que Bóreas desatado será un destino enloquecido. ¡Háblale! ¡Y que sea ya! (3)
El joven Aquilón tragó saliva. No lo quería reconocer, pero ella lo intimidaba.
Mucho.
―¿Quieres... quieres que le hable... a Milo?
―¿Milo? ¿Manzana? ¡Otro idiota! Pues sí. Háblale. No lo dejes enloquecer.
Camus guardó un silencio dubitativo. Se miró las manos. Se concentró. Intentó alcanzar con su voz interior a Milo.
Intentó hacerse escuchar. Intentó escucharlo.
Suspiró, impotente.
La mujer suavizó un poco la mirada. Aunque no el gesto.
»¿Es que no te advirtió el viejo que debías tranquilizar tu espíritu? Serénate... y háblale a tu sýzygos, a tu... manzana... Háblale a su espíritu. Así hablaba el viejo con la Korítsi todo el tiempo...
―Sí ―evocó el joven con voz queda―, me dijo que debía serenarme para controlar el viento...
Cerró los ojos. Pensó en Milo y su gesto a un tiempo risueño y feroz en los entrenamientos. En cómo le revoloteaba el cabello cuando soplaba el viento mientras ellos vagabundeaban en los parajes agrestes que rodeaban al Santuario.
Recordó la primera vez que el Hellenoi lo besó.
Contemplaban la luna llena, recostados en la suave grama del jardín de Acuario.
Fue apenas un roce tímido. Pero para ambos fue una piedra de toque. La prueba de que aquello que sentían era amor. Un punto sin retorno.
Una sonrisa tenue, melancólica, se dibujó en los labios del joven Aquilón. El viento sopló, suavísimo. Deseo que tocara a Milo. Que lo acariciara. Que le hiciera saber que estaba con él.
Siempre.
Y ocurrió que la voz de su amado resonó en su mente, con la misma claridad que si lo tuviera frente a sí.
"No tardes demasiado, Keltos. Por favor."
Su rostro se transfiguró de dulzura.
"Sois patient, mon Hellenoi, mon soleil... Je reviens si tôt, tu ne croiras pas..." (4)
Estaba solo cuando sus pupilas se fijaron de nuevo en el paraje nevado. O eso creyó en principio.
La enorme mujer se perdía entre los finos copos de nieve que empezaron a dejarse caer. Primero con parsimonia. Luego con profusión.
La melena exuberante se le mecía con el viento: semejaba una nube desgarrada en jirones por la tempestad. Una platinada cortina de copos de nieve cerniéndose sobre el horizonte.
―Tienes que hacerte a la idea ―le dijo con su voz que era al mismo tiempo hermosa y ríspida―, y entre más pronto mejor, que esta separación siempre dolerá. Siempre les hará daño. No importa cuánto tiempo pase, no importa que crean que han sanado... siempre dolerá.
―¿Siempre? ―cuestionó Camus, desalentado.
―Siempre ―respondió esa mujer bellísima, altiva, con un tono en el que se reconoció la melancolía―. Al viejo siempre le dolió. Con todas. Con tu madre más que con ninguna.
El joven Aquilón sintió que se le estrujaban las entrañas. Ya sabía del sufrimiento de su padre: desde el momento en que recibió todo de él, conoció el desgarramiento del viejo Viento del Norte en toda su potencia.
Era el mismo que sentía en ese momento, separado de son soleil.
La voz de la mujer se deslizó en el viento.
»El orden natural indica que debo seguirte. Pero, aunque lleves contigo el legado, eres demasiado inexperto. No puedo plegarme a tu mando mientras tu impericia persista. No puedo permitirte ser inepto.
El silencio se hizo entre ellos. Camus se sintió hundido por el peso de su poca habilidad.
La dama se hizo escuchar, ríspida, una vez más.
»Te tomaré bajo mi cuidado. Sólo porque no soporto la idea de que destroces todo aquello que el viejo edificó con tanto esmero cada segundo de su larga vida.
»Harás todo lo que te indique, sin rechistar. Y te advierto: no esperes de mí que te trate con gentileza. Yo no soy el viejo. Yo no te debo nada.
Camus boqueó, incrédulo, con aquellas palabras.
―¿Qué cosa? Mon père, doux ? ¡Estás delirando! (5)
La mujer se volvió a mirarlo con una ira que lo hizo retener el aliento.
―Oui, monsieur. Notre père, doux. Et je ne te laisserai pas insinuer le contraire. Y no te atrevas a hablarme en francés. O a hacerme hablarlo. Por ningún motivo. Lo odio. Es demasiado... empalagoso. (6)
Camus respiró profundo. Miró el suelo blanco a sus pies. Caminó con lentitud hacia aquella mujer majestuosa, blanquísima.
Desnuda.
Cuando llegó a su lado, notó que los dos tenían la misma enorme estatura. Y que el viento se arremolinaba alrededor de ellos, como si fueran rocas contra las que se estrellaba y no le quedara más remedio que rodearlos.
―Trataré de no hablarte en francés, Ledi. Pero no te ofusques si no lo consigo. Aunque el ruso es un idioma querido para mí, el francés modeló mi mente. (7)
"No me llames Dama, Rebenok. No soy eso ni por accidente." (8)
Ambos miraron el horizonte penumbroso. Los ojos azules, de distinta tonalidad, y las cejas bífidas, idénticas a las del viejo Bóreas, permanecieron impasibles.
"Como desees, Sestra. Como desees." (9)
𝚂𝚊𝚗𝚝𝚞𝚊𝚛𝚒𝚘, 𝚙𝚘𝚛 𝚕𝚊 𝚖𝚊ñ𝚊𝚗𝚊
Había pasado la mañana entera moliéndose en el entrenamiento.
La noche anterior, sus hermanos se habían asustado tanto de su mutismo, que habían hecho traer a Katsaros para que lo revisara de los pies a la cabeza... y para que de paso atendiera a Kyría, cuya amabilidad al rechazar la atención del viejo médico había sido, con toda la evidencia disponible, una imposición de distancia que había lastimado a los guerreros de la élite.
―Tienen que comprender, queridos míos ―les había dicho Shion―. La experiencia por la que atravesó la dama es terrible. Ni siquiera los dioses se atreven a molestar a las Hilanderas.
»No los aleja por despreciarlos. Es que... no hay nada que podamos hacer por ella. No en esta ocasión.
Mu agachó lentamente la cabeza.
―Yo entiendo. Pero eso no evita que sea doloroso verla así y que no podamos ayudarla...
Se volvió a mirarla.
La Dama del Santuario le devolvió la mirada de manera furtiva: tuvo la impresión de que había querido sonreírle, pero sólo atinó a perfilar una línea apretada con los labios.
Athena estaba dolida, exhausta y avergonzada. Lo que menos necesitaba era ventilar todavía más la paliza que había recibido de parte de las Moiras ante sus santos dorados.
Poseidón, en calidad de prometido y Hades, de familiar cercano, la consolaban. Aunque más parecía que el consuelo se lo procuraban los unos a los otros, pues la llamada de atención no había sido sólo para Athena, sino para los tres.
Milo, por su parte, había pasado una noche espantosa.
Katsaros, luego de revisarlo, lo había mandado a dormir, previa administración de un somnífero. Apenas daban las 10 pm cuando Aiolia se aseguró de dejarlo instalado en su habitación, en el Templo de Escorpio.
Pasó cerca de dos horas atrapado en un bucle de sueño intermitente, interrumpido por episodios de lágrimas silenciosas y pesadillas discontinuas.
Cuando, al filo de la medianoche, las sombras de su templo le parecieron imposibles de soportar, se encaminó a Acuario.
Atravesó cabizbajo los templos de Sagitario y Capricornio: añoró contemplar la sonrisa amable de Aiolos y la mirada severa de Shura.
En Acuario, fue la ausencia de su sýzygos la que lo golpeó en toda su crudeza.
Hyoga e Isaac, afectados en el alma por el veredicto de la Tejedora, permanecían en vela, incapaces de conciliar el sueño. Vieron pasar a Milo camino a la habitación de su maestro y no lo detuvieron ni importunaron.
Milo pasó las horas nocturnas en la más completa oscuridad, sintiéndose más de una vez acechado por presencias desconocidas, amenazantes.
Se arrojó al lecho de Camus, el mismo en el que se habían amado unas horas antes. Buscó la almohada de su sýzygos: la abrazó y se cubrió hasta la cabeza con sus cobijas. El efluvio remanente de los cabellos de fuego y nieve, de la piel pecosa, lo tranquilizó a ratos.
Avanzada la madrugada, hacia las dos, se cansó de dar vueltas en la cama.
La angustia se volvió más acuciante.
Deambuló entonces en la recámara: dedicó unos minutos a renovar el agua de la rosa, unos cuantos más a ordenar los libros. Encendió la laptop y quiso revisar las observaciones que Camus hizo a su disertación, pero no pudo pasar de un comentario en la página cinco y se rindió.
Se sacó la cinta de terciopelo para colocarla en la mesa de noche. Se encontró con el viejo reproductor de MP3, descansando inocente en la superficie.
La música que Keltos había reunido durante una década le acompañó entonces las largas horas que restaban para la llegada del amanecer.
La dejó correr aleatoria. Remembró y reconoció, en las canciones que le saltaban como muñeco de caja de sorpresas, el trasiego que había transformado a Camus del niño bellísimo que había conocido a los seis años, en el chico sensacional que había reencontrado a los trece. El mismo que, quinceañero, había recibido como presente de cumpleaños aquel diminuto artilugio.
Un día, aquel efebo que evocaba al Eros de Anacreonte, apareció ante sus ojos convertido en el hombre magnífico que había adorado incansable una noche sí y la otra también entre sus sábanas.
Perfecto. Hermoso. Como una escultura de Fidias.
Una escultura viviente, tibia, con movimiento.
Cuyo corazón latía al unísono con el suyo.
Y que ahora se hallaba lejos. Exiliado.
El amanecer lo alcanzó con apenas una quinta parte de la playlist recorrida y sin haber disfrutado un sueño reparador.
La revelación de la dama Lákhesis había llevado a su espíritu tormento y zozobra: tenía qué cuidar lo que decía.
Y para no errar el camino, prefería permanecer callado.
Cuando la aurora iluminó su rostro macilento por el desvelo, decidió que no deseaba otra noche como la pasada y se aplicó a matarse de cansancio en el entrenamiento.
Primero Aiolia. Luego Aldebarán. Shura. Afrodita. Mu. Shaka. Los niños de Camus.
Sus niños.
Habría continuado con Dohko, pero Katsaros, que se hallaba preocupado por el bienestar de la Dama y por ello se encontraba en el Santuario, lo descubrió y furibundo le exigió parar.
Se fue a vagabundear por los terrenos del Santuario.
Se escondió, por así decirlo, en un rincón. A pesar de que los parajes circundantes eran en general agrestes y más bien inhóspitos, había aquí y allá pequeños refugios que acogieron sus horas de ocio en la infancia y la adolescencia. Incluso en su juventud, en la época en que se descubrieron engañados por Saga.
La pequeña arboleda a la que fue a ocultarse era uno de ellos. Se sentó en una saliente, en pleno precipicio. El horizonte se extendía vasto ante sus ojos y la nostalgia que sentía por su amor ausente rebasó su espíritu.
Se hundió en la música de Camus.
Los pies le colgaban en el vacío.
"On me dit que nos vies ne valent pas grand-chose
Elles passent en un instant, comme fanent les roses
On me dit que le temps qui glisse est un salaud
Que, de nos chagrins, il s'en fait des manteaux" *
El viento, tibio, le agitó los cabellos dorados: supo al instante que ése no era Keltos. El corazón le sollozó y ello tuvo su reflejo en el brillo acuoso de sus pupilas.
Dejó que los párpados las cubrieran y sintió la cálida humedad deslizársele por los pómulos.
―De haberte encontrado así, hace unos años, no habría dudado en tirarte ―pronunció una voz ronca y nasal―. Vengo aquí todos los días: nunca he esperado toparme con alguien más, y mucho menos contigo.
Milo frunció el ceño, con una mezcla de dolor e incomodidad. Había pasado mucho tiempo desde que había escuchado a esa persona. Y la última vez fue en circunstancias penosas.
Misty de Lagarto se quedó de pie, a un lado del entristecido joven.
Escorpio se atrevió a levantar la mirada para observarlo.
Lagarto ofrecía una estampa soberbia, con su melena rubia destellando en el sol y el viento meciéndolo, lánguido, como si de espigas en el campo se tratase.
No miraba a Milo, sino en lontananza. Tenía los brazos cruzados y los rasgos armoniosos de su rostro permanecían en calma, como rememorando sucesos muy lejanos en el tiempo.
Milo, que ya se sentía vencido por la melancolía, hundió los hombros por completo. Bajó los ojos hacia el fondo del acantilado y se preparó para lo que fuera que su compañero de armas y amante fallido tuviera para decirle.
