13. Santuario, entre las 6:00 y las 9:00 pm
Poseidón dejó entre las manos de Athena una humeante taza de infusión de canela, anís y naranja. Unos minutos antes había visto a Shion dirigirse a la cafetería para buscar algo con qué reconfortar a su señora, pero el joven lo vio tan cansado y abrumado que sintió compasión por él. Lo tomó del brazo, lo hizo sentarse en un sillón junto a Dohko y se fue por su pie al comedor para buscar una bebida para su novia.
Novia.
Cómo habían cambiado las cosas en tan poco tiempo.
La enemiga odiada, la sobrina por quien sentía cosas tan ambiguas, la dama discreta y hermosa a la que había admirado en secreto una eternidad... a la que había ido amando poco a poco casi sin darse cuenta... le correspondía con absoluta entrega.
No se sentía menoscabado ni humillado por ir él mismo, el gran dios de los océanos, a buscar algo tan simple y mundano como una taza de té para la mujer que amaba. Cuando Sorrento se fue detrás de él para impedirle tal desdoro como un acto de servicio, Poseidón le sonrió y le hizo acompañarlo. Cuando ambos regresaron, Poseidón llevaba la tacita en un platito delicado, mientras Sorrento llevaba una bandeja con bebidas y pastas variadas, para quien quisiera tomarlas.
Athena le dedicó una mirada tan dulce, que Poseidón sintió que el alma se le ensanchaba.
Sorrento, por su parte, recibió muestras de gratitud y camaradería que no se hubiera esperado nunca de sus viejos enemigos. De pronto notó algo extraño: había temido que los límites que separaban a un ejército de otro se desdibujaran para dar lugar a una entidad más bien heterogénea e incompatible. Y ahora descubría que los otros, aquellos que consideraba extraños y poco afines a sí mismo, eran en realidad amables y estaban dispuestos a aceptarlo.
Mostraban preocupación genuina por Krishna. Isaac era arropado sin objeciones en aquel ámbito fraternal. Ahora él sentía en su persona el suave peso de la simpatía incipiente. Y le gustaba.
Hacía unos minutos que Shura había regresado a la sala de espera para notificar que Afrodita se las había ingeniado para producir un contraveneno; lo había inoculado en sus rosas y había hecho justo lo que Freyja: dejó que el polen volara libre en el aire de la habitación. Y para asegurarse de que la sustancia llegara al torrente sanguíneo de Angelo, le había clavado una rosa en el hombro, cerca de donde el doctor Katsaros le había colocado aquella curiosa aguja con la que le inyectó epinefrina.
Muy despacio, Cáncer empezaba a dar muestras de mejoría. Los asistentes a la sala pudieron sentir cómo el cosmos de su hermano empezaba a fortalecerse.
Luego de eso, Afrodita se había ido en busca de Krishna para aplicarle el mismo tratamiento.
Aiolia, todavía consternado por el peso terrible de no saber qué sería de su hermano, se acercó a Saga para sentarse junto a él en el suelo. Le tomó la mano, lo obligó a prestarle atención. Cuando Géminis abrió los ojos cargados de tantas emociones lastimeras, se le llenaron de lágrimas al ver una faz tan similar y al mismo tiempo tan diferente de la de su amado moribundo. Sin poder evitarlo, un sollozo profundo, lleno de dolor le rompió el pecho para subir por la garganta. Aiolia lo abrazó, lo apretó contra sí mismo, sin decirle nada.
―¡Perdóname! ―dijo Saga con intenso dolor―. ¡Perdóname! ¡Pretendía traerlo de regreso y he permitido que muera! ¡Te lo he quitado por segunda ocasión!
―No... no me lo has quitado... no has sido tú esta vez... y ya te perdoné por el pasado. Aún no está muerto. No sufras por lo que pierdo, por favor... ambos perdemos mucho... muchísimo...
Saori suspiró triste, pero con cierto alivio. Temía el mutismo profundo de Saga. Que Aiolia hubiera por fin conseguido una reacción de él le parecía un triunfo enorme. Eso, en añadidura de que Angelo y Krishna estuvieran mejorando le levantaba los ánimos. Eran el contrapunto de la incertidumbre que aún planeaba sobre la salud de Aiolos y Milo.
Su otro pesar era el ánimo de Camus: que estuviera hundiéndose en esa aparente inexpresividad la tenía con los nervios de punta. ¿Qué estaba pasando por la cabeza del Mago del agua y del hielo? ¿Qué fantasmas, qué monstruos estaban poblando su espíritu atribulado?
Julián, que se había recargado en el hombro delicado de la joven y parecía dormitar, abrió los ojos de pronto, un tanto sorprendido. Sorpresa que le contagió a Saori de inmediato.
―¿Por qué...? ¿Por qué viene para acá...? ―preguntó la joven con legítima incomprensión.
―¿Cómo saberlo? Creí que iba a enviar a los jueces y punto...
―¿Qué sucede, cariño? ―dijo Dohko acercándose, pero sabiendo de antemano la respuesta: llevaba toda su larga vida conociendo aquella huella de cosmos.
―Sólo espero que no se le ocurra tomar a Shun como anfitrión de nuevo ―musitó la muchacha―, Ikki perdería la cabeza...
La temperatura bajó de repente cuando las sombras de un rincón de la habitación se condensaron y se volvieron espesas: Camus, que recordaba demasiado bien cómo se sentía el cosmos de los habitantes del Inframundo y en especial ESE cosmos, se había tensado y puesto en guardia sin razonarlo, aun a sabiendas de que no mediaba ninguna amenaza real o imaginaria de parte del visitante a punto de manifestarse.
Las tinieblas desaparecieron, absorbidas por una entidad que tomó la forma de un hombre altísimo y pálido, con los cabellos negros como ala de cuervo, que vestía un sobrio traje de tres piezas ornado también de oscuridad. Hades levantó una ceja al darse cuenta de la actitud defensiva de Acuario y dirigió su escueta mirada a Athena.
―Señora sobrina, indica a tus guerreros que no hay necesidad de agresiones. He venido porque no quiero que linchen a mis jueces...
―¿Por qué le haríamos eso a tus jueces, Señor tío? ―respondió Saori tragándose la incomodidad de tener nada menos que a Hades en sus dominios.
―Porque yo también recibiría al menos con sospecha a un soldado que trae a uno de los míos herido...
―¿Qué? ―preguntó Shion, saltándose con ello cualquier protocolo.
Ni bien terminó de decir aquello, un estallido de aire ocurrió en medio de la sala, similar al momento en que Bóreas y compañía arribaron a La Fuente. Cuatro figuras disímiles hicieron acto de presencia: Minos y Aiacos, con sus atuendos mundanos, miraron con ojo crítico el lugar donde habían ido a para; Rhadamanthys, que a duras penas mantenía de pie a Kanon con un brazo rodeándole la cintura, no miraba a nadie, excepto al gemelo caído.
―¿Pero qué demonios hacen ustedes aquí? ―bramó Leo con una bronca tremenda―. Ya que debemos lidiar con el disgusto de verlos al menos pueden seguir los protoco... ¿Qué demonios le hicieron a Kanon, malnacidos?
