18. Santuario, Atenas. Mañana siguiente
Advertencia: Contenido adulto
Angelo despertó con la sensación de haber sido pisoteado por una manada de elefantes: le dolía cada rincón conocido y desconocido de su cuerpo.
Se quiso llevar la diestra a la garganta, que le escocía un poco, y no pudo; Shura, dormido como un oso en hibernación, la tenía aferrada con fuerza entre sus manos. Deathmask suspiró y quiso entonces masajearse el hombro derecho ―que le ardía― con la siniestra, pero la descubrió atascada entre los dedos posesivos de un Afrodita privado de la consciencia.
El Santo de Cáncer miró con curiosidad a sus amantes, dormidos uno a cada lado de la cama, recargados precariamente en la orilla y aferrados a sus manos. Le inspiraron ternura e incredulidad a un tiempo.
Bueno, de Afrodita se habría esperado un comportamiento de esa naturaleza, pero de Shura... jamás.
Qué extraño descubrir que la cabra montesa expresaba sus sentimientos con esa intensidad. Sus sentimientos por él. Por ÉL.
No hacía más que unas horas ―¿habían sido horas o días?― se había planteado romper de una vez por todas esa relación que lo era todo para él, pero que tantos conflictos parecía suponer para Capricornio. Los habría dejado juntos, por supuesto, porque sabía que, pasara lo que pasara, Shura jamás dejaría indefenso a Afrodita. Siempre lo cuidaría.
Ahora resultaba que también cuidaba de él. De Angelo de Santis. Del guardián de Cáncer. Del Amo del Yomotsu. Del idiota que más de una vez había llamado irresponsable.
Qué raro.
¿Con qué valor los dejaría ahora?
El ruido del picaporte al girar le hizo pegar un respingo y dirigir la vista hacia esa dirección. El viejo doctor Katsaros entraba en la habitación con un cuaderno de notas en la mano. Se veía cansado y tenía las marcas de la noche en vela cercándole los ojos. Llevaba la bata blanca arrugada y el estetoscopio descuidadamente echado al cuello. Cuando ambos conectaron las miradas, el médico, que en ese momento lucía muy anciano, le dedicó una sonrisa afectuosa a Deathmask.
―¿Cómo te sientes, hijo mío? ―preguntó el viejo doctor, solícito.
―Ahmm... ¿bien? Me duele la garganta... por el respirador, supongo.
―Sí, sí. Supones bien. ¿Puedes respirar con libertad?
―Sí, maestro. Puedo sin dificultades ―dijo Angelo en voz baja. Bajó la vista apenado―. Lamento haberle dado tantos problemas...
―¡Bah! ¿Qué cosas dices? ¿Pues con quién crees que estás hablando? ¿Cuántos años te crees que llevo dirigiendo este hospital? ¿A cuántos médicos te crees que he educado en la escuela de medicina? ¡Ni que fuera yo un novato! ¡Siempre he sabido a lo que me atengo al servir a Mikrí Kyría! ¡Hace 250 años que los Katsaros servimos a Athena y lo que te ha sucedido ayer no es lo más feo que hemos enfrentado!
―Ah, bueno... me alegra saber que no lo he perturbado ni mucho menos ―deslizó Deathmask con voz insegura.
―No he dicho que no me has perturbado... me diste un susto de muerte, muchacho estúpido. ¡Cabrón! ¡Pusiste terriblemente mal a tus esposos! ¡El de los pelos parados se me estaba volviendo loco! ¡Y el de cara de niñita estaba hecho una harpía! ¡Por favor, no te mueras antes que ellos, que se matarán el uno al otro sin ti! ¡Y no te mueras antes que yo! ¿A quién carajo dejaré al frente de este manicomio? ¡Qué irresponsabilidad la tuya, ilíthios!
El médico siguió farfullando improperios en griego, mientras tomaba la historia clínica de Deathmask y hacía anotaciones. Se acercó por el lado donde Afrodita dormía como roca y consiguió aplicarle el auricular del estetoscopio a su alumno. Angelo hizo el amago de despertar a Afro para que se apartara y le facilitara las cosas al doctor, pero éste negó, categórico.
»¡Déjalo, cabrón, desconsiderado! Que además de ocuparse de ti y del muchacho de Poseidón, ha tenido que atender una emergencia de la Orden de Athena. Ambos. Déjalos descansar. ¡Ay de ti que los perturbes!
―Naturalmente, caro maestro ―asintió Angelo extrañado, pensando con seriedad si su maestro había sido reemplazado por una entidad extraterrestre.
―Escucha, muchacho... tengo algo qué proponerte. Es personal. Y es muy serio. Prométeme que me escucharás y que te pensarás a conciencia lo que te plantearé, ¿de acuerdo?
Angelo rebobinó una y otra vez aquellas palabras en su mente. ¿Una propuesta? ¿Personal? ¿Seria? ¿De su maestro?
Lo castigaría por darle ese susto. Seguro que lo sacaría de la práctica en Clínica.
Empezó a sudar frío.
―Claro, maestro. Tienes toda mi atención.
Abrió los ojos de golpe y la luz se le filtró en las pupilas con una dolorosa intensidad. Se pasó la siniestra sobre los párpados, en un intento fútil de detener el escozor.
Tenía un regusto amargo en la boca. Y un dolor de cabeza atroz. Y un engarrotamiento que suponía podría sentir un cadáver volviendo a la vida en su ataúd después de siglos de permanecer muerto. Y un hambre devoradora. Y una sed que enloquecía...
Lo que daría por una cerveza bien helada. O una ración de ese whisky tan sabroso que le había ofrecido Rhadamanthys ("Rhys, Kanon, se llama Rhys; acuérdate si quieres apretujar de nuevo ese culazo divino") en su casa, después de haberle explicado que una diosa vikinga loca estaba tras de su gemelo y su novio que no es su novio...
Eso lo dejó desorientado. ¿Y Saga?
Miró frente a sí y vio un sofá donde un bulto bastante grande yacía enredado entre cobijas hasta la cabeza. Apenas dejaba ver unos cuantos mechones de cabellos negros y... ¿rubios?
Extendió las manos frente a su rostro y se dio cuenta de que en la derecha tenía fijada una venoclisis. Se incorporó en la cama y colgó las piernas hacia el suelo. Tomó con la mano intervenida la bolsa con el fluido y lo vio totalmente traslúcido: no parecía contener medicamentos. Cerró un momento los ojos y se escaneó las sensaciones de su cuerpo, buscando alguna que le hiciera pensar que estaba siendo medicado, y no encontró nada.
Se arrancó la vía sin más preámbulos y se limpió el rastro de sangre que empezó a manar de la pequeña lesión que quedó. Se levantó. Le dolían las piernas, cubiertas con la tela azul del pijama del hospital. A su derecha estaba la puerta, al frente el bulto del comatoso con el cabello punk y a su izquierda...
―¡No...! ¡No, no, no! ¡Aiolos...!
Se desplazó a trompicones hasta quedar a un costado del arquero, que yacía palidísimo e inconsciente en una cama como la suya: una mascarilla estaba colocada en su rostro y se encontraba lleno vendajes, tubos, sondas y cables. Parecía estar desnudo debajo de la sábana que le cubría de la cintura hacia abajo. Un monitor le vigilaba el ritmo cardiaco. Como... como...
»No, Aiolos... tú no... no otra vez... no como Camus... ―musitó Kanon con la voz rota de angustia―. Mi estúpido hermano se morirá, Aiolos... y tu hermano mecha corta también... Y la pequeña diosa se quedará sin su protector fiel... no hagas esto, por favor... ―y le acarició con levedad la frente―. Nos harás entrar en depresión a todos... nos moriremos de tristeza...
