19. Santuario, Atenas. Al correr de los días
Advertencia: Contenido adulto (ahora sí)
―¡Por todas las almas condenadas del Yomotsu! ¡Te digo que me bajes, cabra estúpida! ¡Que puedo caminar por mi pie!
―Mira, don Cangrejo, me viene valiendo un pepino ―respondió Shura, impasible, al remolineo y la verborrea de Angelo―. Tu maestro ha dicho que no te debes esforzar y no vas a esforzarte. Punto.
Capricornio se encontraba estoicamente de pie en medio de la sala de espera de La Fuente. Afrodita, que no contenía una risilla divertida, se mantenía a un lado suyo, contemplando cómo Shura llevaba en brazos a Angelo.
El italiano, por su parte, no cesaba de refunfuñar y retorcerse en los brazos del español. Hacía el esfuerzo real por zafarse y escurrirse del firme agarre de su amante, pero éste, sencillamente, lo estrechaba todavía más.
―¿Y qué puto esfuerzo me supone permanecer de pie mientras Mu nos teletransporta? ¡Que me bajes, te digo!
―Me la suda que Mu nos lleve a mi templo ―añadió el español sin levantar la voz, pero con tono inflexible―. El doctor Katsaros nos ha ordenado a Afro y a mí que no te permitamos el menor esfuerzo, y seguiremos sus instrucciones al pie de la letra... así que a joderse, querido...
―¡Afro, por favor!
Angelo suplicó a Afrodita desde el posesivo abrazo de Shura.
Afrodita le dedicó al joven albino una sonrisa dulce, amantísima. Levantó la diestra y le acarició una mejilla.
―Mi queridísimo... Después de todo lo que ha pasado, me tiraría de cabeza a un pozo sin fondo si me lo pidieras, o si estuvieras en peligro... Pero Shura tiene razón. Tu médico ha exigido reposo para ti. Y eso tendrás. Te jodes, mi amor.
Antes de que Angelo continuara su alegato, Katsaros y Mu salieron de un pasillo, conversando en voz baja. Aries sonrió de oreja a oreja al ver al italiano debatiéndose entre los brazos del español y calmarse de golpe, con el gesto contrariado, en cuanto divisó a su maestro.
Katsaros llegó a donde estaban los tres. Entregó a Afrodita algunos papeles que contenían la valoración general de Angelo, las indicaciones de su convalecencia y la medicación. Dedicó una mirada severa a su estudiante, que tragó saliva y cejó en su empeño de liberarse.
El anciano se quitó los lentes, se los limpió y suspiró ostensiblemente. Luego alzó la voz para que lo escucharan los interesados. Y los desinteresados también.
―Lo quiero en reposo total los próximos tres días. Nada de entrenamiento. Nada de escuela. Nada de cargar objetos pesados. Nada de alcohol. Alimentación ligera. Sueño tranquilo y reparador. Sin disgustos. Y eso va para los tres: no quiero que ustedes le hagan bronca, ni que él les haga bronca a ustedes.
Y se quedó viendo a Shura y Angelo, quienes enrojecieron sin poderlo ocultar.
»Dentro de tres días lo quiero aquí, para una nueva valoración y adaptar sus indicaciones según la evolución de su estado. Así que, si no hay dudas... ¿Las hay?
Afrodita y Shura se quedaron viendo el uno al otro por un instante. Angelo, sintiéndose excluido, mostró su contrariedad con un puchero.
―Eh... yo... yo tengo una duda... ―farfulló Shura con voz insegura.
―Pues aprovecha que estoy aquí en este momento, muchacho, que no tengo tu tiempo ―dejó caer, fulminante, el viejo doctor.
―Ah... pues, yo... yo...
―¿Tiene Angelo prohibida la actividad sexual? ―preguntó Afrodita, directo y sin rubores.
Angelo y Shura enrojecieron hasta el blanco de los ojos. Afrodita ni se inmutó. El doctor se llevó una mano hasta el mentón y meditó unos instantes, con expresión profundamente reflexiva.
―Pues... debe tener descanso... ¿Pretenden que participe demasiado?
―Ma che ne dici, maestro? ―gritó Angelo con todos los colores subiéndole al rostro. (1)
Shura y Afrodita sonrieron torcido, el doctor se calzó los lentes en el puente de la nariz y Mu soltó una carcajada estentórea.
―Silencio, ilíthie... o te quedas inactivo en serio.
Mu se retiró tan pronto como aparecieron en el templo de Capricornio. Ni siquiera esperó a que le dieran las gracias o lo despidieran. Un par de segundos después de que arribaron al atrio del templo, Shura, Angelo y Afrodita se encontraron sin más compañía que la suya propia.
―Bueno, ya llegamos. Ahora bájame, cabra.
―Enseguida te bajaré. Espera un poco ―murmuró Shura dirigiendo sus pasos al interior del templo.
Afrodita los siguió en silencio. El eco de los pasos se extendió por el salón. Shura se encaminó al área residencial, a su habitación, y cuando finalmente ingresaron, Afrodita cerró la puerta tras de sí. Tomó asiento en un sillón cercano a la cama: desde allí observó cómo Shura depositaba con delicadeza a Angelo en el lecho.
El joven albino se quedó sentado, con los pies en el suelo. Suspiró, cansado; luego se inclinó para quitarse los zapatos. Shura se lo impidió tomándole la mano y retirándosela. Procedió a inclinarse él mismo para retirarle el calzado con parsimonia, en silencio.
―Anda, Shura. Puedo descalzarme, ¿sabes? Ni que fuera a cansarme por ello.
―Ya sé que puedes hacerlo tú, Angelo. Quiero hacerlo por ti, ¿vale?
―Pero no es necesario...
Shura se detuvo un momento y se le quedó viendo fijo. Llevó las manos hacia el mentón de Angelo y lo acarició con suavidad. Apoyó su frente contra la de amante y le depositó un breve, efímero beso en los labios.
Angelo cerró los ojos ante el contacto. Suspiró un tanto preocupado. Conocía lo bastante a Shura para saber que, a pesar de que no exteriorizaba lo que sentía con palabras, en su ánimo pugnaban emociones intensas, atenazantes.
Dirigió sus manos a los hombros de Shura y los masajeó, delicado, tratando de calmarlo. De los hombros se deslizó al cuello, luego a la nuca. Allí entretuvo los dedos, acariciando el cabello negrísimo.
―Va tutto bene, amore mio, puoi calmarti adesso. È tutto ok. Por favor... por favor... ya no estés angustiado... (2)
Shura conservó los dedos en el rostro de Angelo. Parecía reconocer los rasgos por pura memoria táctil. Sepultó la nariz en el arco del cuello y el hombro. Se mantuvo allí por largos segundos, como atesorando el aroma.
―Te me ibas a morir... te me moriste... ―musitó Shura con dolor, cuya vehemencia hizo estremecer a Angelo―. Te tuve inerte entre mis brazos... inerte... Contemplé cómo cerrabas tus ojos, abandonados por tu alma... Temí no volver a mirarlos. Nunca podré olvidar ese dolor...
Angelo esbozó una mueca entre amarga y resignada en los labios. Luego sonrió con ternura y abrazó a Shura.
―Ya. Vale. Pero ya pasó. Aquí estoy, contigo y con Afro. Por ustedes. Gracias a ustedes. Todo está bien y quiero que te quites ese peso de plomo de encima del alma. No quiero que estés así, angustiado...
―Nosotros no te salvamos, Angelo. Fue tu maestro ―intervino Afrodita, desde su sillón―. Lo intentamos, pero fracasamos estrepitosamente.
»Saga y Aiolos llevaron al viejo desgraciado a la cabaña y fue él quien te arrancó del Inframundo. Siempre viviré agradecido con él por la hazaña. En serio que sí.
―Igual yo ―dijo Shura―. Si él no llega a hacerse cargo, ahora mismo estaríamos llorando sobre tu tumba, y no tratando de desnudarte sin que te pongas ridículo...
Angelo soltó una risita que pretendía ser conciliadora, pero se escuchó nerviosa, rayando en la histeria.
―No, hombre. Que no es por ridículo... bueno, quizás un poco por eso... es que es serio puedo yo solo... Y bueno, ridículo me he sentido siendo el paciente, capisci?
»Y más porque caí en la emboscada más estúpida del mundo. ¡Vamos! ¿Cuántos años llevamos follando juntos? ¡Tendría que reconocer las técnicas de Afrodita cuando las tengo enfrente!
Guardó un silencio amargo que dio pie al mutismo de sus dos acompañantes. Shura lo estrechó contra sí mismo y le acarició la espalda, despacio.
El tacto suave de Capricornio hizo que las exiguas defensas que Cáncer pudiera haber levantado se derrumbaran. Una lágrima solitaria se le deslizó desde los ojos albinos y se perdió en el hombro de su amante.
―No era una de mis técnicas. No exactamente ―musitó Piscis―. Freyja es La Dadora. Gobierna la fertilidad. Tiene potestad sobre los ciclos de la vida y la muerte. Encauza a la naturaleza para permitir que la vida o la muerte se abran paso.
»Le gustan los venenos... los imagina y aparecen... Lo que yo hago es un poco... diferente. Mis rosas son bellas y mortales porque esa es su naturaleza y propósito. No hay engaño en ellas... Su belleza atrae. Pero también es una advertencia de su carácter letal.
―¿Estás tratando de hacer que me sienta menos estúpido? ―preguntó Angelo con una sonrisa amable dibujada en los labios.
