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20. Santuario, Atenas. El plazo que se cumple

Advertencia: Contenido adulto

*La mañana resultaba límpida y mostraba los signos del otoño que se dejaba sentir desde hacía mes y medio...

La mañana resultaba límpida y mostraba los signos del otoño que se dejaba sentir desde hacía mes y medio. Aun así, la temperatura resultaba más templada que fresca, y no requería más que de ropa de entretiempo para no sentir el frío tempranero.

Athena leía correspondencia en la mesa del desayuno, acompañada de su prometido y su tío. Al igual que ella, bebían café. Shion, con el inseparable Dohko a un lado, iba tomando notas de algunas cartas que la joven le pasaba a su vez.

―Entonces, señor Shion... ¿tienes registro de los orígenes de todos tus santos? ―preguntó Hades con circunspección.

Shion levantó la vista de su cuaderno y la fijó, primero en Hades y luego en su Dama. Ésta le sonrió y le regaló un leve asentimiento.

Dohko dedicó una mirada torva al Señor del Inframundo.

El viejo santo de Aries suspiró y se retiró los lentes de lectura que llevaba sobre el puente de la nariz.

―Me incomoda que justo usted pregunte justo eso... pero ya que la Dama ha retomado su confianza en usted y lo permite...

Shion depositó sus lentes sobre su cuaderno, que descansaba pulcro encima de la mesa. Se revisó el estado de sus mangas, las cuales estiró un poco, para que le cubrieran las muñecas. Se colocó un mechón de cabello detrás de la oreja.

Carraspeó.

El Señor del Inframundo bebió un sorbo de su café, mirando impasible a Shion y a su malencarada pareja. Dejó su taza de café sobre el delicado platito de porcelana que le correspondía. Apoyó su afilado mentón en el hueco de la palma de su diestra.

Poseidón resopló, impaciente.

―Anda, señor Strategos, di de una vez lo que sabes ―refunfuñó el Señor de los Mares.

―Conozco el origen de casi todos ―respondió Shion, escueto mientras jugueteaba con una de las patitas de sus anteojos.

Athena y Hades sonrieron de oreja a oreja y por un momento pareció que iban a carcajearse, pero se abstuvieron. Fue Poseidón el que reventó.

―¿Te parece divertido tenernos en ascuas, señor Patriarca? ¡No, no te atrevas a responderme...! ―reviró de inmediato el joven cuando vio a Shion abrir la boca para contestar.

El viejo Aries observó solemne a sus tres interlocutores. Buscó la diestra de Dohko, y una vez que la encontró, la estrechó con cariño. Le sonrió.

―Estimado señor Hades, señor Poseidón... ya he hablado de este asunto con mi Dama... Tengo registro pormenorizado de la procedencia de los integrantes de la élite dorada y de buena parte de los santos de plata y bronce.

»Está por demás decir que aquellos santos y santas que llegaron mientras permanecí... de baja, no se encuentran en mis anotaciones personales. He preguntado a Saga al respecto, y al menos en apariencia, guardó la información disponible en la medida de sus posibilidades.

»Sin embargo, los hermanitos de bronce de la Dama son otro cantar. Así como unos cuantos más...

―¿Qué hay de Escorpio? ―preguntó Hades sin suavizar el golpe―. ¿Qué puedes decirnos de él? Te lo has tenido guardado, a pesar de que es información que todos deseamos saber... incluso él.

Shion frunció un poco el ceño e hizo un mohín de fastidio con los labios.

―A Milo lo recogí personalmente en la isla Milos, cuando era un pequeño de cuatro años de edad. Vivía en un hospicio. No lo cuidaban demasiado, al igual que al resto de los chiquitos.

El Patriarca alzó el rostro, como rememorando los hechos. Aunque sonrió, un dejo de tristeza se le coló en la expresión.

»Hice una donación en el momento en que solicité que se me entregara el pequeño y dejé indicado que la institución recibiera apoyo económico y técnico a perpetuidad. Después de todo, albergó a un santo dorado en su infancia, en su etapa más vulnerable...

»El pequeño estaba... un poco desnutrido, pero a grandes rasgos bien. Era... un sol. ¿Me explico? Cuando Camus lo llama su sol entiendo a la perfección a qué se refiere. Milo era entonces hermoso como un rayo de sol y esa cualidad se le ha reforzado con el tiempo.

El viejo Aries se pasó una mano por el cabello, distraído. Jugueteó un poco, rizándose entre los dedos un mechón de cabello rubio.

»Aunque pregunté por todos los datos disponibles del niño, en el hospicio no conservaban ninguno. La matrona que lo dirigía dijo que el pequeño había sido abandonado en la puerta del edificio, con apenas unas horas de nacido. Contaba que... se mostraba sereno la mayor parte del tiempo, pero ocasionalmente lloraba entre sueños. Nada que no se espere de un bebé.

»Según me contó, el pequeñito llevaba una manzana entre las manecitas cuando lo encontraron. Probablemente se la dieron sus padres para que no llorara. Supongo que por eso recibió su nombre. O en honor a la isla. No lo sé.

―Cuéntales lo demás ―acotó Dohko, con voz seria. Shion lo miró un tanto torvo―. No me mires así. Si ya les contaste hasta aquí, suéltales el resto de la historia.

―¿Qué resto de la historia? ―cuestionó Poseidón con curiosidad.

Shion resopló con fastidio. O quizá con resignación. Poseidón no supo cómo interpretarlo sin meterse con la mente del Patriarca.

Lo cual habría supuesto una seria desavenencia con su prometida.

El viejo santo de Aries habló por fin.

―La matrona dijo que Milo sabía cosas... a veces.

―¿Qué clase de cosas? ―intervino el Señor del Inframundo con sencillez.

―Sabía dónde encontrar lo que se había perdido ―deslizó Athena con su voz cantarina y en medio de una sonrisa melancólica―. En un par de ocasiones supo con antelación que alguien del personal moriría... ―Hades la observó, sorprendido. La joven se encogió de hombros―. Sólo estoy repitiendo lo que Shion me contó, tío. Nada más.

―Y en su estadía aquí, en el Santuario, ¿llegó a hacer alguna de esas cosas? ―continuó Hades.

Shion esbozó una sonrisa tímida.

―¿Qué tiene de sorprendente que Milo u otro santo dorado presagie la muerte de su enemigo en pugna, señor Hades? No, que yo sepa, Milo no ha vuelto a manifestar "saber" con anticipación sucesos de esa naturaleza. Salvo en Asgard, cuando soñó que Camus se despedía de él e interpretó erróneamente su fallecimiento.

Dohko soltó una risita divertida.

―Bueno... estos días Shion entrevistó a la orden dorada completa, intentando hacerse una idea de cómo se las gastó Milo mientras no estuvo bajo su supervisión. Kanon dice...

Athena se cubrió los labios, para apagar su risa, mientras Shion ponía los ojos en blanco. Resopló fastidiado.

―Kanon contó que, en una ocasión en que se hizo pasar por Saga, mientras yo aún me mantenía en el servicio, se escapó con Milo y pasaron juntos una tarde en Atenas. Entre las actividades que realizaron para matar el tiempo...

Saori se desternilló de risa. Los cuatro hombres a su alrededor la observaron con distinta intensidad y expresión.

»¡Pero bueno, querida Damita! ¿Te das cuenta que no es en absoluto gracioso lo que pasó? ¡Kanon...! Ash... Kanon se llevó a Milo a un hipódromo, y se las arregló para apostar toda la tarde a los caballos que el pequeño truhán le indicó. Está de más decir que acertó en cada ocasión...