Un sollozo le cimbró el pecho y las lágrimas se le deslizaron mansas por los pómulos. Tomó la mano de Sagitario y se la empezó a acariciar.
―¿Kanon? ―cuestionó una voz gruesa― ¿Qué demonios haces de pie, grandísimo animal?
Y Rhadamanthys, que lucía un catéter sellado en la mano izquierda, se colocó con rapidez a su lado y lo abrazó por los hombros, para tratar de consolar aquel ex abrupto emocional de su... de su...
Ah, sí... De su amante.
Lo tomó de la mano y lo condujo de nuevo a su cama, donde lo obligó a sentarse y donde él mismo tomó asiento a su lado. Kanon se deshizo en lamentos y se le abrazó, desesperado.
―¡No lo evitamos, Rhys, no lo evitamos! ¡La malnacida nos ha matado a Aiolos! ¡Mi hermano morirá de pena! ¡Y yo con él, porque no soportaré continuar mi vida sin su compañía!
Rhys le pasó los brazos por la espalda y lo estrechó con ternura. Puso expresión sorprendida en la faz al escuchar la perorata de Kanon. Resopló un poco.
―Pues... pues no. No lo evitamos. Pero, a decir verdad y no obstante lo mal que tu... cuñado luce... déjame decirte que lo peor ha pasado. El viejo doctor ha venido un par de veces a verlo entre la noche y ya no pone cara de sepulturero.
Apartó un poco a Kanon. Lo tomó de los hombros y le limpió las lágrimas dolorosas de las mejillas. Le dedicó una sonrisa que, no obstante lo amable que pretendía ser, igual parecía torva.
»Oye... las cosas están mejor de lo que parece. Aiolos resistió la noche y tu hermano se sobrepuso a la cosa que quiso dominarlo... Se permitió dormir cuando notó que su novio no moriría aún. Sigue chalado... pero recuperó un poco el dominio sobre sí mismo. El doctor logró sedarlo, ha dormido como seis horas. No está mal, ¿verdad?
Y le señaló el bulto en el sofá. Kanon lo observó con el ceño fruncido.
―¿Saga? ¿Qué tiene Saga, qué tiene? ¿Qué le pasó a su cabello...?
―Lo mismo que al tuyo ―respondió Rhys entre fastidiado y divertido porque a ambos gemelos se les había ocurrido preguntar lo mismo―. Ya volverá a la normalidad cuando se estabilice.
Kanon se tomó entonces algunos mechones de pelo entre los dedos y observó asombrado que ahora era gris. Tornó la vista, alarmado, hacia el juez.
―¿Me he vuelto loco? ¿Estoy poseído? ―preguntó aprensivo.
―No. No lo creo. No más loco de lo que acostumbras estar, en todo caso. Creo que lo que tienes es un reflejo de lo que le pasa a él. Te desconectaste cuando sentiste que la locura se te venía encima. Me das miedo. ¿En serio ejerces tanto dominio sobre ti mismo?
―Si fuera así, no habría tenido que anularme ―respondió el gemelo menor con pesadumbre―. Ojalá fuera tan fuerte como mi hermano. Consiguió sobreponerse.
Rhys observó a Kanon con expresión circunspecta y frunció los labios con desagrado.
―Mira... luego hablaremos de la fortaleza de tu hermano, ¿quieres? Se mantuvo bajo control decorosamente bien. Pero pudo causar muchos estropicios... Ahora quiero saber si, fuera de lo que la vista permite notar... ¿estás bien?
Kanon respiró profundo y su pecho aún mostró un sobresalto por los sollozos contenidos. Luego una serie de breves cabezadas afirmativas dio su respuesta a Rhys, quien sonrió con sobriedad. Entonces abrazó con fuerza a Kanon y, al aflojar los brazos, le plantó un beso profundo y sentido en los labios.
Al principio, el Géminis menor no supo cómo reaccionar, pues recordaba la reluctancia del Wyvern para reconocer que su encuentro le había resultado, al menos, agradable. Sin embargo, una vez que los segundos pasaron sin que su compañero se apartara de él, se entregó sin reservas al beso compartido. Tomó el rostro de Rhys y le correspondió con largueza y pasión. Cuando rompió el contacto lo abrazó y le ocultó el rostro en el cuello. Rhys se limitó a acariciarle la espalda y mantenerlo así, entre sus brazos.
»Todo estará bien, Kanon. Todo estará bien... el juicio está en proceso de preparación. Tu hermanito frígido... digamos que precipitó las cosas y consiguió acorralar a la Dama Skade. Incluso acabaron involucradas de cabeza Las Benevolentes... Coincido con Aiacos... deberíamos dejar que Camus se encargue de ajusticiar a su pariente loca... tendrías que ver cómo la dejó. Y cómo nos dejó a nosotros...
―¿Qué? ¿Camus acorraló a Skade? ¿En serio? Y cuando dices que tengo que ver cómo los dejó... ¿te refieres a tus hermanos y a ti?
Rhys sonrió torcido y le mostró a Kanon el catéter sellado con una válvula. Géminis se mostró estupefacto.
»Pero... ¿lo atacaron? ¿Se le mostraron como enemigos? Camus no ataca nunca gratuitamente...
―¡Qué va a ser! ¡No lo atacamos! Nuestro Señor Hades nos ordenó seguirlo... ¡Tu hermanito demente nos congeló las pelotas!
Kanon entonces se dio la oportunidad de observar a Rhys con detenimiento: la piel de la cara mostraba quemaduras, como si hubiera recibido el sol directo por horas. Pero no eran producto del sol, reflexionó Kanon, sino del frío. Le notó algunos moretones en los antebrazos y una herida suturada con un par de puntos, casi oculta por la espesa ceja. Kanon la tocó con delicadeza y Rhadamanthys torció el gesto.
»¡Deja! No es nada... pero no quiero a tu hermanito frígido de enemigo... y menos ahora...
―¿Ahora?
―Luego te cuento... el maldito loco es de cuidado. Se supone que iremos a beber con él para que termine de darnos los detalles de su caso. Pero eso tendrá que esperar a que Minos, Aiacos y yo estemos recuperados. Y el congelador demente no se separará del escorpión idiota bajo ninguna circunstancia. Así que... tal vez mañana, o pasado mañana lo veamos... Te diría que me acompañes, pero preferiría que termines de recuperarte.
―Me siento bien. Te acompañaré a donde vayas.
―Mientras tu cabello no vuelva a ser rubio... no te consideraré recuperado y preferiré que reposes.
―¡Óyeme! ¿Quién te crees? ¿Nos revolcamos una vez y ya te sientes con el derecho de decirme que hacer? ¡Ubícate, imbécil, grandísimo zoquete!
Rhys frunció el entrecejo y se le abalanzó a los labios: lo calló con un beso demandante, que Kanon respondió sin reparos. Cuando se separaron, Rhys lo miró con una sonrisa petulante pintada en el rostro.
―Tú querías que la refocilación se repitiera. Así que te jodes. Ahora soy... somos amantes... y eso significa que nuestras opiniones cuentan, y mi opinión es que te quiero, te necesito sano. Soy... quiero ser tu dueño... y que tú seas el mío...
Kanon puso cara de asombro y abrió la boca para decir algo que le fue acallado con otro beso profundo e invasivo. El gemelo se relajó de inmediato y se dejó acariciar la espalda, lánguido. Reflexionó con seriedad en una cosa: que nunca antes alguien lo había tratado con tanto cariño y respeto. Tal vez Saga, en su lejana infancia, y el sentimiento era del todo distinto.
Rhys, como presintiendo la tesitura de los pensamientos de su amante, le pasó los dedos amorosos por la faz.
»Así me gustas, cooperativo...
―Idiota...
―Sí, bueno. Tú no puedes presumir de carecer de esa virtud...