»Hace unos años... Bueno. Sentía cosas muy confusas hace unos años.
Misty vaciló unos instantes. Contempló a aquel hombre que le revolvía las emociones de maneras tan diversas con curiosidad. Lo que había dicho era cierto: si hace unos años lo hubiera encontrado así, lo habría tirado al vacío sin dudar.
Pero ya no era el mismo de antes.
Se inclinó y se sentó junto a Milo.
»Pasé años fantaseando contigo, ¿sabes? La orden dorada completa parece compuesta por dioses de la Antigüedad. Todos me llamaban la atención. No sólo a mí ―aclaró con una sonrisa taimada en los labios―. Pero tú... Tú... No sé cómo explicártelo.
Milo suspiró. El agobio emocional que sentía empezaba a afectarle de otras maneras: se notó rígido y pesado. Levantó una pierna y la plegó frente a sí. La abrazó y apoyó la cara contra la rodilla, con los ojos cerrados. Trató de sosegar su ánimo para escuchar a Misty. O para dejar que lo arrojara al fondo del precipicio.
»Me parecías tan... gallardo. Tan seductor. Te veía y me calentabas la sangre. Me preguntaba cómo se sentía Camus entre tus brazos y deseaba saberlo, probarlo en mi propia piel... Pero era evidente que no tenías ojos más que para Acuario. Pasé años lamentando no haberme puesto en tu camino antes de que lo hicieras tu pareja. Lamentando no haberme metido en tu cama al menos una vez...
La voz de Misty bajó de volumen un poco. Aunque no había ira en su discurso, sí se traslucía un dejo de abatimiento.
Milo, cuya congoja lo hacía tan sensible a la zozobra de Misty, tomó la parte que le tocaba de ella. Sintió sus dedos clavarse en su propia piel, sus dientes apretarse. Saboreó el gusto metálico de la sangre al morderse la suave mucosa en el interior de las mejillas.
No deseaba escuchar aquello.
O mejor dicho: no deseaba enfrentarlo.
Pero había evadido a Misty por años escudado en su deseo de proteger a Camus y en la evidente falta de argumentos que disculparan su horrible conducta hacia Lagarto.
Lo que le había hecho había sido bajo y repugnante. No tenía modo de ofrecerle una compensación equiparable a la magnitud de la ofensa.
»Cuando la noticia de su rompimiento se extendió por el Santuario, yo no me lo podía creer. ¿Cómo era eso posible? Si tú parecías embrujado por él. Y él no parecía ver a nadie que no fueras tú. Ustedes... no sólo eran pareja, ¿sabes? Era evidente para todos que se adoraban. Camus era gentil, pero distante con sus hermanos de la élite, e indiferente con todos los demás. Contigo, sin embargo, era otra persona. Volcaba su alma y su corazón en ti...
Un nudo dolorosísimo se le formó en la garganta a Escorpio.
Creía que sólo él veía ese arrobamiento en Camus.
Ahora sabía que cada persona en el Santuario, y quizá en Rodorio, lo había notado.
Todos se habían dado cuenta de que había dañado a Camus. De una manera cruel.
Y aunque nadie más lo sabía, esa crueldad había recaído sin piedad y sin motivo en Misty.
La pena y la vergüenza por su comportamiento en aquella época le resultó asfixiante. Tanto, que empezó a respirar profundo, porque el aire no parecía llegar a sus pulmones.
Misty, sin mirarlo, siguió hablando. Escorpio lo oyó, aunque un pitido originado en sus oídos le distorsionaba la audición.
»Dejé que pasaran semanas y semanas antes de convencerme de que, en efecto, ya no tenías nada con Camus. Y sólo entonces me atreví a mostrarme delante de ti. Me gustabas, ¿entiendes? Me volvías loco. Quería dejar de imaginar, dejar de... sentir envidia. Quería saber lo que se sentía. Lo que sentía Camus cada vez que lo estrechabas. Cada vez que le hacías el amor...
―Camus... ―musitó Milo sin apenas darse cuenta.
La respiración, que le resultaba difícil, se le trizó. Sintió los labios adormecidos, igual que la lengua, las manos y los pies. El pecho atenazado por un dolor agudo. El aire se le escurrió por las fosas nasales: le causó la sensación de granos de arena lastimándole la garganta.
Una vorágine de oscuridad y vértigo se lo tragó justo antes de que su cerebro se apagara, antes de que su cuerpo cayera hacia el frente. Hacia el vacío.
Cuando volvió a tener consciencia, estaba recostado a la sombra de un árbol.
Misty le masajeaba las manos y le hablaba con un tono mesurado, dulce.
―No hables, Milo. Estás hiperventilado. Respira despacio. Todo está bien, lo estás haciendo bien, ¿entiendes?
―¿Por... por qué...? ―balbuceó el escorpión―. Pudiste... pudiste dejarme...
Cerró los ojos mientras se concentraba en respirar despacio. Escuchó la suave risa de Misty.
―Valiente psicólogo que estás resultando. Tienes un pésimo manejo del estrés. Nunca iré a terapia contigo...
Milo sonrió apenas, pensando en que Misty tenía razón: como psicólogo se moriría de hambre. Luego se le ensombreció el gesto y sintió un caudal de lágrimas desbordársele de los ojos.
―Lo siento ―gimoteó apenas―. Lo siento mucho... No te lo merecías... No... Perdóname... No puedo hablar... No debo... Lo siento...
Dejó que el llanto le fluyera con mansedumbre, en medio de sollozos casi imperceptibles de lo silenciosos que resultaban. Así pasó algunos minutos, llorando en la oscuridad que sus párpados cerrados le procuraban.
La piel de sus manos recibió un par de lágrimas ajenas, y al abrir los ojos vio que Misty también lloraba, con una apacible sonrisa en el rostro.
―Después de aquello, en tu templo, pasé semanas pensando que cuando te tuviera enfrente te insultaría y te golpearía hasta romperme los huesos de las manos. Pero entonces pasó lo de Camus. Y al ver tu dolor me atreví a pensar que te merecías lo que te pasaba ―el joven francés respiró profundo, para tomar aire―. Pero Camus... Camus...
―Camus era una muñeca rota, partida, destrozada ―sollozó el escorpión―. Él no... él no lo merecía...
―No. Él no lo merecía. Y francamente, tú tampoco. Así como yo no merecía aquello. O tal vez sí... Tal vez yo sí requería ese baño de realidad, ¿sabes?
Milo frunció el ceño, sin entender a qué se refería Misty. Éste lo miró a los ojos, con una seriedad aplastante.
»El corazón, Milo. El corazón no cambia de la noche a la mañana. Pasaste la mitad de tu vida prendado de Acuario. Y un día, ¿ya no lo amas?
»Entiendo... entiendo ahora que te sentías herido, devaluado, devastado. Lo entiendo recién ahora que te veo: tu enojo se debía a que deseabas dejar de amarlo, pero no podías. Yo creía que buscabas a otras personas porque ya habías apartado a Camus de tu vida... Nunca fui cercano a ustedes dos. No podía saber que te revolcabas con otros porque querías que él supiera que ya no te dolía... cuando en realidad lo único que sentías era dolor...
Milo sollozó fuerte y trató de incorporarse, pero al hacerlo la cabeza le dio vueltas y volvió a dejarse caer hacia atrás. Se cubrió los ojos con el antebrazo. Ni así lo soltó Misty.
»En el fondo, yo sabía que lo amabas. Que no podía ser de otra forma. Pero deseaba tanto sentir... deseaba tanto conocer... que me permití probar a alguien que yo sabía no era mío, y nunca lo sería...
Misty tomó aire. Milo supo que se controlaba para que la voz le resultara estable. Pero apenas podía conseguirlo.
»No me merecía esa afrenta, ¿sabes? Pero, en retrospectiva, me parece que no podía recibir otra cosa. Yo me puse en esa situación. Yo te busqué.
―Lo siento... Lo siento... No debí...
―No. No debiste. Y yo tampoco.
Permanecieron en silencio un rato. Milo tranquilizó su ánimo lo suficiente para atreverse a despejarse el rostro y mirar a su compañero. Éste permanecía sentado a su lado, sin intenciones aviesas.
―Te pido perdón ―dijo Escorpio desde el suelo. Se incorporó despacio. Tomó el mentón de Misty con sus dedos índice y pulgar, para que lo mirara. Le besó la mano que aún tenía aferrada a su diestra―. Te pido perdón, aunque sea poca cosa para la ofensa que recibiste. Es todo lo que me atrevo a ofrecerte, pero te lo ofrezco de corazón.
»Si deseas otra cosa de mí... trataré de otorgártela. Pero sólo si resulta sensato y si con ello no ofendo a Camus, a ti, a mí mismo, o a alguien más. No puedo explicártelo. Pero mis acciones ahora mismo... están limitadas. Ahora mismo temo hacer daño, con mis acciones y mis palabras. Temo hacerte daño sólo por hablarte...
Misty le sonrió. Se limpió la humedad que las tenues lágrimas había dejado sobre su piel.
―Te perdono. Eso me basta y me conforta: que me pidas perdón. Ya he recibido de ti lo que me era dable recibir... para bien y para mal. También te pido perdón: no debí tomar lo que no era mío.
»No me volveré a cruzar en tu camino. Te pido que tú tampoco te cruces en el mío. Eres afortunado porque Camus te ame tanto. Y él es afortunado de que lo ames así: con tanta intensidad, que termines desmayado por su ausencia...
Milo bajó la vista, con tristeza, y asintió en medio de una sonrisa melancólica.
»Te deseo paz, Milo ―dijo Misty con voz dulce, en medio de una sonrisa apenas insinuada y el amago de levantarse―. Cuídate y cuídalo.
Milo lo buscó con la mirada y trabó sus ojos en los de él. Sostuvo la mano de Misty contra su corazón, que latió con una fuerza que reverberó en sus músculos. Sintió que esa fuerza retumbaba en su voz.
―Que la paz ilumine tu sendero. Que los dioses te sonrían. Que la existencia sea suave para ti. Que la luz sea brillante y la oscuridad efímera. Que tu vida sea próspera. Que la muerte sea una amiga benévola cuando llegue a tu puerta. Sé feliz.
Misty se le quedó viendo, pasmado: aquellos ojos eran de un azul tan profundo y brillante que parecían una ventana al cielo, una ventana que miraba cosas que nadie más podía ver.
Lagarto sintió que las lágrimas bajaron raudas por sus mejillas.
Le sonrió al hombre que le apresaba la mano: de pronto le pareció imponente.
El corazón se le revolvió con emociones distintas e intensas: predominaban la sorpresa y... un respeto reverencial.
―Gracias ―murmuró.
Y se puso al fin de pie. Y se fue sin mirar atrás.
Milo, cansado, se recostó otra vez en el suelo en cuanto la figura de Misty se desvaneció entre los árboles. Cerró los ojos.
¿Qué había hecho? Porque había hecho algo, aunque no supiera qué.
El cuerpo, que aún le resultaba pesado después de su episodio de hiperventilación, se relajó. Sintió el viento refrescar. La luz decaer.
Escuchó una voz.
―Tu padre dice que las palabras, en tus labios, son poderosas. Y los verbos lo son especialmente. Que te fijes en qué es lo que comandas.
Abrió los ojos.
Era noche cerrada.
Hypnos estaba sentado junto a él. Tenía entre las manos una hoja seca, que seguro había tomado del suelo.
La estudiaba como si fuera el objeto más interesante de la creación.
A Milo le hizo gracia.
―¿Eso es lo que debo hacer? ―dijo el joven rubio desde los brazos de la Tierra―. ¿Fijarme en las órdenes que doy? ¿Nada más? ¿Eso lo arregla todo?
El dios de Sueño le dirigió una mirada oblicua. A Milo le pareció que puso los ojos en blanco.
―No, Milo. Eso no arregla nada. Y eso no es todo, por supuesto. Pero no tengo ni idea de cómo hacen su trabajo tu padre y tus tías... y no quiero saberlo nunca. Simplemente, te he pasado el recado que te envía tu padre. Nada más.
Milo dejó que una sonrisa juguetona le adornara el rostro. Le habló en un tono un tanto burlista.
―¿Recado? ¿De mi padre? ¿Cómo así? ¿Ahora eres su recadero?
Hypnos sonrió, alegre.
―Oye, se es lo que las circunstancias exigen... ¿Crees que me negaría a algo que tu padre solicita? No estoy loco. Ni soy tonto...
La sonrisa de Milo se ensanchó y una suave risa brotó desde su pecho. Pero la sonrisa pronto se le borró y el gesto se le tornó taciturno. Hypnos lo miró con simpatía.
»Ya se dará tiempo tu padre para hablar contigo de manera más... formal. Por ahora, recibe el consejo que te envía. Y empléalo de la mejor manera que puedas.