―No, yo no puedo evitar que te sientas así. Te estoy diciendo que no había manera de que supieras que estabas en una emboscada. No conocías los signos en los que debías fijarte. No es tu culpa. No es culpa de nadie. Salvo de Freyja, claro está.
―Es culpa mía ―dijo Shura con voz monocorde―. Yo hice que te apartaras de nosotros con mis estupideces. Te puse en manos de ella.
Afrodita, cruzado de piernas en el sillón, apoyó el mentón en la palma de su diestra y observó a Shura, con curiosidad. Angelo, por su parte, se soltó del abrazo que lo retenía para fijar la vista en el rostro pálido del español. Deslizó los dedos por la curva del cuello, en una caricia leve y amorosa.
―No, Shura, no. Me ofusqué y me fui. No pretendía alejarme ni permanecer enfadado. Nada más... quería aclararme el pensamiento. Eso es todo.
―Te fuiste para meditar en el modo de dejarnos ―soltó Afrodita sin piedad.
Angelo se le quedó viendo, azorado. Afrodita dejó aflorar una sonrisa amarga.
»Atrévete a negarlo... ―escupió Afro con rabia latente en la voz―. Atrévete a negar que te fuiste para pensar en el modo de abandonarnos sin dejarnos encima la responsabilidad del rompimiento.
»Te fuiste para pensar en un desplante que te permitiera echarte la culpa. Que nos dejara tranquilos y unidos a Shura y a mí. ¿A que sí...?
―Afro... ―murmuró apenas Angelo
―¿Ibas a hacer eso, Angelo? ―preguntó Shura, dolido―. ¿Por qué?
―¡Ya te dije que el muy imbécil está convencido de que tú y yo estamos bien juntos! ―gritó Afrodita, enfurecido.
―Y es cierto ―afirmó Angelo sin levantar la voz y sin dudar―. Ustedes están perfectamente bien sin mí. Yo soy... inestable. Poco confiable.
―¿Por qué dices eso? ―preguntó Shura.
―Porque es la verdad. He sido un desgraciado toda mi vida...
―No es cierto ―afirmó Afrodita en el acto―. No entiendo de dónde sacas eso, Angelo.
―Soy cruel y malvado.
―Has sido cruel y malvado en el pasado. Más por extravío que por verdadera voluntad de hacer daño. Los tres fuimos crueles y malvados... hace tiempo, en otra vida... ―dijo Afrodita sin dudar un momento y sin apartarle la mirada de encima―. Si en serio crees eso de ti mismo... es que sigues extraviado... y eso me apenaría mucho.
―Yo se lo he hecho creer, Afro... ―respondió Shura en voz baja y sin atreverse a levantar la vista―. Lo que me dijiste mientras lo buscábamos es cierto punto por punto. Me he pasado la vida juzgándolo... con la esperanza de no tener que juzgarme a mí mismo.
Angelo miró largamente a Shura. Sus ojos grises, húmedos, se esforzaron por evitar el llanto. Pero al final no lo pudieron contener. Shura le pasó los dedos por los pómulos y se llevó el rastro de humedad con ellos. Terminó de llevarse las lágrimas con los besos sutiles que depositó en la piel albina.
―Angelo... ¿recuerdas que te pedí perdón? ―preguntó Shura con un hilo de voz.
―Se ricordo... ―respondió Angelo en un susurro. (3)
―Me perdonaste entonces... ¿me sigues perdonando ahora?
― Cosa chiedi? Certo che ti perdono. Sempre. (4)
Shura sonrió con tímida alegría. Acarició el cabello plateado. El cabello de luna, recordó con una sensación agridulce.
―¿Te acuerdas que te dije que te amo?
―Sì... ―contestó Angelo con su cadencia italiana.
―¿En serio pensabas en el modo de dejarnos, de asumirte culpable del rompimiento?
―Sì...
El español apretó los labios en un rictus amargo. Tragó saliva: la acción le resultó dolorosa.
―¿Y eso es lo que quieres, dejarnos...?
―No. Non voglio lasciarli... ―soltó finalmente Angelo entre sollozos convulsos, aferrado a Shura―. Non voglio. Non voglio... Ti amo. Amo Afrodite, vi amo entrambi. Mi perdo senza di voi due... (5)
Shura lo abrazó con desesperación.
―Yo tampoco quiero que te vayas... que te me vayas... que nos dejes... Somos los tres, ¿entiendes...? Cuando estamos los tres... el camino es claro... Capisci?
―Sì. Sì, ho capito... ho capito... (6)
Shura besó despacio, con fervor, los labios de Angelo, quien no hacía más que aferrársele a los hombros. Luego de que Shura llenó la cara de Angelo de breves ósculos, se dirigió a Afrodita.
―¿Vienes, amor...?
―No. Primero quiero que ustedes arreglen sus asuntos. En un momento los acompañaré ―respondió Afrodita con solemnidad.
Shura asintió. Luego miró a Angelo, como pidiéndole permiso para actuar. Angelo cerró los ojos y soltó un suspiro largo, sentido. Colocó sus manos mansamente sobre sus muslos. Esperó.
Shura se inclinó. Con movimientos delicados, le sacó a Angelo los zapatos y los calcetines, y los dejó por un lado, en el suelo, acomodados simétricamente.
Se irguió. Observó en silencio a Angelo. Le acarició una mejilla, se acercó a su cuello y depositó una serie de suaves besos, recorriendo la curva del hombro, pasando a la manzana de Adán, subiendo a las orejas, corriendo a la comisura de los labios. Ahí se detuvo. Restregó su nariz contra la de Angelo, y luego la pasó por los párpados y la frente.
Angelo suspiró. Quiso tomar los labios de Shura por asalto, pero éste no lo permitió. Angelo se le quedó mirando, con la pregunta latente en los ojos grises.
―¿Cómo así? ―preguntó un tanto divertido― ¿No tengo permitido tocarte?
Shura sonrió torcido.
―Me gusta que seas participativo. Pero hoy te dejarás hacer. Luego... veremos cómo mentirle a tu maestro...
―Ah, per favore... come se fosse possibile... (7)
Shura llevó las manos a los botones de la camisa de su compañero. Uno a uno los desabrochó, sin ansias ni prisas. Deslizó la prenda fuera del cuerpo de Angelo y se tomó el tiempo para apreciarlo. Pasó los dedos sobre los músculos marcados en el tórax, los pectorales y se detuvo en la punción del hombro. Se acercó y depositó un ósculo reverente.
Angelo cerró los ojos y se concentró en los labios de Shura sobre su piel.
Sintió cómo su compañero lo recostaba lentamente sobre el lecho. Las manos recorriéndole la piel con lentitud. Los besos en uno y otro rincón de su cuerpo. Los pantalones ser deslizados fuera de sus piernas, junto con la ropa interior.
Desnudo.
Desnudo para él. Para ambos. Para Shura. Para Afrodita.
―Abre los ojos, Angelo. Por favor.
Angelo replegó los párpados y contempló el lento proceso con que Shura se desnudó para él. Una vez que solo estuvo vestido de su piel, lo cubrió con su cuerpo.
Despacio, con una paciencia infinita, enloquecedora, el hombre de los cabellos negros devoró sin pausas y sin arrebatamientos aquella carne blanca, lechosa, hasta que arrancó jadeos profundos del objeto de su deseo.
Se arqueó con deleite cuando sintió su sexo devorado con una lentitud que le hacía perder la noción de sí mismo.
No pudo evitarlo. Llevó las manos a los hombros de su amante y quiso levantarlo para comérselo a besos.
Shura dejó que Angelo calmara sus ansias permitiendo que le devorara los labios. Luego, le acarició el cabello al amante inquieto que tenía debajo de sí. Buscó con la vista a Afrodita.
―Afro... querido... ¿podrías venir y ayudarme, por favor?
Afrodita, que los observaba con las pupilas dilatadas, inmóvil y con las piernas abiertas, asintió.
Se levantó del sillón con movimientos lentos. Fue despojándose de la ropa conforme anulaba la distancia entre él y sus amantes.
Al llegar junto a la cama, gloriosamente desnudo, con el tono rubio platinado de sus cabellos asomando tímido a través del tinte azul cielo, se inclinó sobre sus amores y besó a cada uno de ellos con lascivia. Se sentó de tal modo que quedó a la cabeza de Angelo. Tomó sus manos, las besó con unción, como si fueran un objeto sagrado, y las apresó contra la cama.
―Ya está. Devóralo.
Angelo quiso protestar, pero ocurrieron dos cosas al mismo tiempo. Afrodita lo atacó con un beso demandante y húmedo, mientras Shura se dedicaba a felarlo con lenta dulzura.
Un jadeo ronco le rompió la garganta y se perdió en el beso interminable de Afrodita, quien masajeaba con los pulgares las muñecas inmovilizadas, para calmarlo y potenciarle las sensaciones. Angelo, gimiente, sintió las manos de Shura recorrerle con parsimonia las piernas y con la misma parsimonia, abrírselas para acomodarse entre ellas.
Se quedó sin aliento cuando los dedos de Shura le acariciaron con una lentitud pasmosa el perineo, al mismo tiempo que sentía la lengua deslizándose por el escroto. Abrió los ojos, pasmado por las sensaciones, que no le resultaban en absoluto extrañas.
Lo extraño era tener a sus dos amantes afanados en proporcionarle placer simultáneamente, sin permitirle apenas retribuirlo. Se estremeció ante las artes de Shura y cerró un poco las piernas, impaciente.
