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Capítulo 7

Capítulo 7

Amberly:

Estaba muy unida a mi abuela y, cada vez que podía, le hacía una visita. Me gustaba el olor a comida casera que se respiraba en su casa y lo ordenado que estaba todo. De pequeña pasaba casi todo mi tiempo con mis abuelos, hasta que este murió de vejez. Mis padres no comprendían cómo podía sentirme tan unida a ella cuando estaba clara la razón de ello: ella sí entendía por lo que estaba pasando porque también lo había vivido. Sabía lo duro que era aquel sentimiento de soledad constante, el tener que ocultar una anatomía de mi cuerpo porque a los ojos de los demás no era bonita o apropiada.

Me había enseñado tantas cosas, desde simples trucos caseros para curar las heridas que podían salirme en las alas hasta a volar. Todavía recuerdo mi primera clase de vuelo, el miedo que pasé y la decepción al no despegar. Era tan pequeña y tenía tantas ganas de ser como mi abuela. No fue hasta un par de meses después que logré volar. Estaba jugando en el jardín trasero de casa con mi hermana, cuando aún nos llevábamos bien. Estaba encaramada a un árbol frutal que teníamos y, de repente, me resbalé. Creí que me partiría la crisma, pero en vez de eso, por instinto, batí mis alas con fuerza y esa vez sí que conseguí volar. Apenas fueron unos metros, pero aún me acuerdo de la cara de espanto que se le quedó a mamá y la expresión de completo alucine que se le puso a Amanda.

Aquel día, para bien o para mal, marcó un antes y un después en mi vida.

Me encantaba pasar tiempo con la abuela Dorothy; eran amable y buena conmigo. Me daba el cariño y el amor que mis padres no me habían dado e incluso cumplía con algún que otro capricho, como cuando hace dos años me regaló mi cámara de fotos o me ayudó a construir aquel espacio al que tantas veces había recurrido. Mamá y papá no entendían por qué mi vínculo era tan fuerte con ella y por qué no estaba más unida a ellos.

Me había pasado gran parte de la tarde del viernes siguiente horneando dulces, otro de mis pasatiempos. Tenía una pequeña cuenta en Instagram en la que subía mis recetas y fotografías de mis productos caseros. Me daba igual terminar cubierta de harina o glaseado; una buena sesión de cocina me relajaba casi tanto como salir a volar. Puede que de no haber estado diluviando me habría atrevido a dar un pequeño paseo, pero la tormenta se había desatado aquella misma mañana y no nos había dado tregua alguna en todo el día.

—¿Ya estás de nuevo con tus cocinitas?

Una voz a mis espalda me sobresaltó. Estaba retirando la bandeja repleta de cupcakes que se habían estado horneando en el horno y, por un momento, pensé que la tiraría al suelo al escuchar la fría voz de Amanda a mis espaldas. Me volví hacia ella, armándome de paciencia y preparándome mentalmente para lo que se avecinaba.

—Tengo la tarde libre —me limité a decir.

—Pensé que saldrías a hacer tus cosas de bicho raro.

Su tono mostraba indiferencia pero algo en su mirada me puso en alerta. Se acercó con paso lento hacia la isla en la que me había aposentado. Casi en la otra punta había dejado el bol lleno de glaseado de colores y el pequeño adorno que pondría cuando terminara.

—¿Has visto la que está cayendo? Ni loca salgo.

Mi hermana metió el dedo en el bol y probó el glaseado.

—No me extraña que luego necesites vestir tallas más grandes. Esto debe de engordar un montón.

Claro, le importaba muchísimo el qué dirán, el estar en forma y las calorías que tomaba. Aquello me parecía tan tonto. ¿Acaso no podíamos sentirnos bien con nuestros cuerpos, vernos bonitas y hermosas en el espejo tuviéramos la talla que tuviéramos? ¿Por qué las grandes marcas solo se limitaban a mostrar modelos irreales, delgadas hasta casi la anorexia? ¿Acaso un cuerpo con curvas no era digno de admirar?

Solté un suspiro. Estaba cansada de repetírselo.

—Sabes que no uso ropas anchas por que me sobre grasa muscular. Sabes lo que oculto y sé que no te gusta verlas, pero, ya lo siento, son parte de mí y son preciosas.