Dohko le hizo coro a las risas de Saori, junto con Julián. Hades sonrió de manera casi imperceptible y Shion volvió a colocarse los lentes, en un intento de conferir solemnidad al momento.

»Todos los santos dorados tienen alguna anécdota insignificante qué contar de las dotes "sibilinas" de Milo. Siempre fueron erráticas y parecían más bien accidentales.

»Revelaba como de casualidad dónde podían encontrar alguna baratija extraviada, sabía qué cartas había en las manos de póquer que jugaban sus hermanos y decía de improviso que llovería en los siguientes minutos. Sabía cuándo Camus regresaría de Siberia. Pero eso, sus hermanos lo adjudican a su fijación con su sýzygos.

»Aiolia dice que una vez recitó un número ganador de la lotería antes de que lo anunciaran en la televisión. Milo, como ya imaginarán, no pudo explicar por qué sabía semejante cosa. Y, por supuesto, jamás le dio importancia.

Las cinco personas en la habitación guardaron silencio. Un par de jovencillas entraron para retirar los platos vacíos y servir más café.

Saori dedicó una mirada dulcísima a los dos santos que la acompañaban. Extendió las manos a través de la mesa. Ambos hombres entendieron de inmediato y tomaron, más con cariño que con reverencia, las manecitas ofrecidas.

―Los extrañaré mucho, mucho, cuando se hayan retirado. Quisiera pedirles que permanezcan a mi lado, pero confieso que es un exceso de egoísmo de mi parte, que me resisto a dejar de verlos todos los días.

Shion y Dohko, sin ponerse de acuerdo, besó cada uno la menuda mano que estrechaba con paternal ardor.

―Aún nos tendrás un poquitín más contigo, cariño ―dijo Dohko con dulce voz―. Yo no pienso irme sin haber asistido al juicio de esa desdichada. Porque se nos permitirá asistir, ¿no es así, señor Hades? ―soltó con voz ominosa al Señor del Inframundo.

―Salvo que el Juez que presidirá el juicio se niegue a que éste sea abierto, no veo motivos para que no asistan ―respondió con sencillez el hombre de los cabellos vestidos de noche.

―Además... tenemos que verlos casados ―añadió Shion, risueño―. Imagínate nada más, Damita: haber procurado tu bienestar todos estos años para luego no verte dichosamente unida al hombre que has elegido.

Y al decir aquello, ambos hombres miraron suspicaces a Poseidón, que resopló fastidiado.

―Sí, sí... ya sé que ella me eligió a mí... y que el hecho de que yo la haya elegido a ella les da igual a ustedes dos.

―Le da igual al ejército ateniense entero, hermano querido ―deslizó Hades sin compasión. Su sobrina rio y su hermano lo miró, gélido―. Da gracias de que tu petición de matrimonio fue recibida con mesura y no con un grito de guerra.

―En cualquier caso ―zanjó Dohko―, esta unión es una alegría egoísta de la que no pensamos privarnos. Hasta que eso suceda, procuraremos averiguar todo lo posible de Milo y sus hermanos. Cuenta con ello, cariño...

―Cuento con ello, queridos míos. Cuento con ello ―dijo la muchacha dulcemente..."



*Milo reposaba semidesnudo en brazos de Camus, quien dejaba distraídamente ósculos en la piel descubierta de su sýzygos...

Milo reposaba semidesnudo en brazos de Camus, quien dejaba distraídamente ósculos en la piel descubierta de su sýzygos. El lecho de la habitación del pelirrojo los recibía blandamente.

―Estoy sucio, mon coeur. Déjame ir a bañarme.

Camus sonrió, lascivo, y aplicó sus labios contra la piel amada con mayor ahínco.

―Vuelve a decir que estás sucio, mon soleil, s'il te plaît... Me calientas como si fuera adolescente primerizo...

Milo soltó una risotada alegre que Camus coreó unos segundos después. Casi de inmediato la acalló con un sentido beso en los labios, que Milo superó en ardor sin esfuerzo alguno.

El joven Viento del Norte gimió con laxitud mientras sentía que Milo le apresaba las manos contra la cama.

―Quiero decir... que tengo pegado el polvo del Coliseo y el sudor del entrenamiento. Qué asco que me beses así. Déjame ir a bañarme, ¿quieres?

―Pero bueno, agapi mou... ¿cuándo nos ha importado eso...? ―dijo Camus al tiempo que se soltaba del agarre de su amante y, con toque suave, lo volvía boca abajo. Empezó a trazarle un camino de besos en la espalda. El escorpión se arqueó como gato perezoso.

Sintió el aliento de Camus en el punto donde la espalda perdía su nombre y la piel se le puso de gallina.

―Nunca ―gimió Milo con voz tomada por el deseo―. Nunca... Así que ahora sigues... lo que has empezado...

Camus lo tomó del hombro, lo colocó de frente a sí mismo y le atacó los labios sin piedad. Desplazó las caricias leves hacia abajo y se demoró unos momentos en la punción, casi sanada por entero al cabo de esos dos días. Empezó a pasarle desesperado las manos por el torso desnudo y luego las deslizó hacia abajo, hacia las piernas aún vestidas.

La respiración se les aceleró, así como la intensidad de los besos.

Milo se dedicó, desesperado y errático, a quitarle la ropa de encima a Keltos. Éste gruñó, libidinoso, cuando el Hellenoi le acarició con descaro la entrepierna.

―No... non, mon soleil... C'est à mon tour... Maintenant c'est à mon tour de te faire l'amour... Me toca follarte, mi amor, mi Hellenoi... saca las manos... por favor... (1)

Le abrió los pantalones y restregó la nariz contra la pelvis del rubio, que gimoteó entre divertido y excitado. Luego fue subiendo a besos por el bajo vientre, el torso, el cuello, hasta detenerse en los labios carnosos y entreabiertos. Allí se detuvo, como moribundo sediento que llega por fin a un manantial.

―¡Ahhh...! Es tu turno... es tu turno, pues... pero no puedes obligarme... a sacarte las manos de encima...

Milo, extasiado, desplazó el tacto inquieto por el trasero de Keltos, la espalda, los hombros. Bajó a los costados y subió, sinuoso, por los brazos de discretos músculos, disfrutando del estremecimiento en la piel del joven Aquilón.

Colocó los dedos en el mentón, que acarició con dulzura mientras Camus, cuyos besos se orientaron al cuello del Hellenoi, permitía que suspiros lánguidos chocaran contra la suave dermis del amante debajo suyo.

Sintió de pronto los dedos del escorpión vagando por su cuero cabelludo, enredándose en el cabello, peinándolo con ternura.

Hasta que se llevaron consigo la cinta de terciopelo.

»Déjame... déjame guardar tu cinta, mon coeur... chouchou... ―musitó con voz trémula el joven rubio.

Camus detuvo un momento sus atenciones y se enfocó en el rostro de son époux, primero, y en la mano que sostenía el delicado trozo de tela, después.

Se incorporó en la cama para tomar aquella reliquia entre sus dedos. La besó. Luego estrechó las manos de Milo e hizo que se sentara también.

Éste lo miró con extrañeza.

»¿Qué haces? ¿Qué no estábamos... en algo interesante?

Camus se colocó a espaldas del Hellenoi y empezó a peinarle con los dedos los rizos rebeldes. Antes de que pudiera entender lo que sucedía, la cinta se encontraba recogiéndole los cabellos dorados en la espalda.

El pelirrojo pasó, con absoluta libertad, la nariz y los labios por la curva del hombro hacia lo alto del cuello. Detuvo sus labios en el lóbulo de la oreja, que mordisqueó con lujuria.

Milo gimió, alto y fuerte.