El joven del cabello de cielo le prodigó suaves besos en los párpados, para obligarlo a cerrarlos. Angelo no supo cómo, pero Afrodita se las arregló para colocarle una venda sobre los ojos. Sus labios suaves, cálidos, se aplicaron generosos en el rostro albino.
―Tranquilo, mi amor. Tranquilo. Hoy seremos egoístas contigo, ¿entiendes? Estuvimos a punto de perderte. No imaginas... no imaginas lo que fue para nosotros la certeza de tu muerte... así que celebramos tu vida de este modo. Haciéndote gozar... gozándote... Déjanos amarte, ¿quieres? Y tú nos demuestras tu amor permitiéndonos saborearte...
―Afro... Shura... esperen... es... es muy...
―¿Intenso...? ―preguntó Afrodita mientras acariciaba el pecho de Angelo, cuyas manos habían sido liberadas sin que lo notara―. Shura... despacio... dulce... no lo pierdas en sensaciones violentas... que te perciba suave, gentil...
Capricornio bajó la energía de sus haceres y sumergió a Cáncer en una tranquila laguna de impresiones. Un coro de gemidos lánguidos, se dejaron oír en la voz ronca del italiano.
Las caricias furtivas de Afrodita en su pecho, sus costados y sus hombros se centraron de pronto en su rostro. Los labios del santo de las rosas se cerraron en el lóbulo de un oído. Luego le susurró:
―¿Me das permiso, Angelo?
Angelo gimió con fuerza al sentir la lengua de Shura en su glande.
―¿De... de qué...?
Afrodita le recorrió el cuello con los labios. Su piel vibró de placer.
―De entrar, mi amor. ¿Me das permiso...?
―¿Necesitas... permiso...?
―Te lo estoy pidiendo...
―Entra... entra... por favor... per favore...
Por un momento, Angelo se supo separado de sus dos amantes. Los añoró en el acto. Se dio cuenta en medio de su extravío que la cama se convirtió en un núcleo de movimiento.
Notó que fue recolocado sobre un costado, que su sexo era apresado de nuevo por la ávida boca de Shura y que, sin previo aviso, aunque con suavidad, el miembro erecto de Afrodita se abría paso en su interior.
Jadeó por la sorpresa y por la intensidad de verse atacado desde dos frentes de batalla. El jadeo fue sustituido por un gemido largo y placentero.
Su carne se contrajo en medio del gozo.
Escuchó la voz melodiosa de Afrodita quebrarse en el deleite.
No se dio cuenta de que Piscis le levantaba una de las piernas para facilitar la penetración.
Las manos de Angelo, conscientes de su liberación, dieron con la cadera de Shura: se enredaron a su alrededor hasta que sus labios engulleron la hombría de Capricornio.
El gemido de Shura, acallado por la felación con que hacía gozar a Angelo, reverberó en la piel de éste.
El amante español sintió al italiano temblar, lo escuchó gemir. Un par de segundos después, lo sintió tensarse, desesperarse en el placer: Afrodita, en sus embates, había dado con su punto dulce y lo llevó al umbral de su clímax.
Cuando Shura sintió los dedos de Angelo clavarse en la piel de su cadera, cuando los sintió aferrarlo, cuando sintió la lengua acariciar desesperada su glande, supo que no podría contenerse. Intentó apartarse, pero Cáncer no se lo permitió.
Entonces escuchó el gemido estático de Afrodita.
―¡Ahhh... ohhh... Angelo... cómo... cómo te desbordas... mi amor... mi amor...!
Angelo, como epicentro de aquella actividad, fue consciente del momento en que los tres alcanzaron el orgasmo. Sincronizados. Simultáneos. Perdidos en la misma bruma de placer.
Shura tenía razón. Cuando los tres permanecían juntos, el camino estaba claro y era imposible extraviarse.
No supo cuándo Shura lo liberó ni cuando se deslizó fuera de su boca. Tampoco cuando Afrodita salió de su interior y le dejó descansar la pierna sobre la cama.
De pronto se encontró con la espalda sobre el lecho. La diestra suave de Afro se colocó sobre su pecho. La pierna izquierda de Shura se enredó, posesiva, entre las suyas. El español los ciñó a ambos en un abrazo apretado.
Nadie dijo nada.
No era necesario.
Uno de los dos le quitó la venda de sobre los ojos. Sintió besos en su rostro. De sus dos amores.
Se deslizó al sueño con la seguridad absoluta de que no entraba solo a la oscuridad.
Unos segundos después, los tres dormían. En paz.
Cuando abrió los ojos, una sábana los cubría a él y Afro, quien aún dormía.
Shura ya no se encontraba a su lado. Pero el olor amable a pan tostado le indicó dónde se hallaba el dueño del templo.
Repasó con toque apenas insinuado el perfil del santo de las rosas. Un suspiro levísimo fue la respuesta a las atenciones de Angelo.
Angelo estrechó a Afrodita para acercarlo más a sí mismo, depositó un beso inocente en sus labios y deslizó el cabello cerúleo entre sus dedos.
El sonido de la puerta abriéndose y de los pasos de Shura aproximándose lo encontraron en plena contemplación del amante dormido.
―Así que ya estás listo para la siguiente faena ―deslizó la voz de Shura, con alegría cascabeleante.
Angelo levantó la faz y barrió con la mirada la anatomía privilegiada de Shura, cuya desnudez se cubría apenas con un bóxer negro.
―Siempre estoy listo ―respondió Angelo con una sonrisa pícara―, y exijo que esta vez seas tú el que permanezca inmóvil...
―Como si te hubieras quedado quieto, por favor... pero vale. Ahora yo te permitiré retozarme. Aunque primero vas a comer.
Shura depositó en la mesita de noche una bandeja que contenía tostadas con tomates y aceite de oliva. En un par de platitos había aceitunas y lonchas de queso de cabra.
Un par de vasos de vino dulce y otro de jugo completaban el menú.
Shura entregó a Angelo el vaso con jugo y se sonrió ante las palabras de desagrado que le escuchó mascullar.
―No te quejes. Katsaros dijo que nada de alcohol.
―No puedes llamar alcohol a eso que beberán Afrodita y tú...
―Sí es alcohol ―intervino Afrodita con voz pastosa por el sueño―, y lo tienes prohibido. Te jodes.
―No pienso echarme encima al mastín que tienes por maestro, Angelo ―añadió Shura entre risas alegres―. Así que en efecto, te jodes.
Angelo resopló un momento. Tomó una tostada y le propinó una mordida, pensativo.
―Ya sé que es un cabrón monumental, pero no me atrevería a llamarlo mastín... de hecho... tengo que consultarles algo.
―No, Angelo. No usaremos juguetes sexuales. No mientras estés convaleciendo ―dijo Afrodita con voz monocorde.
Angelo soltó una carcajada que reverberó en la habitación y que coreó Shura. Afrodita dibujó una sonrisa ladina.
―El doctor Katsaros quiere... ¿cómo les explico?
―Quiere que te quedes a cargo de La Fuente. ¿Verdad? ―dijo Afrodita con seguridad.
―Pues... sí. Eso ha sido bastante evidente en los últimos tiempos, creo yo. Y no tengo ningún problema en aceptar la estafeta. Con todo y que llega a ser un manicomio, me gusta La Fuente... Pero no. No es eso lo que quiero contarles.
Shura y Afrodita, sentados en la cama, comían y bebían mientras escuchaban a Angelo. Lo animaron a continuar con una mirada. Angelo se rascó la cabeza, mordió su tostada y bebió un sorbo de su jugo. Hizo una mueca de disgusto y tomó un trocito de queso. La acción le hizo gracia a Shura, cuyos labios se curvaron en una mueca burlona.
»Hace un par de días, cuando entró a reconocerme y ustedes dormían como doncellas embrujadas, el doctor me contó algunas cosas... personales.
Angelo se detuvo un momento, como ordenando sus ideas. Luego continuó.
»Me contó que, un poco antes de que empezara la Guerra Santa en la que Shion y Dohko participaron como jóvenes santos dorados, una aldea cercana fue arrasada por los espectros y, mi predecesor, el Santo de Cáncer de aquella época, atendió ese ataque. Exterminó a los espectros y barrió el pueblo, buscando supervivientes. Sólo encontró uno: un niño malherido, al que trajo a Rodorio y a quien dejó a cargo del médico del pueblo.
»El niño, bajo el cuidado del sanador, sobrevivió. Era muy pequeño y no recordaba el nombre de sus padres. El médico, sin familia, se encariñó del chiquillo y lo tomó bajo su protección.
»Ese ragazzino fue el Katsaros fundador de la familia de mi maestro. El viejo médico le dio su nombre, así como su profesión. El niño creció y ejerció de médico toda su vida. Puso su talento al servicio del Santuario, como ofrenda por haber sido salvado y haber obtenido la oportunidad de vivir y servir.
»Se casó y tuvo hijos. Y el mayor de ellos fue el siguiente Katsaros al servicio de La Fuente... ¿Me van entendiendo? Cada médico dejó el legado al mayor de sus hijos. Así hasta que tocó el turno de mi maestro, de Damianos Katsaros...
Shura y Afrodita escuchaban el relato de Angelo con interés.
―Entonces, ¿vas a compartir la dirección de La Fuente con el hijo de Katsaros? ―preguntó Afrodita frunciendo la frente―. Pues no te envidio, ¿eh? Si el viejo es un cabrón agrio, no quiero pensar cómo será el hijo, que está en la plenitud de sus fuerzas...