Aiacos y Minos lo miraron con fastidio.
―Pues al final Rhadamanthys tenía razón ―rezongó Aiacos. Luego se dirigió a Aiolia y sus hermanos, que se acercaban amenazantes al ver la situación de Kanon―. Tranquilos, guerreros, venimos en paz... y nosotros no le hemos hecho nada a su amigo, sólo lo traemos para que se reúna con su hermano.
Saga se levantó del suelo con los ojos desorbitados y se arrojó hacia su hermano. Lo quiso tomar en brazos, pero Rhadamanthys se lo impidió al notar su estado de completa alteración.
―Espera, Géminis, por favor... tú tampoco te encuentras bien. Déjame recostarlo, ¿de acuerdo? Así podrás asistirlo...
Y unió la acción a la palabra: llevó al menor de los gemelos a un sofá; allí lo tendió, permitiendo que el mayor de los dos se arrodillara a su lado y tratara de hacerlo volver a la consciencia. Las manos de Saga iniciaron el reconocimiento del hermano menor, del hermano hundido en aquel sueño
―¿Qué tienes, Kanon? ¿Qué tienes? ¿Qué le ha pasado a tu cabello?
―Lo mismo que al tuyo, sospecho ―dijo Radhamanthys―. Te sintió enloquecer y se auto impuso este estado antes de perder la cabeza él también. ¿Qué pasó?
Saga se le quedó viendo, perdido, sin terminar de comprender lo que el juez pedía de él. Rhadamanthys, en cambio, parecía entender sin problemas la confusión del hermano de su amante.
―Saga... Kanon fue a buscarme a mi casa para solicitar la intervención y protección de un Juez del Inframundo, quería resguardarlos a ti y a tu pareja de las acciones vengativas de una diosa del norte... Tu estado me indica que no llegamos a tiempo... ¿no es así?
Los ojos de Géminis se cristalizaron de una manera tan profusa que los tres jueces se preguntaron de dónde podía salir tanta agua. Saga unió su frente a la de su hermano y lloró en silencio.
―¿Eso hiciste, Kanon? ¿Eso hiciste? ¿Tanto te he preocupado? ¡Tampoco a ti he podido defenderte!
―Puedes protegerlo, Saga ―dijo Rhadamanthys con llaneza―, pero tienes que tranquilizar tu espíritu, tienes que... sacarte de encima esa cosa que te altera la mente. Kanon no volverá mientras te sienta inestable. Se considera a sí mismo capaz de cosas terribles, mucho peores de las que tú puedas cometer, por eso se ha retirado de la ecuación. Por favor, sosiégate...
―Rhadamanthys ―dijo Hades con voz suave―, tu amante está en manos seguras ahora ―Saga y cada persona en aquella sala se quedaron viendo azorados a un abochornado Wyvern, que tragó saliva y aguantó aquellas miradas de plomo ardiente con un valor impresionante―. Ahora mismo quiero que tú y tus hermanos se ocupen de este lamentable asunto. Habla con Acuario y sus hermanos. Averigüen todos los pormenores disponibles. Tengo previstas a las deidades griegas y nórdicas que deben presidir este proceso junto con ustedes: en breve les comunicaré de quiénes se trata. Mi sobrina, mi hermano y yo hablaremos con Bóreas.
Bóreas, apostado junto a su hijo, alzó la cara con orgullo y bronca. Era más alto que Hades y por mucho que fuera el Señor del Inframundo, no se sentía intimidado por él. Hades, por supuesto, lo notó. Bajó de inmediato el tono de su petición.
―Bóreas, eres nuestro amado familiar. Siempre has sido justo con nosotros. Te pido... te suplico que hablemos. Tus acciones son peligrosas. Y si bien están motivadas por tu afán de proteger al hijo de tus entrañas, pueden afectar de un modo terrible a cada habitante de este mundo. Por favor...
En aquella sala repleta de personas tan distintas entre sí reinó de pronto un sentimiento compartido: la incredulidad. Para Athena y Poseidón resultaba inverosímil escuchar de labios del gran Hades la palabra "suplico".
Lo mismo ocurría a los jueces, que conocían la manera directa, sin ambages con que el Señor del Inframundo se dirigía a propios y extraños; por mucho que se le considerara un enemigo atroz, la verdad era que Hades era cortés y recto a la hora de tratar con otros, pero los ruegos no formaban parte de su proceder ordinario.
Shion y Dohko, que lo habían visto en la piel de su anfitrión hacía más de dos centurias, lo recordaban cruel y sardónico: aquel tono mesurado, amable los había sacado de base, lo mismo que a los santos dorados presentes, que recordaban su presencia opresiva y avasalladora en el Inframundo.
Bóreas, el objeto de aquella súplica, se quedó estático un momento, como pensando en el mejor modo de responder a aquella exhortación. Luego de cavilar, se dirigió a Hades.
―¿Tus jueces han venido a cuidar de mi niño?
―Mon père, no soy un niño y no necesito que nadie cui...
―Tais-toi, enfant ! ―ladró el gran Aquilón a Camus, quien guardó silencio anonadado por el tono de su padre, que ni siquiera como maestro solía darle órdenes. Luego, Bóreas apartó su mirada intensa de sobre su hijo para redirigirla a Hades― Hablaré contigo, pero tienes que garantizarme justicia.
―Te garantizo que haré lo que esté en mis manos para conseguirla. Pero las Moiras tienen sus propios designios, que desconozco y no puedo contravenir. Aun así, apelo a tu corazón de padre ofendido, pues simpatizo contigo y con tu causa: es un hecho que si mis hijas hubieran recibido el mismo horrible trato que tu retoño, el responsable habría ardido. Por favor, hablemos. Habla con nosotros. Necesitamos llegar a un entendimiento.
Y ante la mirada sorprendida de Camus, el Aquilón se le separó para ir hacia los tres dioses que le esperaban de pie, formando una unidad que jamás habría creído posible en las edades recientes. Bóreas ofreció la diestra a Korítsi, quien le sonrió con dulzura y la tomó con delicadeza. Poseidón se volvió hacia sus dos generales y les habló:
―Sorrento, quiero que nos informes de cualquier eventualidad en lo que concierne a la salud de los caídos. Isaac, acompáñanos, serás nuestra escolta.
―Sí, mi Señor ―respondió Kraken con una ligera reverencia.
―Yo los custodiaré también. No es correcto que no estén acompañados por un representante de la orden dorada en el Santuario de Athena ―añadió Aiolia separándose de sus hermanos y envolviéndose de su aplomo marcial.
―No, Aiolia. Quédate con Aiolos, por favor. Hyoga nos custodiará. No es un dorado, pero en cierta forma lo ha sido. Y lo será un día sin lugar a dudas ―dijo Athena con una sonrisa amable.
Así salieron los cuatro dioses de aquel recinto y los vieron dirigirse hacia el jardín de La Fuente seguidos en silencio por Kraken y Cisne.
―Hablemos, Acuario ―dijo Rhadamanthys a Camus―, necesitamos que nos pongas en antecedentes para atender de manera adecuada tu caso.
