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3. Residencia Wybert, Pimlico. 12:38 am



Rhys Wybert, honorable abogado de Inns of Court, conocido en algunos ocultos círculos como Rhadamanthys de Wyvern, Alto Juez del Inframundo, entró en silencio a su casa.

Como era su costumbre, se aseguró de haber cerrado con llave para después colocar esta última en el ganchito destinado a ella en el tablero de la pared. Giró el picaporte del clóset de la entrada, colgó con parsimonia su saco en un gancho forrado de satén y colocó el paraguas en su soporte. Caminó sin prisa a su sala de estar, mientras se aflojaba la corbata, abría los primeros botones de la camisa y se quitaba las mancuernillas, que guardó en el bolsillo de su pantalón. Se dobló las mangas a la altura de los codos y se masajeó los músculos del cuello para destensarlos, se desabotonó el chaleco y abrió la vitrina: de ella sacó una botella de Lagavulin, que dejó sobre la credenza cercana. Fue a buscar sus vasos nuevos, cortesía de sus hermanos recién recuperados, y los llevó a la cocina para lavarlos y secarlos.

Una vez armado de su Lagavulin en las rocas, se sentó en su sillón favorito, se calzó los lentes de lectura y empezó a hojear, soñador, las páginas de su "nuevo" ejemplar de Shakespeare. Había invitado a Minos y Aiacos a quedarse en su casa, pero ellos habían declinado: su hospedaje estaba pagado por esa noche y no pensaban desperdiciarlo. Le habían asegurado, en cambio, que al día siguiente aceptarían el alojamiento hasta su partida, fijada en tres días. La enorme casa, vacía la mayor parte del tiempo, era legado de su madre.

Zelda Wybert, de inmaculada memoria para su único retoño, había crecido allí como hija única de una familia de abolengo y en su honor, Rhys conservaba la mayor parte de los muebles que poblaron la infancia de la añorada moradora. Su dolorosa muerte, cuando él cursaba el sexto año de la Junior School, lo había marcado de un modo profundo y lo había alejado para siempre de su progenitor: hasta aquel momento le había temido, pero a partir de entonces lo odió visceral y virulentamente. En cuanto empezó a cursar Sixth Form y afianzado en la herencia de mamá, abandonó la casa y el apellido paterno y se mudó a Pimlico, donde construyó una vida rutinaria, solitaria, enfocada en los estudios de derecho e iluminada por la más grande afición que compartía con su madre fallecida: Shakespeare.

―"Jamás entró en mi casa la incomodidad en figura de vuestra gracia ―leyó Rhys en voz baja y melódica―, pues cuando la incomodidad se marcha, el bienestar se queda; pero cuando vos me abandonáis, la tristeza permanece y la ventura es la que nos da su adiós"―sonrió soñador y bebió un largo trago de whisky. Levantó su vaso y lo contempló un momento antes de volver a hablar―. A tu salud, mamá. A tu salud, Eleanor. Donde quiera que se encuentren, juro que es un mejor lugar que el que guardará la desesperación eterna de los cerdos que las arrebataron del mundo.

Se bebió el contenido del vaso y lo dejó en la mesita contigua al sillón, junto al libro. Cerró los ojos y ralentizó la respiración. Sin proponérselo, se entregó al sueño.

Al principio, su sopor se deslizó sereno entre imágenes lejanas de una joven rubia de mirada ambarina y el ritmo conocido de viejos versos ingleses, el eco de canciones infantiles y la añoranza por los sellos postales de una colección que apenas recordaba haber contemplado en compañía de Zelda. Salvo que se equivocara, el álbum con los sellos aún se encontraba en la biblioteca de la casa, aunque hacía tanto que no la buscaba que no podía asegurarlo. Entre sueños escuchó las canciones de rock (inglés, no americano) con que su madre lo hizo crecer y las quejas rancias del padre, por arruinarle el buen gusto al chico. Recordó el crumble y el pudín de arroz que de tarde en tarde Zelda le preparaba para acompañar el té y las caminatas que hacían tomados de la mano al regreso de la escuela. Sin desearlo ni procurarlo, su ensoñación encalló en los gritos agobiantes de su padre proferidos luego de cada imaginaria falta imputable a su frágil esposa, e irremediablemente en la visita al despacho del director de la escuela cuando le avisó que esa mañana se iría temprano, pues por desgracia su madre se había roto el cuello al resbalarse accidentalmente por las escaleras. Pero, ¿cómo iba Zelda a resbalarse, si tenía el hábito de subir y bajar bien tomada del pasamanos y pisar con cuidado cada escalón? ¿Cómo iba a resbalarse, si justo después de cada pelea con papá se tomaba de la barandilla con más fuerza que de costumbre? Y justo la noche anterior papá le gritó como poseso, como nunca antes lo había hecho...

El sueño, los recuerdos, se tornaban cada vez más negros e insidiosos y le arrancaron un quejido angustiado. Escuchó su propio lamento, roto en la garganta por un indicio de sollozo, y eso le permitió cortar la atadura de la pesadilla que lo retenía contra su voluntad.

Aún con la somnolencia prendida en los párpados y lastrándole los músculos, aguzó los sentidos. El rumor incierto del agua repiqueteando sobre la loza le hizo desprenderse del sueño antes de que volviera a apresarlo en sus tristes memorias. Abrió los ojos y los dejó fijos en el techo, incapaz de moverse pero con la mente lúcida, tratando de dilucidar qué era, de dónde venía el ruido que presumía haber escuchado. Sosegó su respiración y movió los dedos de las manos, estiró las piernas y afirmó los pies en el suelo. Enderezó la cabeza y afinó la mirada. Se levantó sigiloso y, cuidando la intensidad de sus pisadas, se dirigió a la cocina. Se quedó en el umbral y puso los ojos en blanco cuando miró la espalda de su indeseable visitante.

