Capítulo 2
Capítulo 2
Wendy:
Di un gran bote en la cama cuando escuché las estridentes voces de Katrina y Agatha desde el megáfono.
—¡Levántate, gandula, y empieza a preparar los desayunos!
—Arregla mi cuarto; está hecho un desastre.
—Ve al supermercado; nos estamos quedando sin reservas.
—Pasa por la tintorería recoger mi vestido para la fiesta de la alta sociedad de esta noche.
Como siempre, mi madrastra y mi hermanastra eran un encanto. Pulsé el botón del comunicador antes de responder:
—Ya voy.
Bostecé y me permití estirarme antes de ponerme en marcha para un nuevo día agotador en aquella casa que una vez fue mi hogar.
Preparé el desayuno, ordené aquella leonera que Agatha, aquella muchacha insufrible de mi edad, tenía por cuarto e hice la lista de la compra antes de poder desayunar con tranquilidad. Cuando estaba apurando mi café, Dana, la hija pequeña de Katrina, entró en mi dormitorio —si es que a esas cuatro paredes ubicadas en el sótano podía llamársele así—.
—¿Soy yo u hoy mamá está más insoportable de lo normal?
A diferencia de Katrina y Agatha, Dana era un encanto conmigo y no me daba órdenes como las otras dos. Es más, cuando ninguna estaba en casa, me echaba una mano con las tareas. Era unos años menor que Agatha —tenía diecinueve— y apenas se parecían. Mientras la una tenía una personalidad ponzoñosa, la otra era un encanto conmigo.
Dejé la taza sobre la pequeña mesita de noche que tenía.
—Está irritable. Ojalá se atragante con su propia saliva. Seguro que de tantas operaciones que se ha hecho la tiene llena de veneno —escupí con rabia.
A mi lado, Dana empezó a reírse.
Mi padre era un buen hombre y estaba loca y perdidamente enamorado de mi madre. Sin embargo, al nacer, hubo complicaciones en el parto que provocaron una parada cardiaca en mi madre. A papá le costó mucho salir de aquel bache, pero al final se centró en mimarme y en hacerme feliz cada día que pasaba.
Un día, cuando tenía cinco años, conoció a una mujer que lo hizo sonreír de nuevo. Al verlo tan contento, me prometí que sería buena chica y que querría a esa mujer que hacía que sus ojos brillaran. Se llamaba Katrina y tenía dos hijas, una de mi edad y otra de tres años.
Al principio todo iba bien y parecíamos una familia feliz, pero cuando tenía siete años mi padre murió en un accidente de coche cuando me llevaba al colegio y todo se vino abajo. Agatha y Katrina me desterraron al sótano y empezaron a obligarme a hacer las tareas de la casa, porque, según ellas, era a lo más alto que podía aspirar. Dana, en cambio, siguió tratándome como siempre, como si fuéramos amigas y hermanas del alma.
Tampoco tenía permitido seguir estudiando. Desde que había terminado la educación obligatoria, Katrina había decidido que no era necesario gastarse más dinero en mi educación, pues creía que alguien tan insignificante como yo no merecía perseguir sus sueños. Por eso, desde que tuve la edad necesaria para empezar a trabajar, me obligó a buscar un empleo, por muy cutre que fuera. Había pasado por lavaplatos, camarera, dependienta y varios trabajos más hasta dar con el actual: ser una de las doncellas de la casa real.
No estaba mal y no era tan desagradable como se pensaba. Me gustaba sentirme útil y, además, muy pocas teníamos la oportunidad de estar cara a cara con los propios monarcas del reino. Mi trabajo se basaba en ser discreta e invisible, y tenía sus privilegios: conocer los secretos más oscuros de la realeza. Por desgracia, en mi contrato había una cláusula de confidencialidad que me prohibía destapar todos los trapos sucios con los que me encontraba, que no eran muchos, la verdad.
Otra de las ventajas es que tenía la posibilidad de obtener un primer plano del príncipe Aiden, ese bombón de apariencia mujeriego y Don Juan que tenía enamoradas a más de la mitad de las mujeres del reino. No os lo voy a negar: era atractivo y guapo como el que más, con ese pelo castaño y esos ojazos grises enigmáticos; aunque lo que más llamaba la atención de él eran las dos grandes alas que tenía, preciosas y majestuosas, como las de su madre, nuestra querida reina Amberly.
Estaba muy agradecida de haberme criado en una sociedad bajo su reinado, donde todas las personas que tuvieran algún rasgo que los diferenciara del resto ya no eran tachadas de bichos raros ni excluidas. Ella había creado un gran cambio de mentalidad y había provocado que más de un veinte por ciento de los habitantes mostraran sus alas, orgullosos de ser iguales que su líder.