La sensación difusa de haber pasado por una enorme carga física y emocional pesaba sobre sus hombros: cansancio, dolor, engarrotamiento, zozobra. Quería abrir los ojos, pero los párpados le parecían cortinas metálicas llenas de herrumbre. Sus oídos arrastraban el eco de palabras dichas a medias, amenazas, llantos y lamentos lúgubres.
"Amigo mío, ¿por qué nos has traicionado?"
Reconoció su propia voz dolida y abrió los ojos de golpe. Se incorporó del suelo pedregoso y miró a su alrededor.
Estaba en la explanada del Templo de Athena, cerca de la gran estatua de la diosa. Las escaleras estaban llenas de escombros. Unos pasos delante, estaba de pie Athena, custodiada por Kanon. Ante ella, estaban de pie Mu de Aries, Aiolia de Leo y Milo de Escorpio, arrastrando cada quien a uno de los santos traidores. Los tres renegados se veían maltrechos, con la vida a punto de escapárseles de nuevo. Shaka, en su enfrentamiento final, les había arrebatado cuatro de sus cinco sentidos, así que eran más bien muertos en vida. Los fieles guerreros dorados, resplandecientes y gloriosos en sus ropajes sagrados, arrojaron al suelo, con franco desprecio, los despojos de aquellos que otrora habían llamado sus hermanos.
Milo... el Milo que acababa de despertar y era testigo de aquella deplorable escena, observó con angustia y el corazón traspasado de dolor a Camus, a su amadísimo Keltos, investido de aquel ignominioso ropaje blasfemo. Lo vio levantar el rostro pálido y sangrante y dirigir sus ojos ciegos hacia donde percibía a la radiante diosa. Lo vio sonreír débil, anhelante y las lágrimas surcaron su efigie: la de ambos. Tendió la diestra, trémula y herida, hacia la Dama que con su sola presencia le ofrecía dicha y consuelo.
Milo, el que observaba, lloró sin quererlo. Por el dolor de contemplar al amado de su corazón en una situación tan precaria. Por el dolor del recuerdo, pues sabía lo que seguía a continuación.
Los eventos se sucedieron tal y como a veces los revivía en sus pesadillas: Kyría empuñó la daga y tomó su propia vida, para consternación de los que, horrorizados, atestiguaban aquellos funestos hechos.
Sintió su corazón cimbrarse ante la santísima sangre derramada. Milo sabía que pocas cosas en su existencia le habían resultado tan terribles como aquella muerte profana y que sólo la pérdida de Camus en la batalla de las Doce Casas se le podía equiparar. Sin embargo, se probó a sí mismo su equivocación cuando vio cómo sus manos apresaban el cuello adorable de Acuario, el cuello constelado de pecas que tantas veces había besado con devoción, para estrujarlo y romperlo.
Camus deslizó sus manos débiles sobre las que lo herían y lejos de resistirse, parecía querer ayudar a ejecutar aquel ajusticiamiento sumario: lloraba lágrimas ardientes, rendido a una traición que no había sido tal, a unos remordimientos que jamás debieron anidar en su alma bravía de guerrero sin mancha. Pero eso el Escorpio del pasado no lo sabía y allí estaba, entregado a su venganza y su dolor, sin razonar que su amado jamás cometería crímenes semejantes. Sin razonar que aquellas lágrimas eran compañeras de las suyas en todos los sentidos.
Cuando su alma no pudo más con la congoja, aquel Milo del pasado se dejó caer ante el amante repudiado y se vio consolado, sin ser consciente de ello, por el que aún gobernaba sin disputa en su corazón.
―Camus... ―musitó Escorpio débil, tragándose las lágrimas al contemplar aquellos recuerdos que había tratado de sepultar en su psique con denuedo―. Keltos... perdóname...
Y su amado caído se diluyó en la oscuridad, junto con aquella imagen de pesadilla, de condenación, que tantas torturas le había procurado en las noches de insomnio y los días en que el dolor se dejaba sentir más.
Milo se encontró de pronto, en pie, en el atrio de su propio templo, Escorpio.
La repentina realidad de su hogar le hizo entender que se encontraba en un sueño. O al menos algo que se le parecía.
Sin embargo, tener conocimiento del lugar no era lo mismo que del momento, y Milo no tenía idea de "cuándo" se encontraba. Trataba de mantener la calma en medio de ese ensueño demoniaco en el que estaba sumergido, hacía grandes esfuerzos por no perder los papeles, por mantener el dominio de sí mismo. Pero acababa de revivir el doloroso trance de la muerte de Athena y la presunta traición de sus hermanos: su espíritu estaba desolado.
Estaba de pie en Escorpio, sin tener seguridad de qué era lo que encontraría allí.
No se demoró más. Entró.
Sus pasos resonaron en las paredes, como ecos funestos en una noche sin fin.
El templo estaba oscuro: la luna apenas se asomaba en el horizonte y aún no se colaba con su luz diáfana al interior de las casas zodiacales. Los rincones tan conocidos le resultaban hostiles, lúgubres, como si le ocultaran a traición mil enemigos que no deberían haberse adentrado en su hogar jamás.
Se detuvo un momento. Una hilera de columnas se extendía en el interior del templo. Aguzó el oído, escuchó murmullos indistintos: risas, suspiros, un quejido ahogado. Milo se estrujaba el cerebro intentando identificar la situación, sin conseguirlo.
A sus espaldas escuchó el rumor de pasos quedos, sutiles, y se volvió para reconocer a la persona que los producía.
Camus.
Su Camus. Su Keltos.
Vestido con una sencilla camiseta azul marino y unos viejos jeans descoloridos, que enfundando sus magníficas piernas de bailarín lucían como la prenda más lujosa del mundo. Llevaba zapatillas deportivas y el bellísimo cabello rojo atado con esa vieja cinta que tanto parecía apreciar, pues no usaba otra. Su rostro marcial, estoico, alucinante de hermoso, iba serio, demacrado. Se notaba que no había descansado lo suficiente. O que algún fantasma secreto lo fastidiaba. Con todo, Milo lo contempló arrobado, preguntándose cómo era posible que aún en situaciones tan anodinas como esa Keltos le pareciera una visión angelical.
Un profundo, prolongado gemido de placer hizo eco entre las paredes del templo y tanto Camus como ese Milo observador dirigieron la vista hacia los recovecos donde se originó.
Milo sintió que la sangre se le iba a los pies. Que se le helaba en las venas.
Supo cuándo se encontraba y quiso morir en ese mismo instante.
Camus, con la desolación prendida en las pupilas, dejó que sus pasos lo guiaran a donde había escuchado el indecente sonido. La verdad era que lo hacía sin pensar: la inercia, la necesidad de ver y corroborar lo habían movido del sitio donde en principio sus pies echaron raíces. El Milo espectador hubiera dado el alma por detenerlo, pero lo llamó y no lo escuchó; quiso tocarlo y lo atravesó como si estuviera compuesto de aire.
Era inevitable. Camus miraría.
Y Milo... atestiguaría aquella aberración.