Saori bebía café y mordisqueaba un biscuit con mantequilla y mermelada de naranja. Llevaba un capri azul índigo, una bonita blusa rosa suave, sandalias bajas y el cabello recogido en una trenza. Su único maquillaje era el suave brillo labial que se le iba mermando con cada mordida al desayuno. Leía el periódico con parsimonia.
Julián también bebía el café y tenía ante sí un plato con un omelette de queso y champiñones. Lo revolvía con el tenedor sin animarse a darle el bocado. Llevaba unas enormes ojeras, profundas y oscuras, rodeándole los ojos. Miró con reticencia a su novia.
―¿Cómo es que estás tan fresca? ―reprochó el joven a la muchacha. Ésta levantó la vista del periódico, le dio una mordida firme a su biscuit y volvió a su lectura, ignorándolo. Julián resopló―. ¿Así son las cosas? ¿Vas a ignorarme?
―Tienes que hacer méritos, hermano. La desoíste anoche... ―intervino Hades, que bebía una taza de café negro y sin azúcar, como cabía esperar en él.
Julián lo miró con ira.
―No te veo haciendo méritos a ti. ¡Que también la desoíste!
―Yo no voy a casarme con ella. Tú sí ―replicó el Señor del Inframundo con una casi inexistente sonrisa. Dio otro sorbo a su café.
Saori bajó el periódico, bebió de golpe su café y dijo:
―Pues a este paso nunca nos casaremos, porque el señor Tridente del Gran Océano no ha hecho ninguna declaración de intenciones al respecto.
Y así como habló, guardó silencio, volviendo a su lectura. Julián se atragantó y se puso pálido. Hades arqueó la ceja, divertido, y dibujó una sonrisa sardónica.
―Es momento de que los deje solos para que arreglen sus diferencias. Abusaré de tu hospitalidad, querida sobrina, e iré a ver cómo se encuentran mis jueces. Y daré una vuelta por ahí.
―No recuerdo haberte ofrecido hospitalidad ―replicó Saori sin inmutarse―, así que está bien, puedes seguir abusando, tío.
Una carcajada alegre surgió del pecho del hombre del cabello azabache. Su hermano lo miró atónito y la sobrina sonrió a tono con el tío.
―Señor hermano, si tu novia es la mitad de aguerrida que Perséfone, y ambos sabemos que la sobrepasa con mucho... pues estás en problemas. Suerte.
Y se largó a paso lento, como si poseyera todo el tiempo del mundo. Que así era.
Julián Solo, Poseidón, se quedó sentado frente a Saori Kido. Es decir, Athena. Y la miró mitad suplicante, mitad colérico.
―Querida...
―Come. El omelette frío es desagradable ―dijo la joven, lacónica.
―Cariño... por favor... ¿no puedes facilitarme las cosas...?
―No.
Silencio. Una jovencita se acercó y sirvió jugo de naranja para la pareja. Salió llevándose los platos y tazas sucios.
Más silencio.
Carraspeo.
Ruido de página de periódico pasando.
―Saori...
El sonido apagado del papel se escuchó de nuevo.
»Saori... Athena... cariño...
El vaso levantado de la mesa, un sorbo y vuelto a colocar en ella.
»Querida mía... verdadero amor de mi existencia... niña de mis ojos... ¿te casas conmigo?
La joven bajó el periódico y permitió que su rostro, serio y circunspecto, quedara a la vista.
―¿Volverás a desafiarme? ―preguntó, fulminante.
Poseidón se le quedó viendo, anonadado. Enrojeció, no supo si de ira o de vergüenza. O de ambas cosas. Luego, con voz temblorosa, afirmó:
―¡Por supuesto que sí! ¿Por quién me tomas?
La joven dobló el periódico, lo puso a un lado de su vaso de jugo, entrelazó sus manos como si estuviera a punto de cerrar un importante trato y lo atravesó con la mirada analítica. Sonrió.
―De acuerdo. Me casaré contigo. Qué fastidio que digas que sí a todo: no sería divertido, ¿no crees?
Poseidón abrió la boca, resoplando como un pez fuera del agua. Indignado. Así se sentía. La joven lo miró con ternura.
»Pero yo escojo el destino de la luna de miel. Y el menú de la recepción. Y el sitio de la ceremonia. Y tengo que dar el visto bueno a la lista de invitados. Y Shion también. Y ni de chiste me casaré de blanco. Ni tú. Eso es muy... cristiano.
La joven se levantó de su silla y se acercó, grácil, al hombre gallardo que la miraba con una expresión entre ofendida y expectante. Colocó sus manos bonitas y pequeñas sobre los hombros de su acompañante: una sonrisa apenas esbozada engalanó los labios de fresa de la muchacha y los plantó en la boca entreabierta de Julián. Éste se estremeció de sorpresa y, luego de una breve vacilación, se entregó al beso obsequiado. Saori se separó un poco y le dedicó una mirada divertida.
»Mi primer beso, corazón mío. Mi primer beso... Sólo porque quiero que sepas a qué y a quién te atas... porque quiero que sepas que siempre estoy en toque de batalla. Y porque quiero que conozcas mi sabor y sepas que no hay ninguno que se le compare...
Poseidón se quedó estático con los ojos perdidos en aquel rostro delicado y aquellos ojos de guerrera. Un escalofrío le recorrió la espalda. La muchacha lo notó.
»Aún puedes retroceder. Aún puedes decir que mejor no... sin represalias...
Julián tragó saliva.
―Jamás habrá paz contigo...
―No. No de la que estás pensando. Pero sí de aquella que en realidad importa.
La estrechó por la cintura y la sentó en sus rodillas, para besarla larga y dulcemente.
Nunca... nunca la dejaría ir...
Saori sonrió contra los labios de Julián, quien sabía perfecto que le escuchaba los pensamientos.
»Siempre puedes iniciar una Guerra Santa si trato de huir... pero sólo entre tú y yo, ¿entiendes? Jamás volveré a tolerar que pretendas herir a uno de los míos...
―Como quieras, mi amor... como quieras... Pero no te apartes de mí. Jamás.
Shion despertó con la sensación confusa de que le colocaban el cabello detrás de la oreja. Abrió los ojos con la más profunda de las perezas y quiso dilucidar qué hora era por la luminosidad de la habitación. Pero las cortinas estaban echadas y no había ni un rayito de luz colándose, así que no podía saberlo.
Volvió a cerrar los ojos.
No necesitaba ver para saber que eran las manos callosas y gentiles de Dohko las que le prodigaban tan atentos cuidados. Luego sintió sus labios húmedos sobre su mejilla al depositarle un casto ósculo.
Una minúscula gota tibia cayó lánguida en su pómulo y Shion abrió los ojos de golpe. No era común que Libra llorara. Se volvió sobre su otro costado y así pudo encarar en la penumbra al que, a su lado, era todo: compañero, amigo, amante, destino.
―¿Qué penas atribulan tu corazón, razón de mi vida? ―preguntó en un susurro. Levantó la diestra buscando la faz amada del guerrero amado. Éste tomó la mano y la besó con esa devoción que siempre lo desarmaba.
―Hace tiempo que la muerte debió cargar con nosotros dos... estoy dispuesto a ir a su encuentro... pero eso no evita que me sienta trizado cuando corres peligro...
―Dohko... ―musitó Shion apegándose a su par.
Pasó las manos por la piel desnuda y los músculos prietos, definidos, del viejo con apariencia de jovencito que era la fuente y el remanso de todos sus anhelos. Siempre fue más bajo que él. Pero en muchos aspectos su fortaleza lo rebasaba y envolvía. Siempre se sentía a salvo con Dohko. Justo así se sentía en ese momento.