Shura puso los ojos en blanco y dio un buen trago a su vaso de vino. Angelo mordió su pan y meditó su respuesta.
―El doctor Katsaros no tiene hijos. Su mujer murió muy joven y él nunca dejó de guardarle luto...
Angelo sintió las miradas interrogativas de sus amantes sobre sí mismo.
―No entiendo... ―declaró Shura con llaneza.
Angelo tomó aire.
―Mi maestro quiere... que tome su apellido. Que yo sea el Katsaros de esta generación... Y que llegado el momento, pase el legado a un hijo mío... natural o adoptivo.
»Dice que... al final del día, lo que importa es que haya un Katsaros al servicio de Donna. Un Katsaros que honre la gracia de la vida recibida... consagrado a conservar las vidas de los demás...
»Por otro lado... le parece un signo del destino que yo sea el Santo de Cáncer... Su antepasado recibió la oportunidad de ser médico gracias a Manigoldo de Cáncer. Le parece justo que Deathmask de Cáncer continúe con ese legado...
―Angelo... ―dijo Afrodita con una sonrisa bellísima en los labios y los ojos húmedos de emoción―. Angelo de Cáncer...
―Angelo de Cáncer? Ma quanto suona orribile... Deathmask suena mejor ―respondió Angelo entre risas alegres. (8)
―Angelo de Santis ―añadió Shura con voz dulce―. Angelo de Santis... Katsaros.
Deathmask sonrió, tímido. Asintió una vez.
―Così è... Angelo de Santis Katsaros...
―Angelo... vas a tener un papá... a estas alturas de tu vida ―dijo Afrodita entre risas alegres. Tomó una mano de Angelo y la besó―. Querido mío... estoy tan feliz por ti...
Capricornio y Piscis rieron felices ante la perspectiva. Aunque Angelo no lo decía así, sabían que amaba entrañablemente al viejo limón desgraciado que tenía como maestro. Y que después de una vida tan llena de tristezas y despropósitos, Angelo tuviera la oportunidad de formar parte de una familia, de tener una figura paterna, les alegraba el espíritu.
Angelo extendió sus manos para tocar los rostros de sus amantes. Los acarició con dulzura. Les sonrió.
―Vamos a tener un papá... los tres... Para él, ustedes son mis esposos... ya los considera sus hijos... Aun cuando ustedes no lleven su nombre... él ya los ha hecho familia en su corazón...
Los tres guardaron un silencio solemne.
»Entonces, ¿qué opinan? ¿Qué debo responderle a mi maestro?
Shura abrazó a Angelo. Unos segundos después, Angelo respondió el gesto y Afrodita se unió.
―Dile a tu padre ―dijo Shura con voz tomada por la emoción―, que tiene tres hijos que velarán su vejez...
―¡Que no! ¡Que no estoy de acuerdo! ¡Tengo deberes, obligaciones! ¿Cómo te atreves a tomar una decisión como ésta sin consultarme? ¡Primero tengo que pedir permiso a Kyría! ¡Incluso al emperador Poseidón! ¡Estoy al servicio de ambos!
―A la dama Athena y al señor Poseidón les parece bien mi iniciativa, Kanon. Ya les he pedido autorización y ambos han dado su beneplácito.
―No puedes estar hablando en serio ―masculló Kanon de mal humor ―. ¿Qué te hace pensar que voy a irme contigo así nada más? ¡Mi vida está aquí! ¡Aquí está mi gemelo, aquí están mis hermanos postizos! ¡Aiolos no ha despertado! ¡En este momento soy el soporte emocional de Saga! ¡No me puedo ir!
Rhadamanthys lo escuchaba en silencio mientras, en una bolsa deportiva, echaba lo que le parecían las prendas indispensables para que Kanon se las arreglara unos cuantos días.
Se encontraban en la habitación del gemelo menor, en el Templo de Géminis. Kanon gesticulaba mientras se desplazaba de un lado a otro y Rhadamanthys seguía con su cometido.
―Entiendo, Kanon, que no desees irte. Pero debes entender lo que salta a la vista... tu hermano está ocupado cuidando de Aiolos. Y aunque no lo creas, justo eso es su soporte emocional en este momento: cuidar del amor de su vida.
»Saga no tiene cabeza para nada ni nadie más que Aiolos. Y tú también necesitas cuidados, que estoy más que dispuesto a dedicarte... por razones obvias...
―¡No necesito que me cuides, zoquete! Soy un adulto funcional, independiente. ¡Capaz de cuidar de mí mismo!
―Sí, sí. No lo dudo... ―replicó Rhadamanthys con voz neutra.
―¿No lo dudas? ―cuestionó Kanon con retintín en la voz.
―No. Ni por un momento.
Rhadamanthys rebuscó en los cajones de la cómoda de Kanon: sacó algunas piezas de ropa interior que hacía tiempo debieron haber pasado al retiro. El juez suspiró, tratando de armarse de paciencia al dar con un par de bóxers agujereados.
―Lo primero que haremos en Londres será ir de compras. Vamos a renovar tu guardarropa completo: desde calzones hasta calzado.
»¿Qué no sabes que un soldado debe ir a la batalla con ropa interior buena? ¿Qué tal si te mueres y al desnudarte para identificarte se encuentran con que llevas prendas en tan mal estado? ¡Qué deshonor! ¡Eres un descuidado!
―¡Usted perdone, Milord, que no esté a la altura de su alcurnia! ¡Si mis calzones viejos no le gustan, no los vea y punto! ¡Nadie me ve dormir con ellos!
Rhadamanthys hizo oídos sordos a la réplica de Kanon y siguió su labor arqueológica. Encontró algunas viejas camisetas con los logos rockeros casi borrados. Volteó a ver a Kanon, con suspicacia. Levantó una de las ruinosas prendas con la diestra.
»Y esto... ¿por qué está en tu cajón y no en la basura?
―¡Deja eso! ¡Es mi camiseta de Los Ramones!
―Es un adefesio. Se cae a pedazos...
―¡Es mi pijama favorita!
―¿Pijama...? ―preguntó Rhys con franca sorpresa.
Miró la prenda, curioso. Se encogió de hombros y la echó en la maleta, junto con la ropa interior.
»De acuerdo... será interesante sacártela a jirones la próxima vez que te folle...
Kanon enrojeció de ira.
―¿Follarme? ¿Tú? ¿Después de que me tratas como crío inválido y sobreprotegido? ¡Vete al carajo! ¡Jálatela tú mismo, que no tendrás cooperación de mi parte!
Rhys, que acababa de cerrar la maleta, se quedó mirando sin expresión al furibundo Kanon. Luego soltó la bolsa sin más y se le arrojó encima al gemelo, cuya espalda quedó apresada contra la pared.
―Qué maleducado eres ―masculló Rhadamanthys, encrespado, mientras le plantaba un beso agresivo en los labios.
Kanon apretó los labios para no darle acceso a Rhadamanthys. Éste, en lugar de claudicar, le estrujó las muñecas con una mano y se las levantó por encima de la cabeza.
Kanon se lo tomó muy a mal, porque le soltó un rodillazo que bien pudo haberle atinado en los testículos, pero que sólo le alcanzó el muslo porque Rhys se desvió. Igual, el juez soltó un gruñido de dolor y le propinó al otro un mordisco en el labio inferior.
―¡Hijo de...!
Rhys se alebrestó.
―¡Ah, no! ¡Con mi mamá no te metas, patán!
Y le jaló los cabellos con saña para obligarlo a inclinar la cabeza y así forzarlo a abrir la boca.
Kanon curvó los labios en una sonrisa que era a un tiempo divertida y sádica.
―¿Así vas a jugar, cabrón? ¡Luego no te quejes!
El gemelo menor zafó sus manos y se apresuró a cambiar los papeles: apresó la mano izquierda de Rhadamanthys contra la pared mientras le aplicaba una dolorosa llave en la diestra. El rostro del joven inglés, aplastado contra la pared, mostró su contrariedad.
Kanon mordisqueó, lascivo, la oreja del juez, quien no pudo (o quizá no quiso) evitar un profundo gemido placentero. Kanon sonrió contra la piel de su oponente.
»Así te tenía, ¿te acuerdas? Así te tenía en nuestro enfrentamiento final...
Rhys arqueó el ceño, enfadado.
―¿Así es como se te para, cabrón? ¿Acordándote del momento en que me mataste?
Kanon soltó una risita traviesa. Se restregó contra el firme trasero de su presa sin un ápice de vergüenza.
Rhadamanthys de Wyvern, Alto Juez del Inframundo, se estremeció. Ronroneó. Gimió.
―No, estúpido ―musitó Géminis con la excitación latente en la voz―. Contigo se me para. Punto... Me calientas a lo bestia... Y tú también te calientas, para qué te haces el imbécil...
Wyvern le soltó un empujón con el hombro y se liberó. Antes de que el otro reaccionara, lo echó sin delicadezas a la cama y allí se subió a horcajadas sobre él. Le apretó las muñecas con saña y se contoneó con fruición contra su sexo enhiesto.
―Yo no niego ni por un momento que me pones duro, grandísimo animal... No niego que si te tengo cerca quiero tirarte al piso y darte la revolcada de tu vida... pero trato de ser dulce... ¡y tú no te dejas!
Kanon partió sus labios en una sonrisa enorme y se abalanzó sobre los labios de Rhys, entre los que deslizó su lengua. Se dio el gusto de arrancar gemidos placenteros de su amante: los dejó perderse en las profundidades de su propia garganta.