Cuando sus pasos lo encaminaron hacia la certeza ineludible, Camus ya sabía lo que encontraría. Con todo, se permitió el dolor lacerante de ver a Milo embistiendo a Misty de Lagarto contra una columna. Follándoselo con escándalo, sin pudores, como para que lo escucharan en las casas vecinas, como para no dejar lugar a dudas de lo que estaba pasando. Misty, absorto en su placer, aún no había notado al espectador, pero Milo lo había sentido aproximarse desde el principio y se ocupó de que Acuario contemplara la extensión de su pérdida. Así pagaba el escorpión dorado el impasse en Asgard: sacándolo de su vida, sustituyéndolo con el otro francés del Santuario.
Milo ―el espectador― lloraba y se estrujaba los cabellos. Camus mostraba un rostro inexpresivo ―lo recordaba a la perfección―, pero el dolor en sus ojos lo delataba. Aquel Escorpio del pasado había querido romperle el corazón a Acuario y sin duda que lo había logrado.
Misty gimió de intenso gozo cuando consiguió su orgasmo y sólo entonces abrió los ojos. Saberse observado por Acuario ―el amante repudiado, pero todavía oficial de Escorpio― en aquella situación comprometedora lo hizo sentirse usado. De pronto le cayó como un cubetazo de agua fría la realidad: Milo había decidido cogérselo allí, en un lugar tan expuesto, porque esperaba que Camus, al pasar, los viera in fraganti. Se sintió herido: por haberse permitido ser cómplice de una acción tan baja, por la mirada silente e inexpresiva del presunto ofendido. Se subió el pantalón, empujó a Milo y salió corriendo de allí.
Milo ―el de antaño― aún detuvo su mirada lasciva, furibunda sobre el pelirrojo que lo veía sin pestañear con ojos que escarchaban aquello en lo que se posaban. Una sonrisa despreciativa curvó sus labios antes de que hablara.
―Me preguntaba qué diferencia podía haber entre una cortesana francesa rubia y otra pelirroja. Me parece que ninguna. Ambas aúllan como perras en celo.
Acuario no dejó escapar ni una expresión de su rostro pétreo. El dolor que había mostrado al presenciar aquella escena se había desvanecido casi de inmediato. Ahora mismo no había nada en aquel hombre que delatara indignación, ira o desencanto. El Milo del recuerdo se sintió estafado: esperaba una sarta de reproches que habría acallado a punta de golpes. En lugar de eso recibía silencio. Un silencio sepulcral.
Camus, solemne, lento como muerte dolorosa, pasó a un lado de su examante semidesnudo. Éste no lo vio demudar el gesto, ni asomar una lágrima, ni agitar la respiración. Vio al que fue el amor de su vida retirarse frío y callado, como brisa suave.
Lo sintió salir del Templo.
Llevaba el corazón hecho trizas, por supuesto.
Pero aquel Escorpio cruel, avieso, ofendido, no lo sabía.
Milo, el amante incondicional que había rescatado a un Camus resquebrajado como pieza de cristal, que había velado por meses su agonía, que había desesperado ante la certeza de no recuperarlo jamás, sabía bien que el alma de su amado se marchaba en jirones, porque justo así sentía la suya: desgarrada por la acción inicua y procaz que había cometido apenas unas semanas antes de que su Keltos fuera tragado por la tormenta.
La ventisca congelada le abofeteó el rostro; miró a su alrededor, asustado. Una oscuridad apenas quebrada por la mortecina aurora lo rodeaba.
―No... por favor, no... ¡no de nuevo! ¡Camus! ―gimoteó Milo entre sollozos desgarrados―. ¡Otra vez no, otra vez no!
Empezó a desplazarse mitad carrera, mitad pasos entorpecidos por la desesperación y la nieve a través de aquella vasta extensión de tierra, hielo y escombros removidos. Escuchaba lejos, muy lejos, ladridos de perros, el eco indistinto de gritos y voces. Sus voces: la suya, las de sus hermanos.
Estaban demasiado distantes para llegar a tiempo. Para salvar a Camus de su mortaja helada.
―¡Camus! ―gritó con el espíritu revuelto― ¡Keltos! ¡Por favor, por favor! ¿Dónde estás? ¡Otra vez no, otra vez no!
A unos metros de su ubicación divisó el tronco del árbol. El árbol que lo había embestido como un coche arrollaría a un peatón. Que lo había fijado en la tierra accidentada como a un insecto. Que le había quebrado los huesos como si fueran ramitas secas. Allí estaba, a la vista. Pero no había nadie alrededor que pudiera liberarlo.
Llegó trastabillante para arrojarse enseguida al suelo, buscando desesperado el audífono al ras de la nieve.
Empezó a escarbar, enloquecido. Pero por mucho que se esforzaba, no conseguía apartar ni una brizna de encima.
―¿Por qué? ¿Por qué? ―gritaba sin darse cuenta― ¿Por qué de nuevo? ¿Por qué de nuevo?
―Porque quiero que te des cuenta de hasta qué punto eres indigno de él ―respondió una voz que en ese momento era tan odiada como temida por Escorpio―. Quiero que contemples con tus propios ojos de cuanta iniquidad lo has llenado, que reconozcas que no mereces ni su desprecio.
Milo miró a su alrededor, intentando localizar a la Dama Blanca, pero no la encontró. Siguió cavando con furia, sin resultado, hasta que de pronto se vio tragado por la nieve revuelta.
En la oscuridad, en las entrañas de la tierra, fue incapaz de mirar nada. Pero sí intuía. Percibía.
Escuchaba un chirrido gorgoteante, agudo y errático. Un sonido como de fuelle rechinando, fallando, a punto de reventar. Un silbido doloroso, moribundo. De fondo, sonaba una canción que reconoció de inmediato.
"Sound of the drums
Beating in my heart
The thunder of guns"
―Th... thund... er... str... uck... ―susurró sin fuerzas una voz menguante.
―No... no... Camus... ―musitó Milo, horrorizado, en un gemido reprimido.
―... Mi... M... m...
No escuchó nada más. Ni el murmullo ni el silbido.
―Tu nombre fue lo último que trató de decir ―dijo la voz monocorde de Skade―. El nombre del amante indigno que lo envió a morir...
―¡Yo no lo envié a morir! ―gritó Milo, iracundo de pronto―. ¡Yo no lo envié a morir! ¡Salí desesperado a buscarlo en cuanto comprendí la magnitud de mi error! ¡Yo lo busqué! ¡Yo lo encontré! ¡Yo lo saqué de la tumba que le destinaste! ¡Fuiste tú quien decidió matarlo!
―Y fuiste tú quien me lo entregó gustoso ―concluyó la Dama, implacable―. Lo único que él deseaba era mirarte una última vez. En cambio, sus ojos contemplaron la oscuridad de la nada, de la soledad.
E iluminó de pronto el interior de la burbuja helada, para que Milo pudiera observar cómo Camus ―su Camus, su Keltos―, medio sepultado, roto, sangrante, entregaba el alma mientras sus ojos se quedaban fijos y vacíos, mirando algo, a alguien que jamás alcanzaría a dilucidar. ¿Qué había sido lo último que había pensado, que había sentido, que había recordado?
En el exterior, escuchó voces y gritos ―sus gritos― que indicaban que ya habían dado con el sepulcro helado de Acuario.