»La muerte nos llegará cuando sea nuestro turno. No antes, no después. Somos guerreros. Vivimos preparados para ésta, que es nuestra mayor posibilidad.
―Sí... somos guerreros ―musitó Dohko con voz triste―. Nada más que eso...
La flaqueza, la vulnerabilidad momentánea de Dohko, traspasó el alma de Shion como una lanza.
Lo besó con desesperación. Como si no hubiera mañana. Las lágrimas cálidas de Libra se perdían entre sus besos.
Lo tiró en el lecho, que se convirtió en un campo de batalla. Los dos contendientes eran fuertes y no presentaban rendición. Nunca lo hacían. La suerte resolvía siempre al ganador de aquella pugna.
En esta ocasión el vencedor fue Dohko, quien devoraba con ansias al hombre estremecido y jadeante debajo suyo.
»No te me vayas de nuevo... no me hagas pasar otra vez por ese dolor... no me dejes atrás... no me dejes atrás...
Pasada la confrontación, mientras hacía correr entre sus dedos los mechones castaños y ondulados de Libra, el viejo Aries pensaba en los largos años en que, en efecto, no habían sido más que guerreros. Los largos años de misión, de separación, de compañía a la distancia que habían compartido en su vida extraordinaria.
Sólo sabían ser guerreros.
Y amantes.
Nada más.
―Pediré a la pequeñita que elija un nuevo Pontífice. Un nuevo Strategos...
Dohko levantó la cabeza del pecho desnudo de Shion, que le servía de almohada.
―¿Hablas en serio?
Los ojos de Shion brillaban como estrellas en la penumbra de la habitación. Dohko los imaginó como faros que dirigían sus pasos.
Eso había sido los últimos 250 años. Un faro. Para él. Para todos en ese Santuario.
―Ya alcanzamos la veteranía, ¿no crees? Nos hemos ganado el retiro. Es momento de que emprendamos un proyecto propio juntos. Viajar un poco. Establecer nuestro taller de carpintería. Envejecer, por ejemplo...
Dohko le colocó los mechones de cabello rubio detrás de la oreja. Le dedicó una sonrisa prístina, que a Shion le pareció la más bonita que había contemplado jamás.
―Es un excelente plan de jubilación...
Y besó su frente con una dulzura tan sentida, que Shion quiso refugiarse en sus huesos y no salir de ellos jamás.
"O agápi mou, agápi mou... eísai esý? ¿Serás tan cruel de dejarme?" (1)
La voz de Camus distorsionada por la angustia, el placer y la otredad en que se había transformado, resonó en su memoria, nublada por el peso de un sueño insidioso.
La sensación de miles de manos, bocas y lenguas recorriendo su piel, afloró por un momento en sus recuerdos deshilachados. Se mezcló con la imagen de un Camus observándolo, inmutable en apariencia, observándolo mientras embestía a Lagarto contra una columna del templo de Escorpio.
Y luego con otra de un Keltos yacente, abandonado de su espíritu en la nieve fría y sanguinolenta. En una tormenta que no había sido azarosa, sino premeditada.
Emerger de la oscuridad estaba resultando un esfuerzo sobrehumano.
Las imágenes desdichadas y las evocaciones placenteras se mezclaban aleatorias en su mente. La consciencia le resultaba difusa, desordenada y se reflejaba en sus sensaciones irreales y contradictorias.
Sentía un peso enorme sobre su cuerpo, como si se encontrara debajo de mil cobijas, cubierto por un manto de arena o limitado por ataduras que no podía ver. Una especie de vértigo lo dominaba: se sabía quieto sobre el lecho, pero al mismo tiempo le parecía experimentar el movimiento de rotación de la Tierra. Lento. Casi imperceptible. Le parecía que su ser material se movía al unísono con el giro de la madre suprema.
Una pléyade de puntitos multicolores se repetía en prismas infinitos detrás de sus párpados, pesados y reticentes a desplegarse. Y sus dedos hormigueaban. Los movió un poco y de pronto, la sangre que circuló por ellos, le hizo notar con aplastante intensidad las uñas y la piel de los nudillos.
Tocó entonces el turno a sus extremidades inferiores: giró con levedad los tobillos y los escuchó tronar un poco.
Tuvo la impresión de que miles de pequeñas agujas le pinchaban las palmas de las manos y las plantas de los pies.
Abrió los ojos. En la penumbra de la habitación reconoció algunas cosas: la mesa de trabajo con libros, libretas y la laptop; las suaves sábanas blancas, perfumadas con la fragancia de la piel de su amor; el sobrio ropero que contenía los contados atuendos de su dueño; la mesita de noche, que de ordinario servía de asilo al libro en turno, los lentes de lectura, el viejo reproductor de MP3 y la antediluviana cinta de terciopelo negro con que Camus se recogía siempre el cabello. En ese momento, tan sólo la rosa obsequiada por Afrodita se encontraba habitándola, en su eterno vaso de agua fresca.
Frunció el ceño y se llevó la diestra a la frente: el simple movimiento le hizo experimentar un fuerte dolor en los músculos. Le pareció que si hubiera rodado por las escaleras de las Doce Casas, desde Piscis hasta Aries, se habría sentido así, con ese dolor agudo y omnipresente.
El roce de la tela del pijama sobre su piel resultaba incómodo. Le escocía.
Tuvo conciencia entonces del pegote que llevaba en la mano: el sello de un catéter se le asomaba desde una discreta plasta de cinta de curación. A un lado de la cama descansaba un soporte portátil de donde pendía una bolsa de solución, cuya venoclisis colgaba indolente, por un lado.
Milo se observó la mano, desconcertado y sin pensarlo, se arrancó el adhesivo con el catéter.
Se incorporó con trabajo de la cama: lo acometió un violento mareo y una aguda punzada en el pecho.
Recordó en ese momento que se había autolesionado y sintió el estómago retorcérsele de asco. ¿Cómo había sido capaz de semejante locura? ¿Cómo había podido...?
En el aire flotaba el aroma a café especiado y sopa de avena. El desayuno habitual de Camus.
Se levantó, con todos los huesos y músculos del cuerpo crujiéndole y quejándose del dolor. Avanzó con paso vacilante el camino del dormitorio a la cocina y se quedó de pie, a unos metros de la entrada.
Tres voces conversaban en distintos tonos que iban de la sobriedad al dolor. En francés.
―Non, je ne veux pas que les choses se passent comme ça... ―Milo reconoció la voz dolida de Hyoga, que se notaba al borde de las lágrimas―. Je ne suis pas digne de détenir cet héritage... (2)
―Ce n'est pas vrai, mon cher. Tu es plus que digne. Les deux sont plus que dignes, comme personne d'autre ne l'est. Mais Isaac a déjà quelqu'un à servir. Et c'est un Maître très jaloux. (3)
―Même si tu me le demandais, je ne l'accepterais pas. Comment pourrais-je remplir tes bottes, Maître ? Qui peut ? Personne au monde... (4)
Milo se acercó tembloroso, sin atreverse a dejar el apoyo de la pared. Se asomó con timidez al marco de la entrada.
En la sencilla mesa de madera de la cocina se hallaban sentados Hyoga e Isaac ante una taza de café y un tazón de avena: el olor especiado de la bebida y la canela del cereal dominaban la atmósfera.
Ambos jóvenes lloraban: el rusito sin ocultar su aflicción dejaba que las lágrimas fluyeran libres hacia su barbilla, el muchacho finlandés se las secaba con ira.
Ante ellos la figura estilizada de Camus, con sus brazos ligeramente musculosos cruzados sobre su pecho y sus piernas enloquecedoras bien plantadas en el suelo, se alzaba con dominancia. El cabello le caía mansamente en la espalda. Rojo como tizón incandescente. Veteado de un blanco platinado y diamantino que resultaba extraño, pero que lo dotaba de una nueva hermosura.