Eso no es bonito —escupió con asco. Me clavó una mirada pétrea, de esas que a uno le hielan la sangre. Un escalofrío me recorrió el cuerpo y cuadré los hombros, lista para recibir su golpe bajo—. Es un error de la naturaleza. No deberías existir. Solo de pensar que las tienes me entra un repelús. Espero que nunca nadie se entere que las tienes, porque cuando lo hagan nos mirarán a todos de la misma forma que lo hacen contigo. Eres la vergüenza de la familia.

Tragué saliva. No era la primera vez que me soltaba algo así.

—Amanda, mis alas me hacen especial, única. Puede que no te gusten, pero no voy a permitirte que digas algo así jamás. Estoy segura de que si las tuvieras, otro gallo cantaría.

Su rostro se tornó rojo de ira.

—Te equivocas. Si a mí me habría tocado la desgracia de tenerlas, me habría intentado suicidar en varias ocasiones. Créeme, de ser parte de la evolución humana, ¿por qué solo la abuela y tú las tenéis? ¿Por qué no hay más personas como vosotras?

Sus palabras me calaron bien hondo. Y es que la muy condenada tenía toda la razón del mundo. De haber más como nosotras, ¿dónde estarían? ¿Se ocultarían o vivirían marginados de la sociedad? A veces me preguntaba si ocultar mis alas era la mejor opción. ¿Qué pasaría si un día saliera con ellas expuestas a la calle? ¿Se espantarían o me aceptarían tal cual era?

—Eres toda una víbora, Amanda —solté con rabia. Estaba harta de ella.

Cogí el bol y vertí el contenido en una manga pastelera, dispuesta a ignorarla a partir de entonces. Mas cuando empecé a decorar mi creación, la muy condenada volvió a abrir la boca. Solo esperaba que de ella no salieran más sapos y culebras.

—Mis amigos van a venir a pasar la tarde. Más te vale tener todo recogido para entonces. Veremos películas y cotillearemos. No estás invitada.

—Menos mal. Solo de pensar en pasar tiempo con esos amigos tuyos tan remilgados me entran náuseas. No sé cómo eres capaz de aguantarlos, hermana.

Dio un golpe tan fuerte sobre la encimera de la isla que el sonido retumbó por las paredes. Sus ojos marrones estaban cargados de enfado.

—No voy a permitir que hables así de mis amigos —sentenció con tono duro. Dio un paso al frente y, a continuación, agregó—. Quita tus mierdas y escóndete en tu cuarto como la rata de laboratorio que eres. No quiero que mis amigos sepan que tú y yo somos hermanas.

—Mejor, tampoco eres la hermana ideal, ¿sabes?

Tras colocar en cada dulce el glaseado y su adorno, los dejé en la bandeja y me dispuse a limpiar lo que había ensuciado. Pensé que Amanda se daría por aludida, pero de nuevo me equivoqué. Tuve que aguantar su incesante tonito superior.

—Vendrán en media hora. Como no hayas desaparecido para entonces, te juro que te haré la vida imposible —me amenazó.

—¿Más aún? Tengo que soportar tus salidas de tono en todas partes y tus bromitas incansables. ¿Qué más harás? —la reté dejando por unos segundos la limpieza.

Nuestras miradas se conectaron, fulminando a la otra. Era varios centímetros más alta que ella, así que debía bajar la cabeza para mirarla directamente a los ojos. Crucé mis brazos alrededor del pecho y ni pestañeé hasta que por fin ella rompió el contacto visual. Muy pocos sabían que en mi interior habitaba una pequeña fiera que salía solo en ocasiones contadas.

—Eres cansina.

Amanda resopló, pero decidió largarse a su dormitorio para terminar de arreglar su ya pulido rostro. Bufé. A veces me gustaría tener a alguien en mi familia que me defendiera, que hiciera frente a aquel demonio y lo acallara.

Terminé todo lo que estaba haciendo y, tras cambiarme de ropa y echar a lavar el delantal de flores que la abuela me había comprado hacía ya bastantes meses atrás, metí los dulces en un recipiente de plástico que guardé dentro de una cesta para transportarlos mejor. Había decidido hacerle una visitas a mi abuela al taller de costura al que asistía casi todas las tardes. Solo había estado un par de veces, aunque me había parecido un lugar ideal. Me gustaba el buen ambiente que se respiraba y cómo aquellas ancianitas creaban diseños espectaculares. Recuerdo que el año pasado les compré un sombrero y unos zapatos preciosos.