En el interior, donde Milo acompañaba el cadáver del amor de su vida, las pupilas de Camus se pusieron vidriosas: su cuerpo laxo no pudo deslizarse, pues permanecía clavado a la nieve por la rama que le atravesaba el tórax.
Milo, ese Milo intruso que no tendría por qué haber presenciado aquello, sentía que las lágrimas le corrían raudas por las mejillas, trayéndole rabia, dolor y un tremendo, irrefrenable desprecio por sí mismo.
El alma y la cordura se le quebraron al mismo tiempo.
―¡No, no, no, no...! ¡Camus... Camus... Keltos...! ¡No te vayas sin mí...! ¡No te vayas a donde no pueda seguirte! ¡Camus! ¡Camus...!
El doctor Katsaros se plantó delante de Saga, que seguía arrodillado junto a su hermano inconsciente. El viejo médico suspiró cansado. Con una seña llamó a Aiolia y al resto de los guerreros presentes, quienes se les reunieron de inmediato.
―Bueno, señores, quería dar novedades con Mikrí Kyría presente, pero sé que todos están inquietos, así que ustedes se encargarán de conversar con ella y Kýrios. Angelo y el otro joven, Krishna, están mejorando mucho, aunque no gracias a nosotros, sino al santo de las rosas. Lo que sea que les haya inoculado, ha sido benéfico hasta niveles que no les puedo explicar: en lo personal, yo ya daba por muerto al cabeza dura de mi alumno.
Unas discretas sonrisas en los rostros de los santos y las marinas fueron la respuesta a las palabras del viejo doctor, quien continuó luego de unos momentos.
―Sobre el santo de Escorpio ―y dirigió su mirada seria y directa a Camus, quien contuvo la respiración― debo decir que no tiene una sola lesión física. Lo hemos revisado con exhaustividad y no hemos encontrado heridas, lesiones internas o fracturas ocultas. Sus sanguíneos no muestran que haya estado en contacto con sustancias tóxicas o nocivas, ni con microorganismos infecciosos. El joven se encuentra en perfecto estado físico... lo cual hace que su inconsciencia resulte absurda. Sus resonancias indican que hay actividad cerebral... así las cosas esperamos que recobre el sentido a la brevedad ―los ojos adustos del anciano se dulcificaron con Acuario y añadió―. Dentro de unos minutos podrás acompañar a tu sýzygos, Árchontas. Te agradezco que hayas sido firme y paciente: nos has ayudado de un modo enorme.
―¿Y mi hermano, doctor? ―preguntó Aiolia impaciente y con el alma expectante―. ¿Tiene posibilidades de sobrevivir?
Katsaros observó a Leo como meditando cuál debía ser su respuesta y al final se la dio.
―No mentiré: está muy delicado. Pero es vigoroso y de naturaleza saludable. La cirugía fue difícil, pues sus pulmones se vieron afectados. Sin embargo, las heridas fueron limpias: eso facilitó la intervención. El tejido pulmonar sana con rapidez, así que esperamos señales claras de su mejoría o deterioro en pocas horas. Voy a permitir las visitas: creo que tú y el santo de Géminis desean verlo. Será positivo para él sentirse acompañado.
El viejo médico observó atento a Saga: lo escrutó y le habló con voz firme pero amable.
―Escucha, hombre; he aceptado tu necedad de no recibir atención médica, pero es evidente que la necesitas, al igual que tu hermano. Voy a llevarme a tu gemelo, espero que tú me sigas por tu pie. ¿Cómo piensas cuidar del arquero y de tu hermano si no cuidas de ti mismo primero?
Saga se quedó en profundo silencio y permitió que unas cuantas lágrimas se le deslizaran por el rabillo del ojo. Había perdido las inhibiciones por completo y no le importaba ni un poco que lo vieran llorar. Sin mirar al médico, asintió una sola vez. Se inclinó para tomar a Kanon en brazos, pero Rhadamanthys se lo impidió tomándole el hombro con suavidad. Wyvern se inclinó sobre el gemelo desmayado: lo cargó.
―Vamos, Saga. Sigamos al doctor. Aiacos, Minos, continúen ustedes unos minutos, por favor...
Rhadamanthys se alejó con Kanon en brazos y con Saga siguiéndolo, dócil, en pos del viejo médico. De alguna manera, aquella visión lastimosa para los santos dorados también les resultaba esperanzadora, pues mostraba a un Saga dispuesto a claudicar en beneficio de quienes amaba. Garuda se situó junto a Acuario: le solicitó con delicadeza:
―Por favor, Camus. Continúa hablándonos. En breve podrás irte con Milo, pero ahora mismo necesitamos saberlo todo. Entendemos que desconfías... que todos lo hacen... pero en verdad no tenemos malas intenciones para nadie en este recinto.
Camus suspiró cansado para luego dirigir los ojos hacia donde presumía se encontraba su amor.
―No te ofendas, pero los recuerdos pesan. No es fácil hablar con ustedes...
―Lo sabemos ―intervino Gryphon―, los recuerdos también nos pesan. Kanon no es... no lo consideramos la persona idónea para nuestro hermano. Pero ya has visto. Rhadamanthys ha hecho su elección y nosotros no vamos a interferir en ella. Al aceptar a Kanon los aceptamos también a todos ustedes. Al final, son su familia.
Cada guerrero del Santuario manifestó su azoramiento en la expresión de su rostro cuando Minos mencionó la relación inverosímil que había surgido entre Rhadamanthys y Kanon. Camus inclinó la cabeza, meditabundo. Sin embargo, fue Shaka quien habló.
―La paz requiere compromisos. En más de un sentido. Rhadamanthys será bienvenido entre nosotros si Kanon lo ha elegido en su corazón. Y es de suponer que así es, porque ese grandísimo sinvergüenza no se anda con cosas. Cuando terminen de hablar con Camus, estaremos a su disposición. Al menos hablo por mí mismo.
―Hablas por todos ―apoyó Aldebarán con una sonrisa amable―. Puesto que la causa es dar un escarmiento a esa señora loca que ha provocado tantos destrozos, dejaremos cualquier sospecha de lado.
―¿En qué problema estará metido el abuelo? ―preguntó Hyoga, mirando a lo lejos a los cuatro dioses en conciliábulo. Isaac rechistó fastidiado, lo miró torvo con su único ojo.
―¿Abuelo? ¿Abuelo, el viejo insoportable? ¿Estás jugando?
―¿Qué? Es el padre de Camus. Por lo tanto, nuestro abuelo...
―¡El tuyo! ¡Ni de chiste diré que es mi abuelo!
Hyoga se volvió a verlo: le sonrió burlón.
―Te haces el duro y el indiferente, pero bien que los quieres a los dos...
―¡Son insoportables! ¡Ambos!
―Por supuesto... debe ser porque son parientes ―concluyó Cisne con tono doctoral.
El azul profundo de la noche dominaba en el cielo. Unas cuantas estrellas titilaban con intensidad mientras el resto iba emergiendo con lentitud. Los cuatro dioses estaban de pie, formando un círculo en el jardín interior de La Fuente. Poseidón se había encargado de intensificar el ruido del riachuelo que corría cercano para que sus voces no fueran escuchadas.