»Lamento que te sientas tan abatido. Me parece que Camus no se siente mejor que tú. Es una pena. Espero que entiendas que esto es difícil para ambos. Y que tu dolor lo lastima a él.
―Su dolor me lastima, ¿sabes? Y ni siquiera necesito contemplarlo para ello. Sólo de imaginarlo me duele.
El dios de la estrella dorada asintió en silencio, reflexionando en las palabras del escorpión. Al final, habló:
―Pues deja de imaginarlo y sábete que es real: los dos sufren. Pero creo que si te aferras a tu dolor, ambos sufrirán todavía más.
―Entonces, según tú ―dijo Milo con ironía ―, si decido dejar de sufrir, ¿ambos seremos felices?
Hypnos se volvió para verlo de frente. Sonreía de manera pícara y sus ojos de oro líquido, aunque alegres, tenían un leve dejo de amenaza.
―No, zoquete. No dejarán de sufrir sólo porque lo decidas. Lo que quiero decir... es que dejes de pensar en que no lo tienes contigo ahora. Debes tener presente que él volverá. Que no puede mantenerse apartado de ti para siempre.
El Sueño se sonrió con socarronería.
»Cuando lo tengas de nuevo a tu lado, el dolor se irá.
―Y regresará cuando se vaya de nuevo... ―dijo Milo, invadido de melancolía.
―Milo... la felicidad es efímera ―pronunció Hypnos despacio, con cuidado―. Por eso es tan valiosa. ¿Acaso la alegría de ver a tu sýzygos no vale la espera? ¿Debes enturbiarla intensificando tu dolor y el suyo?
Milo se observó las manos. Sonrió con lo que a Hypnos le pareció un destello de esperanza.
―Vale eso y más... Gracias por hacérmelo notar. Por el acompañamiento...
El dios del Sueño asintió, con gesto amable.
―Por nada. Para eso es la familia.
Milo meditó aquellas palabras. Sonrió.
»Las cosas mejorarán, Milo. Ten paciencia. Sé cuidadoso. Y ya no angusties a tus hermanos.
―¿Qué? ―inquirió el escorpión, sorprendido.
Un zarandeo violento le hizo abrir los ojos de golpe, asustado. Lo primero que vio fue el rostro furibundo de Aiolia.
―¡Shura! ¡Aquí está el maldito idiota! ¡Avisa a todos que lo hemos encontrado y que pueden ir haciendo fila para patearle las bolas! ¡Pero yo voy primero!
Shura se apersonó a un lado de Aiolia y le dedicó a Milo una mirada de reproche tan intensa, que el joven rubio tragó saliva.
Miró a su alrededor. Era noche cerrada. Tal vez madrugada, pues el suelo empezaba a recibir el rocío nocturno. Y el frescor se había trocado en frío evidente.
Tiritó un poco.
―¿En qué pensabas, imbécil? ―le escupió Aiolia― ¿Tienes idea de lo que me ha pasado por la cabeza? ¡Que te habías matado! ¡Que te habías tirado del maldito acantilado! ¡Al maldito acantilado! ¡Has estado tan depresivo que me haces temer lo peor, idiota!
Milo puso cara de desagrado total e intentó hablar. Pero cerró la boca de inmediato.
»Sólo porque Kyría, Poseidón y Hades han asegurado que estabas vivo es que no he organizado una partida para buscar tu cuerpo flotando en Cabo Sunión... ¡Arghhh! ―gritó el león jalándose los cabellos― ¡Pero qué desesperante eres!
―Aiolia ―dijo Shura tratando de apaciguarlo―, Aiolia, ya cálmate. Milo está bien. Se quedó dormido. No midió el tiempo. Eso es todo.
El león dorado miró al escorpión, iracundo.
―¿Por qué ocultaste tu cosmos, cabeza hueca? ¡Me asustaste! ¡Me asustaste mucho!
Milo frunció las cejas.
―¿Eso hice?
Por un momento, pareció que Aiolia iba a vomitarle encima todos los insultos conocidos y por conocer. Pero en lugar de eso, los ojos se le pusieron brillantes.
Milo se alarmó y en el acto lo abrazó. Amable, pero firme.
»Lo siento, Aiolia. Lo siento, Shura. De veras que sí. No vol...
El joven apretó los labios con fuerza, causando la sorpresa de sus dos hermanos.
»Seré más cuidadoso. Lo seré. Y de verdad lo siento. No quise preocuparte. Ya bastante tienes con Aiolos como para que me atiendas a mí también...
Aiolia suspiró. Bajó levemente la cabeza y se limpió la humedad que empezaba a aflorar en su mirada.
―Está bien. Perdona... por exaltarme. De veras me preocupé. Nos preocupamos. Vámonos, por favor. Que nuestros hermanos te vean.
Milo sonrió.
Asintió.
Empezó a caminar.
Unos momentos después, tuvo a Aiolia y a Shura, uno a cada lado, flanqueándolo.
―¿Qué hacías acá? ―preguntó al fin el español―. Creímos que estabas encerrado en la biblioteca de Camus, hasta que el Patito nos preguntó en casa de quién estabas. Pasó a Escorpio a ver si necesitabas algo y no te encontró.
―¿Cisnito fue a buscarme? ―preguntó Milo, con la voz mezclada de extrañeza y diversión.
A Shura le hizo gracia el mote.
―Sí, sí. Cisnito fue a buscarte. Si él no pregunta...
―Hubieras dormido a la intemperie ―gruñó Aiolia.
―Sabemos dormir a la intemperie ―acotó Milo con amabilidad.
―Lo cual no significa que debas hacerlo justo ahora, que estás en recuperación... y vulnerable. Tarado. ¿Qué hacías?
Milo se lo pensó un momento. ¿Qué había estado haciendo, además de autocompadecerse?
―Pedí perdón.
Leo y Capricornio lo miraron, suspicaces.
―Ya veo ―intervino Shura con suavidad―. ¿Conseguiste que te perdonaran?
―Creo... que sí. Me perdonaron. Y me perdoné. O eso me parece...
El español sonrió y le alborotó el cabello al escorpión, quien respondió con risas suaves y manoteó para detenerlo.
―Me alegra, Milo. No es poca cosa perdonarnos a nosotros mismos. Doy fe de ello.
―Sí, sí ―deslizó Aiolia con algo de impaciencia―, a mí también me alegra que hayas resuelto lo que sea que tuvieras sin resolver... Pero no vuelvas a espantarme, idiota...
―Lo intentaré. Por favor, discúlpame. Por la mañana... te acompaño a ver a Aiolos, ¿de acuerdo? Así me reivindico, ¿va? Estaré contigo cuando despierte, así será.
Aiolia lo miró con expresión entre ofendida y entristecida. Shura simplemente suspiró, melancólico.
―No bromees con eso, Milo. A estas alturas, no sé si mi hermano va a despertar alguna vez.
Milo lo estudió a detalle. Le pasó un brazo por los hombros y lo atrajo hacia sí para besarle la frente. Aiolia le puso las manos en el pecho y lo alejó, con gesto de fingida repugnancia.
―¿Qué necedades dices, Simba? ¡Por supuesto que despertará! ―exclamó el rubio, alborozado―. De otro modo, ¿cómo llegará a decano en la universidad? ¡Seguro que el muy nerd descubre nuevas nebulosas! Se casará con Saga y adoptarán un montón de huérfanos. ¡Ya verás! Te llenará de sobrinos.
Aiolia sonrió, con la alegría todavía oculta en la comisura de los labios.
―¿Tú crees, alacrán?
―Por supuesto ―aseguró Milo con una sonrisa pletórica―. ¿Por qué habría de ser de otro modo?
𝙻𝚘𝚗𝚍𝚛𝚎𝚜, 𝚙𝚘𝚛 𝚕𝚊 𝚖𝚊ñ𝚊𝚗𝚊
Rhys se restregó los ojos, que le escocían.
No pudo impedir el bostezo profundo que se le escapó en cuanto el túnel abierto por la Another Dimension de Kanon desapareció de la sala de su casa, en Pimlico.
La noche, luego de la visita de la dama Lákhesis, había sido tortuosa para todos. Y cada quien la sobrellevó como pudo.
Rhadamanthys la había pasado tendido en el lecho del gemelo menor, en el Templo de Géminis.
Si antes había tenido la sospecha de que sentía por aquel hombre algo más que lujuria, haber transcurrido una noche consolándolo, aferrándolo contra su pecho cada ocasión que lo sintió estremecerse de llanto silencioso, le dio la certidumbre de que lo amaba.
A Rhys no se le había ocurrido que Kanon pudiera sentirse afectado hasta ese nivel por el incidente con la Moira. Pero el juez que habitaba en él reflexionó sobre el caso: haber sido perdonado por Athena, aceptado entre los santos dorados como uno de ellos, había significado para su amante la redención completa de sus faltas.
Así las cosas, era un hecho que aquello que percibía como la humillación de su diosa, le dolía en el alma.
A la larga, Kanon, vestido apenas con un bóxer deslucidísimo y una camiseta agonizante de tan vieja en la que se alcanzaba a leer muy apenas Misfits, se quedó adormecido entre los brazos tibios del antiguo enemigo. Aquel de quien se había enamorado.
Para Rhadamanthys, el despuntar del alba trajo consigo una orden de su Señor Hades: lo llamaba a comparecer ante su presencia en compañía de sus dos hermanos.
Al momento de levantarse, no le quedó otro camino que despertar también a Kanon.
―Kanon... ―dijo deshaciendo el abrazo que lo mantenía fundido contra su pecho.
―Mmmhhhjjj... ―farfulló el gemelo.
Rhadamanthys puso los ojos en blanco. Nunca había tenido la necesidad de despertar a alguien por la mañana.
¿Cómo se hacía eso?
―Oye... oye, Kanon ―repitió en medio de un bostezo mientras sacudía a su pareja de cama con algo de rudeza―, anda, levántate.
―Ya... sí... ahora. Ahora me levanto ―masculló Kanon con voz pastosa y abrazándose a su almohada.
Un largo ronquido sucedió la acción del gemelo. Rhadamanthys respiró hondo y se preguntó si Kanon se tomaría muy a mal si le vaciaba un vaso con agua encima.
―Hey, Kanon... Kanon... anda, levántate ―Rhadamanthys unió las sacudidas unas cuantas palmaditas en las mejillas del durmiente, quien manoteó un poco―. Anda. No me gusta joderte el sueño luego de la noche que pasamos, pero debo adecentarme. Mi Señor me llama.
El gemelo menor se incorporó dando un bostezo digno de documental del reino animal. Se rascó la cabeza, desmañado.
―Ya... ya... Está bien. Te acompaño. Quiero ver a Kyría.
Rhadamanthys suspiró, mientras dedicaba una caricia leve a su pareja.
―Tu dama está bien, Kanon. Pasó la noche acompañada de mi Señor y del tuyo, eso sin contar con que Shion y Dohko seguro que no se le separaron. Tengo la certeza de que fue debidamente contenida.
―Me da igual. Iré de cualquier forma. Quiero... quiero verla. Sólo eso. ¿Entiendes?
Rhadamanthys destiló dulzura en la mirada que dedicó a Kanon. Pensó en la confianza absoluta que implicaba que aquel guerrero rebelde y orgulloso se dejara ver por él en sus facetas más íntimas y vulnerables. De pronto, se sintió privilegiado de poder verlo en su andrajosa ropa para dormir, de valorar la ternura que desbordaba su corazón por la damita y por sus hermanos.
Qué distinto era ese Kanon del guerrero al que se enfrentó en combate a muerte.
O tal vez no era distinto en absoluto.
La misma entrega y generosidad que lo llevaron a afrontar aquella batalla final, armado tan solo de su valor sin parangón, era la que se le revelaba ahora en sus afanes por proteger a su familia.
Lo adoró. Así, simple y llano.
Apoyó su frente en la del gemelo, restregó su nariz en aquel rostro amado y le depositó un beso devoto en los labios. Kanon lo correspondió al instante, en medio de una sonrisa.
―Basta... tengo mal aliento...
―Yo también ―dijo el juez en medio de una sonrisa ladina―. Pero eso se arregla con dentífrico. Anda, si vas a venir, es mejor que te apresures.
De ese momento al de la entrevista con su señor, transcurrieron no más de quince minutos.
La dama Athena, que lucía muy buen semblante, los recibió a ambos con una sonrisa.
Debía ser del todo consciente de la preocupación de Kanon, porque lo primero que hizo fue abrazarlo cariñosa, y permitir que su Santo de Géminis la estrechara, como el hermano celoso y protector que era.
Luego los invitó a desayunar.
En la mesa ya estaban presentes Hades, Poseidón, Shion y Dohko, acompañados de Minos y Aiacos.
Rhadamanthys suspiró imperceptiblemente y dejó salir la frustración de ser los últimos en llegar: como buen inglés que era, llegar tarde no le resultaba nunca una opción viable.