―Ahora es tuya... ―dijo Camus sin apenas dudar.

Milo abrió los ojos como platos.

―¿Qué, qué? ―soltó Milo en una pregunta desconcertada.

La calentura se le había terminado de golpe.

Camus lo miró frunciendo las cejas bífidas.

―He dicho... que ahora es tuya... Maintenant c'est à toi... ―y continuó depositando tiernos besos en el cuello y la nuca del azorado escorpión.

―Pero... No... ¡Pero nada! ―vociferó quitándoselo de encima―. ¡La usas desde que éramos pequeños! ¡Si se me pierde, me congelarás hasta el alma! Y seamos realistas, ¡no soy precisamente cuidadoso!

Camus permaneció un poco inclinado sobre Escorpio y continuó acicalándole el cabello.

―Luces muy bien... Hasta pareces peinado...

―¿Cómo que hasta parezco peinado? ¡No te pases, cabrón! ―reclamó el rubio indignado.

Camus siguió depositándole besos en el hombro, como si no lo hubiera escuchado.

Mon coeur... Si yo la uso, se extraviará en el embate del viento. Por favor, quédatela tú. Cuídala tú... He pasado la vida entera usándola. Es antinatural guardarla en un cajón. Era de maman... ahora es tuya...

Milo dibujó en su rostro una expresión entre sorprendida y triste.

―¿De tu mamá...? Ahora me explico que nunca te la quites... y por eso mismo, no me parece...

―Anda, mon soleil... ¿en serio no la usarás?

El Hellenoi dibujó con los dedos el contorno de la mandíbula de Keltos. Éste le tomó la mano y se la besó, despacio.

―Yo... llevo el cabello suelto... ―Milo sintió en el arco del cuello los mordisquitos de Camus, provocándole un gruñido laxo―. Pero la usaré de cuando en cuando... ¿va?

El pelirrojo sonrió contra la nuca de su amante. Restregó la nariz de arriba abajo por la zona y procedió a regarla con besitos traviesos. El escorpión se entregó dócil a las sensaciones y permitió que Keltos lo recostara de nuevo en el lecho.

Bon... J'aimerais que tu le portes toujours... mais de temps en temps ça ira. Está bien para empezar... (2)

―Anda... ¿Qué será del mundo si lo privo de mi nido de pájaros? ¡Ahhhhh!

Camus, enteramente desnudo, frotó su sexo enhiesto contra la virilidad ajena. Prodigó a Milo caricias ardientes que éste sintió por toda la piel erizada.

―¿Qué... qué haces...? ―preguntó el escorpión entre jadeos.

―Pruebo si puedo hacerte el amor con más... intensidad... sin convertirme tal cual en el viento... ¿Me lo permites...?

Milo cerró los ojos con fuerza y las sensaciones, tan solo latentes al principio, se volvieron intensas y omnipresentes de golpe.

Aunque la impresión de los cientos de bocas y miles de manos recorriéndolo no fue tan demoledora, sí fue evidente que Camus había potenciado sus habilidades. Y Milo gozaba de ello, cada vez más enajenado.

―¡Ahhhhhhh...! ¡Espe... espera...! ¡Es... demasiado...!

Camus se permitió aminorar la vehemencia de sus caricias. La respiración de Milo se estabilizó un poco, aunque sus labios dejaban escapar suspiros exaltados.

La presencia de Camus, suave pero inequívoca, lo envolvió por completo.

Brisa. Brisa en calma, acariciante. Fría. Sutil. Delicada. Constante.

Como un lienzo de seda resbalando sobre la piel. Circundándolo. Sometiéndolo a la más dulce de las prisiones.

Ah, dioses... que no lo liberara... que no lo liberara nunca...

Entre la maraña de dígitos lentos y labios húmedos, Milo sintió a su sýzygos deslizarse entre sus piernas. Llenarle la piel de ósculos, sin tregua, al mismo tiempo. Introducir los dedos largos entre la piel rugosa. Apresarle el falo ardiente con tacto grato, pero firme.

Lo escuchó sisear de placer.

No entendía si era su carne la que cedía a esa intrusión añorada o si era el miembro enhiesto de su amante el que era devorado por sus entrañas ansiosas.

"¡Ahh... por los dioses...!"

"Por los dioses, mon coeur... pour les dieux, mon soleil... !"

Los gemidos del rubio se elevaron como cántico sagrado. La voz de Camus se le unió casi de inmediato, en la misma tesitura.

Entre ambos formaron una alabanza mutua, que no era para más oídos que los suyos..."



*Athena paseaba la vista sobre la explanada de su templo, pensativa...

Athena paseaba la vista sobre la explanada de su templo, pensativa. Se hallaba sentada en una sillita plegable de jardín, acompañada de Poseidón.

Entre las manos llevaba una cajita de madera labrada y la miraba con nostalgia.

―¿Qué asuntos alejan tus pensamientos de mí, querida mía? ―preguntó el Señor de los Mares.

Athena sonrió apenas y fijó su mirada azul en la de su acompañante.

―Debo plantearle a Camus celebrar exequias en honor a su padre. Pero no sé cómo recibirá la propuesta...

Una sombra alta pasó por un lado suyo y tomó asiento en otra silla, que resultaba demasiado pequeña para su estatura.

―Las exequias son una muestra de respeto para nuestro amado familiar. Monsieur Nord no tendría por qué recibir mal la propuesta.

Athena guardó silencio y consideró con seriedad las palabras de Hades.

―Ya sé que no, tío. Ya sé que no... Pero igual no debe ser fácil para él abordar el tema. No hemos hablado de cómo se siente.

―No me parece que desee pensar en ello, querida mía ―observó Poseidón con suavidad―. La pérdida de su padre es un asunto sensible. Y ahora mismo está volcado en la recuperación de tu octavo guardián.

Athena resopló en medio de una risa sonora.

―¿Mi octavo guardián? ¡Qué va a ser! ¡Milo ya no le pertenece a nadie más que a Camus! Si entráramos en Estado de Guerra, Milo se largaría a proteger a su amorcito. A mí me mandaría a paseo...

Hades la miró con expresión suave, cariñosa. Le sonrió casi sin darse cuenta.

―Eso no es cierto, Ikómena... Tus guardianes se dejarán matar por ti, no importa la circunstancia. Eso incluye al cabeza dura de tu escorpión... (3)

Athena y Poseidón miraron, una azorada y el otro sorprendido, al Señor del Inframundo.

―Tío... ¿me has llamado Ikómena...? ―musitó incrédula la muchacha, llevándose una mano al corazón―. Hace eones que no me llamas así...

―¿Te sientes bien, hermano? ―preguntó Poseidón, con extrañeza.

El hombre de los cabellos vestidos de la noche los miró a ambos con lo que podía interpretarse como una velada diversión.

―Sí, par de... exagerados. ¿Cómo quieres que te llame, muchacha? ¿Por tu nombre ritual? ¿Por tu nombre familiar? ¿Quieres que recupere la formalidad de hace unos días?

»Antes de que iniciáramos las hostilidades, para mí eras Ikómena... a tu hermana le daba ternura escucharme nombrarte así...

―Me acuerdo... ―musitó Athena, conmovida―. A padre le irritaba tanto ese nombre ―añadió, divertida―. Decía que me saldrían plumas a costa de escuchártelo decir...

―Se molestaba porque no se le había ocurrido antes ―deslizó entre risas Poseidón.

―¡Qué malos son con padre! ―intervino la muchacha entre sonrisas alegres.

―Bien que se lo ha ganado ―respondió con sobriedad Hades―. Nada le parece. En especial si, como bien hace notar mi hermano, no se le ha ocurrido a él.