Milo quiso abalanzarse sobre él para llenarlo de abrazos y besos, pero los recuerdos dolorosos le torturaron la mente.
Se llenó de vergüenza.
En silencio dio media vuelta para salir del templo. Pero apenas se separó de la pared, se sintió precipitarse al suelo.
Unos brazos torneados y elásticos lo sostuvieron antes de que se estrellara de cara.
¿Cómo diablos llegó tan rápido Keltos?
Antes de que se diera cuenta, Camus ya lo llevaba en brazos a la cocina y lo sentó en una silla, frente a los muchachos, quienes se recompusieron y lo observaron con aprensión.
―Milo... ¿cómo te sientes? ―preguntó Isaac―. Lo siento. Nosotros te cuidábamos anoche, pero nos venció el sueño y te fuiste sin que lo notáramos.
―Eres un imprudente ―reprochó Hyoga―. Ahora mismo deberías estar en el hospital, en observación. Estás herido. ¡Y te has quitado la venoclisis! ¡Katsaros se va a enfurecer!
Las manos blanquísimas y pecosas de Camus pusieron frente a él un tazón con avena caliente y un vaso con leche. Milo observó ambos recipientes sin interés y luego, con expresión dolorosa, a Camus, quien no le quitaba los ojos refulgentes de encima.
Escorpio negó con la cabeza.
―No, gracias. No tengo apetito.
Camus frunció las cejas: el gesto, tan común en él, le dio una apariencia feroz que estremeció al escorpión y a los muchachos. Sin dejar de mirar a su pareja, el pelirrojo demandó:
―Pars maintenant, mes enfants. Nous parlerons plus tard. Et prendre le petit déjeuner. (5)
Los dos jóvenes tomaron obedientes las tazas y los tazones y salieron sin mirar atrás. A Milo le extrañó tanta docilidad. Quiso mirar a Camus y no se atrevió. Mantuvo la vista baja y fija en sus manos, que mantenía entrelazadas ante sí.
Camus se le acercó. Sin esfuerzo lo levantó de la silla y lo sentó sobre la mesa, ante el estupor de Milo. Luego, sin un ápice de duda, el pelirrojo tomó el tazón y la cuchara y le ofreció una ración de avena.
―Abre la boca ―dijo con voz suave, pero firme.
Milo lo miró sin poder creerse aquello.
―Pero... te digo que no tengo hambre...
Camus dejó caer el invierno de su mirada sobre Milo.
―Abre. La. Boca.
La timidez y desazón de Milo se trocaron en franca indignación.
―Je t'ai dit que je ne voulais pas manger. Je ne veux pas ! (6)
Una leve brisa alborotó los cabellos de Camus, cuyos ojos fulguraron de pronto amenazantes. La temperatura bajó alrededor de Milo, quien tiritó y, por un instante, tuvo la visión de un Camus enorme, torvo y con una larga cabellera blanca ondeando al viento.
Tragó saliva y abrió de inmediato la boca, que recibió una rauda cucharada de avena, ahora tibia. La masticó con asco, pero igual la pasó por su garganta.
Camus de nuevo parecía el de siempre, excepto por aquellas vetas plateadas en el cabello, le ofreció otra, y otra, y otra ración hasta que la mitad del contenido del tazón desapareció. Entonces dejó el adminículo en el recipiente y tomó el vaso de leche para ponerlo en los labios de Milo, quien bebió algunos sorbos sin rechistar.
Camus suspiró con cansancio. Sus ojos lucían severos y preocupados. Miraban con una mezcla de reproche, angustia y adoración absoluta al escorpión, quien se retorció incómodo en su asiento improvisado.
Sin que pudiera evitarlo, las pupilas de Milo se ensombrecieron por el llanto contenido.
―Milo... ―y quiso levantarle el rostro tomándolo de la barbilla, cosa que el rubio evitó dejando salir por fin un sollozo convulso.
―No... no, por favor...
―Hellenoi, mon coeur...
―¡No, no! ¿Cómo te miraré a la cara de nuevo? ¡Te he fallado de tantas formas, todas tan ignominiosas!
―Milo... no es cierto... no sé qué estás pensando... pero no me has fallado... al menos no más de lo que yo te he fallado a ti... mon coeur, mon amour... s'il te plaît... regarde-moi...
―No... no... no puedo mirarte... te hice daño...
―Mon coeur, mon soleil... ¿De qué hablas? Necesito que me hables, que me digas lo que pasa por tu cabeza... Podría entrometerme en tu mente, pero no te haré eso... Eres sagrado para mí... ¿Recuerdas cuando me cuidaste, hace años? Nadie nunca me ha tratado de un modo tan exquisito, con tanto amor, con tanta paciencia... ¿Me permites hacer eso por ti?
―No, Camus... no puedo... No puedo mirarte sin sentirme... tan miserable... tan indigno...
―¡No, mon coeur...! ¡No eres indigno! ¡Tú, entre todos los que forman parte de mi vida, eres el más digno de todos...! ¡Ahora mismo estoy aquí, frente a ti, porque me permitiste...! ¡Milo! ¡Milo, por favor, mírame!
Milo levantó la faz. Sus ojos, anegados, revelaban la aflicción de su espíritu: había vergüenza, ira, impotencia.
Amor.
Un amor inmenso rebasado por el autodesprecio.
Las palabras de Hypnos resonaban en su mente y eran convincentes, así como el eco de las caricias álgidas de unas horas antes. Pero en ese momento, frente a su amado, se ahogaba en la pena.
Se sentía tan... mancillado.
Tanto como él mismo había mancillado a Camus en el pasado.
―Te estoy mirando... Je te regarde... Se vlépo... ¿Para qué quieres que te mire? ¿Para qué? ¿Para que vea a quien he destrozado? ¿Para que recuerde mis acciones asquerosas? ¿Para que me sienta una alimaña vil y despreciable? ¡Te deshonré, Camus! ¡Nos deshonré a ambos! ¿Cómo voy a vivir y a perdonarme eso?
―Milo...
―¡La maldita desgraciada me destrozó! ―gritó al fin el escorpión, colérico y trizado de angustia―. ¡Yo debía protegerte de ella y no pude protegerme a mí mismo! ¡Soy un santo dorado, un santo de Athena! ¡No hizo más que tocarme! ¡Sólo me tocó y me hizo pedazos! Pero tiene sentido, ¿sabes? ¡Un ser tan despreciable como yo, que fue capaz de llenar de oprobio a quien más ama, no tiene derecho a defenderse!
―Tais-toi, Milo, tais-toi ! ¡Cállate! ¡Eso no es cierto! ―vociferó Camus, con la impotencia subiéndole por la garganta con un regusto amargo―. ¡No quiero que te sientas así! ¡No eres despreciable! ¿Cómo podrías serlo? ¡No me importa lo que hayas hecho en el pasado! ¡Cuidaste de mí! ¡Más allá de lo hecho y lo dicho! ¡Cuidaste de mí! A un nivel más allá de la culpa, más allá de la ofensa...
»Tú me trajiste de vuelta... Sin ti... me habría quedado en la nieve... en manos de ella... Ella jamás me habría soltado... Estaría atado a ella... esclavizado... Mon père ni siquiera se habría enterado, porque yo lo mantenía lejos. ¿No lo entiendes...?
―¡Cualquiera de nuestros hermanos pudo haberte encontrado!
―Non, non... tú eres el único que podía encontrarme... el único con motivos para encontrarme...
Camus farfullaba errático, frustrado por el estado de negación en que se encontraba Milo. La habitación se sentía cada vez más fría y, aunque Milo sabía en su inconsciente que se debía a la alteración en el estado de ánimo de Camus, no hallaba la fuerza ni la voluntad para refrenar sus propias emociones y con ello ayudar a que su amor se encarrilara al orden.