―Ah, Kanon querido, qué gusto que hayas venido también. La verdad es que contaba con que acompañarías a nuestro apreciado juez ―dijo la joven con una sonrisa diáfana y un tanto pícara mientras se colgaba del brazo que el menor de los Géminis le ofreció.
Tanto el dragón marino como el guiverno se abochornaron con la implicación de aquellas palabras.
―Ya que estamos todos juntos ―empezó Hades con pausada solemnidad―, debo informarles que es mi deseo que desde este momento, pongan en marcha la fase de averiguación previa del caso que nos interesa.
Athena tomó asiento junto a Poseidón, quien le dedicó una amorosa sonrisa y le tomó, delicado, la manecita marfileña que besó con ferviente sentimiento.
Rhadamanthys se revistió de su seriedad habitual, esa que le resultaba tan natural y que no tenía relación con su dignidad de Alto Juez del Inframundo.
―Por supuesto, mi Señor. La iniciaremos de inmediato. Ya conocemos a grandes rasgos los hechos de boca de Camus. Ahora procederemos a entrevistar a detalle a todos los involucrados y reunir las pruebas pertinentes. Fijaremos nuestro centro de trabajo en el templo que se nos indique.
―En tu casa, Rhadamanthys. En Londres ―soltó Hades sin inmutarse―. Quiero que tú y tus hermanos se sientan enteramente tranquilos, y me parece que tu residencia es un buen lugar para ello. A menos que deseen trabajar en Caina, Antenora o Tolomea, por supuesto. Incluso pueden ir a Giudecca.
Los tres jueces mostraron un semblante sereno, pero Hades, que los conocía perfecto, notó el desasosiego en sus espíritus.
Kanon no ocultó ni por un instante su repelús y frunció de manera inequívoca el ceño.
El Señor del Inframundo se permitió el lujo inusitado de mostrar el corazón: sonrió, discreto.
»Sin embargo, me parece que a tu pareja le gustará más permanecer a la luz del sol... incluso el de un lugar nublado como tu terruño.
Hades bebió un sorbo de su taza de café y cerró los ojos, para entregar al Wyvern y al Dragón Marino el exiguo consuelo de no ser contemplados en su bochorno.
Continuó de inmediato:
»Y a decir verdad... me da curiosidad tu ciudad. La visitaré. A Perséfone le gustará recorrerla también. No te preocupes por tus conciudadanos: conservaré el mismo glamour del que me he vestido aquí para no afectar a ninguno.
Rhadamanthys tragó saliva.
―Mi... ¿Mi Señora Perséfone? ¿Mi Dama, en mi hogar indigno?
―Tu hogar no puede ser indigno, Rhadamanthys. Nos gustará visitarlo. Si nos concedes hospitalidad, claro está.
Rhadamanthys de Wyvern, Alto Juez del Inframundo, palideció ante la sola idea de negarle algo a su Señor.
―Mi Señor ―dijo el juez con voz fluctuante por la emoción―, todo lo que soy y lo que poseo te pertenece. Eres bienvenido en la casa de mis mayores.
―Espléndido ―respondió el Señor del Inframundo―. Como ya contaba con tu buena voluntad, me he tomado en días pasados la libertad de ordenar que en tu hogar se realicen algunas adecuaciones que resultarán de tu agrado.
―Y puesto que este caso concierne al Santuario, debido a que Camus y varios de sus hermanos han sido atacados por Skade y su familia, he decidido que Kanon será nuestro enlace con los jueces ―añadió Athena, con su vocecita musical.
El Santo de Géminis menor tuvo el detalle de mostrar su inconformidad resoplando y tensando el gesto.
―¿Cómo dices, Kyría? ―cuestionó Kanon, un tanto dolido―. ¿Me separarás de ti en este momento en que tus guerreros desean brindarte su fuerza?
―En tu fuerza me apoyo, Kanon queridísimo. Eres Santo de Géminis. Puedes ir y venir a tu antojo entre dimensiones. Puedes llevar y traer a los jueces a donde sea necesario. Puedes poner tu intelecto al servicio de esta causa. Tú rescataste a Camus de su tumba helada: ¿no deseas hacerle justicia?
Kanon inclinó la cabeza con pesar: recordar el incidente atroz que casi costó la vida de Acuario siempre le traía dolor a su alma.
―Además, sigues siendo mi Dragón Marino ―refunfuñó Poseidón―, y como ese par de lunáticas se metió con Krishna, exijo que hagas todo lo necesario para que yo pueda legítimamente arrancarles la piel.
―Querido ―musitó Athena―, modérate.
―Entonces ―se atrevió a intervenir Kanon―, ¿voy comisionado por los dos?
―¡Qué bien que lo has entendido pronto! ―asintió Poseidón―. Cualquier cosa que los jueces necesiten del Santuario o de la Atlántida...
―La proporcionarás, sin hesitar y sin dilación ―completó Athena la frase.
―Partirán en cuanto terminen el desayuno. No se demoren mucho en las despedidas. De cualquier forma, irán y vendrán todo el tiempo ―concluyó Hades con una cabezada formal.
»Prepárense: el juez que he convocado es duro de roer. No perdonará ninguna flaqueza, ni de nosotros, que hemos de ser los fiscales, ni de la defensa.
El flamante equipo conformado por los tres jueces y el menor de los Géminis cambiaron miradas furtivas y asintieron. Dieron sorbos dubitativos a su café y atacaron sus alimentos.
Así fue que dejaron el Santuario a las 10:00 de la mañana para aparecer en Londres a las 8:00.
Y lejos del lugar descuidado que Rhys esperaba encontrar, se dio de bruces con una casa reluciente de limpia y ordenada.
Incluso con el acogedor aroma del desayuno flotando en el ambiente.
Kanon arrugó la nariz con suspicacia. Llevaba su precaria maleta deportiva con sus mudas de ropa colgada de un hombro. Deslizó una mirada interrogante a su pareja.
―¿Qué no se supone que vives solo, Rhada? ―cuestionó el gemelo con retintín en la voz.
Minos y Aiacos fruncieron los ojos y los labios mostraron una sonrisa torcida. Rhys evidenció su contrariedad mostrando los dientes y siseando.
―No lo llames así, Kanon, que te molerá a golpes ―hipó entre risas divertidas Aiacos.
El guiverno se acercó al estante donde reposaba el whisky y se sirvió una pequeñísima ración que paladeó con la intención de disimular su disgusto. Dio un par de pasos elegantes y se sentó en su sillón.
―Nada de Rhada. Mi madre me llamó Rhys y en su casa es el único nombre al que pienso responder.
Kanon se encogió de hombros y dejó caer su maleta como si tal cosa, en el suelo. Se sentó en uno de los reposabrazos del sillón de Rhys, sólo por exasperarlo. Arrebató el vaso de su pareja y lo apuró de un trago. Rhys apretó los párpados y observó al gemelo por una rendija, con franca agresividad.
―Como quieras, Milord ―respondió Kanon con una socarronería que retaba la magra paciencia de Rhys―. Igual insisto en lo obvio: ¿qué no vivías solo? ¿Tienes servidumbre...?
―No. No tengo servidumbre. Puedo atenderme solo... ―masculló el juez.
Minos se sentó displicente en un sillón enfrente del de su anfitrión. Jaló a Aiacos de una muñeca para acercarlo y recibirlo en sus rodillas. Allí, sentado, le plantó un beso profundo y sentido, que Aiacos correspondió mientras acariciaba el cuello y el cabello del albino.
Una pareja sólida, pensó Rhys al contemplar la naturalidad con que sus hermanos se demostraban lo profundo de su sentir. No los envidió, pero se preguntó si él y Kanon serían capaces de consolidar su relación.
Deseó que fuera así mientras se levantaba y se dirigía hacia la cocina, para averiguar quién era el responsable de aquel desayuno que se hacía notar sin ápice de discreción.
Anduvo algunos pasos cuando, del vano de la puerta de aquella dependencia de la casa, al final del pasillo, una persona salió de la cocina con el celular en la mano.
Rhys se quedó estático en su lugar. Helado. Como si Camus lo hubiera envuelto de nuevo en sus vientos gélidos.
―¡Ah, Rhadamanthys! ―exclamó una voz bonita mientras se acercaba sin dilación―. ¡Al fin llegas! Ya estaba yo preguntándome cuándo pensabas dignarte a venir a tu propia casa...
Minos y Aiacos se levantaron del sofá como si una aguja les hubiera picado el trasero y miraron con una mezcla de recelo y azoramiento a aquella persona. Rhys boqueaba como un pez que ha sido cruelmente arrancado del océano.
―Pero... pero... ¿qué haces aquí?
La joven, con una sonrisa plácida adornándole los rasgos lindísimos, iba a responder al dueño de la casa cuando una llamada entró al celular.
―Por favor, concédanme un momento ―dijo la muchacha dirigiéndose a los sorprendidos jueces y al gemelo para, de inmediato, colocar el aparatito en su oreja―. ¿Sí, amor? ¿Ya vienes? ¡Qué bueno! ¡Estoy a nada de concluir con la misión que mi Señor me encomendó! Tan sólo permíteme hablar con Rhadamanthys, me tomará unos minutos más.
La muchacha cerró la comunicación, guardó el celular en el pequeño bolso que llevaba cruzado por un hombro y dedicó su atención a aquellos hombres, que la miraban con distintos grados de incredulidad.
Y desconfianza.
Les sonrió alegre y se colocó un mechón de cabellos negros detrás de la oreja. El gesto la hizo parecer una colegiala cándida e inexperta.
―¿Qué... qué haces aquí, Pandora? ―balbuceó Rhys sin apartar la mirada de la muchacha.
Pandora adelantó unos pasos hasta quedar frente a Rhys. Cuando sintió el cosmos de éste ponerle una sutil barrera, inclinó la cabeza a un lado, comprendiendo que los jueces, y en particular Rhadamanthys, guardaban un mal recuerdo de ella.
―Ah, pues... mi Señor Hades me pidió que me hiciera cargo por ti de unos cuantos asuntos y eso he hecho. Aprovechamos que mi pareja hacía una breve estancia de intercambio ordenada por su universidad y... ya está. Misión cumplida.
―¿Pareja? ―cuestionó Minos, asombrado.
El juez de los ojos ámbar la miró como si fuera extraterrestre; el nepalés se rascó la barbilla, como considerando seriamente aquella posibilidad y el guiverno sintió cómo uno de sus párpados se estremecía en un tic.
Pandora, ¿con pareja?
Compadecía al pobre desgraciado.
Ella pareció leerle el pensamiento, porque sonrió pícara.
―Sí, pareja. No pensarás que yo he podido hacer esto sola, ¿verdad? ―respondió risueña, mientras se señalaba el vientre discretamente abultado.
Kanon miró fijamente el bultito en el estómago de la muchacha y comentó, sin pelos en la lengua:
―Pues existe la inseminación artificial, que si bien requiere apoyo médico, ciertamente sí que te dejaría sola en este chiste.
La imagen de una Pandora más joven e iracunda, haciendo uso de su báculo de poder contra él, hizo su aparición en la mente de Rhys, cuyos músculos se tensaron en preparación para la defensa de Kanon.
Éste no movió ni una pestaña: aquella grosería le había salido del alma.
A veces, en sus sueños (por lo general tormentosos), Rhys evocaba risas de un pasado remoto y ocasionalmente feliz. Casi siempre eran de su madre, pero también se le deslizaban aquellas que él, en compañía de unas poquísimas amistades de la infancia, había proferido en algún momento de alegría.
Una risa similar, cantarina y de acento infantil, llenó la estancia.
Pandora reía, divertida ante la gracia que Kanon había hecho a costillas suyas, sujetándose el delicado vientre.
―Sí, sí, ya sé que la inseminación artificial existe. Pero este bebé ha sido hecho por el método tradicional: artesanalmente y con amor.
»Escucha, Rhadamanthys, y así me tendrás menos tiempo hollando tu hogar. El Señor Hades me ha explicado que los tres están metidos en un caso importante, en alianza con el Santuario y la Atlántida. Y que esta casa será su centro de trabajo. Incluso que él y la dama Perséfone piensan venir de cuando en cuando a ayudarlos. Había que preparar este sitio para recibirlos, como podrás imaginar.
»Dice que necesitarán apoyo especializado. Y resulta que tenía bien localizada a la persona ideal para ello. Así que vine, me encargué de poner tu casa en orden, de procurar que tengan a mano insumos y contraté al personal necesario.
Rhadamanthys y los jueces guardaron silencio. De nuevo, el tono del celular de Pandora se hizo escuchar. Ella puso los ojos en blanco y sonrió, divertida.
―Perdona, Rhadamanthys. Tengo un marido que se ha vuelto posesivo por mi embarazo. Por favor, vayan a la cocina a reconocer a su ayudante. Mientras, tranquilizaré a mi amadísima fiera. ¿De acuerdo?