»En fin... que si le propones a Monsieur Nord honrar a son père en exequias organizadas por ti, no se negará a ello. Es una lástima que no conservemos al menos alguna prenda de nuestro familiar...

Una sonrisa prístina adornó el gesto de Saori. Apretó la cajita contra su pecho.

―Sí tenemos algo suyo... Aquel mechón de cabellos que recogí en nuestra entrevista, antes de que le entregara todo a Camus ―la joven levantó la cajita y la dejó ver entre sus manos. Poseidón sonrió y Hades se mostró azorado―. Es poco. Pero debería ser suficiente para llevar a cabo un breve homenaje.

El Señor del Inframundo dejó que la incomprensión genuina que se gestaba en su pecho se filtrara a su rostro.

―Pero... ¿en verdad queda ese mechón de él? ―preguntó, sin dejar atrás la sorpresa.

―Pues sí, tío. Lo he guardado: aquí está. Es una reliquia querida ahora. Podemos emplearla para honrar al querido Bóreas.

»Preguntaré a Camus qué desea hacer con ella. Como hijo de mi querido amigo, le pertenece.

―Pero... Ikómena... no entiendes...

Hades se quedó con la palabra estrangulada en la garganta. Parecía que la voz se le había atascado y que eso le producía dolor.

Aquel ser que de siempre se presentaba seguro de sí y del porvenir, que iba montado en la ola de lo inmutable, de lo que es porque es, frunció el ceño, alterado por preocupaciones repentinas.

La incertidumbre poco a poco mudó a temor.

Fijó la mirada en el horizonte, como escudriñando un punto que para él era visible, aunque no así para sus acompañantes.

―¿Tío...? ¿Qué te pasa...?

―Haz que Monsieur Nord venga, Ikómena... que venga ya... ―balbuceó el Señor del Inframundo.

Hades se puso en pie con trabajos.

Athena y Poseidón se levantaron en pos de él, preocupados. La joven, bastante más baja que su tío, lo asió del antebrazo derecho.

―¡Tío! ¡Por favor siéntate! ¡No luces bien!

Hades dedicó a su sobrina una mirada alarmada. Le tomó las manos, aprensivo, y se dirigió a ella con la voz trémula.

―Haz que venga, Ikómena, haz que venga... pídeselo tú... antes de que se lo ordenen... de que nos lo ordenen a nosotros...

―¿Ordenarnos? ―cuestionó Poseidón, indignado, pero sobre todo, alarmado de que su hermano mayor se mostrara aprensivo―. ¡Quiero ver quién es el valiente que nos ordene cosa alguna!

Athena, presa de las inquietudes de su tío, se dispuso a cumplir con su petición. Pero un sopor repentino le entorpeció el movimiento.

La muchacha permitió que sus ojos se cubrieran con el lienzo blanquísimo de sus párpados.

Suspiró, con una profundidad que revelaba una suerte de adormecimiento.

A los ojos de Hades y Poseidón, la expresión en el rostro de Athena se volvió lejana. Aletargada. Irreal.

Como si estuviera presenciando la escena de un cinematógrafo a lo lejos y, aunque supiera de qué iba, no fuera capaz de verla con absoluta claridad.

Ambos dioses se estremecieron.

La faz de Hades se tiñó de una pesadumbre que espantó a su hermano menor.

Para Poseidón, Hades era una roca contra la que se había estrellado a través de los eones. No sólo él, sino también su hermano Zeus y sus hermanas. Sus sobrinos y sobrinas.

No había un solo dios del panteón olímpico, e incluso de entre los de antaño, que no se estampara contra la inamovible seguridad del gran Hades, el dios que rige el Inframundo. El dios que cabalga en los embates del destino.

¿Qué había en el Universo capaz de atemorizar a su hermano?

―Camus, antiguo Santo de Acuario, en el presente Bóreas por obra y voluntad de su padre, reposaba en los brazos de su amante luego de su anterior deliquio... ―musitó la muchacha con voz espesa―. En la profundidad de su sueño innecesario, de su cansancio apócrifo, surgió la voz de su Protegida que lo llamaba...

―¿Qué... qué estás diciendo, amor mío...? ―musitó Poseidón con voz trémula.

Ikómena... ―añadió Hades con voz pesarosa.

Los cosmos de ambos dioses titilaron y se hicieron notar a la distancia.

Quienes no los conocieran, habrían dicho que parecían atemorizados..."



*Camus, antiguo Santo de Acuario, en el presente Bóreas por obra y voluntad de su padre, reposaba en los brazos de su amante luego de su anterior deliquio. En la profundidad de su sueño innecesario, de su cansancio apócrifo, surgió la voz de su Protegida que lo llamaba...

Camus, antiguo Santo de Acuario, en el presente Bóreas por obra y voluntad de su padre, reposaba en los brazos de su amante luego de su anterior deliquio. En la profundidad de su sueño innecesario, de su cansancio apócrifo, surgió la voz de su Protegida que lo llamaba. Abrió los ojos azules de golpe. La cabeza rubia de Milo descansaba sobre su pecho, en el cual los mechones dorados se mezclaban con los suyos: rojos y platinados.

Llevó los labios a la frente amada. Y casi de inmediato, se pasó una mano por la suya, atribulada de un instante a otro.

Hizo el amago de levantarse. Pero Milo se le aferró con tesón.

―¿A dónde... a dónde te crees que vas...? ―un bostezo descomunal le deformó la voz y el rostro al escorpión, cuya sujeción al torso de su compañero se intensificó como si se fuera a hundir en un mar embravecido―. No te atrevas a levantarte, que aún no termino mi siesta...

Korítsi ―balbuceó el pelirrojo―. Korítsi... Mademoiselle... está llamando. ¿No la oyes?

Milo, con la modorra prendida de los músculos, dejó que en su rostro aflorara la incomprensión.

―No... ¿Te llama sólo a ti?

―¿Acaso no sentimos todos su llamado cuando libera su cosmos?

El escorpión asintió en silencio y permitió que su sýzygos se levantara. Cuando lo vio colocarse apresurado las ropas, procedió del mismo modo.

»Volveré a la brevedad.

―Te acompaño. No me gusta que la hayas percibido sólo tú... ―acotó el Hellenoi.

El eco de dos cosmos, reconocidos con anterioridad como adversos y en el ahora como afines, se dejó sentir.

Ambos, el joven Viento del Norte y el escorpión, sintieron que sus corazones se agitaban.

»¿Qué sucede con esos dos...?

El Aquilón palideció.

Monsieur Obscurité... Il a peur... está asustado... Él...

Y corrió con una velocidad a la que Milo no podía acostumbrarse.

―¡Camus, espera...!

Pero Keltos ya se había ido. Y el Hellenoi, con el corazón encogido por una fuerza que sentía por primera vez con certitud y que no le resultaba del todo desconocida, corrió tras él..."



*Esa tarde, el Coliseo albergaba el entrenamiento entre guerreros de Athena y Poseidón. Los santos, los jueces y las marinas atestiguaban el enfrentamiento entre Cisne y Kraken...

Esa tarde, el Coliseo albergaba el entrenamiento entre guerreros de Athena y Poseidón. Los santos, los jueces y las marinas atestiguaban el enfrentamiento entre Cisne y Kraken.

El que los chicos de Camus hubieran convertido el campo de entrenamiento en una gran pista de hielo donde igual intercambiaban fieros golpes, pavorosas ráfagas de viento congelado y juguetones pasos de patinaje había causado sensación en principio, sonrisas de simpatía después y curiosidad al final.