Camus bajó un poco la cabeza y se tomó los cabellos con ambas manos: los hombros se le estremecieron un poco. El escorpión supo que se debía a los sollozos, pero no se atrevió a consolarlo.
» Nadie más que tú tenía motivos para encontrarme. Nadie me ama como tú. A nadie amo como a ti... Eres el amor de mi existencia. ¿Cómo podrías ser indigno? ¿Cómo, cuando mi corazón se desborda por ti? Mon coeur déborde pour toi ! (7)
Y extendió la mano hacia el rostro de Milo, para acariciarlo. Pero éste le apartó la diestra de un revés y le negó el acceso a su faz, descompuesta por la ira y las lágrimas. La expresión de Camus demudó a la incomprensión. La mirada fue toda desolación y crispó los puños, en una mezcla de cólera y desamparo.
»Pour quoi ? ¿Por qué te me niegas? ¿Por qué me niegas tu presencia, tu amor? ¿Ya no me amas? Tu ne m'aimes plus ? ¡Dímelo! ¡Me romperás el corazón, pero lo soportaré! ¡Lo que no soportaré es que te sientas así! ¡Que sientas cosas tan horribles por ti mismo! Incluso si me apartas de tu vida... seré feliz sabiendo que estás bien... Pero lo que me muestras ahora... Milo... Milo...
Escorpio dirigió la vista hacia el joven estremecido que deambulaba errático de un lado a otro. Se estaba convirtiendo en el epicentro de una oleada de frío que empezaba a reptar fuera de la habitación, hacia el templo. Quería hablarle, consolarlo. Pero él mismo se sentía rebasado por la intensidad de su dolor.
―Te amo, Camus... Keltos... mi Keltos... pero lo que te he hecho... no puedo aceptarlo... Yo... ya me hacía daño antes... pero... era más importante traerte de vuelta... restablecer tu salud... reconstruir tu espíritu...
Milo apretó los párpados con fuerza. El nudo que sentía en la garganta era doloroso y le impedía mantener la entereza de su voz. Las lágrimas ardientes le escocían en los ojos y las mejillas. Tenía tanta necesidad de estrechar a Camus entre sus brazos. Pero le parecía que lo manchaba al hacerlo.
»Ella me lo mostró, Camus... Me lo mostró... desde tus ojos... Ella me lo mostró desde tus ojos... la invasión a Santuario... la vileza con que te traté... a ti y a Misty... Tu muerte en la nieve... en la soledad más horrible... entre dolores espantosos... Trataste de llamarme... y yo no estaba allí ―la voz se le trizó, inestable, y hundió los hombros en un intento de recomponerse―. No puedo vivir con eso... mon coeur, mon amour... No puedo vivir sabiendo cómo te hice sentir... Tengo tanta vergüenza...
―Cette putain de salope ! ¡Esa puta maldita! ¡Miserable! ¡Que la maldición de los siglos caiga sobre ella! ―rugió Camus con una voz que no sonó como la suya. (8)
Milo observó pasmado el cambio repentino en el aspecto de su amado. Altísimo. Formidable. Furioso. El cabello diamantino revoloteando por una tormenta nacida del espíritu convulso de su dueño.
»Je la déteste ! ¡La odio... la odio! ¡Ojalá la hubiera despellejado!
Y a pesar de toda aquella ferocidad, Camus lucía desvalido. Milo se dio cuenta de que, por mucha que fuera su fortaleza exterior, su corazón seguía siendo frágil y suave.
Y le revolvió las entrañas saberse el causante de aquel cisma en el espíritu de aquel que a todas luces seguía siendo Keltos.
Se escuchó antes de darse cuenta de que hablaba. Dio voz a su dolor. Le pareció escuchar el siseo de una víbora.
―¿Y eso en qué habría cambiado mis acciones? ¡No merezco respirar el mismo aire que tú!
Camus se quedó tieso en su sitio, dándole la espalda. Por un momento, Milo pudo haber jurado que había escuchado cómo el corazón de Keltos se detenía y luego volvía a bombear, furioso. Cuando se volvió hacia el escorpión, una tormenta de emociones contradictorias se gestaba en su mirada.
―C'est pour ça que tu t'es fait du mal ? ¿Por eso te has hecho daño? ¿Por eso te atreviste? ―siseó Camus las palabras, enfurecido―. ¿Cómo pudiste? ¡Quise morirme cuando te heriste a ti mismo! (9)
―¡Te vi morir! ¡Estaba convencido de que estabas muerto! ¿Por qué querría vivir sin ti? ¿Por qué querría vivir sabiendo que yo te había matado?
―Tu ne m'es pas tué ! ¡Tú no me mataste! ¡Insensato! ¡Imbécil! ¡Ella te ha dicho mentiras! ¡Ha sido ella quien ha decidido destruirme, no tú! ¡Tu recuerdo fue lo único que me mantuvo con vida en el infierno que ella me destinó! ¡No te atrevas! ¡No te atrevas a despreciarte así cuando te amo tanto! ¡Tonto! ¡Mil veces tonto! (10)
―¡Trataba de protegerte! ―gritó Escorpio con amargura.
―¿De qué, Milo, de qué? ―gritó Camus ahogándose de ira―. ¿Qué cosa valía esta estupidez? ¡Has intentado suicidarte! ¡Matarte! ¿Cómo has podido? Comment peux-tu ?
―¡De mí! ¡De mí! ―bramó el escorpión desesperado―. ¡Quise protegerte de mí! ¡De mi estupidez, de mis ofensas!
―¿Qué ofensa puede ser más grande que privarme de tu presencia, de tu vida? ¡Me matas si me faltas, Milo! ¡Me muero sin ti! ¡Me has roto el corazón! ¿No lo entiendes? Tu m'as brisé le coeur ! (11)
Milo, acorralado por la intensidad de los reproches de Camus, supo que la presa de sus emociones contenidas todos esos años se desbordaba sin remedio. Hubiera querido detener las palabras, pero éstas salían insidiosas, en libertad, sin poder o querer contenerlas.
―¿Y cómo crees que me sentí, sino roto, cuando te me moriste enfrentando a Cisnito? ―le vomitó encima, sin piedad―. ¿Cuando te vi convertido en el enemigo? ¿Cuando me atacaste en Asgard? ¿Cuando te encontré muerto otra vez en la nieve? ¡Cuando quisiste matarte para que Skade no nos lastimara! ¿Cómo...? ¿Cómo crees que me sentí?
Camus contrajo el gesto con dolor.
Una vez más era el muchacho pelirrojo por el que Milo se derretía cada vez que lo miraba. La ferocidad no se había ido de sus facciones, pero un dolor profundo y lacerante pugnaba por hacerse sitio.
Milo continuó con su perorata con saña, sin saber si ésta iba dirigida a sí mismo o a su amado.
»¿Cómo crees que me siento por haber hecho que me vieras follarme a Misty? ¿Cómo crees que me siento por haber tratado de herirte, de estrangularte, de lastimarte? ¡Quiero morir, Camus, quiero morir! ¡De vergüenza, de asco, de lástima por mí mismo! ¡Mereces a alguien infinitamente mejor que yo!
El joven pelirrojo se le quedó viendo angustiado. La furia se le estaba diluyendo para dar lugar a una desazón insidiosa, aplastante.
―Non, non, tais-toi ! Tais-toi ! ¡Nada de eso es cierto! Rien de rien ! ¡Nada de nada! Tú eres todo lo que amo. Eres todo aquello que necesito. Todo lo que mi corazón anhela... Tout ce que mon coeur désire...(12)
El muchacho rubio se supo perdido en la angustia de Camus.