Llovía a mares. El cielo estaba encapotado y oscuro, las nubes negras cubriéndolo como un manto. De vez en cuando un relámpago se dejaba entrever entre tanta oscuridad y, segundos después, un trueno estruendoso inundaba las calles resbaladizas y desérticas. Tuve que coger dos autobuses antes de llegar al pequeño barrio apartado de la ciudad en el que se encontraba aquel edificio. No estaba muy a la vista y tampoco era muy cantoso; no había un cartel en grande que te dijera que allí dentro había un taller de costura, solo si te asomabas a la puerta encontrarías un letrero destartalado donde se leía: <<Taller de costura comunitario>>.

La puerta estaba abierta y no tuve que llamar para poder entrar. Dentro Sonia, esa secretaria tan maja que tenían, me saludó con cortesía. No sé cómo se acordaba de mí, si solo había estado allí en contadas ocasiones.

—Amberly, ¿qué tal, niña? —me saludó con gran entusiasmo tras el gran escritorio.

—Todo va bien. Ya no me queda nada para acabar la carrera y el trabajo me gusta.

—¿Has pensado qué vas a hacer después de la universidad? ¿Un máster quizás?

Hice una pequeña mueca. Sí que lo había pensado y sabía que a mis padres no les iba a gustar la idea; aunque, ¿qué les importaba? Me habían dicho que ya no iban a pagarme más estudios, lo que era un poco injusto porque sabía que a mi hermana le pagarían aquel máster tan caro en cuanto acabara la carrera de Biotecnología. Sí, era tan inteligente como malcriada y, por desgracia para mí, tenía que aguantar cómo mis padres alardeaban de sus notas tan altas y las comparaban con las mías. Tampoco es que aprobara raspado o suspendiera alguna, no; mis notas solían ser excelentes, oscilando entre el siete, el ocho y el nueve.

—Me gustaría hacer un cursillo de fotografía y formarme también en repostería. Quiero mejorar las técnicas y ampliar mis conocimientos aunque solo sea un año. Ya sabes lo que me gusta hacer fotos y pasteles.

—Y se te da tan bien. Por cierto, el bizcocho de la semana pasaba estaba riquísimo. ¿Podrías pasarme la receta? A mí hijo le encantará que se lo prepare.

Sonreí.

—Está bien. ¿Tienes papel y boli?

Tras dictársela, me despedí de ella y me adentré en aquel laberinto de pasillos y salas. A saber dónde estaría mi abuela. Estuve tentada de enviarle un mensaje, pero así arruinaría la sorpresa de mi visita. Sujeté con más fuerza la cesta en la que había metido el recipiente, pensando en qué estancia podría estar. Según me había contado el día anterior, estaba muy ilusionada con empezar a desarrollar su diseño. ¿Dónde podría hallarla?

Al final decidí jugármela y la busqué por todo el edificio hasta que por fin di con ella en la sala de máquinas de coser. Tras recorrer los pasillos adornados con material antiguo de costura di con ella en la última estancia que me quedaba, incluso había mirado en el almacén por si, de casualidad, se había movido de su puesto de trabajo en busca de aquello que necesitara. Qué va.

Cuando entré en aquella sala de suelos de madera y paredes claras, muy luminosa, la vi totalmente centrada. Se había puesto las gafas de pasta que utilizaba para ver de cerca y mientras manejaba con maestría una de las máquinas me percaté de su ceño fruncido, propio de cuando estaba en su mundo.

Por lo que sabía, en aquel taller participaban cinco mujeres mayores. Por eso me sorprendió ver una espalda masculina en frente de mi abuela. Ambos charlaban animadamente, o eso creía desde donde estaba parada como un pasmarote, sin levantar la vista de sus trabajos. Al parecer, había habido una nueva incorporación al equipo.

En el instante exacto en el que ella alzó la mirada y me vio allí, una sonrisa nerviosa se instaló en su rostro arrugado, pronto sustituida por una de verdad. Arrugué ceño. ¿Qué narices le pasaba?

Se levantó de su lugar y corrió a recibirme.

—Cariño, no sabía que vendrías. Te habría esperado fuera de haberlo sabido.

—Quería darte una sorpresa.

—¿Te has aventurado a salir de casa con la que está cayendo? ¿Cómo se te ocurre? —me riñó colocando sus dedos llenos de callos en mis mejillas.

—Lo mismo digo. Además, no quería estar en casa cuando fueran los amigos de Amanda. Siempre me la juegan —expuse poniendo los ojos en blanco.