Rhys se dirigió con paso prevenido hacia la cocina. ¿Quién estaría allí? ¿A quién había llevado Pandora? ¿Harpía, Balrog, Esfinge? ¿Los tres?
La voz de Pandora contestando el teléfono se escuchó indistintamente: "¿Sí, amor? ¿Qué? ¡Como si necesitara un arma! ¡Aún tengo la lengua afilada...!"
Cuando el joven rubio llegó a la entrada de su cocina, Kanon, Minos y Aiacos iban pegados a sus espaldas, carcomidos por la curiosidad.
Fue a Rhys, sin embargo, a quien la curiosidad le pasó la factura. Abrió unos ojos enormes. Y la boca, sorprendido.
Kanon observó a su amante con expresión suspicaz. Si el juez continuaba manifestando así su desconcierto, terminaría con la mandíbula contracturada.
―¿Señorita Thorn? ¿Marguerite? ¿Tú aquí?
Rhys al fin avanzó hacia el interior de la acogedora cocina, seguido de su pareja y hermanos.
Cuatro miradas de distintos matices se fijaron en la figura de aquella mujer, desconocida para casi todos.
Rhys pudo contemplarla en una faceta que no le conocía: Marguerite llevaba el cabello gris recogido en una coleta a la altura de la nuca, y de los lóbulos de sus orejas pendían sus discretos aretes de perla. Vestía un par de jeans que le llegaban justo a los delgados tobillos y calzaba un par de sencillas zapatillas de descanso.
Kanon, por su parte, se prendó de ella de inmediato: aquella mujer llevaba una camiseta muy bien conservada de Deep Purple.
Pero ella la hacía lucir como una prenda fina.
En cuanto vio a Rhys, Marguerite dibujó en su rostro una sonrisa hermosísima, que se reflejó en el brillo de sus ojos. Dejó sobre la hornilla recién apagada la cacerola con el porridge y se acercó a su amigo, toda sonrisas y miradas amorosas. Lo tomó de los hombros con delicadeza y lo evaluó un momento, como si lo viera más crecido o cambiado.
―¿Qué clase de accidente sufriste, Rhys? ―dijo la Marguerite llevando las manos al rostro de su amigo y analizando la marca casi desvanecida de su herida en la frente―. Me alegra que te atendieras como es debido. No esperaría menos de ti, que eres tan prudente y metódico.
―¿Prudente y metódico? ―repitió Kanon con incredulidad.
Aiacos le soltó un codazo en las costillas que lo hizo guardar silencio.
Rhys ni lo había escuchado: miraba arrobado a Marguerite, a su señorita Thorn, y colocó su diestra sobre la mano que su amiga había abandonado en su mejilla. Marguerite continuó:
―Tu pequeña amiga me ha explicado que te encontrabas en una suerte de... misión, y que al volver me necesitarías. Y como dispongo de mi tiempo, venir y cuidar de ti me ha parecido más que bien...
El ambiente de la habitación sufrió un cambio ostensible, como si se hubiera llenado de electricidad y el aire se hubiera vuelto más espeso. Las cejas de Rhys no podían estar más juntas, pero el ceño se le ensombreció.
―¿Estás desocupada? ¿El infeliz de Dacre te ha despedido? ―rugió Rhys, cabreado―. ¡Malnacido! ¡Ya me escuchará ese pedazo de idiota!
Pandora, recién llegada a la cocina, con el celular todavía en la mano, sonrió torcido, y ese simple gesto hizo que su rostro luciera malévolo.
―No veo cómo pueda escucharte el tipejo ese sin orejas funcionales, pero bueno, puedes desgañitarte si eso te hace sentir mejor...
Por un momento, aquella sonrisa oblicua y las palabras maliciosas hicieron que Rhys y sus hermanos recordaran a la Pandora letal y sanguinaria de la época de la Guerra Santa. La Pandora que recordaban vívidamente.
Los tres tragaron saliva.
La joven distendió el gesto casi de inmediato y su rostro volvió a mostrarse sereno y risueño.
»Escucha, Rhad... Rhys. La querida Marguerite te explicará con detalle qué pasó con el enano espiritual ese que fue tu jefe y la razón por la que ahora ella se encuentra a tu servicio. Sabe a grandes rasgos la naturaleza de tu misión y quién es Nuestro Señor. Quiero que sepas, a pesar de la cara de susto que acabas de poner, que no le ha sorprendido en absoluto nada de lo que le he contado...
Marguerite le sonrió. Le palmeó ambas mejillas con cariño.
En otra circunstancia, Kanon habría renegado de la confianza que aquella mujer mostraba para con su amante. Pero era evidente que esa cercanía nacía de un afecto desinteresado.
Más tendiente a lo filial.
Para Kanon fue claro que, después de todo, Rhys sí tenía a alguien semejante a una mamá.
―Siempre me pareciste muy severo para tu edad, Rhys. Lo que me ha contado Pandora me explica muchas cosas ―deslizó Marguerite con su tono medido.
»La noche en que te retiraste del bufete, Dacre salió tarde. Aparentemente, un ladrón de poca monta intentó quitarle el portafolio y como se negó, le disparó a quemarropa. Me cuentan que un tiro le perforó un pulmón y que el otro, en el estómago, le causó mucho dolor. Tuvo una larga agonía.
»En fin. Cualquiera que fueran sus pecados, los pagó con esa muerte miserable.
El gesto de Rhys adquirió una severidad que Marguerite no le recordaba de antes.
―Créeme que no ha pagado nada de nada con eso, Marguerite. Ya averiguaré luego qué fue de ese descastado y dónde encontrarlo para que reciba lo que le toca.
La tensión de Rhys se aligeró cuando el sonido agudo del timbre llegó hasta la cocina.
Acostumbrado a su vida solitaria y a depender en exclusivo de sí mismo, Rhys se dirigió en automático a la puerta para abrir.
Su mente maquinaba la clase de condena que, si llegaba a tener la oportunidad, impondría sobre Dacre por todas y cada una de las pequeñas villanías con que había envenenado tantas vidas.
Incluyendo la de su madre.
Se quedó de una pieza al abrir la puerta: Ikki de Fénix, en mezclilla, camisa informal y chaqueta de lona, esperaba cruzado de brazos y cargando displicentemente su peso sobre una de sus piernas. El mismo gesto arisco que le recordaba del pasado se mostraba en sus rasgos, como tallados en piedra.
El muchacho clavó su mirada torva en los ojos del juez, como queriendo traspasarlos. Torció la boca y frunció la nariz, como si oliera algo desagradable. Un gruñido nacido de sus entrañas se dejó oír antes que su voz barítona.
―¡Pandora! ― graznó de mal humor.
Pandora, con una sonrisa radiante, se deslizó junto a Rhys para abrazar, mimosa, a Ikki. Éste la recibió con suavísima presión y, amoroso, acarició aquel vientre apenas insinuado. Le besó la frente con una ternura impensable en él y le colocó un mechón de aquel cabello negrísimo detrás de la oreja.
»Vámonos.
La joven, radiante, asintió. Se volvió un momento y agitó la mano para despedirse de los jueces, quienes miraban azorados a su antiguo enemigo.
Claro. Quién más iba a acercarse a Pandora a sabiendas de quién era y cómo se las gastaba.
Kanon se apareció junto a Rhys casi en cuanto salió Pandora. Se quedó flanqueando al juez y al ver el gesto de Ikki, no dudó en tomar al juez de la cintura para respaldarlo.
El Fénix frunció el ceño. Miró a uno y otro un par de veces.
Una sonrisa cínica afloró a sus labios delgados.
»¿En serio?
Kanon se encogió de hombros.
―No eres el más indicado para juzgar eso ―gruñó.
Ikki caviló un instante en aquellas palabras. Asintió en silencio y con una sonrisa dura perfilada en su rostro, levantó la diestra en señal de despedida.
Y se dio media vuelta, no sin antes abrazar con gesto protector a Pandora por los hombros.
Minos y Aiacos se acercaron a Rhys y Kanon. Cuatro pares de ojos observaron cómo aquellos dos se perdían en la calle. El juez de los ojos de ámbar se rascó la cabeza, con cara de incomprensión total.
―Quién lo hubiera creído ―musitó.
―Si Rhys y yo terminamos juntos... ¿Qué tiene de raro que esos dos acabaran igual?
Tres cabezas asintieron ante las palabras del gemelo.
―Pues se ha... ¿amansado? ―reflexionó Aiacos en voz alta―. Quiero decir: hasta se despidió. ¿Qué fue eso, Kanon? ¿Les dio su bendición?
Kanon se encogió de hombros.
―Supongo que sí. Si nos miró más de cinco segundos, es porque reconoce nuestra existencia. Creo...
Y, tras cerrar la puerta, se internaron en la casa.
Marguerite los esperaba en la cocina, casi en el mismo sitio donde se había quedado de pie. Lo único diferente era que se había despojado del delantal.
―Tu... Señor informó a Pandora que volverías hoy, Rhys. Por eso preparé el desayuno. Por favor, lávense tú y tus amigos las manos y siéntense.
El dueño de la casa suspiró compungido y se rascó la coronilla.
―Ah, Marguerite. Ya hemos comido algo, lo siento ―se disculpó.
Kanon resopló, fastidiado, y apartó a Rhys de un ligero empellón con la cadera.
―Habla por ti, Milord ―intervino el gemelo tomando gentilmente del brazo a Marguerite―. Bellísima Marguerite, ya que te has tomado tantas molestias por este bobo y él se atreve a declinar, yo sí quiero desayunar. Otra vez. Por favor.
―Te pondrás gordo ―refunfuñó Rhys.
―Tendrás más de dónde agarrar ―respondió el interpelado con un tono cínico pronunciado con la intención de exasperar al juez.
―¿Más de dónde agarrar...? ―repitió Marguerite deteniéndose un momento y observando con más detalle a Kanon.
El juez se mantuvo en su sitio, sintiéndose tímido de pronto. Marguerite repasaba con mirada crítica a un Kanon que se pavoneaba, soberbio en su vieja camiseta de Pink Floyd, ante la dama.
Rhys Wybert, abogado de Inns of Court, lo maldijo. ¿Cómo se atrevía ese idiota a seducir a la dulce Marguerite?
»Rhys... ¿es tu novio?
El rubio se atragantó con las palabras, sin decidirse a hablar.
―Sí ―respondió Kanon de inmediato, con su sonrisa más arrebatadora en los labios―, soy su novio.
Marguerite aún examinó un poco más al presunto interés amoroso de su joven amigo y luego de terminar su escrutinio, se dirigió a este último, que se mostraba más cejijunto que nunca.
―Qué buen gusto tienes, querido ―dijo la señora con una sonrisita en los labios―. Y qué callado te lo tenías. Es un verdadero encanto: escucha buena música.
A Minos y Aiacos les hizo mucha gracia las expresiones de Rhys y Kanon. El gemelo sonreía de oreja a oreja, satisfecho de haber atinado en su apreciación de que a Marguerite la conquistaría a través de sus gustos musicales. El juez, por su parte, parecía echar humo por las narices.
Un verdadero duelo de dragones estaba por iniciar.
―Es una molestia ―soltó Rhys con amenaza en los ojos―. Tal vez llegue a aceptable una vez que vayamos al almacén para que se compre ropa decente.
―¡Óyeme! ―ladró Kanon, que pasó de la placidez absoluta a la total indignación en un segundo.
―¡Óyeme, nada! Desayuna de una vez. Y hazte a la idea de que no volveremos hasta que te considere bien vestido.
―¡Qué amargado eres! ―largó Kanon con rencor―. ¡Hasta pareces malcogido! ¿Qué pensará Marguerite de mí? ¡Que te tengo descuidado!
―¡Kanon! ―gritó Rhadamanthys, al borde de la furia y de brincarle a su pareja para darle una buena zarandeada.
―Ya, ya. Comeré un poco del delicioso desayuno que Margie nos ha preparado y luego vamos a comprar lo que quieras. ¿Va? Porque puedo llamarte Margie, ¿verdad, querida?
Marguerite, complacida, dejó que sus dientes blancos y bonitos adornaran su sonrisa. Tanto Kanon como Rhys se quedaron cautivados con ella.
―Te lo permitiré a ti, porque sé que Rhys se dejaría sacar el hígado antes que llamarme de esa manera.
»Ahora, siéntense los cuatro, por favor. Si no desean comer, puedo servirles café. O té. Y mientras hacemos la sobremesa, pueden contarme de qué se trata este caso tan importante.
»Me vendrá bien corroborar de tu propia boca, mi querido Rhys, quién ha sido en verdad mi salvador de años atrás. Siempre me pareció que eras mucho más que el sencillo abogado que hace años finges ser.
Marguerite se dispuso a tomar la tetera para servir. En lugar de eso, Rhys la hizo sentarse, mientras él tomaba el recipiente y Kanon, silencioso, ponía una taza delante de ella.