―Lo que me faltaba... terminé un día encontrándome con un par de idiotas y empiezo el siguiente con una rata en mi casa...

―¡Wyvern! ¡Ya despertaste! Qué lástima, si hasta me he atendido a mí mismo para no molestarte. Te preparé un sándwich como el mío, pero si no lo quieres puedo comérmelo también...

―¿Qué carajo haces en mi casa, Kanon? ―preguntó Rhadamanthys con voz amenazante mientras se mesaba los cabellos con desesperación―. ¡Tienes diez segundos para explicarte antes de que te ahogue con el maldito emparedado!

―Caray... pero qué modos los tuyos. ¿Así recibes a tus amigos?

―¡Tú y yo no somos amigos! ―gritó enfurecido el joven rubio.

―¡Serás idiota! ¡Claro que somos amigos! ¡Si hasta nos morimos juntos!

―¡Tú me mataste!

―¡Por supuesto! ¡Antes de que tú me mataras a mí! Además, ¡estábamos en guerra! Pero en otras circunstancias... ―Kanon se quedó pensativo con una mano levantada, como tratando de atrapar una idea que pululaba en el aire―. En otras circunstancias... no, no... Creo que en otras circunstancias también te habría matado. En todo caso, no fue personal. No mucho...

―¡Kanon! ¡Lárgate de mi casa!

―No puedo irme. No sin que me hayas prometido que me vas a ayudar.

―¿Ayudar en qué, grandísimo imbécil? ¡En este momento sólo estoy dispuesto a ayudarte a salir o a morir asfixiado! ¡Elige!

―He venido a buscarte, en contra de mi buen y escaso juicio y a costa de mi seguridad, porque necesito la preclara justicia de los Jueces de las Almas. Y aunque conozco a los tres, ¡tú eres el único con el que me morí y al que por lo mismo puedo encontrar con más facilidad! ¡Exijo justicia! ¿Me la darás o no? ¡Si honras tu labor como juez, y sé que lo haces, no me negarás tu asistencia!

―¿Qué? ―preguntó Rhadamanthys, desarmado por un momento―. ¿De qué rayos hablas, Kanon?

Kanon, vestido con unos jeans viejos y desarrapados, enfundado en una camiseta de los Sex Pistols y calzado con botas de guardia de seguridad, los cabellos cenicientos cayendo desprolijos sobre sus hombros, se le quedó viendo con una sonrisa socarrona en principio, para virarla luego a un gesto solemne.

―Hoy clamo justicia, Rhadamanthys de Wyvern. Acudo a ti en calidad de Alto Juez del Inframundo, pues solicito justicia verdadera y expedita contra los enemigos de mi familia. Justicia y protección, eso es lo que demando. ¡Te la suplicaré si es necesario! Aunque siendo quien eres y atendiendo a tu deber y vocación, sería una bajeza de tu parte exigirme semejante cosa...

Rhadamanthys observó a Kanon por un momento interminable. Sin darse cuenta se había llevado la diestra al mentón mientras con la siniestra se tomaba del dintel de la puerta para apoyarse. Y luego soltó un suspiro cansado.

―Ven a la sala ―dijo resignado―. Y trae mi sándwich...

Aclaraciones

¡Hola! ¿Cómo están, cómo les va la vida?

Esta es la primera actualización de esta semana: a su consideración este capítulo más bien breve, pero que termina de darnos la historia de Rhys y el porqué es como es. Al igual que con los santos, de los que sabemos poco menos que nada de las fuentes oficiales, me he permitido tejerle a Rhadamanthys una historia personal que espero resulte interesante y coherente. Más allá de que los jueces fueran los antagonistas de los santos en la Saga de Hades, hemos de partir de la premisa de que son honorables y por lo tanto en sus historias de vida debe haber motivaciones íntimas que los empujen a la búsqueda de una justicia implacable. Espero que en el caso de Rhada (y de Minos y Aiacos cuando les llegue el turno) esta situación haya quedado bien planteada.

Con este capítulo hemos terminado de esbozar a Rhys. A partir de la siguiente actualización entraremos de lleno en el asunto que se desarrolla en este relato.

Y ahora, como de costumbre, las aclaraciones del capítulo.

1. Pimlico es un barrio londinense que se considera de buena categoría. Personajes muy importantes de la vida cultural y política inglesa han habitado allí. Uno de los más célebres fue el Primer Ministro Winston Churchill, que durante su mandato dirigió las acciones del ejército inglés en la Segunda Guerra Mundial desde su casa en esta localidad.

2. La cita de Shakespeare que lee Rhys (Rhadamanthys) corresponde a Much Ado About Nothing, ya mencionada en el capítulo 1, y es el libro que Aiacos y Minos le obsequiaron en una edición antigua. Wyvern siente por esta obra (y por el bardo en general) una afinidad personal arraigada y entrañable.

3. Crumble: postre inglés inventado durante la Segunda Guerra Mundial como consecuencia del racionamiento que se implantó en Inglaterra. Se prepara con harina, mantequilla y manzanas y es muy popular. 

El crédito de la imagen de portada es para su autor@, que se lució con don Rhada adusto y agarrando comodidad. 

Gracias por dedicar su tiempo a leer este cuento: por su lectura, por compartir sus impresiones, por los votos y el amor. Va de vuelta el amor con abrazos apretados. Nos vemos en la segunda actualización de la semana. Besos, besos y más besos.

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