—No sé por qué me da que ambas traman algo —dijo Dana. Sus palabras me devolvieron a la realidad.
—¿Cuándo no están maquinando nada cuyo único fin sea beneficioso para ellas? —objeté.
Estaba cansada de ser tratada como la escoria de la familia, la indeseada. Katrina no dejaba de recordarme a diario lo mucho que lamentaba haberse hecho cargo de mí acogiéndome. Pensaba que estaba siendo solidaria conmigo cuando la realidad distaba de ser esa: era su sirvienta, la chica de los recados, el último mono.
Por suerte, no todo en mi vida era tan malo porque gracias a que vivía con esa despreciable mujer había tenido la oportunidad de crear lazos con mi hermanastra más joven, la que se había convertido en mi confidente y cómplice.
Dana me cogió de las manos y jugueteó con mis dedos de manera distraída.
—Hoy tienes la tarde libre, ¿verdad?
Hice una mueca.
—Si te refieres a que no trabajo, sí, pero tu madre seguro que se ha encargado de ponerme una larga lista de tareas para que me mantenga ocupada durante mi tiempo libre.
—Siento que sea tan perra. No sé por qué la ha tomado contigo. Ojalá pudiera hacerle frente, pero ya sabes que nunca me escucha.
—No te preocupes por ello. Ya es algo que tengo asimilado. Además, solo me quedan unos meses para poder ser, por fin, mayor de edad y largarme de esta casa de locos... no te ofendas.
Dana echó la cabeza hacia atrás y emitió una serie de carcajadas a las que me uní.
—Estando en tu lugar también querría marcharme cuanto antes.
Me tumbé en la cama con la vista clavada en el techo de vigas desnudas y aquella muchacha de pelo castaño y ojos color tierra hizo lo mismo. Solté un pequeño suspiro.
—Tengo ganas de que llegue el verano y perderla de vista aunque sea solo dos meses.
Al estar en acogida todos los veranos debía asistir obligatoriamente a las colonias Sunshine y desde que me había quedado sola en el mundo eran mi respiro en toda esa tormenta anual. Allí podía ser yo misma, una niña y ahora mujer con sueños y aspiraciones. No solo había actividades deportivas, sino que también a los interesados nos daban clases de aquellas asignaturas que más nos atrajeran. Estaba deseando que llegara julio.
—Te escribiré y te llamaré todos los días —me prometió ella.
—Más te vale. Te echaré muchísimo de menos. Ya sabes que no es lo mismo sin ti.
—Tonterías. Seguro que estás deseando ver a Sophia y a Allison.
Ellas dos eran dos amigas que, como yo, vivían en casas de acogida. Por desgracia, durante el año apenas podíamos vernos, ya que vivían a varios kilómetros de distancia y como yo no era capaz de coger el coche o subirme a un autobús... Digamos que nos veíamos muy poco y que los dos meses que duraba el campamento disfrutaba al máximo de su compañía.
—Ojalá pudieras verlo con tus propios ojos. Es tan maravilloso. Hacemos fogatas, juegos, competiciones... ¡Es tan divertido!
—Me das mucha envidia, más que nada porque durante esos meses que no estás mamá está aún más insoportable, si es que eso es posible.
Me quedé mirando el techo con ojos soñadores, aunque una parte de mí se entristecía al pensar en que aquel sería mi último año allí, pues una vez que cumpliera la mayoría de edad ya no podría seguir asistiendo. Era lo único que echaría de menos de mi vida, aquellos meses de relajación en los que dejaba parte de mis obligaciones para convertirme en lo que era: una joven con ganas de divertirse.
—Será mejor que nos pongamos en marcha. No querrás llegar tarde a clase y yo no quiero que me pongan una amonestación por retrasarme.
Dana estaba estudiando el Grado de Dirección de Empresas y era una de las alumnas más inteligentes de la clase. Estudiaba como la que más y había roto con creces el cliché de la hermanastra pequeña tonta de La Cenicienta.
Nos pusimos en pie y, antes de marcharse a su habitación, me dio un fuerte abrazo.
—Que tengas un día lleno de anécdotas que puedas contarme después.
Por supuesto, a ella le contaba todos los chismes que veía en palacio porque sabía que podía fiarme de ella y que no chismorrearía de ello. Era nuestro pequeño secreto.
Salió de allí y empecé a prepararme para afrontar un nuevo día cargado de emociones y quehaceres.
. . .