Por un lado, se odió por ser su causante. Y por el otro, se sintió reafirmado de un modo enfermizo: ¿cómo podía Camus decirle que era digno de su amor cuando a todas luces le destrozaba el corazón?
―¡Que no, que no! ¡Que soy escoria! ¡Que soy tan indigno como esa puta desgraciada ha dicho! ¡Hasta ella... hasta ella...!
Vio a Camus palidecer.
Tambalearse.
La temperatura de la habitación bajó de golpe. De la boca de Milo se elevó una espesa nube de vapor.
Lo vio hundirse ante sus ojos.
Se arrepintió en el acto de cada palabra dicha.
―Ne le dis pas... No lo digas... No te atrevas a decirlo...
Camus retrocedió unos pasos, horrorizado.
Milo se alarmó, al notar que las manos de Camus se cubrieron de hielo.
―Camus... Keltos... ―empezó a farfullar el rubio mientras se ponía de pie con dificultad y trataba de acercarse al pelirrojo, que no hacía más que negar con la cabeza, las lágrimas corriéndole por las mejillas y el hielo reptando lentamente desde sus manos al resto de su cuerpo―. Mon coeur... detente... por favor...
―Ne dites pas qu'elle est digne... No digas que ella es digna... no lo digas... porque si tú lo dices, será cierto... ―musitó el pelirrojo con voz moribunda. (13)
La pared lo detuvo y se desplomó en el suelo.
Allí se desmoronó, como si hubiera perdido las fuerzas. El deseo de vivir.
―¡Keltos! ¡Basta! ¡No es gracioso!
Y le tomó la cara helada, salpicada de pequeños cristales, para obligarlo a mirarle a los ojos. Pero no lo veía, o parecía no hacerlo. Camus se había hundido en su propio mundo de dolor privado.
Tan privado, que en el pasado no era capaz de recordarlo. Más que a través de sus sueños insidiosos.
Tan privado, que lo había mantenido preso e inaccesible durante meses.
Milo se angustió con la posibilidad de que su sýzygos se estuviera hundiendo de nuevo.
»Mon coeur... chouchou... por favor... reacciona...
―Elle m'a violé... Ella me violó... Todo el tiempo que me mantuvo apartado de ti... ella me convirtió en juguete... mi mente... mi alma... fueron su campo de juegos...
Milo se horrorizó al escuchar aquello. Por supuesto, lo sabía. Pero Camus jamás lo había dicho con claridad, con todas sus letras.
»Si tu dis qu'elle est digne... Si dices que ella es digna, será verdad... Porque eres el hijo del Destino. Le fils du Destin... Mi padre me lo ha dicho... Eres el hijo del Destino... Y aquello que dices... se graba en la piedra... (14)
Milo sopesó las palabras que Keltos musitó tan bajo, que casi no salieron de su boca. Se asustó de que Camus pareciera saber mejor que él mismo su propia procedencia. Se asustó de verlo desvanecerse en el dolor.
―Yo no puedo hacer eso, mi amor, mon coeur... no puedo... No sé por qué tu padre te ha dicho eso... No sé lo que puedo hacer... no sé quiénes son mis padres... pero fijar el destino... te aseguro que no puedo...
Camus no respondió. Los labios se le motearon de briznas de hielo. Milo se espantó. Y comprendió.
―Aún... aún no sabes controlarte... cómo manejar todo ese poder... Mi amor... no sé qué hacer para ayudarte... no sé cómo sentirme conmigo mismo... ¿Cómo pudiste soportarlo...? ¿Cómo pudiste soportar la ofensa...? ¿Cómo es que no me mataste en ese mismo momento...?
Camus guardó silencio. El cabello se le volvió blanco por completo.
Milo tuvo la intuición de que su sýzygos estaba sumido en una profunda depresión. Una en la que él había tenido parte.
Sólo que éste, que se encontraba anulado en el suelo, no era simplemente Camus. Y Milo sintió miedo de lo que eso podría conllevar.
Le tomó las mejillas gélidas: el frío le quemó los dedos, pero no retiró las manos.
Obedeció a su deseo de colmar a Camus. De protegerlo. Rozó con sus labios los de su amado.
Lo escuchó tan bajo, más en su cabeza que en sus oídos, que su voz más parecía el susurrar del viento entre las hojas a punto de desprenderse de las ramas:
"Estábamos separados... mis acciones nos habían separado... Fue espantoso... pero tenía sentido... era evidente que todo se había terminado... que tú seguirías tu camino... sin mí... Lo comprendí y lo acepté..."
Un gruñido doloroso se dejó escuchar. Escorpio no entendió al principio que él lo había soltado.
"Pero yo juré, Milo... Te juré que te amaría para siempre... y aunque entendí que todo había terminado y que actuabas desde el dolor... yo no podía renunciar a mi amor por ti... porque yo... conocí el verdadero amor contigo... no me entregué a nadie más que a ti... ¿Cómo podría dejar de amarte... sin importar la ofensa...?"
Milo dejó correr las lágrimas por sus mejillas. Se sintió presa del vértigo.
Él también le juró amor eterno.
Se abrazó al cuerpo inmóvil de Camus. Sepultó la cara en aquel pecho frío como glaciar. Tiritó al contacto con la piel amada.
―Yo... yo también te amo. Por siempre y para siempre. Y te amaba entonces... cuando te ofendí. Nunca dejé de amarte. Y eso vuelve todavía más odiosa mi ofensa... porque blasfemé contra nuestros corazones...
»Perdón... por favor... perdón... No merezco que me perdones... pero lo necesito... para seguir amándote... Todos estos años... lo adormecí... adormecí este dolor... Ni siquiera me atreví a nombrarlo en mi mente... Porque era más importante mantenerte vivo que pensar en ello... y porque tú no parecías recordarlo... Pero nunca olvidaste, ¿verdad? Lo siento, lo siento tanto...
Permaneció largos minutos, tirado en el suelo y congelándose, abrazado al cuerpo inmóvil de su amado, incapaz de dejar de llorar o de soltarlo. Poco a poco el frío remitió. Un suave abrazo constriñó a Milo contra el pecho de Keltos.
―Te perdoné en cuanto pasó... tan es así que incluso hablé con Misty tiempo después... cuando ya me había recuperado... para aclarar las cosas. Él y yo estamos en paz... Pero igual te perdonaré si es eso lo que quieres escuchar. A cambio de que tú también me perdones por lo que pasó en Asgard...
―¡No, Camus, no! ¡Yo no tengo nada qué perdonarte! ¡Tuve que tenerte muerto entre mis brazos para entenderlo! ¡Tuve que perderte otra vez para escarmentar! ¿No lo entiendes?
―Incluso muerto te amaba... ―Camus apretó un poco más a Milo contra sí―. Si quieres escuchar un perdón de mis labios, tendrás que otorgármelo también...
―Oh, Camus... Camus... claro que te perdono... ―y se derrumbó entre sus brazos, roto de lágrimas―. ¿Cómo no voy a perdonarte? Estabas atado a una promesa y a un dolor que yo no comprendía. Pagaste un crimen imaginario con tu vida... Mi amor... mi amor... lamento tanto haber sido tan torpe...
―Entonces también yo te perdono... Estábamos separados en ese momento y ambos éramos libres de hacer lo que quisiéramos... éramos libres incluso de herirnos... Ahora, te lo ruego... S'il te plait... tournons la page... Pasemos página... mon soleil... ma vie... Necesito saber... que no te harás daño de nuevo... Que incluso si decides apartarme de tu vida... estarás bien...
Camus alzó el rostro de Escorpio y lo miró intensamente. A Milo le pareció que se grababa cada uno de sus rasgos en su memoria. En su memoria que ahora era imperecedera.