Minos y Aiacos, en silencio también, sirvieron raciones de porridge en cinco tazones y acercaron todos los complementos con que posiblemente quisieran aderezar su cereal.
Rhys bebió, solemne, un sorbo de su té. Luego miró a su amiga.
Se parecía tanto a su madre.
Si hubiera vivido... tendría una apariencia tan similar.
―Bien, Marguerite. ¿Qué quieres saber? ―preguntó Rhys, con exquisita cortesía.
―Sé que también eres llamado Rhadamanthys. Y tus hermanos, aquí presentes, son Minos y Aiacos. Los tres son jueces del Inframundo. ESE Inframundo... Como dijo la pequeña que acaba de irse con su encantador esposo...
―¡¿Encantador?! ―preguntaron los cuatro al mismo tiempo.
―Claro: encantador. Ha sido tan amable conmigo... En fin, como ya ha dicho ella, no me ha sorprendido saber eso de ti, ni saber que estás al servicio de... tu Señor. Lo que quiero que me cuentes, es qué asunto tenemos entre manos.
Los cuatro hombres en la mesa guardaron silencio. Rhadamanthys, que había permanecido unos momentos con la cabeza gacha y la frente apoyada entre sus manos entrelazadas, alzó de pronto la vista y la fijó en su amiga.
―Seremos fiscales en un caso de abuso infantil, Marguerite. Una diosa... atacó a un niño, hermano pequeño de mi novio. ¿Quieres ser parte del equipo que preparará el caso?
Marguerite se quedó helada.
―¿Qué edad tiene tu hermanito, querido muchacho? ―preguntó la dama dirigiéndose a Kanon.
Kanon revistió su rostro de una expresión neutra. Pero no lo suficiente para ocultar sus emociones.
―Tenía diez años, Margie, cuando las cosas sucedieron. Ahora se acerca a los treinta. Ella lo... Le hizo daño. E intentó matarlo, hace un lustro.
La dama tragó saliva ante la voz temblorosa y la vista nublada de aquel hombre enorme y fuerte. Si este era el dolor de un familiar, ¿cómo sería el de la víctima?
―¿Cuándo empezamos, querido Rhys? ―preguntó sencillamente Marguerite.
𝚂𝚊𝚗𝚝𝚞𝚊𝚛𝚒𝚘, 𝚎𝚜𝚊 𝚗𝚘𝚌𝚑𝚎
―"Toda la historia de la ciencia ha sido una gradual revelación de que los acontecimientos no ocurren de manera arbitraria, sino que reflejan un determinado orden subyacente, que puede o no tener inspiración divina..." (10)
Saga leía en voz alta sentado en el sillón reclinable que, por orden de Athena, le habían dispuesto unos días atrás.
Mientras lo hacía, acariciaba con cariñosa lentitud la mano de Aiolos, quien mantenía veladas las ventanas que eran sus ojos.
Qué apacible lucía, pensó Saga.
Detuvo un momento su lectura. Colocó el libro cerrado sobre la mesa de noche que flanqueaba la cama de hospital, esa que devino en la nave que Aiolos pilotaba hacia su lenta convalecencia.
Aquella mano en reposo, cuya tibieza hacía a Saga evocar un animalillo dormido, recibió la ofrenda de un beso devoto. Como si fuera una reliquia otorgada por Kyría y no existiera lugar más digno que su corazón para guardarla.
¿Qué era Aiolos para él, sino eso? ¿Qué era, sino el más valioso don que Athena le había concedido para iluminar su vida, tan llena de penumbras?
»Aiolos, Aiolos... ya no más. Ya no me niegues tus ojos. ¿Cuándo me mirarás? ―preguntó Saga, compungido. Acarició con dedos trémulos la frente y el cabello que caía descuidado sobre ésta―. Katsaros dice que estás muy recuperado. ¿Por qué, entonces, me castigas así? Deseo tanto verte despierto... Deseo tanto hablar contigo... Entregarte el corazón sin condiciones, mostrarte que ya no tengo dudas. Pero ¿cómo puedo darte nada, si no regresas a mí?
El cielo otoñal, cuyo sol menguaba, se mostró por la ventana. Vio los árboles mecerse al compás del viento.
Acudió a su mente la imagen de Camus y su nueva condición, descrita con pelos y señales por Kanon.
Camus era ahora el Viento del Norte. ¿Sería él quien hacía danzar de ese modo las copas de los árboles?
»Anda, Aiolos. Abre los ojos, ¿quieres? Tus ojos verdes. Tus ojos que extraño tanto. Por favor...
La voz varonil se extinguió en un murmullo. Un suspiro profundo se hizo escuchar, mechones rubios y negros ocultaron el sutil camino de lágrimas que se trazó hacia la barbilla.
El llanto de Saga era silencioso y calmo. Pero no por ello menos doloroso.
»Aiolos... Aiolos... el otoño avanza. Pronto Camus traerá el invierno. Dicen que el viejo Bóreas enloqueció ante la idea de que Skade se quedara con su hijo, de un modo o de otro. Y que por eso le entregó todo. Para que el mismo Camus pudiera enfrentarla.
»El otoño se escurre como las horas en el reloj. Camus traerá el Norte a nosotros. Y tú... ¿Tú serás capaz de dejarme solo en el frío? ¿Serás capaz de desampararme?
La luz en declive se posó, efímera, sobre Sagitario. Y lo mostró a los ojos de Saga en un sueño transitorio y no en ese letargo, que todavía lo convertía en presa acechada por la muerte.
Saga ya lo había visto dormir muchas veces, en los últimos maravillosos años que le habían dado la oportunidad de acercarse de nuevo a él.
Sin intenciones aviesas.
Como debió ser desde el principio.
Qué gozo embriagador fue darse de bruces con la sonrisa dulcísima de aquel hombre perfecto, apolíneo, de quien esperaba un rechazo indudable.
Después de todo, él lo había hecho asesinar.
Y en lugar de eso...
»¿Te acuerdas que me invitaste a beber ouzo, cuando volvimos a la vida? Me acerqué a ti, con la intención de pedirte perdón una vez más, pero... Pero las palabras se me atoraron en la garganta. Y antes de que huyera, me invitaste a Rodorio, a beber ouzo. Y luego seguimos con retsina. Y cuando la retsina y las spanakópitas se terminaron, me invitaste cervezas, en la novena casa.
Saga aspiró hondo, sujetando los recuerdos. Como si en verdad pudieran írsele, ahora que eran el eslabón que lo unían a Aiolos con más fuerza.
»Cuando pasamos por Escorpio, Milo tenía cara de pocos amigos. Y en las escaleras, casi en tu casa, encontramos a Camus sereno, pero muy, muy triste. Ya estaban pasándolo mal, ¿te acuerdas? Yo dije que en mala hora Camus había apoyado al enemigo, y tú me respondiste que no sabíamos lo que había en su corazón. Que era mala idea juzgarlo. Y me sentí idiota... Porque en efecto, no sabía qué pesares lastraban su espíritu.
»Esa noche me mostraste Las Pléyades con tu telescopio. No tenía idea de que tuvieras uno. No me habría extrañado de Camus, de Shaka o de Mu, quien, en efecto, tiene uno. Pero... ¿tú? ¿Tú, con tu perfecto cuerpo de héroe homérico? ¿Cómo venía a ser que me resultabas un cerebrito? ¿Cómo te me ponías a hablar de la relatividad y de no sé qué ecuación que sólo tú entiendes?
»Y cuando me sentí pequeño y tonto porque no entendía nada de lo que decías... cuando había decidido irme con la cola entre las patas porque no era digno de ti de tantas maneras diferentes, me besaste... Me besaste... A mí. Al malnacido que llevaba tu sangre en las manos...
Saga guardó silencio y reflexionó en el pasado. Para cuando tuvieron lugar los desastrosos hechos de Asgard, unos pocos meses después, él y Aiolos habían estado a punto de irse a la cama un par de ocasiones. Saga tenía el recuerdo de sí mismo angustiado por su incapacidad para revelar lo que su corazón guardaba. A pesar de ello, nunca se atrevía a dar el paso.
Porque, ¿cómo podía el asesino indigno de ese campeón de epopeya, declarar su amor por aquel a quien había victimado?
La puerta se abrió casi sin hacer ruido. Saga sintió a Marín, precedida por la serenidad de su aura.
―Hola, Saga.
―Hola, pequeña ―respondió el mayor de los Géminis.
―No quisiera molestarte, pero debo preguntar... ¿ha estado Milo aquí esta tarde?
Saga detuvo un momento sus cavilaciones para mirar a la muchacha pelirroja y bellísima que había entrado a su templo de lamentaciones.
―¿Milo? ¿Qué no está recuperándose en Acuario? No, Marín. No lo he visto por aquí.
―Entiendo. Disculpa por importunarte. Te veré luego.
Los pies menudos de Marín desanduvieron su camino.
―¿Por qué preguntas eso, pequeña? ―soltó Saga con toda la amabilidad de la que era capaz.
Marín fijó sus ojos bonitos ―verdes, como los de su arquero― en los de Saga, como pensando si debía o no decir aquello que cargaba consigo.
―Milo fue a entrenar esta mañana al Coliseo. Katsaros venía de ver a Athena y de revisar a Deathmask. Descubrió a Milo y lo riñó hasta que se cansó. Supongo que aún no te enteras... Ayer, Camus fue expulsado del Santuario en condiciones traumáticas... para Milo y todos los que estuvieron presentes en el Templo de Athena.
―¿Cómo dices? ―preguntó Saga, extrañado.
―Sí. Ayer, al caer la noche. Vino... una de las Hilanderas. E hizo que Camus se marchara de aquí. Eso me contó Aiolia.
»El caso es que Milo ha quedado horriblemente afectado. Y desde que Katsaros le hizo bronca, nadie lo ha visto.
―¿Cuánto hace de eso?
―Seis horas, Saga. Aiolia está muy alarmado. Quiere...
―¿Qué quiere el atolondrado de tu novio? ¿Buscarlo en Cabo Sunión, por si se ha colgado del Templo de Poseidón? ―se mofó Saga con ánimos poco festivos.
Marín se le quedó viendo con una seriedad tan abrumadora, que Saga se arrepintió de haber hablado.
―En realidad, quiere buscar su cuerpo en las costas aledañas a Cabo Sunión. Pero sí, en lo básico, teme que se haya matado.
Saga guardó silencio. Cerró sus ojos y se concentró en Milo. Su cosmos inundó la estancia, cubriendo a Aiolos y Marín en el proceso.
Así era como él y Aiolos buscaban en el pasado a los pequeños dorados: dejaban que sus cosmos se extendieran por los alrededores, hasta dar con un resquicio de aquellas pequeñas llamitas vacilantes, que más de las veces se escondían por la torpeza de sus dueños, que no sabían manifestarse adecuadamente, o por travesura pura y llana.
Como de hecho casi siempre ocurría con el escorpión.
En esta ocasión, sin embargo...
―No te canses, Saga. Milo no está. O no se deja encontrar.
―Pe... pero...
―Athena dice que él está bien. Lo mismo dicen Poseidón y Hades. Que Milo se encuentra con bien, pero no desea dejarse hallar por ahora.
Saga resopló molesto.
Que su diosa asegurara que Milo estaba bien era cosa buena, por supuesto.
Sin embargo, Saga había tenido la oportunidad, en años recientes, de ver qué tan profundo podía hundirse Escorpio cuando estaba deprimido.
Y más si la razón de su tristeza era Camus.
―Pues qué lástima que ya no sea el mequetrefe adorable que fue en su infancia y al que le toleraría esta conducta, pero si lo que quiere es estar solo, bien puede encerrarse en su templo y se acabó. ¿Dónde dices que lo está buscando Aiolia...?
Saga había estado buscando a Milo, junto con sus hermanos, desde las 7 de la tarde.
Aún había una luz crepuscular en el horizonte.
Dejar a Aiolos atrás para unirse a aquella pesquisa, le había costado una enormidad. Pero Katsaros se lo venía diciendo desde dos días atrás: el arquero se encontraba bien y se fortalecía cada vez más.
Que Saga se ausentara por una noche o unas horas, no haría diferencia. Aiolos era un paciente delicado, pero estable.
Se recordó a sí mismo lo mucho que él y el arquero amaban a sus hermanitos menores, y que justo el pequeño patán rubio era el que siempre los ablandaba a ambos cuando los pequeños dorados se ganaban alguna reprimenda o castigo.
De encontrarse bien, Aiolos habría partido sin rechistar a reconocer el área, para dar con Milo y sacarlo de debajo de la piedra que había elegido para ocultarse.
Como no era así, era a Saga a quien le correspondía afrontar esa responsabilidad por ambos.
Era a él a quien le tocaba ser el hermano mayor, a quien le tocaba contener al zoquete de Milo.