Fue entonces que sintió los dedos fuertes del juez colarse debajo de su camisa, dirigirse al pecho para acariciarlo y luego un fuerte pellizco en una de sus tetillas. Kanon gimió de dolor y gusto, al tiempo que dejaba danzar su cadera, en busca de su compañero de juegos.
Rhys relajó su agarre y Kanon aprovechó para tirarlo en el lecho. Se recostó a un lado de su amante y dejó que sus manos inquietas, lujuriosas, recorrieran erráticas la anatomía magnífica del joven juez.
Con ternura, le besó el cuello hasta que bajó a la base y allí le propinó un tremendo chupetón. Rhys gimoteó de gozo.
―¿Así de dulce está bien? ―preguntó el gemelo menor, mitad en broma, mitad en serio―. Porque puedo serlo todavía más...
Y le pasó las uñas por la espalda. Rhys se arqueó como gato mimoso... y procedió a tironear la camisa a cuadros de Kanon para abrirla. Algunos botones salieron volando.
»¡Oye! ¡Tú se los vuelves a poner, que yo no sé cómo enhebrar una aguja!
―¿Cómo que no sabes atinarle a un agujero? Me haces pensar cosas terribles de ti, Kanon ―sentenció solemne Rhadamanthys mientras se cebaba en los pectorales del gemelo y se esmeraba en dejarle sendas marcas de su dentadura.
El gemelo se retorció como poseído y dejó vagar sus manos por la espalda enrojecida del amante. Sin ocultar ni por un instante sus intenciones, bajó las manos hacia la espalda baja y procedió a masajear con deliberada lentitud las firmes nalgas del Wyvern.
―¿Te enseño que sí sé, guiverno cabrón? ―dijo Kanon entre suspiros, besos y caricias bruscas que los tenían a ambos gimiendo. Con una delicadeza disfrazada de lentitud, el gemelo deslizó sus dedos en el interior de Rhys, cuyos siseos fueron una melodía estimulante en los oídos de su contendiente―. ¡Ahhh, pero qué delicioso eres, serpiente infernal! ¡Vuelve a gemir así, vuelve a gemir así!
―Dame motivos para gemir... ¡déjame quitarme la ropa! ¡Qué incordio retozar así! ¡Y desvístete tú también, que así como estás no puedo manosearte como tengo ganas!
―¡Desvísteme, que no pienso hacerte las cosas fáciles!
―¿Cuándo ha sido alguna cosa fácil contigo, tarado?
―¡Lo dices como si me conocieras de siempre, estúpido!
―¡Me morí contigo, así que sí, te conozco de siempre, y te jodes! ¡Que te desvistas, te digo! ¡No me hagas ponerme rudo!
―¡Ah! ¿Entonces estás siendo amable, animal silvestre? ¡Ahora resulta que sí has estado siendo tierno!
―¡Pero qué fastidio tener que domesticarte, dragón escamoso!
Y le arrancó por la mala la camisa maltrecha mientras Kanon hacía otro tanto con su fina camisa de seda y sus pantalones de cachemira.
Al final, ambos quedaron desnudos, entre un amasijo de sábanas y ropas revueltas, en algo más parecido a una riña campal que un deliquio amoroso.
Y en medio de los mordiscones, los arañazos, las llaves de lucha grecorromana y la pugna por dominar uno sobre el otro, Kanon quedó sobre Rhadamanthys, entrelazó sus manos con las del juez, y de la ofensiva belicosa pasó a la calma del mar sosegado.
Llenó de besos suaves al hombre debajo de sí mismo, de caricias delicadas y sutiles. Y cuando consiguió abrirse paso en sus carnes lo hizo de un modo tranquilo y dulce.
En verdad, no sabían dónde empezaban los suspiros de uno y terminaban los gemidos del otro; dónde el calor arrebatador del sexo y dónde la emoción tierna, gentil de saberse el principio y el fin de un amor que no tenían ni idea que fuera posible sentir.
Llegar juntos, al unísono, a ese nuevo éxtasis compartido, fue la comprobación de eso que sospecharon al alcanzar el primero: que eran, por increíble que pareciera, mitades de un mismo espíritu, de un mismo corazón, que llevaban la vida entera buscándose infructuosamente.
Descubrir que esa búsqueda había llegado a buen puerto, era una felicidad que no esperaban alcanzar.
La intensidad de la batalla los había dejado exhaustos y ahítos.
Kanon mantenía a Rhys abrazado con fuerza. Como si temiera que se fugara. La espalda del juez reposaba contra su pecho desnudo, como si fuera desde el principio de los tiempos su lugar de descanso natural.
Rhys entreabrió los ojos y se encontró con su diestra entrelazando los dedos de la mano de su amante. La llevó hasta sus labios y la besó con una ternura que le pareció absurda, pero inevitable.
Se removió un poco sobre su costado para alcanzar los labios entreabiertos del gemelo menor. Los tentó con suavidad, como el aleteo de una mariposa.
Kanon despertó. Observó al juez con una adoración que no se creyó capaz de sentir en su vida de guerrero renegado. Le acarició el rostro.
Rhys le llenó el cuello de ósculos sutiles, dulces. Kanon se arqueó, con deleite.
―Así me gustas... cooperativo ―musitó Rhadamanthys entre suspiros apenas contenidos.
Kanon le paseó los dedos por entre los cabellos, en una caricia tierna y sugerente. Luego se los estrujó, para descubrir el cuello de Rhys y aplicar sus dientes en la delicada y tersa piel blanca.
―Oblígame a cooperar, cabrón... ―masculló el gemelo con un tono travieso y provocativo al mismo tiempo.
De pronto tuvo a Rhys sobre él, las manos a cada lado de su cabeza y una rodilla abriéndole las piernas para acomodarse entre ellas.
―Con gusto, mi amor... con gusto te doy razones para que pongas de tu parte...
Y lo buscó con los labios, con la firme intención de no dejarlo escapar jamás.
Era su quinta mañana en la Casa de Acuario.
Se había acostumbrado a despertar con el olor del café especiado de Camus dominando el ambiente.
Al abrir los ojos, se encontraba de manera invariable con Hyoga, Isaac o Camus vigilando que el goteo de la solución medicada de la noche se hubiera terminado debidamente. Entonces le colocaban el sello en el catéter y retiraban el conector de la venoclisis, cuya tubuladura quedaba colgando con mansedumbre en el soporte, junto a la botella vacía.
Camus se encargaba de llevarlo al baño para facilitarle el aseo personal.
Los primeros dos día, le atacó una pena agobiante cuando su sýzygos lo desvistió para luego hacerlo entrar en la tina de baño, en el agua tibia. Le sacó los colores al rostro que se empeñara en bañarlo, ayudarlo a secarse y vestirse nuevamente.
Se sintió un inútil, hasta que descubrió la mirada desolada de Camus al lavarle la odiosa punción que se había hecho a sí mismo en su arrebato de locura. El joven Viento del Norte parecía incapaz de superar el dolor que aquel autoatentado había llevado a su corazón.
Como si fuera su carne, y no la de Milo, la que había sufrido aquella llaga.
Esta ocasión, esta quinta mañana, no sólo Camus y sus chicos lo acompañaban cuando abrió los ojos.
El viejo Katsaros se encontraba presente, con otro médico y una enfermera, explicando a sus familiares la actualización del diagnóstico y los cuidados a seguir.
La enfermera, con una sonrisa en los labios, se acercó y le retiró el catéter, dejando en su lugar una torunda de algodón con alcohol, fijada con un trocito de tela de curación.
Katsaros lo miraba con severidad.
―Ni se te ocurra pasarte de listo, señor Santo de Escorpio, que vuelvo a ordenarte catéter, y esta vez hospitalización con todas las de la ley, en La Fuente. Tu estancia en este templo ha sido una cortesía hacia tu sýzygos. Nada más que eso...
»Aún eres mi paciente. Tu familia tiene el diagnóstico actualizado, así como las indicaciones de medicación y cuidados que debes seguir.
»Voy a venir a verte por las mañanas y por las tardes los próximos días, hasta que te dé el alta médica. En cuanto mi muchacho esté recuperado, lo tendrás pegado como tábano. ¡Y te quiero siguiendo terapia psicológica y tratamiento psiquiátrico! ¿Estamos...?
Milo suspiró, cansado. Lo único que deseaba era recuperar la soledad y entregarse a Camus, cuya rutina de cuidados ahora le resultaba indispensable. Aquello que al principio le había parecido gravoso, ahora era una deferencia añorada. Deseaba sentir el toque tierno de su sýzygos al enjabonarle la espalda.
―Sí, doctor... pierda cuidado. Ni Camus, ni Hyoga, ni Isaac van a perdonarme que me salte alguna de sus indicaciones. Por pequeña que ésta sea...
El médico se le quedó viendo, ceñudo, y luego dirigió la misma mirada a Camus y los muchachos.
―No me lo descuides ―dijo a Camus con advertencia en la voz―. Me importa un rábano que todos traguen saliva ahora que te ven crecido... a mí me das lo mismo. No me asustas. ¿Entendido?
―Bien sûr, docteur. Cela se fera selon vos instructions. (9)
―¿Qué? A mí me hablas en el idioma de la civilización, normando bárbaro...
Camus aspiró profundo y se armó de paciencia.
―Por supuesto, doctor. Se hará todo según sus indicaciones. Pierda cuidado...
―Correcto. Volveré al anochecer. Que se ejercite moderadamente. Alimentos nutritivos y ligeros. No le concedas caprichos, que te dejas sobornar con una facilidad pasmosa.