―Estoy esperando a que empiecen con las canciones de Frozen ―dijo Kanon en medio de un bostezo.

Rhys bufó con fastidio y le propinó un buen codazo en las costillas, el cual provocó una expresión airada de parte del Dragón Marino, así como una seña obscena dedicada a su pareja.

Minos y Aiacos, que los acompañaban, se burlaron de ellos sin disimulo.

»Ojalá Saga estuviera aquí. Estaríamos apostando con qué canción empiezan.

―No me harás creer que tu hermano es capaz de semejante idiotez ―gruñó Rhadamanthys.

―Eso es porque no lo conoces...

―Ah, por favor... con lo melindroso que es...

―Sí, sí. No le alcanzan los melindres para todo el mundo... pero conmigo apostaría ―aseguró Kanon con una sonrisa de oreja a oreja.

Unas gradas más abajo, Krishna, acompañado de Sorrento por un lado y de Shaka y Mu por el otro, miraba con solemnidad el combate.

―Me da neumonía nada más de verlos ―rezongó Shaka, con los ojos apenas abiertos.

―Qué grosero, Buda. A que no le sales con eso a Camus ―soltó el ariano entre risas.

―Claro que no. Me niego a que me congele los atributos. Además, tú sentirías esa pérdida...

―¿Creen que además de bailar también canten? ―intervino el General del Océano Índico con una seriedad que contradecía la naturaleza de la observación.

―Tal vez... ―respondió Sorrento―. Pero antes te congelarían. Cisne fue capaz de derrotar a su maestro en el pasado...

―E Isaac de ponerle una tunda a Cisne en su momento. Ya. Entiendo el punto... No lo averigüemos entonces... ―añadió el imperturbable Krishna sin apartar la mirada de los dos muchachos―. Qué anatomía tan estilizada tiene Isaac. Y no se diga su hermanito...

Tres pares de ojos se posaron con expresiones que iban de la curiosidad a la incredulidad encima del sobrio General del Océano Índico, quien se encogió de hombros.

―¿Qué acabas de decir, Krishna? ―preguntó incrédulo Sorrento―. ¿Te acabas de declarar interesado en esos dos?

Chrysaor observó con detenimiento a los dos contendientes. Concentró su mirada sobre ellos y se tomó el mentón en una postura reflexiva.

―Tanto como interesarme... no... pero la verdad no puede ocultarse. Los dos están bien hechos... Son muy... bonitos... Y excelentes bailarines, además. Ni ciego podría ignorar que esos dos exudan belleza...

Shaka, luego de escuchar las observaciones de Krishna, dirigió de nuevo los ojos a los muchachos.

―Cierto. Ni ciego podría soslayarse lo... apetecibles que son esos dos... ―dijo con una sonrisa parca en los labios.

―Buda... ―gruñó Mu en voz baja y amenazante―. No te metas con los hijos de nuestro hermano... o yo mismo te arrancaré los atributos...

―Fue un chiste, Mu amadísimo ―respondió Shaka con expresión moderada.

―Muy malo. Cállate. Ahora.

En el panorama de la tarde que caía, los asistentes del Coliseo sintieron los cosmos de Hades y Poseidón desde lejos.

El hecho, en sí mismo, no tenía nada de extraordinario. No en los últimos tiempos que resultaban tan inverosímiles: ya no había enemistad, sino alianza.

Sin embargo, el modo en que las energías, tan distintivas de ambos dioses, se manifestó, dio qué pensar a los santos, los jueces y las marinas.

Rhadamanthys se quedó quieto en su sitio, ya sin dedicar su atención a los dos jóvenes que entrenaban e intentando interpretar algún mensaje oculto en el cosmos de su señor. Al cabo de unos momentos, regresó la mirada a los contendientes, pues no había un llamado personal de parte del Señor del Inframundo para ninguno de sus jueces.

No había órdenes manifestadas. Pero el cosmos de su señor, aunque tenue, se sentía de manera continua. Pesarosa.

¿Habría surgido una desavenencia entre él, su sobrina y su hermano?

La perspectiva de un alejamiento del Santuario ahora que estaba iniciando una relación con uno de sus santos se le antojó indeseable. Sin embargo, era posible. Viable. ¿Qué haría él si de pronto su señor ordenaba que se replegaran de nuevo al Inframundo?

Rhadamanthys suspiró con fastidio.

―¿Estás bien? ―preguntó Kanon, cuyos ojos se volvieron también hacia lo alto de las colinas, intentando entender qué sucedía con Poseidón―. Parece que están discutiendo.

―Sí... eso parece ―dijo sin mucha convicción Minos.

Rhadamanthys siguió, distraído, el curso del combate, que en ese momento mostraba a los chicos de Camus en una serie de enrevesados movimientos que más parecían de danza que de combate cuerpo a cuerpo.

Le hizo gracia pensar que Camus había entrenado a dos bailarines en lugar de a dos guerreros, y entonces cayó en la cuenta de que el antiguo Santo de Acuario había sido en primer lugar bailarín... y que eso parecía favorecer su nexo con el aire, que era su elemento de poder.

El cosmos del señor Hades se intensificó por un momento y volvió a decaer.

Las miradas de santos, jueces y marinas se dirigieron en masa hacia el Templo de Athena.

Rhadamanthys se puso de pie, a la defensiva.

Kanon lo imitó.

―¿Qué rayos está sucediendo? ―soltó sin pensarlo mucho Kanon.

Rhadamanthys, incómodo en su indumentaria informal, trató de dar un paso hacia donde sentía la presencia de su señor.

―¿Por qué...? ―musitó el guiverno en voz baja, matizada de azoramiento―. ¿Qué pasa con mi señor? ¿Y con Poseidón? ¿Y la dama Athena...?

Minos y Aiacos se pusieron de pie, con los sentidos en alerta.

Luego de unos segundos de tensión e inseguridad, Rhadamanthys finalmente soltó lo que había en su cabeza.

―El señor Hades está asustado.

―¿Qué? ¿Estás loco? ―rebatió Minos con incredulidad en la voz, pero con alarma en el rostro.

Aiacos abrió los ojos, atemorizado.

―Es cierto, priya... nuestro señor... tiene miedo...

―No hay nada en este mundo que asuste al señor Hades. Son un par de tontos. O de ingenuos, que es peor ―dijo el grifo con indignación.

―No. No hay nada en este mundo. No en éste, regado por la luz del sol... ―añadió Rhadamanthys, quien empezó a bajar apresuradamente las gradas y a redirigir sus pasos hacia el templo.

Kanon, espantado, lo siguió.

―¿Qué le sucede a Kyría? ¡Su cosmos está débil!

Rhadamanthys se quedó quieto de tajo. Todos sus sentidos a la expectativa. Kanon habría jurado que incluso sus orejas parecían erizadas. Poco a poco, santos y marinas se les reunieron alrededor.

―El cosmos de la dama no está disminuido... está sometido...

Kanon vio dos sombras correr escaleras arriba y ganar velocidad en un instante: Shaka y Mu, que no terminaron de escuchar a Rhadamanthys y ya iban apresurados hacia el templo. Detrás de ellos Cisne y Kraken. Él mismo corrió sin darse cuenta.

No era consciente de que la multitud que se desplazaba con él iba rauda, como si la existencia misma dependiera de su celeridad.

En un instante Rhadamanthys se puso a la cabeza de todos, y sus dos hermanos le alcanzaron de inmediato. De entre la multitud de guerreros que marchaba desesperada, ellos tres parecían ganados por el horror.

Porque, como bien lo había expresado Minos: ¿qué podía haber en este mundo, capaz de asustar al señor Hades?..."