―La temeridad de tus acciones me asusta, Bóreas, en verdad ―concluía Hades después de escuchar la explicación del Aquilón―. Entiendo tu punto. Creo que todos aquí lo comprendemos. Simpatizamos contigo, además. Pero nunca, en los milenios en que hemos estado en guerra, en los que te convertiste en el padre y maestro de tantos de los santos de Acuario, habías osado compartir tus misterios con tus hijos. No es prudente.
―Nunca había sido necesario. Ninguno de mis hijos sufrió tamaña humillación antes. Si bien siempre ha habido dioses y héroes rondándolos, nunca había sucedido una barbaridad como la que mon enfant ha tenido que sufrir de la Dama de las Nieves. Mon fils era un niñito. Un pequeñito... lo último que quedaba... que queda de su madre sobre este mundo. Y yo, por imbécil complaciente, lo dejé a sus anchas, desprotegido, confiado en que su fuerza natural sería suficiente para protegerlo de cualquier eventualidad. Ponte en mi lugar: no lo defendí...
―Querido Bóreas... No vas a enmendar los males que nuestro Camus sufrió en el pasado porque hoy le reveles técnicas y arcanos que sólo a ti te pertenecen ―dijo Athena con tono conciliador―. Podrías de hecho empeorar su situación. Él no sabe que los conocimientos que le has compartido solo pueden ser tuyos. Lo que haces es peligroso en todos los sentidos. ¿Es él de veras capaz de controlar la furia del viento del norte, Bóreas? Si se le sale de control, aunque sea solo un poco, provocará la muerte de muchos inocentes. Tu hijo, Bóreas, no podrá vivir con eso.
―Y esa es, aunque se escuche cruel, la menos preocupante de las consecuencias ―remató Poseidón―. Supongamos que el viento se le sale de control, que le hace daño a otros por su inexperiencia. Piensa: ¿cómo reaccionará cuando se dé cuenta de ello? Cuando comprenda que te ha afectado... Tu hijo tiene impulsos suicidas: lo perderás del modo más terrible, más lastimoso que puedas imaginar. Si eso sucediera, si ambos nos faltan... ¿qué será del viento del norte?
―Las cosas no sucederán así ―dijo Bóreas tajante.
―Eso no lo sabes ―continuó Poseidón, un tanto picado en el temperamento.
―No sucederá así, te digo. Para eso, su voluntad y la mía tendrían que ir al parejo: mi voluntad sigue siendo más poderosa que la suya y la de él... no está enfocada. No le he revelado todo. Es cierto que le he mostrado el camino para dominar el viento, pero en esencia es lo único que le he enseñado. Sólo quiero que cuando vuelva a encontrarse con ella, sea capaz de darle una paliza tal que la aleje de él para siempre.
―O que la destruya, ¿me equivoco? ―intervino Hades―. Pero Bóreas, por mucho que Skade te repugne, que nos repugne, ella también existe en función del orden natural de este mundo. No puedes ejecutarla porque te ha hecho daño a ti o a los tuyos. Si así fuera, si mi sobrina en verdad se hubiera cobrado mi existencia, ahora mismo habría un desbarajuste total en la frontera que separa el mundo de los vivos del de los muertos. Este mundo estaría poblado de no muertos y espíritus. ¿Qué vas a hacer? ¿Matarla? ¿Preparar a Camus para que la mate? ¿Luego qué? Sabes que es necesaria en el Ártico, en el extremo norte del planeta. Tan necesaria como tú mismo lo eres. Ambos lo son, ambos son facetas del invierno. ¿Comprometerás el curso de la naturaleza porque has decidido destruir a Skade? ¿Puede este mundo prescindir de un proceso regulador como ese?
Bóreas guardó un silencio ominoso, amenazante, que tenía a sus tres acompañantes de los nervios.
El Aquilón era considerado un dios menor, como gran parte de las deidades del panteón griego. Como de hecho ocurría con tantos otros dioses a lo largo y ancho del mundo. Sin embargo, los tres le temían. Sabían que, así como era generoso, también tenía un poder de destrucción casi ilimitado. Que una vez volcado en sus pasiones era casi imposible de detener.
Aquel dios enorme, inquieto, era el Invierno. Su Heraldo. Una de sus facetas. Era Bóreas. Era Norte. Norðri, según los viejos vikingos. Norður, según sus descendientes modernos. Fuera de control, podía congelarlo todo, sin dificultad. Convencerlo de atemperar su rabia era un asunto prioritario. Eso y hacerle justicia a Acuario, para tranquilidad de su temperamental padre.
―No sucederá nada de eso ―insistió Bóreas―. Mon fils es sobrio. Modesto. Su espíritu es mesurado, pacífico. No tiene nada que ver con mis excesos. No hará nada de lo que ustedes temen.
―No estoy tan segura, querido Bóreas. Milo ha sido tocado. Si bien tu apreciación de Camus es correcta, también es cierto que nada le remueve más las fibras del corazón que sus niños y su escorpión. Ya viste lo que pudo hacer luego de que se pusiera furioso porque le hirieron a Hyoga. ¿Qué hará ahora que le han puesto la mano encima al amor de su vida?
El gran Bóreas frunció el ceño. Paseó una mirada rabiosa sobre el horizonte. Quería decirse a sí mismo que esos tres no entendían lo que sentía. Pero la realidad era que sí, sí entendían a la perfección la oleada de indignación, de cólera, de sed de venganza que pesaba sobre su espíritu.
Lo que no comprendían eran sus razones. Ellos no estaban condenados como él a vagar por todas partes. A separarse de sus afectos. No sabían que, así como hacía eones había amado con desesperación a Oreithyia y a los hijos que le dio, así había amado a Hélène.
Hélène, la muchacha que hablaba con él.
Siempre había sido Bóreas quien había hablado y prendado a las damas que había elegido para madres de los santos de Acuario. Con una excepción.
Hélène fue la única que, en toda la larga existencia del Aquilón, había hablado con él, con su espíritu, y lo había encadenado a su corazón. Por lo tanto, también lo había encadenado a su hijo, al pequeño Camus.
Athena, Poseidón y Hades no entendían el dolor lacerante que había sentido cada ocasión que dejó atrás a Hélène y a su pequeño; mucho menos el que sintió al encontrarla muerta, asesinada de una manera tan vil.
No le quedaba claro el por qué, pero aquellos tres ―el panteón olímpico entero, en realidad― imaginaban que su corazón no se ataba con profundidad al de otro ser.
No les cabía en la cabeza que aquella muchacha pelirroja, efímera como una flor, había sido el amor de su existencia. Y que Camus, el pequeñito hermoso, delicado que había nacido de aquellas entrañas benditas, era todo lo que le quedaba de ella.
Así, la ofensa de Skade le tocaba de lleno cada fibra sensible. Podía aparentar desapego. Pero en verdad, adoraba a Camus.
Athena tomó la mano del Aquilón: la estrechó con cariño. A lo largo de los siglos, de los milenios, aquel dios temperamental y caprichoso había sido no solo un aliado, sino un verdadero, un querido amigo. Las inquietudes de su espíritu las consideraba propias.