El joven Viento del Norte se le quedó viendo, incrédulo.
―¿Qué? ¿Cómo que me soborna?
―¡Lo dejaste comer loukaniko! ―gritó el viejo, enfadado, ante lo que los muchachos, Milo, el otro médico y la enfermera se estremecieron. Camus frunció el ceño―. ¡Y keftedes! ¡Y loukoumades! ¿Qué pasó con la avena y el pollo hervido? ¿Con el pescado a la plancha? ¿Cómo le permites comer tanto dulce? ¡Eres una madre consentidora!
Monsieur Nord, como lo llamaba ahora Monsieur Hadès, miró a Katsaros con una sonrisa torcida.
―¿Madre? ¿Yo? Esposo consentidor sí, no lo niego... ¿Qué más esperaba usted de mí? Pasó dos días sin querer comer. Después de eso, si me pide por su gusto y criterio que le sirva loukanico, evidentemente se lo concederé, con tal de que coma de buen grado...
―¡Cerdo no! ¡Nada de carnes rojas! ¡Ni dulces! ¿Cómo se te ocurre? ¡Pescado hervido, o regresa a La Fuente! ¡No sólo se recupera de la estúpida punción! ¡También de lo que sea que tu perseguidora le hizo! ¡Y de que le congelaras las bolas mientras te lo cogías!
Camus puso los ojos en blanco y suspiró, fastidiado, mientras a Milo le subían los colores y el resto de los acompañantes fingían no haber escuchado nada.
―Vale. Avena, carne blanca hervida, legumbres y hortalizas. Ya está. Ejercicio moderado. Psicólogo y psiquiatra. Nada de emociones bruscas. Compañía constante. Sin estrés.
―¡Óyeme! ¿Cuándo me convertí en muñeca de porcelana? ¡Soy un guerrero! ―protestó Milo, indignado.
―¡Como muñeca lo tenías a éste en su convalecencia! ―espetó el viejo, de mal humor, señalando a un Camus malencarado―. Contrario a lo esperado, no te estás recuperando con rapidez. ¡Te aguantas, señor guerrero!
―Va. Se aguanta el señor guerrero. Gracias por su visita, docteur. Lo recibiremos gustosos al anochecer. Tenga buen día...
Con esas palabras Camus le dio la espalda a Katsaros y se acercó a Milo para ayudarlo a levantarse y encaminarlo al baño. El viejo médico sonrió de lado, se caló los lentes hasta lo más alto del arco de la nariz y salió de la habitación, seguido de su personal.
Cisne y Kraken se miraron uno al otro y abandonaron en silencio a la pareja, que ni cuenta se dio de su discreta retirada.
―Vamos. Preparé el baño con agua caliente, en el entendido de que la visita del doctor Katsaros sería lo bastante larga para tibiarla. Luego desayunaremos y te mostraré las observaciones que he hecho a tu tesis.
Milo asintió, sin pronunciar palabra, y se dejó guiar por su sýzygos a la tina de baño. Se mantuvo a un costado del mueble mientras Camus le retiraba las ropas y las dejaba, lánguidas, en el piso. Luego lo hizo entrar a la bañera y le pasó la esponja por la piel palidecida.
―¿Le has encontrado muchos errores a mi disertación? ―preguntó el joven rubio, sólo por hacer plática.
―No. Te has vuelto muy buen ensayista. Deberías combinar tu práctica profesional con la investigación. Y como estás especializándote en paidología, tu campo de acción es muy grande.
―Ya... tal vez lo haga... Veré tus observaciones esta tarde y las corregiré...
Camus guardó silencio ante el tono esquivo de Milo. Suspiró. Le lavó con cuidado el pecho.
Milo observó, de nueva cuenta, la expresión desolada del pelirrojo al limpiar la herida. Ésta se veía disminuida, cada vez menos latente y enrojecida. Sin embargo, no terminaba de sanar.
Cuando su sýzygos lo miró con un dolor enmascarado de diligencia, Milo no lo pudo soportar más y le tomó la mano, para impedirle continuar con el aseo.
―Está bien, mon coeur. Yo puedo continuar solo.
―Pero... agapi mou... yo quiero hacerlo... quiero cuidar de ti...
―No... basta... no soporto ver tu dolor cuando me asistes... me haces sentir culpable y estúpido por el modo en que este descalabro ocurrió.
―Quoi ? Mais non, Milo. Tu as tout mal compris... (10)
―Ah, por favor. ¿Qué estoy malinterpretando, según tú?
―¡Mis intenciones, Milo! ¿Cómo piensas que quiero hacerte sentir mal? ¡Es justo lo contrario! ¡Estoy preocupado! ¡Por tu recuperación lenta! Me preocupa que...
―Que lo vuelva a hacer, ¿no? ―replicó Milo, dejándose llevar por la amargura―. Pierde cuidado, no volverá a suceder. Entiendo: te afecta que tu pareja sea tan estúpida.
Camus se le quedó viendo, azorado. El cabello le empezó a abundar en hebras de plata y el ambiente se enfrió con levedad. El joven Viento del Norte suspiró. Tomó la mano de Milo, depositó en ella la esponja y salió sin decir palabra.
Milo de inmediato sintió la ausencia de Camus. Le remordió la conciencia por las palabras dichas, pero en verdad le escocía la manera en que su amor manifestaba su desasosiego.
Se sentía idiota por el dolor que aún causaba en el corazón de Camus. Creía que no mirando la expresión desolada del pelirrojo, sería capaz de superar con mayor celeridad lo ocurrido. O al menos su percepción de ello.
Una vez que hizo la curación de su herida y que terminó de vestirse, se dirigió a paso lento a la cocina. Ahí se encontraban Hyoga e Isaac, conversando mientras bebían el café de la mañana. Milo se sentó y de inmediato se encontró con un plato de avena y un vaso de leche tibia que Kraken le puso enfrente.
Escorpio tomó la cuchara y observó a su alrededor, buscando a alguien que no estaba.
―Camus salió, Milo ―comentó Isaac sin aparentes dobles intenciones. Bebió un sorbo de café y continuó―; volverá más tarde, cuando se acerque la hora de la visita del doctor.
―¿Tan... tan tarde...?
El rubio tartamudeó sin querer. Saber que sus palabras habían bastado para ahuyentar a su sýzygos le sabía mal.
―Sí. Dijo que necesitas espacio. Así que adelantó su correría nocturna.
―¿Correría nocturna...? ―preguntó Milo con la cara en blanco.
―Sí. Sale por las noches para entrenarse en sus nuevas habilidades. Se va en cuanto te duermes y regresa al alba.
Milo calló, procesando las palabras del Kraken.
―Pero... ¿qué no se ha quedado conmigo todas las noches? ―quiso saber el joven rubio―. Siempre me ha parecido que es así.
―A veces regresa unos momentos y luego vuelve a irse. Está muy pendiente de ti. No sé cómo lo hace ―dijo Hyoga, pensativo. Levantó su taza para llevársela a los labios, dio un breve sorbo al café y continuó:
»Supongo que alguna de sus nuevas habilidades le permite estar contigo cuando lo necesitas. Eso será muy útil de aquí en adelante...
Escorpio miró a ambos muchachos con extrañeza: primero a uno y luego al otro, sin estar seguro de a qué se refería el muchacho ruso.
―¿De qué hablas, Cisnito? ¿Cómo y por qué más adelante?
―Pues sí, ya sabes ―contestó Cisne con expresión descolocada―; será muy útil cuando Camus tenga que irse.
Milo palideció. El vaso le tembló en la mano. Sintió que la respiración se le cortaba.
Tragó saliva dolorosamente.
―¿Irse...? ¿A dónde...?
Tocó a los chicos mirarlo con extrañeza. Ambos sintieron zozobra en sus espíritus. De pronto comprendieron... que Milo no comprendía.
―Milo ―comenzó Hyoga con suavidad, colocando su taza en la mesa―, tienes que recordar que Camus... ya no es nada más Camus... Ahora tiene las responsabilidades... del viejo Bóreas...
―¿Qué...? ―el escorpión sentía un nudo angustioso en la garganta―. No, no... ¿de qué hablas, Cisnito? ¿Qué...? ¿Qué quieres decir...?
Isaac lo miró triste con su único ojo funcional. Desplazó su mano derecha hasta que atrapó la de Milo y la estrechó con calidez. Le habló.
―Athena dice que Camus debió marcharse unas pocas horas después de haberse recompuesto y de haberte traído al templo. Cree, sin embargo, que está tan inquieto por ti, que se niega a dejarte hasta que te hayas recuperado.
Milo se levantó de golpe, sintiéndose asfixiado. La brusquedad con que tomó la vertical lo hizo marearse y se aferró a la mesa, antes de que el impulso de los chicos por levantarse y sostenerlo se concretara.
―¿Por qué...? ¿Por qué no me lo ha dicho...?
―Milo... ―dijo Cisne con angustia en la voz―. Todos hemos asumido que lo sabías, que lo entendías...
»¿Qué más podría decirte Camus? Sabías lo de su padre, que no podía permanecer en un solo sitio...
»Por otro lado, no has estado bien como para hablar a detalle. Nos consta que Camus ha tratado de tocar el tema, pero estás cansado y débil... Aunque ha buscado el momento, éste no parece llegar...