Llegué al palacio a la hora. Entré por una de las entradas destinadas a la servidumbre, me dirigí a los vestuarios y me puse el uniforme destinado a las doncellas: un vestido azul marino liso que me llegaba por debajo varios centímetros por debajo de la rodilla, muy recatado, y el delantal blanco. Me rehice el moño y amarré la katyusha con horquillas en mi cabello. Estaba terminando de anudarme los zapatos negros brillantes cuando un torbellino rubio entró en la gran estancia.
—Madre mía, por un momento he pensado que llegaría tarde —resopló Melanie, una compañera y también una de mis amigas allí dentro. Como yo, necesitaba el dinero para poder costearse los gastos y ayudar a sus padres con la matrícula de la universidad. Me daba mucha envidia, pues a mí me habría gustado haber tenido la oportunidad de seguir estudiando, pero la Universidad Privada de Allura era demasiado cara y la pública me pillaba a más de dos horas de distancia.
—Eres una exagerada, amiga. Te ha dado tiempo de sobra.
Se cambió y juntas fuimos hacia la zona de reuniones del personal, donde esperaríamos hasta recibir las órdenes del día. Ya habían llegado la mayoría de nuestros compañeros, pero no Carla, aquella estricta mujer cuyos mandatos debían cumplirse a rajatabla o, de lo contrario, se nos sancionaría.
La sala estaba llena de el suave murmullo de mis compañeros, que se apagó en cuanto escuchamos sus fuertes pasos. Avanzaba con seguridad, cargando una tableta con los nombres de cada uno de nosotros y nuestra función. Mientras se hacía el silencio, me acerqué lo máximo que pude para escuchar con claridad sus órdenes, aunque sospechaba cuál sería mi labor.
Empezó a mandar a unos aquí y a otros allá y, sinceramente, no me enteré de mucho; conecté de nuevo cuando dijo mi nombre.
—Gwendolyn Barrie, quiero que seas la sombra del príncipe Aiden y que estés atenta a sus deseos. —Me lanzó una mirada llena de severidad que me hizo tragar en seco—. Más te vale cumplir todos y cada uno de sus caprichos... Ah, Melanie Brandson, acompáñala. Las dos seréis las encargadas principales, aunque dispondréis de más criados a vuestras órdenes si así lo veis necesario. ¿Me habéis entendido?
—Sí, señora —dijimos ambas al unísono.
En cuanto recibimos las instrucciones, las dos salimos pitando de allí y subimos hasta la segunda planta por las escaleras de acceso del personal. Eran mucho más estrechas que las que la familia real y sus invitados usaban y estaban muy bien escondidas por todo el palacio.
Como buena trabajadora que era, me conocía al dedillo cada rincón y pasillo, incluidos los pasadizos secretos y las salas secretas que había escondidas. Es más, os confieso que en más de una ocasión los había utilizado a modo de atajo para acortar la distancia y llegar cuanto antes a mi destino. Pocos sabían la cantidad de secretos que había allí ocultos y a mí, curiosa por naturaleza, me encantaba descubrir todos ellos, indagar hasta que no quedara ni uno.
Me pasé la mañana en las sombras, atenta a los deseos y las peticiones no solo del príncipe, sino que también de lo que quisiera el resto de la familia real cuando se juntaban en la salita privada que tenían o cuando se reunía con sus hermanos o padres.
Aiden era conocido como el príncipe mujeriego. Ni una sola mujer había conseguido que su alteza real sentara cabeza o quisiera hacerlo. Se le veía muy feliz yendo y viniendo con toda clase de mujeres, y aquel no fue un día diferente. Cuando apenas me quedaba una hora para terminar mi turno, una muchacha de no más de veinticinco años atravesó el pasillo de la planta de la familia real agarrada del brazo de Aiden, levantando el mentón con aires de grandeza, como si por estar ahí fuese mejor que nadie.
Al verme, chasqueó los dedos por delante de mis narices y exigió con voz repelente:
—Tráenos el almuerzo a la habitación y que sea bien rapidito. Detesto que me hagan esperar.
Tuve que morderme la lengua para no soltar una barbaridad tremenda. Si quería conservar mi empleo debía callar cada improperio que pensara y guardármelo para mí.
—Como desee, señorita.
Hice una leve inclinación de cabeza en señal de respeto y baje como una bala hacia las cocinas. Allí hablé con Margory, la agradable jefa de las cocinas, y le pedí el almuerzo del príncipe y de su acompañante. Mientras esperaba a que me lo dieras, me senté en un taburete que había frente a un de las grandes islas de granito, preciosas. Si algún día conseguía un buen puesto de trabajo, me gustaría tener una isla como esa.