Chasqueó la lengua.

—No me gusta ver cómo te tratan. La sociedad de hoy en día es una mierda y la juventud se va a pique. Apenas quedan jovencitos de buen corazón como tú, cariño.

Tuve que dejar la cesta encima de la primera mesa que encontré. Me llevé las manos a la cabeza y tiré con fuerza de las hebras de mi cabello, frustrada.

—Es difícil sentirse diferente en un mundo en el que la diferencia es tachada como rara.

Me lanzó una mirada llena de tristeza.

—Siento que por mi culpa no hayas podido ser normal.

Clavé la vista en ella, sin poder creerme de verdad que hubiera dicho algo como aquello.

—Abuela, no hay día en el que me sienta orgullosa de haber heredado de ti algo tan grande y maravilloso. Sabes que me gusta tenerlas, que me hacen sentir especial.

Una sonrisa se extendió por todo su rostro y le iluminó aquellos ojos que tanto se me asemejaban a los míos. Me parecía mucho ella cuando tenía mi edad. Por lo que había podido ver en las fotografías que había en casa, no solo había sacado las alas y los ojos, también tenía su sonrisa y su manera de ver las cosas. Puede que por eso yo me sintiera tan apegada a ella. Era la única persona de mi familia que me quería a pesar de todo, la que me había cuidado tantas veces cuando mis padres se olvidaban de mí en el colegio.

—Lo eres, con o sin ellas siempre lo serás. Ya sabes que pienso que todas las personas son únicas y que no hay dos iguales.

Eché los brazos entorno a su cuello y me abracé a ella. Me sentía tan segura cuando estaba a su lado, como si ella pudiera vencer a todos los malos. La abuela Dorothy era una mujer fuerte y llena de vitalidad. No solo se mantenía en forma y tenía una dieta saludable, pese a las circunstancias era capaz de subirle al ánimo a cualquiera y siempre tenía en sus labios tatuada aquella sonrisa genuina.

Me dio un pequeño beso en la frente antes de separarnos.

—Te quiero, mi angelito.

—Yo también te quiero.

Un carraspeo proveniente de la sala nos sacó de aquel estado. El hombre que se encontraba de espaldas había dejado el trabajo a un lado y se había vuelto para mirar la escena que debíamos de haber estado dando. Me quedé de piedra al ver que se trataba ni más ni menos del mismísimo príncipe Christopher. Me tuve que agarrar con fuerza a mi abuela de la impresión. ¿Qué hacía él allí? Aunque no tuve que indagar mucho para hallar la respuesta a mi pregunta.

Encaré a aquella ancianita y la fulminé con la mirada.

—¿Hay algo que quieras decirme?

Su rostro se tiñó de culpabilidad. Con un movimiento rápido, le lanzó una miradita a la señorita antes de centrar de nuevo su atención en mí.

—Se suponía que nadie debía enterarse de que él estaba aquí.

—Vaya, no sabía que Amberly fuera tu nieta, Dolly.

Nos observó a las dos esbozando aquella sonrisa marcada por unos hoyuelos preciosos.

—¡Qué desconsidera que soy! —Mi abuela se dio un pequeño golpe en la cabeza y me puso frente a ella—. Christopher, te presento a mi pequeña Abby, mi nieta. Amberly... bueno... ya sabes quién es.

—Estudiamos juntos —le recordé. Y es que en varias de nuestras conversaciones había mencionado el nombre del heredero al trono de Ahrima.

Aquella mujer dio un par de pasos y palmeó las mejillas del pobre chico.

—Espero que tú no seas de los que tratan mal a mi nieta, que como me entere me dará igual si eres el futuro rey o lo que sea; pienso hacerte la vida un infierno. Nadie se mete con mi tesoro.

Noté un calor intenso apoderándose de mis mejillas.

—¡Abuela!

Una sonora carcajada brotó de la garganta de aquel hombre que parecía salido del mismísimo cielo. Estaba tan guapo vestido con ropa tan sencilla, tan raro en él. Le sentaban con un guante aquellos vaqueros y el jersey de punto color verde césped con cuello caja. Iba en deportivas. Verlo así me fue inusual, acostumbrada como estaba a que vistiera siempre con ropa elegante, impecable.

—Puedes sacarme una foto si quieres. La imagen te durará para toda la eternidad —soltó con altanería.