―Pero... pero... ¿irse? ―murmuraba Milo, errático―. ¿A dónde? ¿Irse como su padre, que andaba en todos lados? ¿Irse para volver... cuándo? ¿En invierno? ¿En los meses fríos? ¿Cuánto tiempo? ¿Volverá...? ¿Volverá...?
―Milo... ―musitó Isaac, estrechando aún más la mano del escorpión.
―¡No, no! ¡No me toquen! ¡No me den por mi lado! ―gritó Milo, furioso, zafándose del agarre del muchacho finlandés―. ¿Dónde carajo está? ¡Maldito idiota! ¡Quiero verlo ahora! ¡Ahora mismo...! ¿Por qué se va? ¡Apenas empezábamos a disfrutar de nuestra vida juntos!
―Milo, por favor... ―solicitó Kraken acercándose despacio, pretendiendo no alterar más al escorpión.
―¡Que no se me acerquen, críos necios! ¿Dónde está mi sýzygos? ¡Que venga en este instante, juro que lo convertiré en alfiletero!
―Ya te hemos dicho que volverá al anochecer, que dijo que necesitabas espacio, que se ha ido a entrenar, pero volverá...
Una ráfaga de viento frío se dejó sentir desde el exterior del templo hasta la cocina. Camus, todo agitación, hizo su entrada al sencillo comedor.
Milo se le quedó viendo con una mezcla de ira y desolación.
Camus suspiró, triste, y se volvió hacia sus chicos.
―Por favor, mes enfants... déjennos. Milo y yo tenemos que hablar...
―¿Qué vas a decir a tu favor, cabrón? ―refunfuñó Milo antes de que Cisne y Kraken salieran presurosos de la habitación―. ¿Te ha resultado divertido mantenerme en la oscuridad?
Ni bien el escorpión terminó de decir aquello, la cocina empezó a tomar frío. El joven rubio emitió una sutil bocanada de vaho.
―¿Oscuridad? ¿Divertido? ―repitió Camus, dolido―. Hellenoi... he tratado de ser transparente contigo... pero tu recuperación es lenta... y yo mismo no tengo claro qué sabes a ciencia cierta, qué asumes, qué sospechas y qué ignoras...
―¡Imagina que lo ignoro todo, zoquete, imbécil!
Camus tomó asiento en una de las sillas y se miró las manos. El cabello empezó a mudarle lentamente de rojo a plateado. Milo se preocupó, pero estaba demasiado cabreado para hacerlo notar.
Escuchó lo que le pareció un jadeo. Luego, la voz medio rota de Camus.
―No quiero irme, Milo... Se lo dije a Athena, Poseidón y Hades luego de que me ayudaste a recomponerme... No me gusta el resultado de las acciones de mi padre... pero es lo que hay...
Milo guardó un silencio hostil. Entendía lo que su sýzygos le decía. Pero entenderlo y aceptarlo eran dos cosas distintas.
Camus parecía saber eso.
»Desde que padre me entregó todo lo que ha sido... cada día... a cada momento... siento una fuerza... un mandato... que me exige largarme de aquí... Una orden que, al no ser cumplida, me genera angustia y dolor...
»Pero más me duele no saber de ti... tener la incertidumbre... No poder comprobar por mí mismo... si estás bien...
Milo vio a Camus encorvarse, estrujarse las manos que mantenía sobre la mesa. Lo vio estremecerse. Escuchó un gemido lastimero, un sollozo.
Un sollozo que provenía de su propio pecho.
―No es justo... no es justo... No es justo, Keltos... no lo es...
Vio al pelirrojo negar con la cabeza, que aún no se atrevía a alzar. Y lo escuchó, ahora sí, romper en llanto.
―No me gusta, Milo... Hellenoi... no me gusta estar lejos de ti ―le escuchó atropellar las palabras―. Es... horrible... siempre me parece... que me pierdo... que dejo de ser yo... que eso que mon père ha sido a través de los eones... me devora... me despedaza... me fulmina...
El cabello se le tornó totalmente blanco y el frío se volvió más espeso.
A Milo le importaba poco tiritar por la temperatura baja que Camus estaba provocando sin querer. Sin embargo, lo que su sýzygos le describía sí que le interesaba.
No le gustaba que Keltos sintiera miedo.
Y menos de sí mismo.
―Pero mon coeur... ¿Cómo vas a perderte? Siempre vas a volver a mí. Es imposible que te pierdas... Y el único que puede devorarte... soy yo...
Camus se sonrió con tristeza, aún sin levantar la cara. Milo se acercó, colocó una silla frente al joven Viento del Norte y lo obligó a fijar los ojos arrasados de lágrimas en él.
El Hellenoi sintió el corazón encogérsele.
―No me quiero ir ―repitió Camus―. Un día me recompondré y ya no seré yo... Me habré muerto, me habré perdido en la vorágine, ¿entiendes? No quedará nada del hombre que amaste, que amas ahora mismo... Ya no seré Camus... Keltos... sólo seré... esa cosa monstruosa y sin sentimientos...
―No es cierto ―musitó Milo, muy bajito―. Sí eres un monstruo cuando estás hecho vendaval... pero tienes sentimientos... Muy acojonantes... pero lo tienes...
Su sýzygos se sonrió con levedad y Milo sintió su corazón cantar. El cabreo que había sentido apenas un minuto antes se le había desvanecido al toparse con el muro de los miedos de Camus.
»Tus hijos... nuestros hijos dicen que sientes cuando te necesito. ¿Es cierto?
El cabello de nieve del joven Viento del Norte adquirió, poco a poco, el rojo característico del que estaba prendado el escorpión. Aquellos curiosos mechones platinados se quedaron escarchándolo aquí y allá.
Camus asintió ante las palabras de son époux. Una sonrisa tímida se le asomó a los labios.
―Te siento... te siento todo el tiempo... Mon père nos sentía así a maman y a mí... siempre. El corazón del viejo sangraba de nostalgia, Milo... Saberlo ahora me acongoja tanto el alma... se me acongoja doble... Por él y por mí... Por nosotros... Por ti y por mí...
Un fino hilillo de lágrimas se deslizó hacia el mentón del joven Aquilón. Milo se aplicó a borrar el rastro a besos.
»Porque tienes razón. No es justo... apenas empezábamos nuestra vida en común...
Y el pelirrojo se derrumbó en sollozos amargos.
Milo sentía su propio llanto silencioso descender por sus mejillas. Se lo limpió, distraído, y se apresuró a regar con besos el rostro de Camus.
―Keltos... estoy cansado ―dijo Milo con voz temblorosa―. Llévame a la habitación, por favor...
Camus de inmediato levantó la faz y escaneó, rápido, el semblante de Milo. En efecto, lo notó cansado ―como siempre, a últimas fechas― y sin decir palabra lo tomó en brazos y se encaminó con él a la recámara.
Lo colocó en el lecho y, antes de que pudiera alejarse, el Hellenoi lo tumbó sobre las sábanas.
Se situó sobre él. Le pasó la nariz por la clavícula y con ello arrancó un suspiro del pelirrojo.
―¿Qué... qué haces, mon coeur...?
―Desayuno... ¿qué no ves?
―Mais... mais le docteur a dit... (11)
―No me ha prohibido coger...
―Pero...
Y al sentir una mano de Milo acariciarle el pecho y la otra colársele a la entrepierna, sustituyó las palabras de duda por un jadeo que le calentó la sangre a su acompañante.
―¿En serio...? ¿En serio todos los demás te ven siempre como un gigante...?
Milo estrujó el sexo de Camus y éste emitió un gorgeo que al rubio se le antojó musical. Se arrojó sobre sus labios y los mordisqueó con dulzura, mientras seguía acariciándole la piel cálida de la hombría y los testículos.
Keltos se estremeció y gimió, lánguido, perdido en las sensaciones. Suspiró profundo. Abrió las piernas sin apenas darse cuenta. Echó la cabeza hacia atrás descubriendo el cuello blanquísimo y pecoso, dispuesto para que el Hellenoi se diera un festín con él.
Y justo eso hizo el rubio: cernirse como ave de presa sobre la piel tibia para catarla, mientras el otro, todo temblores y quejidos suaves, se le entregaba por entero.
»¿Sólo yo te veo como eres realmente, Camus? ¿Sólo yo te veo como siempre has sido?
Se estaba deshaciendo de la ropa de Camus al tiempo que apartaba la suya propia. Una vez que tuvo al pelirrojo semidesnudo, tomó ambas virilidades y las estrujó con fuerza.
Camus se deshizo en gemidos y se arqueó con un deleite que Milo recordaba de sus primeras veces, cuando eran demasiado jóvenes, inexpertos y llevaban las sensaciones potenciadas por la novedad.
"Oui, mon coeur, mon soleil... toi seul... toi seul peux me voir comme j'ai toujours été..." (12)
"¿Cómo es eso posible, mon coeur...? ¿Cómo es posible que sólo yo pueda verte, que tu belleza sólo sea evidente para mí...?"
"Parce que je suis à toi... Et toi seul peux me voir tel que je suis..." (13)
"¿Y siempre será así...?
La cadencia y la fuerza con que Milo masturbaba ambos miembros había desatado un coro de gemidos intensos. A diferencia del pelirrojo, Milo mantenía sus ojos abiertos y contemplaba a su amado, derretido, ajeno a sí mismo y al mundo entero, entregado con generosidad absoluta a las caricias que le eran prodigadas.
"Siempre... siempre será así... ce sera toujours comme ça..." (14)
"¿Siempre te me entregarás así...?"