Con todo, aquella búsqueda era la mayor separación que Saga se había permitido de su amado desde que se hallaba en La Fuente: había pasado casi seis horas metido en esa misión.
Al final, Aiolia y Shura habían dado con Milo. Enterarse de que el grandísimo idiota se había quedado dormido en uno de los escondrijos que empleaba de pequeño para sacarlos de quicio a él y Aiolos, le había otorgado al mismo tiempo serenidad y deseos de vapulearlo hasta hartarse.
Cuando lo tuviera enfrente, lo iba a moler a patadas allá, donde no le daba el sol.
Lo cierto era que ahora que lo habían encontrado sano y salvo, su corazón se sentía más ligero.
Y con esa tranquilidad giró el picaporte para entrar en la habitación de Aiolos, dispuesto a pasar la noche a su lado.
Esa y todas las que les restaran. Allí, en La Fuente, o en el escenario que la vida les dispusiera.
La luz estaba encendida.
El sofá cama listo para acoger su sueño inquieto.
El sillón reclinable con su almohadón descansando beatífico en el respaldo.
La cama de Aiolos... sin Aiolos.
La mente de Saga giró en una espiral vertiginosa. Por un momento se le cortó la respiración, pero se obligó a inspirar y expirar con calma, para regular su ritmo cardiaco.
Cerró los ojos y contó hasta diez. Se acercó al pie de la cama y tomó, con calma autoimpuesta, la carpeta con la historia clínica. Buscó la solicitud de estudios especiales que seguro habían ordenado a Sagitario, puesto que no se encontraba en su lecho a esa avanzada hora de la noche y... y...
No estaba.
No había orden.
No había nada más que las indicaciones rutinarias para el turno nocturno de enfermeras.
Saga respiró profundo una vez más. Centrándose. Calmándose.
―De acuerdo, Aiolos. ¿A dónde te han llevado? ―preguntó en voz alta, con la firme intención de obligarse a pensar con serenidad.
Porque debían haberlo llevado a otra área de La Fuente.
A Radiología, por ejemplo.
O quizás le estaban midiendo la funcionalidad pulmonar, pues sus lesiones habían afectado justo el aparato respiratorio.
A tomarle una tomografía.
O a la mor...
No. Allí no lo llevarían.
A menos que hubiera muerto.
Y él, por supuesto, habría sido el primero en darse cuenta, pues siempre estaba volcado en el cosmos de Aiolos.
Se habría dado cuenta.
»Aiolos... ―susurró Saga, obligándose a mantener la calma.
Pero ésta se le trizó por completo al notar que no había rastros de la vía. Si lo hubieran movido para un estudio, le habrían sellado el catéter y la vía se habría quedado allí, esperando su vuelta.
»No, Aiolos... No... No te habrás atrevido, grandísimo insolente. No te habrás atrevido a morirte solo, sin mí a tu lado... No te habrás atrevido a hacerme eso, justo en el momento en que me decidí a dejarte...
Sintió que los ojos le escocían. Que el pecho le ardía. Y que al respirar, una lija le corroía la garganta.
Entonces, ¿eso era todo?
¿Hasta allí llegaba su historia de amor con Aiolos?
¡Si ni siquiera había tenido la oportunidad de iniciarla! ¡Ni siquiera lo había escuchado decirle...!
»Aiolos... ―musitó el gemelo mayor, con el corazón acelerado, a punto de rompérsele―. No, Aiolos... ―y sintió que lágrimas quemantes y amargas descendían raudas por sus ojos.
Un rechinido le hizo saber que las ruedas de un mueble portátil se movían.
―¿Saga? ¿Eres tú? ¿Qué te hiciste en el cabello?
La anhelada voz del arquero, proveniente del baño, lo hizo perder la respiración y volverse en su búsqueda.
La rapidez con que se movió lo hizo sentir vértigo.
Fue eso o la incredulidad de verlo de pie, absurdamente hermoso a pesar de los puntos de la cirugía prendidos en el pecho.
El cabello le escurría agua y llevaba una toalla enredada con torpeza en la cintura. Y estaba apoyado en... el tripié rodado que servía de soporte a la vía.
―Aiolos... ―repitió Saga, todavía con lágrimas en los ojos, aunque éstas eran de alivio―. Aiolos...
Aiolos, sonriente, quiso dar un paso hacia Saga. Y en lugar de conseguirlo se precipitó al suelo.
Saga ni cuenta se dio de que había corrido hacia el arquero idiota hasta que lo tuvo en sus brazos. Impidió que diera contra el suelo, lo miró furibundo y lo levantó en vilo.
Lo depositó, así mojado como estaba, en la cama.
Desde su lecho, con sangre en la vía aún prendida del catéter, Aiolos sonrió a Saga con esa alegría que sólo en él lucía tan arrolladora.
―¡Saga! ¿Estás bien?
Saga, por su parte, estaba mudo de ira.
»¿Saga? ¿Qué tienes?
―¿Qué tengo...? ¿Qué tengo? ¡Tengo un idiota bajo mi cuidado, eso tengo! ¿Cómo has podido levantarte? ¿Qué diablos tienes en la cabeza, estúpido? ¿Para qué...? ―gritaba boqueando, atragantado de furia―. ¿Para qué te has levantado, cabeza de chorlito?
Aiolos se le quedó mirando pasmado, como si el cabeza de chorlito fuera justo Saga.
―¿Cómo que para qué me he levantado? ¡Pues para orinar en el retrete! ¿Qué querías, que me meara encima?
»Me he despertado y tenía ganas de orinar. Así que me levanté. Y entonces... me di cuenta de que olía a león enjaulado. ¡Y el león es Aiolia, no yo! Así que aproveché que me había levantado y me bañé. ¿Ves? Ya no huelo a presidiario.
Aiolos decía aquello con una sonrisa de oreja a oreja y un fulgor orgulloso en los ojos verdísimos, de bosque en primavera.
Los de Géminis, en cambio, brillaron amenazantes. Por un momento, Sagitario se preguntó si pensaba convocar la Galaxian Explosion.
―Eres un estúpido, un idiota... ¡un mentecato! ¿Cómo se te ocurre? ¡Después de lo grave que has estado! ¡Creí que te me habías muerto, arquero cabeza hueca! ¿De qué te sirve ser un nerd sabelotodo, si al final eres un alcornoque? ¡Bruto! ¡Mil veces estúpido! ¡Me diste un susto de muerte! ¡Creí que tendría que buscarte en la morgue y llorarte y... y...!
Aiolos abrió unos ojos enormes. Abrió y cerró la boca en múltiples ocasiones, pero al final la cerró. No sabía qué decir.
»¿Cómo se te ocurre, idiota? ¿Por qué te despiertas cuando estás solo? ¡He pasado más de una semana pegado a ti como tábano, esperando que por fin abrieras los ojos para... para...! ¡Es que yo... no puedo...! ¡No puedo Aiolos! ¡La vida sin ti...! ¡No puedo, no puedo! ¡Si te vas me muero, me muero contigo! ¡Tu ausencia es la muerte lenta para mi espíritu...! ¡Y tú... tú! ¡Te me levantas para irte a acicalar! ¡Si no puedes ni mantenerte de pie, tarado!
Saga vio que el castaño levantaba la mano con la vía para pedir la palabra, pero se la tomó. Quería gritarle, reclamarle, abrazarle, adorarle... todo al mismo tiempo. Pero no podía, porque las palabras se le atragantaban en la garganta y se quedaban atoradas en su boca.
Y no podía dejar de llorar.
Las lágrimas, que eran al mismo tiempo de júbilo y de rabia, corrían como manantial.
―Saga... anda, vale. Lo entiendo... No quise preocuparte, ¿va? Lamento haberte asustado...
Géminis parecía incapaz de soltarle la mano. Y de dejar de llorar. Acarició con dedos temblorosos el rostro de Aiolos: las cejas, el perfil de la nariz, los labios.
Acercó su frente a la del arquero y le aplicó un beso convulso y atormentado en la boca.
Aiolos, por su parte, se alarmó. Quería contener a Saga, pero no sabía cómo.
―¿Preocuparme? ¿Preocuparme? ¡Te dije que tuvieras cuidado! ¡Te dejé dos horas! ¡Dos horas, Aiolos, dos horas! ¡Y cuando volví estabas ensartado por la degenerada esa! ¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa? ¡Te me ibas a morir! ¿Cómo te atreves? ¡Te me ibas a morir!
Saga notó los dedos de Aiolos deslizarse por su mentón, en una caricia que pretendía consolarlo. Tan solo consiguió recrudecer el cisma en su corazón.
»¿Qué hago, Aiolos? ¿Qué hago con mi vida si me faltas tú? ¡Si te vas a morir, ten la decencia de llevarme contigo! ¡No me dejes solo! ¡Nunca más quiero estar sin ti! ¡Ya lo probé años atrás! ¡Ojalá no lo hubiera hecho! ¡No puedo, Aiolos! ¡No puedo vivir sin ti! ¡No puedo...!
» Es que... Te amo... ¡Te amo demasiado, demasiado, para aceptar que me faltes! ¡Te me ibas a morir sin habérmelo escuchado decir! ¡Te me ibas a morir sin escucharme decir que te amo! ¡Te amo, te amo! ¡Te amo tanto que me duele! ¡Y soy feliz en el dolor, Aiolos, soy feliz! ¡No me dejes atrás! ¡No me dejes...! ¡Te amo y no quiero que me dejes! ¡Te amo y quiero que me ames! ¡Te amo y quiero que me dejes amarte!
―Saga... ―musitó apenas el arquero: la voz se le estrangulaba en la garganta―. Saga... yo...
―¡No, nada! ¡A callar! ¡A callar! ¡Te digo que te amo! ¡Reventaré si no te lo digo! ¡Reventaré igual si te lo digo, pero lo tienes que saber! ¡Te amo...! ¡Y no puede pasar un segundo más sin que lo sepas!
El sollozo ronco de Géminis vibró contra los labios de Sagitario, apresados sin previo aviso. Y sin descanso. Quería corresponder, pero recibió tal aluvión de besos en los labios, la cara, el cuello, que no podía entregarlos de regreso.
Se dejó hacer, entre lágrimas y sonrisas de dicha.
»Te amo... Te amo, arquero idiota... y he pasado ocho días conteniendo la respiración, porque creí que te me morías... que me moría contigo... que la maldita frígida te arrancaba de mi lado para siempre...
Saga tomó a Aiolos de los hombros y lo sostuvo a una distancia mínima, para que encarara aquella confesión que era, ahora mismo, la piedra fundamental de sus vidas.
»¡Te amo! ―exclamó Saga, aferrándolo contra su pecho―. ¡Te amo y te prohíbo morirte sin mí! ¿Entiendes, nerd idiota? ¡No te me mueras! ¡Mi corazón es tuyo! ¿A quién amaré si te me mueres, zoquete?
Y entonces escuchó el gimoteo confuso del hombre perfecto que se le acurrucaba contra el pecho. El cabello empapado le humedecía la camisa y llevaba directo a su nariz el efluvio de Aiolos combinado con el champú. Apoyó los labios en la coronilla mojada y la llenó de besos.
Las manos de Aiolos, incluso la que llevaba el catéter, se enredaron en su espalda.
―Mi corazón es tuyo, Saga. Mi corazón, mi alma... todo yo... soy tuyo... No quiero que te mueras si me muero... Quiero vivir contigo... permanecer contigo... que me entierren contigo... Nada más... Nada más...
Saga depositó dulcemente a Aiolos en el colchón. Le acarició la cara, arrobado.
―Te amo, Aiolos... Siempre te he amado...
―Y yo a ti... Siempre te he amado también...
―¿Me aceptas, a pesar...? A pesar... de haberte... de haberte hecho matar...―la voz se le quebró con angustia.
Aiolos levantó la mano. Enredó sus dedos en los cabellos negros y rubios, fascinado con aquellos filamentos de oro y ébano.
―No eras tú... Y siempre te he aceptado... Antes y después... Ahora... Siempre...
Saga soltó el aire contenido en sus pulmones. El aire contenido a través de los años.
Liberarlo suponía un descanso que conocía por primera vez.
Se sintió ligero y libre.
Cada noche, desde que tenía consciencia, Aiolos contempló las estrellas mitad con la curiosidad del estudioso y mitad con la esperanza del creyente, considerando aquellas luces un milagro en el vasto confín del Universo.
Ahora presenciaba, arrobado, un milagro de otro tipo: cómo el cabello de dos colores del hombre de los ojos de jade se volvía rubio.
Estaba cansado y quería dejar que los párpados lo aislaran del mundo. Pero, ¿cómo dejar de contemplar a Saga?
―Te amo... ―repitió Saga.
El arquero dibujó su sonrisa más prístina. Acarició la cara del gemelo.
Éste lo miró con una felicidad exultante. Portentosa. Y aquella sonrisa diáfana en el rostro amado le reveló algo que no creyó posible jamás.
―¿Lo sabías?