¿Se podía tener la cara más roja aún? Sentía que en cada poro de mi rostro se acumulaba la sangre. ¡Qué vergüenza! Aunque, ¿cómo no admirar semejante belleza?

—No, gracias.

De pronto y gracias a Dios, mi abuela se percató de la cesta que había traído conmigo. Empezó a trastear en ella y gritó de pura gloria cuando sacó los cupcakes que había horneado esa misma tarde.

—¡Sí! Me encanta cuando los haces. Están tan buenos. ¿De qué son?

—Red velvet, aunque al glaseado le he añadido también colorante para darle color.

—¡Yupi! Mis favoritos. —Le quitó un poco de la cubierta al que había cogido y se lo llevó a la boca, degustándolo maravillada—. Esto está delicioso. —Le tendió uno a Christopher—. Ten, pruébalo. Es la mejor repostera que conozco.

—No creo que a él le gusten...

—Trae uno, a ver cómo sabe. Aunque teniendo en cuenta que tú eres la responsable de que después apenas quiera cenar, me figuro que estará exquisito.

¿Podía ser más perfecto? En el momento en el que sus labios probaros el bocadito, soltó un gruñido gutural que me puso los pelos de la nuca de punta, e incluso os diría que parte de las puntas mis alas también se habían erizado. Menudo hombre.

Sus ojos tormentos se me clavaron muy hondo cuando pronunció:

—Está muy bueno.

Se me escapó una sonrisa involuntaria.

—Gracias. Son mis favoritos. —Le guiñé un ojo como si aquello fuera un gran secreto.

Pero, ¿qué me estaba pasando? ¿Desde cuándo me daba por coquetear? ¿Y por qué sentía que a él no le importaba que lo hiciera?

Un pequeño silencio un tanto incómodo nos envolvió durante unos minutos, como un suave manto que no para de asfixiarte. Me balanceé de una pierna a otra, no sabiendo qué más decir o cómo actuar; solo me limité a ver cómo se acaban el dulce. Por suerte, tras limpiarse los restos con una servilleta que había metido en la cesta, él rompió aquella tensión.

—¿Te importa si hablo un momento a solas con Amberly, Dolly?

Ella nos miró a uno y a otro, esbozando una sonrisita pícara. Oh, no. Conocía esa mirada. Estaba segurísima al cien por cien que en su cabeza ya se estaba montando una película romántica con respecto a nosotros, palomitas incluidas. No, no, no, no, ¡no!

—Por supuesto. Ahora que caigo, necesito más hilo.

Y se largó de allí la muy hija de su madre.

Mi mente había entrado en estado de pánico. Una gran alarma sonaba en mi interior, gritando en voz en grito <<¡Alerta, peligro!>>. Lo peor es que no podía moverme, me había quedado congelada en mi sitio y sentía en mi garganta un gran nudo que atascaba mis palabras. Su mirada imperturbable no ayudó a que me sintiera mejor. Temía lo que querría decirme, la forma en la que actuaría.

No sé qué fue peor, que no dejara de mirarme o su silencio. Los nervios me estaban carcomiendo por dentro. Me crucé de brazos en un intento de ocultar el ligero temblor de mis manos y, minutos después, ya no pude soportarlo más.

—¿Y bien? ¿Qué querías decirme?

Él dio un paso al frente y, por instinto, retrocedí.

—Así que eres la nieta de Dorothy —comentó como quién no quiere la cosa—. Ahora entiendo qué veía familiar en ella. ¿Os han dicho que os parecéis?

—Muy pocas veces.

Avanzó otro paso y yo di otro hacia atrás. Aquella situación pareció divertirle.

—¿Me tienes miedo?

—No.

—Entonces, ¿por qué huyes?

—No huyo. Solo que no sé cuáles son tus intenciones. ¿Por qué quieres hablar precisamente conmigo?

Una gran sonrisa se extendió por todo su rostro. Alargó una mano y enroscó un dedo en un mechón de pelo rebelde.

—No deberías nunca retroceder ante nadie. He visto como día a día les haces frente a los insultos y a las burlas. Eres mucho más fuerte de lo que piensas.

—No comprendo...

Christopher pareció darse cuenta de la cercanía, puesto que retrocedió un par de pasos para, después, abarcar con sus manos todo el espacio.

—Quiero que entiendas que esto no es un juego. Me gusta todo lo que tiene que ver con la creación de las prendas, desde el diseño hasta pulir los detalles finales —explicó.