*Si bien la vida de Rhys Wybert había sido breve, las memorias recónditas, escondidas en el alma de Rhadamanthys de Wyvern, Alto Juez del Inframundo, eran extensas y le conferían cierta sabiduría...

Si bien la vida de Rhys Wybert había sido breve, las memorias recónditas, escondidas en el alma de Rhadamanthys de Wyvern, Alto Juez del Inframundo, eran extensas y le conferían cierta sabiduría. Sin embargo, jamás podrían haberlo preparado para contemplar la escena que se desplegó ante sus ojos cuando entró en el Templo de Athena.

―"Hijas de la tenebrosa noche, las muy celebradas, acercaos..."

La dama Athena se encontraba en el centro del salón, erguida, con la mirada ausente, enturbiada por un velo invisible para todos quienes la rodeaban.

Verla así, privada de sí misma, era espeluznante.

La gran Dama de la Sabiduría, la Diosa de la Guerra, Athena de los ojos glaucos, se encontraba doblegada por quién sabe qué poder y voluntad.

Más terrible le resultó, sin embargo, contemplar al señor Poseidón y a su señor, el gran Hades, de hinojos en el mármol que revestía el piso del salón.

Poseidón miraba con horror a su amada, alejada de él de maneras que no podía comprender.

Hades la miraba con dolor.

Los largos eones de enemistad le habían hecho desear castigarla, sí. Pero jamás negarle el dominio sobre sí misma.

Esa le parecía una humillación suprema.

»"En las lagunas uránicas cuyas límpidas aguas..."

Milo de Escorpio, consternado, estaba postrado en el piso, alargando la diestra con desesperación, tratando de alcanzar algo ahora inalcanzable. Un peso que no era físico lo mantenía pegado al suelo.

Era Camus, antiguo Santo de Acuario, Bóreas al presente por obra y gracia de su padre, quien le inspiraba mayor espanto: se mantenía de pie, trémulo, aprisionado por la maraña de sus propios vientos que no podían desatarse, mirando con ojos desorbitados a una persona que se mantenía erguida, cerca del sitial de la diosa.

»"Desde vuestro deambular sin trabas por la tierra inmensa..."

Rhadamanthys escuchó la plegaria y se volvió en todas direcciones, buscando los labios que la verbalizaban.

No era Athena, encadenada a quién sabe qué suplicio.

Escaneó todo alrededor suyo.

Shaka y Mu estaban pálidos: humillaron la cabeza y doblaron las rodillas.

Cisne quiso avanzar hacia su maestro, pero Kraken lo detuvo con un abrazo constrictor. Había lágrimas en los ojos de ambos.

»"Y cuando alegres recorréis las llanuras fatídicas..."

Sorrento y Krishna, visiblemente consternados por la humillación de su señor, se quedaron unos pasos detrás de él, sin atreverse a tomar una posición defensiva. ¿Para qué, si el propio Poseidón había renunciado a la lucha? No se defendía a sí mismo, ni a la dama por la que suspiraba.

Los santos dorados que se les habían reunido se arrodillaron tan pronto como entraron.

Minos y Aiacos, estremecidos, se quedaron precariamente de pie cerca de su señor. No protegiéndolo, sino compartiendo su temor.

»"Venid, potestades gentiles, benignas, famosas, bien nacidas..."

Kanon lo tomó de un hombro. Su intención, lejos de ofrecerle apoyo, era sostenerse a sí mismo. Los ojos anegados por el llanto silencioso contemplaban a su pesar la figura hacia la que Camus había intentado impíamente llegar.

Rhadamanthys le limpió con dedos trémulos el tibio camino salino trazado en los pómulos, y se dio cuenta por fin de que era su señor, el gran Hades, el que oraba.

»"Moiras que todo lo producís y lo destruís todo, escuchadme..."

Miró entonces hacia el frente.

Se arrodilló y arrastró consigo a Kanon, cuyas piernas vacilantes, sin embargo, se negaban a doblarse.

Aquella Dama...

Llevaba una madeja de hilos entre las manos de finos dedos y piel tan pálida que resultaba casi translúcida.

Iba vestida con extrema sencillez: un vestido blanco con un chal de lana cruda sobre los hombros.

Los cabellos, que empezaban a encanecer, recogidos con sobriedad y elegancia.

Los labios delgados se movían sin cesar, como musitando palabras que sería mejor que ningún dios o mortal escuchase.

Miraba a Camus con piedad, con condescendencia.

Rhadamanthys casi habría jurado que con bondad, como una madre miraría a un hijo que ha errado el camino y se dispone a corregirlo.

»Lákhesis... oh, dama inefable... por favor... por favor... libera a mi sobrina... Ella no ha pretendido en ningún momento desafiarlas a ti o a tus invencibles hermanas... Ninguno de nosotros osaría jamás dar luz a un pensamiento tan desatinado...

Hades miraba apenas a la dama de blanco, sin atreverse a fijar en ella sus ojos directamente. Tal vez, en otra circunstancia, en otro lugar, lo habría hecho sin alterarse ni hesitar.

Pero ahora, con La que tira la suerte haciendo presencia en un lugar que no le correspondía, llevada lejos de su hogar por la omisión de otros que no deberían haberse atrevido a desafiarla... no osaba ni levantar la faz.

―No has de temer por la integridad de La de los ojos de lechuza, Ikómena, como tú amorosamente la llamas, apreciado señor ―dijo Athena con voz aletargada.

Rhadamanthys, y todos los presentes con él, se dieron cuenta con profundo espanto que el timbre era el de la dama del Santuario, aunque no así sus palabras.

Lákhesis hablaba a través de ella: cuando movía sus labios, las palabras eran pronunciadas por Athena.

»Has de entender, sin embargo, que hay aquí una infracción que no puede tolerarse más. Que ustedes tres han estado enterados de ella, y que no han actuado con la celeridad requerida al caso.

»Hemos concedido todo el tiempo que ha sido posible, pero la estabilidad de Gaia es más importante.

En el ambiente, tenso como la cuerda del arco antes de disparar la flecha, se dejó escuchar una voz varonil, de costumbre altanera, pero en ese momento trizada por la incertidumbre.

―Mi Señora... ―musitó Poseidón con pesar―. Te lo ruego... suelta a mi dama... Ver su espíritu doblegado es lo más doloroso que mis ojos contemplarán jamás...

―Calma tu corazón tempestuoso, Señor del Mar. No tengo intenciones de dañar a la pequeña. Pero debiste ser más puntual en la observación del deber. Así como ella. Así como tu ilustre hermano.

»Lo quieran o no, en este Santuario habitan, inapropiadamente, dioses noveles. Dioses que no conocen cómo ha de ser su proceder, ni el alcance de sus omisiones.

Athena, que se encontraba de espaldas a Camus, se volvió entonces hacia él. Caminó los pasos necesarios para posicionarse de frente.

Milo hizo un esfuerzo supremo y se levantó. Dio unos pasos vacilantes y se acercó todo lo que pudo a su sýzygos.

Lákhesis, inalterable, sin perder el gesto sobrio y amable, lo miró un momento con sus pupilas insondables, oscurecidas. Separó su diestra liviana de la madeja y con suma ligereza, hizo un ademán que indicó al escorpión que debía permanecer en el suelo.

Milo se desplomó. Athena habló.

»Entiende, hijo de mi hermano, que no te inflijo dolor por maldad... Que nunca ha sido mi intención, ni la de mis hermanas, causarte pesar. Pero el camino ha de seguirse, tal como el orden inalterable lo demanda.

Se dirigió entonces a Camus, cuyo gesto contraído revelaba una angustia infinita por el joven rubio que había sido abatido.