El viento sopló con levedad y levantó los cabellos de los cuatro. La joven vio como un delgado mechón se desprendía de la melena blanca de Bóreas y flotaba lánguido, por impulso de la sutil brisa. Tomó con gesto suave los cabellos antes de que cayeran al suelo y palpó la textura: se sentían delgados y frágiles. La dama frunció el ceño de un modo casi imperceptible: Hades y Poseidón mostraron inquietud.
―Estamos cansados. Tú en especial, Bóreas queridísimo. Lo que ahora compartes con tu hijo es una carga pesada que te pasa factura ―se pausó un momento, pensando en su propuesta―. Las emociones del día de hoy han sido grandes, agobiantes. Somos dioses y tenemos el deber de encarar lo que las Moiras determinen, sea esto felicidad o desdicha. Hoy nos ha tocado lo segundo. Aún con nuestro poder estos hechos nos pesan. Pediré a Shion que se encargue de que nos preparen el té y que nos acompañe. En mi templo continuaremos conversando, ¿les parece? El reposo nos vendrá bien; te vendrá bien, querido Bóreas.
―No estoy cansado. Jamás me canso.
Athena dibujó una sonrisa casi inexistente que, sin embargo, embelleció su rostro de muchacha serena.
―Quisiera decir que yo tampoco, pero mentiría ―dijo la muchacha en un tono apacible―. Puesto que eres un amigo tan maravilloso, sé que no me dejarás sola si te suplico que me acompañes. Por favor, tomemos el té. A los cuatro nos hará bien ponernos al día. Después de tantos siglos... podemos compartir espacio en paz. Nos merecemos un momento de camaradería. ¿Vamos?
Antes de que a Julián se le ocurriera ofrecerle el brazo, tomó el del Aquilón y lo gui hacia su templo.
Bóreas suspiró, fastidiado. Tras ellos, en silencio y dirigiéndose miradas cómplices y vigilantes, iban Poseidón y Hades cerrando la marcha.
Cuando Hyoga e Isaac vieron el sutil gesto que Poseidón les dirigía, empezaron a seguirlos a la distancia.
Aunque al doctor Katsaros no había terminado de gustarle la solución, habían puesto a Kanon en una cama vecina a la de Aiolos. De esa manera, con su hermano y con el arquero a la vista, Saga se mantuvo sosegado mientras era sometido a una evaluación médica general.
El viejo doctor terminó de tomar algunas muestras sanguíneas de Saga y las colocó en una gradilla para dejarlas reposar; le colocó una torunda de algodón en el pliegue del brazo e hizo que lo flexionara. Con una seña afirmativa indicó a Leo y Wyvern que, al menos en lo físico, Géminis estaba bien. Lo dejó sentado cerca de la cama del arquero y así contempló al otro con la devoción de la que había dado atisbos a lo largo de los años, pero nunca una muestra tan clara. El médico dejó una pastilla entre sus manos y le indicó con un gesto que la tragara. Saga lo miró como si no comprendiera.
―Te has puesto psicótico, señor santo de Géminis: tu estado emocional le dio de nuevo la entrada a la cosa que te mantuvo cautivo hace años. Debes tomar esa pastilla, es Haloperidol. Te ayudará a recobrar el dominio sobre ti mismo. No soy psiquiatra, pero sé que es el fármaco básico para tratar la crisis con la que estás lidiando. Te ayudará mucho, en lo que tu especialista viene a valorarte. Y a tu hermano también lo beneficiará. ¿Quieres que se recupere, no es así?
Saga cerró los ojos un momento y afirmó casi sin que se notara con la cabeza. El médico le dio un vaso de agua y el gemelo se pasó el comprimido por la tráquea. Continuó mirando a Aiolos.
Rhadamanthys, que observaba silencioso y cruzado de brazos el desarrollo de aquellos hechos se dirigió a Saga.
―Escucha, Géminis. Debo irme. Te pido que cuides de tu hermano y que arregles tus asuntos pendientes con Sagitario. En cuanto las órdenes que mi Señor me ha confiado sean atendidas, volveré y te ayudaré, ¿de acuerdo?
Se dio media vuelta para irse, pero la voz insegura de Aiolia lo detuvo.
―¿De verdad eres el amante de Kanon?
Rhadamanthys se quedó estático y volvió la vista atrás un momento. Regresó sobre sus pasos para colocarse junto a Kanon y lo observó: inconsciente y con el ceño fruncido de penas que el juez desconocía, pero aun así le inquietaban. Le tomó una mano que acarició con parsimonia y luego se inclinó para depositarle un beso en la frente atribulada.
―No me habría atrevido a presentarme como su amante ―respondió con llaneza―, pero mi Señor es especialista en estudiar almas y miró a través de la mía. Sólo estuvimos juntos anoche: nunca antes. Pero fuimos... fue... natural. Se sintió correcto. Dijo con claridad que la experiencia se repetiría. Fue amable y dulce a su modo. Del modo en que lo necesitaba, en que lo necesitábamos ambos. Así que sí... soy su amante. Y él el mío. Y me hago responsable del vínculo que acabamos de iniciar. Me voy a cumplir mis obligaciones, pero regresaré para cuidar de él. Mientras eso sucede, les ruego que lo cuiden en mi ausencia. Y te ruego, Géminis, que te recuperes para que yo pueda recuperarlo a él...
―Para que puedas recuperarlo... que egoísta suenas, espectro... ―dijo Saga casi inaudible.
Rhadamanthys consideró aquellas palabras con una enorme seriedad. El doctor Katsaros revisaba los vitales de Aiolos y los escribía en su historial clínico: no parecía prestar atención a lo que sucedía entre aquellos hombres, pero no perdía detalle.
―Por supuesto que soy egoísta. Tú también debes serlo, si quieres que Aiolos vuelva contigo. ¿No es eso lo que quieres? ¿La posibilidad de estar con él? Eso quiero con tu hermano y para ello necesito que esté sano y despierto. ¿Qué puedes hacer tú, para que tu arquero vuelva a ti?
Saga agachó la cabeza y se le humedecieron los ojos: se encogió de hombros con tristeza. Aiolia, testigo mudo de aquella profunda desolación, decidió abandonar el silencio.
―Dile que lo amas, Saga ―dijo el león con suavidad―. No permitas que muera sin escuchártelo decir. Por favor... Incluso si no despierta jamás, decírselo será un acto de vindicación para ambos. No le niegues eso...
Rhadamanthys le dirigió una sonrisa sobria y leal a Aiolia y salió de la habitación. El joven león dorado puso sus manos sobre los hombros del gemelo mayor y se los apretó, afectuoso.
―¿Qué tienes qué perder, Saga? Si dejas atrás tus remordimientos, tu pena, tus conflictos, quedará tan solo el amor que todos sabemos siempre has sentido por Aiolos. ¿Qué más da si se lo dices?
El doctor Katsaros se detuvo ante ellos un momento y los observó con seriedad.