—¿Qué tiene que ver eso conmigo?

—Nadie en el reino sabe que vengo a este taller y no quiero que lo sepan. Solo lo saben mis cinco compañeras y Sonia. Ni siquiera mis padres lo saben. Ellos esperan de mí que sea el mejor rey, no un costurero de cuarta. Es algo que está muy por encima de mí, más ahora que veo que lo que se empieza a llevar son pantalones bajos y con roturas, chaquetas futuristas y faldas cortísimas.

—Y no te olvides de los tejidos incómodos y apretados —agregué yo.

Él me señaló con el dedo.

—Exacto. No puedo permitir que mi pueblo se deje guiar por modas tan malas. Al paso que va la burra vamos a acabar yendo en ropa interior. ¿Son necesarios los jerséis enseña ombligos y los colores fosforitos?

—Qué me vas a contar. Cuando los veo en las tiendas pienso si realmente los modistos son conscientes de lo que están haciendo o si simplemente se les ha ido la mano en su afán por innovar.

—Eso mismo pienso yo —estuvo de acuerdo—. El punto es que no puedes decirle a nadie esto. No quiero que se enteren que me gusta diseñar; les defraudaría y pensarían que no estoy hecho para ser rey.

—¿Qué gano yo a cambio?

Él esbozó una amplia sonrisa y ni se lo pensó dos veces antes de contestar.

—Un amigo.

—No me convence. No quiero que seas mi amigo por lástima.

Me miró como si fuera una niña pequeña que no comprendía nada. dio un par de pasos al frente y quedamos a cara a cara. Sus ojos se conectaron los míos y, por un breve segundo, sentí una pequeña conexión entre ambos, una descarga que nos obligaba a estar unidos.

—Amberly, eres una mujer encantadora y cualquiera que te conozca un poquito querría ser tu amigo. Te ofrezco desde el corazón mi más sincera amistad a cambio de tu silencio. ¿No querrías tener a este guapo príncipe de tu parte? —acabó bromeando poniendo morritos. Se me escapó una gran carcajada—. Ahora en serio. Como amigo podría decirle a los imbéciles de Cedric y Kendall que se vayan a freír espárragos si quieres.

Me puse seria.

—No tienes por qué. Son tus amigos y...

Chasqueó la lengua.

—Son más falsos que un pelo verde fosforito. Solo están conmigo porque nuestros padres son muy amigos y, además, creo que esos dos solo quieren aprovecharse de mí. El favor me lo harías tú. Tengo unas ganas de ponerlos en su lugar...

—¿Por qué no lo has hecho ya?

—No es tan fácil, querida.

Le lancé una mirada, no estando de acuerdo con él, pero no dije nada al respecto. Simplemente preferí guardar silencio. Parecía que mi cabello tenía un imán, ya que el príncipe no podía apartar las manos de él; de nuevo volvió al enroscar sus dedos en aquel mechón y de nuevo mi pobre corazón dio un vuelco en mi pecho. ¿Qué me estaba pasando?

—Entonces, ¿qué me dices? —añadió casi un minuto después. Soltó el mechón y extendió la mano—. ¿Hay trato?

No aparté la vista de él, buscando cualquier indicio de broma o burla. Con los años había aprendido que no debía fiarme así, de buenas a primeras; había aprendido a andar con cautela, como en la cuerda floja. Primero ponía un pie y revisaba que todo estuviera bien antes de dar el siguiente paso, siempre con prudencia para no caerme al vacío. Mas en aquellos pozos perlados se reflejaba la más pura sinceridad. No me estaba mintiendo, no había segundas intenciones. De verdad buscaba la amistad.

Le estreché la mano con fuerza.

—Trato hecho.

En aquel momento no supe lo aquel encuentro y aquella conversación desencadenarían.

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Nota de autora:

¡Feliz miércoles, mis queridos lectores! ¿Cómo estáis? Yo así:

¿Qué os ha parecido el capítulo? Empieza lo bueno. Repasemos:

1. El lado repostero de Amberly.

2. Discusión entre Amberly y Amanda.

3. La visita al taller.

4. Amberly descubre el secreto de Christopher.

5. Empiezan los primeros acercamientos.

6. ¡Se hacen amigos! ¿Cuánto creéis que les durará esta amistad?

Espero que el capítulo os haya gustado. ¡Nos vemos prontito! Os quiero. Un besito.

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