»¿Por qué, Bóreas, hijo de Bóreas, sigues aquí, cuando hace siete días debiste haber partido a garantizar el bienestar de la Madre generosa que te cobija, que nos cobija a todos?

»¿No escuchaste acaso el llamado insoslayable de la Tierra? ¿Cómo has podido ensordecer tus oídos y endurecer tu corazón, para no atender su ruego que es también mandato?

»¿Cómo te has atrevido a poner en riesgo el ciclo de la vida y de la muerte, del sueño y del despertar, con la omisión de tu deber sagrado?

―No puedo... ―graznó desesperado Camus―. No puedo dejar atrás a Milo... no cuando está vulnerable... no si está a merced de esa diosa adversa...

La dama Lákhesis observó inmutable al joven Aquilón. Aún se permitió escucharlo.

»Mi corazón sangra ante la sola posibilidad de que vuelva a ser atacado por ella... de que vuelva a ser orillado a atentar contra sí mismo... Yo... Camus... Enloquecería de dolor... De ira... ¿Cómo puedo apartarme de él, dejarlo sin mi protección?

―¿Camus? ―dijo la Moira a través de los labios sonrosados de Korísti―. ¿Te consideras aún a ti mismo el que fuiste y ya no eres? Muchacho... Tú eres Bóreas. Bóreas. El Aquilón. El Viento del Norte. El Invierno. Norðri. El que trae la muerte blanca y anuncia la vida floreciente.

»¿Cómo le das la espalda a un deber sagrado en beneficio de un afecto egoísta? ¿No sabes, acaso, que el corazón de tu padre sangró copiosamente incontables ocasiones? ¿Qué con frecuencia sólo las palabras venturosas de su amiga dilecta le dieron consuelo y fortaleza?

»¿No sabes, Bóreas, que el corazón de Bóreas sangró por ti innumerables días?

Lo que sonó como un gruñido ronco, pero en realidad era un sollozo ahogado, sentidísimo, se gestó en el pecho agitado de Camus.

―No... por favor... No me llames así, Señora... No me merezco ese nombre...

―Pero ése es tu nombre.

La Moira lo escrutó. Lo traspasó. Y la acción pareció causarle dolor, al menos emocional, al muchacho que Milo percibía con la cabellera roja y el resto, blanca como la nieve.

»Escucha, Bóreas el joven, la voz de quien conoce tu camino. De quien trazó el camino que Bóreas el viejo siguió sin cuestionar. Tu esposo está bien. Tú mismo te encargaste de que fuera así, pues lo hiciste decretar su propia salud. Le hiciste trazar que permanecerá fuerte para sí mismo y para ti.

»Ya que eres más consciente que él de su propio poder, no le permitas usar su palabra banalmente. Su palabra tiene poder. Aunque aún no sabe imprimírselo, ni dirigirla del modo correcto.

»¿Acaso no sufres, muchacho, al desoír la voz de tu legado?

Camus frunció el gesto, con expresión martirizada. A ninguno de los espectadores de aquella escena se le ocultaba la tormenta de desconsuelo que asolaba su espíritu.

―Yo... no puedo ignorarla... pero tampoco puedo separarme de él, de Milo... ambas cosas me duelen...

La dama Lákhesis fijó sus ojos que veían más allá de Camus en Camus.

―¿Te das cuenta de que no la ignoras del todo? Cada noche sales a recorrer el mundo ―recitó la voz de Mademoiselle―, no puedes evitarlo. Del mismo modo, en cuanto me has percibido adversa a tu Protegida, has tratado de anularme.

»No te culpo por tu atrevimiento. Eres demasiado joven. Demasiado ingenuo. Demasiado tonto. Has de saber que tu esfuerzo por atemorizarme es fútil: no hay nada que puedas hacer contra mí o los míos. Eso incluye a tu sýzygos, que es todavía más tonto que tú, y a su padre, cuya vista no puede igualarla nadie.

»Sin embargo, ésta es la primera y la última vez que te permito esta audacia.

»El deber es doloroso, muchacho, pero libera. Siempre podrás volver a tu sýzygos. Siempre podrás volver a tu Korítsi. Podrás volver a tus hijos y a tus hermanos. Pero has de cumplir primero. En el Norte hay quien te guíe.

―Señora... Agía Kyría... Detente... No me lo quites ―gimió el escorpión.

La mirada infinita que Milo recibió de aquellos ojos poblados del futuro que nadie debía penetrar le quitó el aliento por un instante.

Entendió en un momento que no sólo no podía oponerse.

Entendió que hacerlo era una blasfemia.

―Vete ahora ―sentenció la dama Lákhesis a través del aliento sagrado de la dama Athena.

Cuando la sentencia fue dicha, el hilo que sostenía entre las manos se fijó en un telar que se dejó ver un segundo a los ojos de Milo.

Tan pronto como el lienzo desapareció, Camus, atado por los vientos comprimidos, dejó de estar allí.

El corazón de Milo se agitó, afligido por la ausencia dictaminada.

Kyría se tambaleó. Cayó sobre sus rodillas.

No pasó un momento antes de que Poseidón la sostuviera entre sus brazos y Hades acariciara con suavidad su cabeza.

Ninguno de los tres se atrevió a alzar la mirada hacia la Moira.

Ésta se acercó con pasos pausados y decididos al escorpión. No separó sus ojos de él. Lo conminó a mirarla.

"No vuelvas a hacer esto, hijo de mi hermano. No vuelvas a retener a tu sýzygos nunca más. No vuelvas a atarlo a ti por la fuerza. El hilo que los une es irrompible, y del mismo modo que no puede evitar cumplir su deber, no puede evitar volver a ti. No dudes de su amor."

Milo escuchó con atención la voz que resonaba en su mente, en armonía con su espíritu y su cosmos. Aunque era la primera vez que se comunicaba de ese modo con Lákhesis, de alguna manera le pareció natural.

Como cuando hablaba, sin saberlo, sin ser consciente de ello, con Camus.

"No sabía que lo obligaba..."

"Te mientes a ti mismo. Es claro que lo sabías. Sabes que él no puede darte la espalda. Sabes que su corazón late con el tuyo. Sabes que es demasiado humano. Que quizá siempre lo será. Eso es lo que no sabes todavía."

Milo bajó la vista, avergonzado.

No había violencia en los reproches de La que echa la suerte, pero sus palabras lo quemaban como hierro candente.

"Me das demasiado crédito, señora..."

Lákhesis dulcificó su mirada. Pero ello no le resultó tranquilizador al escorpión.

"Eres hijo de mi hermano. Es claro que he de darte crédito. He de darte también advertencia y plazo: no puedes usar tu palabra con la frivolidad que detentas. No puedes ser irresponsable. Fíjate en lo que dices antes de decirlo. Tu palabra se graba en piedra.

La escrutadora mirada oscura de la Dama se clavó en los ojos de Milo, que se estremeció y tragó saliva.

"¿Todo lo que digo se hace, Señora? ¿Cuándo y cómo puedo hablar entonces?"

La Moira acarició con delicadeza su madeja de hilo. La apretó contra su pecho.

"Algunas cosas de las que dices se realizan. Ya vendrá mi hermano a instruirte. Ruega porque lo haga en tus sueños. No querrás verlo en persona."

Milo cerró los ojos, espantado por las palabras que habían resonado en su mente.

Cuando los abrió, la Dama de los hilos, La que da la suerte, había desaparecido.

En torno suyo se vivían distintos grados de pesar, temor y azoramiento.

Sus hermanos dorados habían recuperado poco a poco la vertical. Miraban sobrecogidos el sitio donde la Dama del Destino había permanecido de pie.