Aunque si no tenía estudios poco podría hacer. Solo podría optar para un trabajo que no me llenaría del todo, como aquel. A ver, estaba contenta y me gustaba, pero no me veía dedicándome toda la vida a servir a la familia real; quería hacer otras cosas, me gustaría estudiar y seguir formándome. Ojalá tuviera los medios para poder seguir haciéndolo, pero todo lo que ganaba en aquel trabajo lo administraba mi querida madrastra y estaba segurísima que se lo gastaba en caprichos. Según ella, ese dinero iba para mis gastos, pero, seamos sinceros, llevaba ropa de segunda mano, apenas comía en casa y, de hacerlo, siempre eran las sobras. Además, no tenía una paga en condiciones, no como sus hijas. Me sentía un cero a la izquierda en esa familia, el último eslabón.
Deseaba que todo cambiara de una vez y estaba contando los días que me quedaban para ser, por fin, mayor de edad ante la ley y poder irme lejos de ese ambiente tan tóxico en el que vivía. Estoy segura de que de estar vivo, mi padre no permitiría que esa maldita mujer me volviera a tocar un solo pelo más.
—Aquí tienes, Wendy —dijo Margory pasados unos minutos. Me tendió una bandeja de plata con dos platos a rebosar de alimentos que jamás probaría. Antes de cogerla del todo, la mujer me clavó esos ojos tan cálidos—. Recuerda pasar por las cocinas antes de irte. Te he preparado un plato especial para ti. Estás muy delgada.
Ella era una de las pocas personas que sabía la verdad, en qué ambiente vivía. Por eso, siempre aprovechaba los productos de sobra que tenía para prepararme tuppers. No era la primera vez que mi madrastra me tenía en ayunas porque pensaba que estaba ganando peso de más. Agradecía con todo mi corazón el gesto solidario de Margory, pero no me gustaba ver esa lástima al fondo de sus ojos marrones.
—Muchas gracias. —Sonreí—. Estoy deseando saber qué me has preparado.
Cogí la bandeja y rehice el camino con sumo cuidado para no derramar nada. Llegué al dormitorio del futuro rey, toqué la puerta y esperé a que me abriera. En cuanto lo hizo, avancé hacia la sala de estar que tenía y en donde sabía por experiencia que le gustaba tomar sus cenas, desayunos o almuerzos con sus posibles conquistas. A unos metros de mi destino, me enredé con mis propios pies y, sin querer, derramé parte del contenido en su acompañante. Juro que cuando profirió ese alarido de dolor quise morirme allí mismo de la vergüenza.
—¡Eres inútil! ¡No sé por qué no te despiden de un vez! —gritó con asco la mujer.
—Lo siento, lo siento, lo siento —repetía yo presa de la angustia. No era la primera vez que me pasaba y sabía muy bien por qué ocurría.
—¡Vete! Ahora mismo solo quiero partirte la cara, incompetente.
Recogí todo el estropicio en silencio escuchando como la muy víbora se quejaba una y mil veces de mí y cómo el príncipe intentaba consolarla. Antes de marcharme, hice una pequeña reverencia, aunque ninguno de los dos la vio.
Mientras avanzaba por los pasillos del palacio, me reproché mentalmente lo ocurrido, mi torpeza. Seguro que si se las ingeniaba, aquella mujer sería capaz de manipular al príncipe para que me echara y eso era lo que menos quería.
Con esos pensamientos en mente, bajé de nuevo a las cocinas donde tomé la porción del almuerzo que me tocaba junto al resto de compañeros. No le conté a nadie el incidente, aunque en mi interior algo se removió al pensar en que tenía muchas papeletas de acabar en la calle, y eso era algo que no me convenía. No quería ser el objetivo de la ira de Katrina.
Me estaba cansando de ser invisible. Desde que mi padre murió pasé de tenerlo todo a tener que ganarme la vida con lo que tenía, a luchar por sobrevivir en ese mar de tiburones. Deseaba encontrar, por fin, mi camino, ese que me llevaría a la felicidad que tanto estaba ansiando. Poco sabía de que la tenía tan cerca.
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Nota de autora:
¡Feliz lunes, mis queridos lectores!
Aquí tenéis el segundo capítulo. ¿Qué os ha parecido? Repasemos:
1. Conocemos a Wendy.
2. La madrastra de Wendy.
3. Las hermanastras.
4. Conversación con Dana.
5. La colonias Sunshine. ¿Qué serán?
6. El trabajo de Wendy.
7. El tropiezo.
Espero que el capítulo os haya gustado. ¡Nos vemos el miércoles! Os quiero. Un beso enorme.
Mis redes:
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