―Déjame amarte... déjame cuidarte... déjame ayudarte a que te ames a ti mismo otra vez... a darte cuenta de que ella te mintió... Ella, Milo. Ella te mintió. Pero yo no lo hago. Yo elegí amarte. Siempre ha sido mi elección. Siempre te he elegido. A pesar de todo. Siempre he elegido amarte. Nadie me ha obligado a ello. Ni siquiera tú. Mi corazón siempre te ha buscado libremente.
Milo se le acurrucó. La tristeza aún se le aferraba como una raíz insidiosa en el espíritu. Pero ya no le impedía la respiración. Sintió los dedos ligeros de Camus acariciarle el cabello. Besos leves en las mejillas. Las manos recorrer con reverencia su espalda.
Sintió el aliento perfumado a canela golpearle las fosas nasales. Cerró los ojos ante el preludio de un beso que añoraba, pero para el que todavía se sentía indigno. Los labios de Camus se aplicaron con levedad sobre los suyos y un estremecimiento de dicha se abrió paso por su piel.
Milo le acarició con timidez los pómulos. Abrió los ojos, sólo para encontrarse con los de Keltos fijos en su rostro. El pelirrojo le recorrió los labios con el índice y depositó un beso casto sobre ellos. Milo hizo pasar un mechón platinado entre sus dígitos, con reverencia.
―Das miedo cuando te conviertes en gigante... En el fondo siempre has sido desmesurado... Has tenido que aprender a dominarte de tal modo que nadie sospeche la tormenta que siempre habitó en tu corazón.
―Aprenderé a dominarla de nuevo...
―Por la diosa... ―musitó Milo, incrédulo―. Mi sýzygos es el Viento del Norte. Estoy unido a un dios...
―Y yo a otro ―aseguró Camus sin dudarlo. Milo torció el gesto―. Aún no lo entiendes. Pero yo sí. Hay sangre de dioses en tus venas.
―No soy un dios...
―Lo eres. En mi corazón gobiernas como si lo fueras... Ven, déjame ayudarte a terminar de comer.
―Yo puedo hacerlo solo, Camus ―aseguró el escorpión, derrotado―. No tienes que tratarme como a un niño.
―No te trato como a un niño. Te trato como a mi sýzygos, mon époux, convaleciente luego de recibir una herida. ¿Me arrebatarás la felicidad de cuidar de ti? Tú cuidaste de mí...
Y se levantó del piso, tambaleante. Y con él, levantó a Milo, con la cabeza dándole vueltas todavía. Lo hizo sentarse una vez más en la silla y le ofreció, de nuevo, la cucharilla con avena, esta vez fría.
―Abre la boca ―oyó Milo decir a Camus con una voz tímida y suplicante.
Milo sonrió apenas.
Y abrió la boca.
Aclaraciones
Bienvenid@s a la actualización de la semana... pasada.
Por motivos totalmente ajenos a mi voluntad, la semana anterior no fue posible actualizar. Hoy, sin embargo, es el día para hacerlo. Aquí está el resultado y espero que les haya gustado.
Estamos en pleno cierre del fic con este capítulo. Si bien no es el último, si empieza a concluir las historias abiertas. Si mis cálculos son correctos (sí, aún no está escrito lo que resta), falta un capítulo más y el epílogo para concluir. Si fuera necesario extenderse, sería con un capítulo más. Pero ni está decidido ni lo he visto necesario.
Ahora, como es mi costumbre, les dejo las aclaraciones lingüísticas, que corren mayormente por parte de Camus.
Sin embargo, hay unas poquitas que corresponden a Death Mask y Milo.
Van las primeras (las más sencillas de contextuaizar), que seguramente reconocerán:
Ilíthios (griego contemporáneo): Idiota
Naturalmente, caro maestro (italiano): Por supuesto, querido maestro.
Mon coeur, mon amour... s'il te plaît... regarde-moi: francés): Corazón mío, mi amor... por favor, mírame.
Je te regarde... Se vlépo (francés y griego contemporáneo): Te miro.
Tais-toi (francés): Cállate
Pour quoi ? Tu ne m'aimes plus ? (francés): ¿Por qué? ¿Ya no me amas?
Je la déteste ! (francés): ¡La odio!
Comment peux-tu ? (francés): ¿Cómo pudiste?
Rien de rien ! (francés): ¡Nada de nada!
Ne le dis pas (francés): No lo digas...
Elle m'a violé (francés): Ella me violó.
Tournons la page (francés): Pasemos página.
Y ahora, las más complejas y que van numeradas. Casi todas son de Camus, salvo la que Milo recuerda al principio del capítulo.
1. O agápi mou, agápi mou... eísai esý? (Ω αγάπη μου, αγάπη μου... είσαι εσύ; ) (griego contemporáneo): Ah, mi amor, mi amor... ¿eres tú?
2. Non, je ne veux pas que les choses se passent comme ça. Je ne suis pas digne de détenir cet héritage (francés): No, no quiero que las cosas sucedan así. No soy digno de detentar este legado.
3. Ce n'est pas vrai, mon cher. Tu es plus que digne. Les deux sont plus que dignes, comme personne d'autre ne l'est. Mais Isaac a déjà quelqu'un à servir. Et c'est un Maître très jaloux (francés): Eso no es cierto, querido mío. Eres más que digno. Los dos son más que dignos, como nadie más lo es. Pero Isaac ya tiene a quién servir. Y es un Amo muy celoso.
4. Même si tu me le demandais, je ne l'accepterais pas. Comment pourrais-je remplir tes bottes, Maître ? Qui peut ? Personne au monde (francés): Aunque me lo pidieras, no lo aceptaría. ¿Cómo podría llenar tus botas, Maestro? ¿Quién puede? Nadie en el mundo.
5. Pars maintenant, mes enfants. Nous parlerons plus tard. Et prendre le petit déjeuner (francés): Váyanse ahora, mis niños. Hablaremos más tarde. Y llévense el desayuno.
6. Je t'ai dit que je ne voulais pas manger. Je ne veux pas ! (francés): Te he dicho que no quiero comer. ¡No quiero!
7. Mon coeur déborde pour toi ? (francés): Mi corazón se desborda por ti.
8. Cette putain de salope ! (francés): ¡Esa puta maldita!
9. C'est pour ça que tu t'es fait du mal ? (francés): ¿Por eso te has hecho daño?
10. Tu ne m'es pas tué ! (francés): Tú no me mataste.
11. Tu m'as brisé le coeur ! (francés): ¡Me has roto el corazón!
12. Tout ce que mon coeur désire (francés): (Eres) todo lo que mi corazón anhela/desea.
13. Ne dites pas qu'elle est digne (francés): No digas que ella es digna.
14. Le fils du Destin (francés): El hijo del Destino.
Y ya.
Les confieso que tuve una enorme dificultad para elegir imagen de portada. Al final me decidí por los ojos de Milo, que han sido tan importantes en este capítulo. El crédito de la imagen es para su autor o autora, que han hecho un trabajo espectacular.
Gracias a tod@s por no aventar la toalla y continuar con la lectura de este cuento. Les quedo muy reconocida por su tiempo de lectura, pareceres, opiniones, comentarios y votos. Este proyecto, que emprendí a fines de 2021 por pura curiosidad, me ha resultado entrañable desde múltiples puntos de vista, y ustedes tienen parte importante en que así sea. He estado aprendiendo mucho sobre la escritura, la lectura y sobre mí misma, y ustedes han sido tan generos@s de acompañarme en este camino. Gracias infinitas.
@Chantry-Sama, comadre querida: gracias por tu apoyo en estos días tan accidentados (literalmente) en lo laboral y familiar.
Actualizaré tan pronto como sea posible.
Abrazos y besos amorosos desde este México que quiere y no quiere recibir al invierno. Que Bóreas sea generoso para tod@s.
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