―¿Qué... qué cosa? ―preguntó a su vez el arquero, descolocado.
―¿Cómo que qué cosa? ¡Pues que te amo!
Un tenue camino de lágrimas de felicidad se deslizó desde los ojos de Aiolos.
―Siempre te he tenido fe, mi amor...
Los brazos desnudos del arquero se enredaron fuertes en el cuello del gemelo. Lo atrajeron suavemente hasta que pudo probar sus labios.
Los besó con parsimonia. Como si fuera la primera vez.
En cierta forma, así era.
―Sabelotodo... ― farfulló Saga, feliz, contra los labios de Aiolos―. Mi sabelotodo...
―Sí... Tuyo... Tuyo... Siempre...
𝙻𝚘𝚗𝚍𝚛𝚎𝚜, 𝚎𝚜𝚊 𝚗𝚘𝚌𝚑𝚎
Rhys dormía abrazado de Kanon, quien a regañadientes había aceptado ponerse ropa interior nueva y limpia. Y una camiseta negra de Metallica recién sacada de su empaque, que Kanon se negó a lavar sólo por joder a su pareja.
Había pasado gruñendo su descontento casi veinte minutos, hasta que Rhys se cansó y lo atacó ―literalmente― para obligarlo a echarse en la cama.
Habían acabado desnudos y con marcas de mordiscones... concentradas exclusivamente en el tórax.
Donde Marguerite no pudiera verlas.
Luego de la faena, Rhys había vuelto a vestir a Kanon, sólo por disfrutar del placer de hacerlo rabiar.
Ahora, el gemelo menor lo tenía posesivamente enredado entre sus piernas y su cabello largo y gris le servía de manta a su pecho descubierto.
Rhys, dormido, escuchó un murmullo. Un murmullo que de manera indistinta articulaba su nombre.
―Tienes que darle las gracias por mí...
Una voz amadísima se abrió paso en sus sueños.
Rhys se sintió transportado a los años tiernos de su infancia en que Zelda Wybert le cantaba al oído, lo mismo una nana que una canción de los Beatles.
Sonrió.
Abrió los ojos.
Y ante sí, una muchacha rubia, imposible de tan bella, lo miró con sus ojos de ámbar, desde unas pestañas de oro.
―¿Mamá? ¿Mamita? ―preguntó Rhys en sueños, conmovido hasta las lágrimas.
―Hola, bebé. Bebé bellísimo... ¡Qué guapo estás! ¡Mi Rhys! ¡Eres tan hermoso!
Rhys se acercó. Gozó la dicha inmensa de sentirse cercado, arropado por aquellos brazos delgados, frágiles. Que en ese momento eran más fuertes que los pilares del mundo.
Y lo sostenían a él.
―Pero... ¿mamá? ¿Qué es esto?
―Un regalo, mi niño. Un regalo. Para ambos. Tienes que darle las gracias en mi nombre... a tu amiga... por cuidarte.
El alma de Rhadamanthys se desbordó, aún en sueños, en forma de lágrimas tibias. Tomó las manos de Zelda. Qué experiencia tan dulce poder besarlas otra vez.
Una última vez, tuvo la certeza.
―Sí, mamita. Le agradeceré en tu nombre.
Zelda le sonrió, y Rhys supo que el corazón se comunicaba de todas las maneras posibles.
El corazón de su madre le hablaba en aquella sonrisa que lo inundaba todo. Y el corazón de Rhys se derramó en respuesta: en caricias y besos tiernos.
―Rhys... ¿Serás feliz con el hombre que has elegido para compañero?
―Sí, sí mamá. Seré feliz. Seré feliz.
Las manos blancas enjugaron la humedad en el rostro del juez.
―Entonces yo también soy feliz, Rhys. Vive mucho. Sé feliz y no te arrepientas de nada. Un día nos reuniremos.
―Sí, mamá. Mamita... Un día. Un día volveremos a estar juntos... Hasta entonces, quédate en paz... Yo estoy en paz...
La dama lo besó en la frente.
El beso de Zelda reverberó en su piel como lo habría hecho una piedrecilla que cae en un lago. Se extendió por su cuerpo y se filtró en su alma.
―Duerme, bebé. Y cuando despiertes, escucha la voz de tu Señor, que nos ha hecho este regalo. Paz, mi amor. Paz para ti y los tuyos...
Rhys asintió, conmovido de tal suerte que no podía articular palabra.
Siempre. Siempre se lo agradecería al señor Hades. En todas y cada una de sus vidas.
Aquel sueño efímero le obsequió una felicidad inimaginable.
Más intensa que la realidad.
Esa que se le filtró en la nariz, en el aroma ahora conocido y siempre añorado de una cabellera que le hacía cosquillas en la cara.
La dulce calidez de la piel ajena, la piel tibia, estremecida por el batir del corazón y el bullir de la sangre, lo envolvió.
Se aferró a aquel cuerpo recio que podía ser hábil tanto en la guerra como en el amor.
Le entregó la ofrenda de aquellas lágrimas sanadoras.
Rhys abrió los ojos, en la oscuridad.
Kanon reposaba sobre su pecho. Su peso lo mantenía prendido a una vigilia semi real.
Acababa de soñar...
No. Acababa de ver a su madre.
Acababa de despedirse de ella, como siempre quiso tener la oportunidad.
Pasó su mano sobre la espalda de Kanon, que dormía como oso en hibernación, y agradeció profundamente estar vivo. Agradeció estar vivo con él.
"Rhadamanthys..."
El juez abrió cada resquicio de atención de su mente. Minos lo llamaba.
"Rhadamanthys... Nuestro Señor nos ordena acudir a la primera prisión."
Rhys se sintió un tanto intranquilo y no dudó en manifestarlo.
"¿La primera prisión? ¿Para qué? Creí que no teníamos nada qué hacer en el Inframundo."
Esta vez sintió la voz de Aiacos penetrar en su mente.
"Es una situación extraordinaria. Nuestro Señor quiere que juzguemos a un tipejo que ha estado atorado algunos días en el Tribunal del Silencio. Dice que lo conoces. Un tal Dacre..."
La sonrisa que afloró en los labios de Rhadamanthys habría aterrorizado al más sanguinario de los asesinos que hubiera pisado la faz de la Tierra.
"¿En verdad tendré esta dicha? Mi Señor es tan bondadoso, que tiene esta deferencia para el más humilde de sus siervos..."
El eco de la voz de Minos se hizo notar.
"Entonces ven, y cumplamos la ordenanza. Con gusto te cederé el mando de mi tribunal si tantos deseos tienes de poner las manos sobre esa sabandija."
Aiacos se deslizó en las mentes de ambos: Rhys pudo imaginar en su rostro una sonrisa macabra.
"Juzguemos a ese despojo y dediquémonos a nuestra verdadera misión. Anda, Rhadamanthys, no demores."
Rhys Wybert, Rhadamanthys de Wyvern, Alto Juez del Inframundo, se separó con delicadeza de su amante dormido para no perturbar su sueño.
Al apartar los cabellos, para besar la frente del viejo enemigo devenido en el amor de su vida, notó algo diferente.
Los cabellos grises habían vuelto a ser rubios.
Rhys... Rhadamanthys... Dulcificó su mirada de un modo que creyó imposible.
Besó la frente amada y los cabellos amados.
Se acercó al oído de Kanon.
―"Jamás entró en mi casa la incomodidad en figura de vuestra gracia, pues cuando la incomodidad se marcha, el bienestar se queda; pero cuando vos me abandonáis, la tristeza permanece y la ventura es la que nos da su adiós". (11)
Los ojos se le llenaron de lágrimas jubilosas. Libres de dolor.
»No me dejes jamás, Kanon. No me dejes solo, en la desventura.
Y tras un último beso, se levantó para reunirse con sus hermanos.
Junio 25, 2022-Febrero 10, 2023
𝙰𝚌𝚕𝚊𝚛𝚊𝚌𝚒𝚘𝚗𝚎𝚜 𝚢 𝚊𝚐𝚛𝚊𝚍𝚎𝚌𝚒𝚖𝚒𝚎𝚗𝚝𝚘𝚜
Les tengo que confesar que éste ha sido un viaje tan intenso, que no sé qué decirles.
Gracias, para empezar, estará bien.
Con este Epílogo, que quedó larguísimo, se cierra este cuento.
Agradezco mucho, mucho, a quienes con su lectura, comentarios y acompañamiento amoroso han sido mis compañer@s en este viaje en el que he estado probando mis límites como escritora, como lectora y como persona: jamás había escrito algo tan extenso ni tan complejo como esta historia.
Tengo la esperanza de que les haya gustado y, si me he excedido, les ofrezco disculpas. Aunque este universo narrativo es esencialmente de Milo y Camus, ya ven ustedes que no son los únicos que han desfilado por aquí. Quiero pensar que los personajes que aparecieron en No habrá paz han sido debidamente retratados y que mi versión les hace honor y justicia. Pero eso ya será veredicto de ustedes.
Y para no perder la costumbre, las aclaraciones, que son más bien pocas:
1. Но что ты делаешь, неуклюжий? ты устроишь беспорядок / No chto ty delayesh', neuklyuzhiy? ty ustroish' besporyadok, (ruso): ¿Pero, qué haces torpe? Causarás un estropicio.
2. пробковый дуб / Probkovyy dub (ruso): Alcornoque.
3. как сержант / Kak serzhant (ruso): Como sargento.
4. Sois patient, mon Hellenoi, mon soleil... Je reviens si tôt, tu ne croiras pas (francés): Sé paciente, mi Hellenoi, sol mío... Volveré tan pronto, que no lo creerás.
5. Mon père, doux ? (francés): ¿Mi padre, dulce?
6. Oui, monsieur. Notre père, doux. Et je ne te laisserai pas insinuer le contraire (francés): Sí, señor. Nuestro padre, dulce. Y no permitiré que insinúes lo contrario.
7. Леди / Ledi (ruso): Dama, señora.
8. Ребенок / Rebenok (ruso): niño
9. Сестра / Sestra (ruso): Hermana.
10. El fragmento que Saga le lee a Aiolos es de Stephen Hawking: A Brief History of Time (Breve historia del tiempo).
11. La cita que Rhys recita al oído de Kanon mientras duerme, es de William Shakeapeare: Much Ado About Nothing (Mucho ruido y pocas nueces/Tanto para nada). El mismo fragmento que lee para sí mismo en el capítulo 3, cuando, de hecho, Kanon invade su casa para involucrarlo en el asunto de Camus.
*La canción que escucha Milo en el reproductor MP3 de Camus es "Quelq'un m'a dit", de Carla Bruni. Si no la han escuchado, les diré que es muy bonita.
Y listo.
Me he dado el lujo de introducir, justo al final, un nuevo personaje que tendrá un poco de participación en el resto de este arco. Próximamente se enterarán de quién es, aunque yo creo que tienen suficientes pistas para adivinarlo.
No quiero darles una fecha exacta de cuándo publicaré los fics restantes de este universo narrativo porque es posible que les quede mal: en mi cabeza quedan dos, un oneshot, que debí escribir en honor a Milo por su cumpleaños, y que por tiempo no fue posible preparar; y un multichapter, con el desenlace del asunto de Skade y Camus.
Supongo que durante este año escribiré y publicaré lo que resta. Deséenme suerte, porque el último fic tendrá lo suyo en dificultad y ambiciones.
Y ahora, los agradecimientos.
El crédito para el fanart en portada es para eeriefaery, cuyo talento es tan enorme como la belleza de su Rhadamanthys de Wyvern. Gracias por compartir tu arte.
Gracias también a mis lector@s asidu@s: @Chantry-Sama, @degelallard, @Mercamus, @LaDiosaEos, @aleariesmushion, @KaryssOliver, @Caliery-San, @SBenetnasch, @GanymedeBeta y tod@s l@s que se me olvida mencionar ahora mismo. Sus lecturas y comentarios son la onda y con mucha frecuencia me han hecho el día. Y en serio, no puedo explicarles lo importante que su acompañamiento ha sido para mí.
A mi comadre, que me escucha igual las locuras que se me ocurren que las quejas del trabajo y que hace tanto por mí, @Chantry-Sama, le agradezco haberse puesto en el camino. El Bïfrost es el mejor barrio del mundo, en serio que sí.
Como siempre, gracias por compartir el pedacito de su vida que es su tiempo de lectura: los comentarios, la empatía, los votos, las impresiones y los ánimos, todo, todo, se los retribuyo con el corazón.
Y pues ya fue mucho rollo.
Que haya paz. Y mucha, para ustedes y los suyos.
Hasta pronto.
Añadido final:
La estrofa de la canción de Carla Bruni dice:
Me han dicho que nuestras vidas no valen gran cosa
Pasan en un instante, como rosas que se marchitan
Me dicen que el tiempo que se nos va es un bastardo
Que, de nuestras penas, se hace túnicas
Abrazos.
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