"Oui, oui... Je me donnerai toujours comme ça... siempre me tendrás así, dispuesto para ti... Je serai toujours pour toi... siempre te añoraré... siempre desearé que me hagas el amor, que me acaricies... Je désirerai toujours que tu me fasses l'amour... que tu me touches... que tu me fais délirer... que me enloquezcas... que tu m'aimes..." (15)
Milo enterró la nariz detrás de la oreja de su amante: aspiró hondo y se grabó la fragancia de su amado. Ahí estaba, como siempre, la sutil esencia de su piel. Pero había otros aromas que no estaban antes.
Olía a tierra mojada y a frío. Olía a agujas de pino y a camelias. A canela y anís. A narcisos y musgo. A jengibre. A ciclámenes.
Olía a sueño profundo y a vida en gestación.
Milo sintió, segundos antes de que sucediera, la intensidad abrumadora del éxtasis que se avecinaba.
Una reverencia que jamás antes había sentido se apoderó de su conciencia. Supo que aquello no era un simple acto carnal.
Que nunca más lo sería.
Era un acto sagrado. Un misterio que recién fundaban y encontraban.
Una afirmación de la vida.
"Ven, mi amor... mon coeur... ven... encuéntrame... encuéntrate... ven conmigo... no me dejes solo... nunca..."
Camus abrió la boca y emitió un gemido de placer tan profundo y sentido, que Milo se dejó ir sin poder evitarlo.
La vida se les fue en ese orgasmo. Y cuando la pequeña muerte pasó, el aliento vital volvió a sus pulmones.
Milo, debilitado e inmensamente feliz, llenó el rostro de Camus, de Keltos, del joven Viento del Norte, de Monsieur Nord, de besitos sutiles, cual lluvia suave regando la tierra fértil.
Camus entreabrió los párpados. Tomó el rostro de son époux, de su Hellenoi, y lo acarició con una dulzura que a ambos les pareció inédita.
Lo besó con el ardor y el candor del amante recién iniciado.
"Te amo, Milo."
"Y yo te amo más, Camus. Mucho, mucho más..."
El muchacho pelirrojo observó al rubio con cariñosa curiosidad.
―Todavía no te has dado cuenta ―musitó, alegre como cascabel.
―¿De qué, mon coeur? ¿De que te adoro, como crío estúpido? ¿De que besaré el suelo bajo tus pies?
Camus sonrió, porque supo que lo que decía Milo era cierto. Cierto hasta el fin de los tiempos.
Le acarició el cabello, como si fuera brisa suave.
―¿Me amas? ―preguntó― Tu m'aimes ?
―Sí, mi amor. Te amo. Siempre. Cada día de mi vida, hasta el fin de los tiempos...
―También yo te amo. Para siempre.
―Lo sé ―respondió el escorpión entre risas alegres.
―Dime que te vas a recuperar... que te curarás...
Milo llenó de besos el mentón de Camus, entre risitas traviesas.
―Claro que me curaré, Keltos. Estaré fuerte como un roble. Para follarte. Y para aguantarte cuando tengas ganas de follarme...
Camus se desternilló de risa.
―Crétin ! Mon cher Hellenoi crétin ! (16)
El pelirrojo, semidesnudo, lo abatió sobre la cama y lo llenó de ósculos inocentes. Que por lo mismo le resultaron voluptuosos al rubio.
Empezó a agitarse de nuevo.
Camus enmarcó el rostro de Milo con caricias suaves. Restregó su nariz contra la de su amado. Le besó la frente.
"Estaremos bien, mon coeur, mon soleil... Estaremos bien..."
"Lo sé, Camus. Estaremos bien. Siempre."
Aclaraciones
Hola a tod@s: buenos días, tardes o noches, según corresponda. Acá es de madrugada, así que me toca ser flexible XD
Pues bueno, aquí está la actualización, como 15 días después de la última. Les ofrezco disculpas por el retraso: entre el trabajo y los compromisos navideños, el capítulo nada más no se dejaba concluir. Este es el resultado y espero que les guste.
Ya sólo queda un capítulo más y el epílogo para que esta historia concluya. Les confieso que ni uno ni otro están terminados y que es probable que también se cocinen a fuego lento. Entonces, No habrá paz no quedará terminado este año, pero sí a inicios de 2023. Con eso, completaré un año de actividad aquí, en Wattpad, ya que Al romper la aurora quedó terminada a mediados de enero de 2022. Será una coincidencia curiosa, creo.
Deseo con todo mi corazón que las tres perspectivas del amor que quedan planteadas en este capítulo hayan quedado bonitas y coherentes, y sobre todo, que le hayan hecho justicia a los personajes. Son todos tan distintos que a veces es escabroso explorarlos, pero he hecho lo mejor que he podido y, espero, cumpla las expectativas.
Dejo a continuación las aclaraciones. Como de costumbre, primero las más sencillas, sin numerar:
Ilíthie (griego contemporáneo: caso vocativo): Idiota. Aquí va una fe de erratas, pues me la he pasado citando ilíthios, que es el caso nominativo. En español usamos también los mismos casos que en griego, pero como los empleamos con preposiciones, ni cuenta nos damos. Entonces, para el vocativo, se dice ilíthie.
Capisci (italiano): ¿Entiendes?
Sì (italiano): Sí.
Per favore (italiano): Por favor.
Ragazzino (italiano): Niñito.
Così è (italiano): Así es.
Monsieur Nord, Monsieur Hadès (francés): Señor Norte. Señor Hades.
Agapi mou (griego contemporáneo): Amor mío.
Ahora las más complejas, numeradas:
1. Ma che ne dici, maestro? (italiano): ¿Pero qué dice, maestro?
2. Va tutto bene, amore mio, puoi calmarti adesso. È tutto ok (italiano): Todo va bien, amor mío, puedes tranquilizarte ahora. Todo está bien.
3. Se ricordo (italiano): Sí recuerdo.
4. Cosa chiedi? Certo che ti perdono. Sempre. (italiano): ¿Qué preguntas? Claro que te perdono. Siempre.
5. No. Non voglio lasciarli... Non voglio. Non voglio... ti amo. Amo Afrodite, vi amo entrambi. Mi perdo senza di voi due (italiano): No. No quiero dejarlos... No quiero. No quiero... Te amo. Amo a Afrodita. Los amo a ambos. Me pierdo sin ustedes dos.
6. Sì. Sì, ho capito... ho capito (italiano): Sí. Sí, lo entiendo... lo entiendo.
7. Ah, per favore... come se fosse possibile (italiano): Ah, por favor... como si fuera posible...
8. Ma quanto suona orribile (italiano): Pero qué espantoso suena.
9. Bien sûr, docteur. Cela se fera selon vos instructions (francés): Por supuesto, doctor. Se hará según sin instructores.
10. Quoi ? Mais non, Milo. Tu as tout mal compris (francés): ¿Qué? No, Milo. Estás entendiendo todo mal.
11. Mais... mais le docteur a dit (francés): Pero... el doctor ha dicho...
12. Oui, mon coeur, mon soleil... toi seul... toi seul peux me voir comme j'ai toujours été (francés): Sí, corazón mío, mi sol... sólo tú... sólo tú puedes verme como siempre he sido...
13. Parce que je suis à toi... Et toi seul peux me voir tel que je suis (francés): Porque soy tuyo... Y sólo tú puedes verme tal como soy.
14. Ce sera toujours comme ça (francés): Siempre será así.
15. Oui, oui... Je me donnerai toujours comme ça... Je serai toujours pour toi... Je désirerai toujours que tu me fasses l'amour... que tu me touches... que tu me fais délirer... que tu m'aimes (francés): Sí, sí... siempre me entregaré así... Seré tuyo por siempre... Siempre desearé que me hagas el amor... que me toques... que me hagas delirar... que me ames.
16. Crétin ! Mon cher Hellenoi crétin ! (francés): ¡Cretino! ¡Mi querido Hellenoi cretino!
Y es todo.
Gracias, de nueva cuenta, por seguir el desarrollo de este cuento. He disfrutado un montonal haberlo escrito (bueno, lo disfruto aún, porque no lo he terminado) y es una enorme fortuna contar con su acompañamiento y entusiasmo.
@degelallard, espero que la expresión haya quedado bien empleada XD
El crédito para el fanart de la portada es para su talentos@ autor o autora: le busqué la firma, pero no la encontré y la verdad es que nunca entiendo el nombre. Así que gracias al artista que hizo un trabajo tan extraordinario con nuestros tres chiflados favoritos: le quedaron maravillosos.
El crédito de las grecas empleadas en el primer bloque del fic es para Freepik.
Quisiera decir que lo lamento, si es que me he sobrepasado en algo con este capítulo, lo que sea... pero la verdad es que no lo siento ni tantito XD
Sin embargo, les confieso que siempre se me dificulta escribir lemon y como este capítulo fue básicamente de eso, pues ya se darán cuenta de por qué tardó tanto en quedar listo.
Y pues ya, mucho rollo.
Espero que tod@s hayan pasado por una maravillosa Navidad y que pasen una celebración de Año Nuevo a la medida de sus expectativas: les deseo lo mejor, que todo lo que anhelan, pero sobre todo, lo que necesitan, llegue a manos llenas.
@Chantry-Sama, comadre bonita, gracias por los cheers incansables.
Querid@s: su tiempo de lectura, votos, comentarios, ánimos, observaciones, son apreciadísimos. Con frecuencia me hacen el día. El amor se los retribuyo, en serio que sí.
Prometo responder a la brevedad los comentarios atrasados XP
Besos y abrazos. Que 2023 sea generoso.
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