Sorrento y Krishna se habían acercado a su señor, sin atreverse a invadir su momento de catarsis.

Éste abrazaba con dulzura y aprensión a la dama del Santuario, quien se mantenía aovillada en el regazo del amado. La joven no parecía sufrir. Pero era claro que distaba mucho de sentirse segura y fuerte.

Cuando Hades, acongojado, pasó con toque gentil su mano por el mentón de la muchacha, ésta le apresó los dedos y se negó a soltarlos. El hombre altísimo se inclinó hacia la sobrina y dejó reposar su diestra sobre el cabello lacio de la jovencita.

Ninguno de los tres dijo una sola palabra. Sólo se mantuvieron así, cercanos, consolándose unos a otros de la experiencia atroz que habían atravesado.

―¿Por qué...? ―se atragantó con las palabras Kanon.

Rhadamanthys le acarició un brazo con gentileza, en un intento de darle tranquilidad.

―Porque no pusieron orden por su cuenta ―respondió el guiverno―. Puede llegar a pasar, y si es así, no será una experiencia agradable, como has podido ver.

―¿Por qué le hizo eso a Kyría? ¿Por qué la denigró así? ―se lamentó el gemelo menor.

Minos suspiró, cansado. El estrés de la experiencia lo había fulminado, al igual que a Aiacos.

―No pretendía humillarla, Kanon ―dijo el juez de los cabellos blancos―. La Dama del Destino hizo lo que pudo para suavizar el golpe.

»Su voz... es sagrada. No debería dejarse oír más que en su antro. Ni siquiera el señor Hades, que tiene a su cuidado a Nyx y Érebo, se atreve a perturbarlas, a ella o a sus hermanas. ¿Entiendes?

Rhadamanthys, cuya mirada aguda comprobaba que todos estuvieran bien, dejó a Kanon acompañado de sus hermanos jueces y se dirigió a Escorpio.

Éste parecía, literalmente, aplastado por el Destino. No encontraba ni las fuerzas ni la voluntad para levantarse.

Le ofreció la diestra, pero como el escorpión la dejó tendida, el guiverno se acuclilló junto al muchacho.

―Camus está bien, Milo.

El escorpión quiso contestar.

No se atrevió.

Asintió, con los ojos, seguramente desbordados de lágrimas, ocultos por los rizos rebeldes.

―Lamento que las cosas hayan ocurrido así ―continuó el juez ante el silencio del rubio―. Desearía que hubiera sido distinto para ambos. Para todos...

Milo se estremeció. Rhadamanthys lo vio suspirar y limpiarse el rostro con el dorso de la mano. Lo miró un momento, con la devastación pintada en el gesto.

Se levantó.

Ambos lo hicieron.

Escorpio caminó lentamente por la estancia.

Pasó a un lado de Korítsi, Monsieur Tsunami y Monsieur Obscurité.

Se movió entre sus hermanos, entre los jueces, entre las marinas: todos lo veían cargar con su desolación inmensa, pero ninguno se atrevía a detenerlo. No tenían palabras para confortarlo.

Se detuvo en la explanada del templo. Miró las escaleras descendentes.

Abajo, estaba Piscis. Y luego Acuario.

El corazón le punzó de dolor.

Quería gritar. Maldecir. Deshacerse en lágrimas rabiosas.

Pero recordó la advertencia de la Moira. Su palabra dictaminaba.

Se grababa en piedra.

Se metió las manos en los bolsillos del pantalón. Sus dedos fueron acariciados por una textura suave.

Al sacarlos, arrastraron consigo una cinta de terciopelo.

La cinta de Camus.

Una humedad furtiva le corrió sin darse cuenta desde sus ojos hacia el mentón. Sintió que una brisa suave la secaba contra su piel.

Un viento suave. Un viento frío.

―Camus... ―musitó casi imperceptible.

El viento le acarició el rostro. Jugueteó con los cabellos rubios. Agitó levemente los faldones de la camisa desaliñada.

El Hellenoi sonrió, feliz.

Se apresó la cabellera rebelde con la dulce suavidad del terciopelo.

El pensamiento, como la palabra, es poderoso, se dijo a sí mismo.

"No tardes demasiado, Keltos. Por favor."

"Sois patient, mon Hellenoi, mon soleil... Je reviens si tôt, tu ne croiras pas..." (4)

A la par que el sol se ponía, la brisa fría acarició los árboles. Una hoja rojiza se posó en el suelo. El otoño empezó a saludar tímidamente al invierno..." 







Aclaraciones

Hola a tod@s. 

Bienvenid@s a la primera actualización del 2023. Espero que sus festejos de Año Nuevo hayan sido estupendos y que sus vidas estén marchando de maravilla.

Pues bien, estrictamente hablando, éste es el último capítulo de este fic. La próxima actualización será el Epílogo y después de eso... me pondré a escribir lo que sigue. 

Ya debo haberlo comentado: no le resta demasiado a este arco argumental y espero cerrar pronto este universo narrativo. También espero que les esté resultando grato. Y que al concluirlo, les siga pareciendo así.

Pues bueno, este ha sido, como se ha apreciado, un capítulo de cierre para los personajes. Aún hay uno que otro asunto sin concluir (ejem... Aiolos y Saga...) pero quedará finiquitado en el Epílogo.

Ahora, las aclaraciones, que son muy pocas en comparación con otras actualizaciones. 

Las más sencillas: 

Maintenant c'est à toi (francés): Ahora es tuya.

Pour les dieux (francés): Por los dioses.

Il a peur (francés): Él tiene miedo, está atemorizado.

Agía Kyría (griego contemporáneo): Sagrada Señora, Santa Señora.

Las más complejas, numeradas:

1. Non, mon soleil... C'est à mon tour... Maintenant c'est à mon tour de te faire l'amour (francés): No, sol mío... Es mi turno... Ahora es mi turno de hacerte el amor.

2. Bon... J'aimerais que tu le portes toujours... mais de temps en temps ça ira (francés): Bueno... me encantaría que la llevaras siempre... pero de cuando en cuando estará bien.

3. Ikómena (griego): Polluelo.

4. Sois patient, mon Hellenoi, mon soleil... Je reviens si tôt, tu ne croiras pas (francés): Sé paciente, mi Hellenoi, sol mío... Volveré tan pronto, que no lo creerás. 

Y ya. 

Les aseguro que Milo y Camus encontrarán el modo de sufrir menos la separación y me parece que ya se están apercibiendo de cómo don Keltos y don Hellenoi se las arreglarán para ello.  En fin, que van a elaborar una dinámica para hacer que las cosas fluyan bien entre ellos y seguir con sus vidas y deberes. 

 El crédito de la fantástica imagen que ilustra la portada de esta actualización es, según entiendo, para Toradh. En ella nos muestra a las Moiras, las Destinos, las Hilanderas, fijando lo que debe ser.

Pues listo. Espero estar actualizando nuevamente a más tardar al finalizar enero. Si no es así, es porque estoy iniciando a mis nuevos estudiantes en el mundo de la literatura XD 

Gracias por el tiempo y el entusiasmo que le han estado dedicando a este cuento. Nunca, nunca había escrito algo tan extenso y complejo como este fic. No porque lo sea, sino porque nunca había pasado por esta experiencia. Su amable acompañamiento (es decir: lectura, comentarios, observaciones, votos, buenas vibras) es la pura onda.

Coma chula: gracias por tus porras y paciencia XD

Les envío abrazos, besos, mimos, amor y mis mejores deseos. Espero que todas las cosas que nos hacen la vida bonita les lleguen a manos llenas.   

Hasta prontito.

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