―Escuchen, kýrioi. Las cosas están así. El otro santo de Géminis está sano, pero es evidente que no recobrará la conciencia mientras sienta turbulento a su hermano mayor. No quisiera presionarte, señor Saga, pero vas a tener que estabilizarte. Cualquier otro paciente psicótico estaría en este momento con camisa de fuerza, pero tú... tú estás hecho de otra madera. Puedes, hasta cierto punto, controlarte. ¿Quieres a tu hermano de vuelta? Haz que suceda. Sobre el santo de Sagitario... las cosas son más difusas. Yo creo que se recuperará, pero está delicado. Grave. El apoyo que puedan brindarle, ustedes dos en particular, será fundamental. Hablaré con Mikrí Kyría. Tal vez considere prudente darle apoyo extra por su parte. Los dejaré ahora, pues tengo el maldito hospital lleno de santos caídos. Pueden quedarse el tiempo que gusten.
Saga y Aiolia se quedaron solos en la habitación, con sus seres queridos. Aiolia se acercó a su hermano, le apartó el cabello de la frente y depositó un suave beso. Se volvió hacia Géminis.
―El doctor ha sido muy civilizado con nosotros, Saga, pero la realidad es que no es sano que estemos los dos metidos aquí. Me iré a comer y luego a la sala de espera. Más tarde te traeré algo caliente para que te alimentes. Mientras, te dejaré con ellos. Te recomiendo que te recuestes en el sillón y descanses. Cualquier cosa que suceda, por favor, comunícalo de inmediato. Solo tienes que dejarme sentir un poco tu cosmos y aquí estaré al segundo siguiente.
―¿Me dejarás solo, con ambos? ―dijo Saga con voz ominosa― ¿No temes lo que soy capaz de hacerles, ahora que no estoy solo?
―¿Bromeas? ¡Lograste confinar a Arles a un rincón de tu cerebro! ¿Qué vas a hacer contra Aiolos y Kanon? Te dejarías matar por ambos. No seas bobo.
Sin que Saga lo esperara, Aiolia lo abrazó con fuerza. Luego salió sin mirar atrás.
Saga puso una silla al costado de la cama de Aiolos y lo contempló largo tiempo.
Saga sintió los ojos húmedos al ver la palidez del arquero. Tenía vías en ambos brazos: una de ellas conectada a una bolsa de sangre que le trasfundían. El monitor mostraba sus signos estables, pero aletargados. Su pecho, cubierto de vendajes, dejaba salir una delgada sonda torácica que drenaba un líquido rosáceo, el cual goteaba en un depósito colocado a un lado de la cama. No lo habían intubado. Recordaba que cuando Camus pasó por su horrible odisea, casi cinco años antes, tampoco lo habían querido intubar para no lacerar más sus vías respiratorias. La mascarilla estaba un poco empañada por la respiración de Aiolos. Y aunque el cuadro era desolador y doloroso, Saga veía esperanza: su amigo, su compañero, su amante... estaba vivo. A pesar de todo.
Le apretó la mano con timidez y con timidez le aplicó los labios. Empezó a hablarle en una voz tan baja, que parecía un susurro.
―Aiolos... Aiolos... Yo... no quiero estar sin ti. No quiero ser sin ti. Me... me haces falta. Cuando estoy contigo... la vida es mejor, ¿entiendes? Me haces querer ser... mejor persona. Me haces querer ser digno. De ti. De mí. De Kanon. De todos ustedes...
Saga aspiró profundo: sentía un horrible nudo en la garganta que le dificultaba el habla. Pero Aiolia tenía razón: ¿qué perdía si decidía de una vez descubrirle el corazón a Aiolos, aun en esas circunstancias?
―Si te vas ―continuó el gemelo mayor―, solo quedaré yo... otra vez. Yo y... ¿y qué... quién? Yo y mi locura... Yo y Arles... yo y mis... malas inclinaciones... No te me vayas... No puedo ofrecerte demasiado. No puedo ofrecerte nada, en realidad... sólo... sólo a mí mismo. Pero si te quedas... todo lo que soy será tuyo. ¿Entiendes? Ya... ya soy tuyo. Siempre lo he sido...
Saga cerró los ojos con fuerza, como si con ello encontrara fortaleza para continuar o luz para aclarar su pensamiento: a pesar del dolor, sentía su espíritu fortalecido por la intensidad de sus sentimientos por Aiolos. Una tenue sonrisa afloró en sus labios.
―Y como soy tuyo... harás conmigo lo que quieras... puedes llevarme a todos los congresos de astronomía que desees... y leerme todos tus artículos de nerd... Me fascina que lo hagas... me fascina que seas tan nerd cuando pareces justo lo contrario... Amo cómo me haces sentir cuando me muestras tus hallazgos en el telescopio... haces que me sienta... inteligente... importante... Amo cómo luces cuando me hablas de tus libros raros... te emocionas tanto... Amo cuando intentas explicarme tus ecuaciones matemáticas... cuando me dices que las matemáticas no sirven para nada, excepto para ser bellas... Amo que me permitas hacerte el amor... que me hagas el amor... incluso después de nuestra historia llena de despropósitos, todos provocados por mí. Amo que me ames, aun cuando soy tan indigno de ello... Amo la persona que soy cuando estoy contigo... me siento... completo y feliz... Yo... yo... supongo que lo que quiero decir... es que te amo... Y que moriré de pena y angustia si te me mueres... Te amo... pero eso ya lo sabías, ¿no es así? Eres un nerd sabelotodo. Mi nerd sabelotodo. Y siempre has sabido que te amo, que en mi corazón sólo hay amor para ti... Y si te vas, ¿a quién le entregaré mi corazón...?
Aclaraciones
La verdad, la verdad... me muero de sueño.
Pero si no actualizo ahora, la semana se me escurrirá como un puñado de arena y tampoco publicaré nada.
Pues bueno, les cuento que no estoy en mi casa, más bien , en un convento. Por la tarde asistiré a un congreso de Educación Media Superior y por esa razón voy lenta. Digamos que estoy fuera de mi hábitat.
Todavía así, abusaré de su generosidad pidiéndoles que me avisen su vea algún galimatías mencionado.
Ahora vamos a las aclaraciones, que son muy pocas y por lo mismo no numeré.
Mon père: padre mío (francés)
Tais-toi, enfant !: ¡Cállate, niño!(francés)
Kýrioi : señores (griego contemporáneo)
Sýzygos: esposo (griego contemporáneo)
Árchontas: caballero (griego contemporáneo)
Norðri, Norður: (islandes, antiguo y contemporáneo)
Kýrios: señor (grieno contemporáneo)
In fraganti (locución latina): En el momento. Nosotros diríamos: Con las manos en la masa.
Oreithyia (Oritía): La mujer mítica de Bóreas, madre de los boréadas: Calais y Zetes, ambos vientos invernales. Entre sus hijos también está Kíone, diosa de la nieve y Cleopatra o Cleóbula, ninfa.
Y pues ya. Me despido de ustedes a ver si puedo dormir un ratito.
El crédito de la imagen, que muestra a don Bóreas en todo su ventisquero esplendor, es para su talentosísim@ autor o autora.
Cuídense. Como siempre, agradezco su tiempo y generosidad al leer. Espero que el capítulo les guste y haya quedado bonito: gracias por las flores, los votos, lecturas y etcétera.
Ya está: les envío abrazos fuertes y mi mejor vibra. Se les quiere.
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