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Capítulo 31

Capítulo 31

Amberly:

La conversación con Gerard fue desconcertante. No solo había descubierto que había más personas ocultando aquella anomalía, sino que quería que desvelara mi secreto ante todos. Nadie sabía el miedo que me daba hacerlo, pues toda mi vida me habían obligado a ocultarme, me habían metido miedo diciéndome que nadie querría a una chica como yo.

Aunque Christopher supo ver lo bueno que había en mí.

Una parte dentro de mí estaba asustada. Si mis padres y mi propia hermana habían sido capaces de tratarme de manera cruel, ¿qué no harían los demás cuando se supiera mi pequeño secreto? Deseaba que no fuera así, no temer el qué dirán, pero cuando te has pasado toda la vida siendo la paria de tu familia por culpa de algo que no era tu elección, las cosas eran diferentes. ¿Qué pasaría si ocurriera lo peor y la gente me odiara? ¿Seguiría el príncipe queriendo casarse conmigo?

¿Cómo unas simples palabras podían alterarme tanto? Os juro que cuando nos confesó sus planes para conmigo para el futuro, estuve a punto de sufrir un ataque al corazón de lo rápido que me latía. ¿Cómo podía darle tanta intensidad a unas simples palabras?

Con aquellos pensamientos en la cabeza, esa noche di vueltas y más vueltas, sin poder conciliar el sueño. Estaba segurísima de que al día siguiente tendría unas ojeras de aupa. A mi lado, Christopher dormía en profundidad, tanto que si pasaba la banda de mi instituto de Chicago no se inmutaría, ni aunque un meteorito colisionara contra La Tierra se enteraría.

Apenas pude dormir, ya que mi mente había decidido que era un buen momento par ponerse a pensar. Era como el maldito meme que se había puesto de moda hacía ya muchos años atrás, como si mi propio cerebro jugara en mi contra. Fenomenal.

No fue de extrañar que cuando el despertador sonó la mañana siguiente a las seis y media de la mañana quise morir. ¿Cuánto habría dormido? ¿Tres horas? ¿Cuatro? Seguro que tenía una pinta horrible con ojeras y cara de cansancio, aunque, eso sí, Christopher no hizo comentario alguno, lo que agradecí. Intenté ocultar los signos de fatiga para que al menos mis pintas no fueran peor que de costumbre.

—Todavía lo conservas. —Parecía sorprendido de verdad cuando vio cómo me colocaba el collar de ámbar que me había regalado por mi cumpleaños.

Lo miré como si fuera un crío pequeño.

—¿Acaso lo dudabas? Es el mejor regalo que me han hecho jamás.

Se puso detrás y miró nuestra imagen a través del espejo. Aquello me recordó a la última vez que conversé con mi abuela, antes de marcharme a tomar el té con la madre y la hermana de Christopher. Me dio muy buenos consejos, aunque siempre que charlaba con ella sus palabras me servían de guía. La añoraba, no sabéis cuánto, pero poco a poco estaba aprendiendo a vivir sin ella.

—Suena un poco triste que lo mejor que te han dado sea algo tan simple.

—Te contaré un secreto: el mejor obsequio es el que se da con el corazón.

Christopher posó sus manos entorno a mi cintura y me pegó a él. Posó su barbilla en lo alto de mi cabeza y miró nuestra imagen en el espejo en silencio. Se había puesto uno de sus habituales trajes. Estaba muy guapo. Mientras, yo seguía usando mis sudaderas anchas. Dábamos la nota, eso estaba muy claro.

Nos llevó Alexa, esa mujer tan maja, a la universidad en lo que era el coche más fantástico que había visto en mi vida. Al llegar, todos los ojos se posaron en nosotros. Seguí el consejo que me había dado mi abuela años atrás: <<Camina con la cabeza bien alta, que la gente sepa de lo que eres capaz, mi pequeña Abby>>.

De camino, una Cath corriendo se unió a nosotros. Se le había salido un mechón del moño que llevaba y, por su respiración agitada, supe que llevaba un buen rato haciéndolo.

—¿Qué tal te fue ayer en el trabajo? Siento no haberme pasado. Mi padre me estuvo dando la lata con que estaba descuidando mis notas.

Le quité importancia con un gesto de la mano.

—No te preocupes. Además, tuve mucho jaleo.

—¿Le has contado lo que pasó? —me preguntó Christopher.

Los ojos ávidos de saber de mi mejor amiga se clavaron en mí, expectantes.

—¿Qué? ¿Qué es lo que ha pasado y por qué siento que soy la última en enterarme.

Verla tan ansiosa me provocó una oleada de carcajadas que me impidieron hablar hasta que cesaron unos minutos después. Cuando me hube calmado, le conté con pelos y señales lo que había ocurrido y cada detalle de la conversación que habíamos mantenido con Gerard omitiendo pequeños detalles como, por ejemplo, lo que dijo Christopher sobre mí. Cath soltó un gritito demasiado agudo, de esos que le dejan a una sorda.

—¡Eso es fantástico! Estoy totalmente de acuerdo con el hombre, amiga mía. Ya es hora que dejes de esconderte y que enseñes a la gente que lo diferente no es malo.

—Tengo miedo de que nadie pueda aceptarlo y tenga que huir y esconderme de nuevo —les confesé. Habíamos llegado ya a nuestro aula y, como llevaba pasando desde hacía un tiempo, Christopher se sentó con nosotras en primera fila en vez de hacerlo al fondo del todo.

—No deberías tenerlo. Te amarán y te querrán aún más como su reina. Ya es hora de que seas tú misma y de que tengas, por fin, tu final feliz.

—Concuerdo con Cath, ya es hora de que las enseñes. Son preciosas y te hacen ser especial. Vamos, mis padres te adoran con o sin alas, ya lo sabes. Ya viste cómo reaccionaron, lo bien que se lo tomaron cuando lo supieron. Solo un necio no lo aceptaría.

—Vivimos en una sociedad plagada de ellos —me defendí.

Ambos se me quedaron mirando en silencio con reproche.

—Sabes que eso no es cierto, que hay muchas más personas tolerantes. Te sorprenderías de la cantidad de gente que amaría verte en tu estado más natural y que te querría aún más —objetó Christopher. Frunció el ceño.

—Tiene razón, ¿sabes? Serías un modelo a seguir para todos esos niños y niñas que posean tu anomalía. ¿A ti te habría gustado conocer a alguien igual que tú que no fuera tu abuela? ¿Te habría gustado tener un ídolo así?

—Claro que sí. Creo que las cosas habrían sido mucho más sencillas y que mi vida no habría sido tan suplicio de haber alguien conocido con el gen.

—Ya sabes, entonces.

—¿Quién querría ser como yo? Si no soy nadie en esta vida, no soy importante.

Cath hizo una mueca.

—No has mirado las noticias últimamente, ¿verdad? Estás por todas partes y, según las encuestas, eres la favorita de todas las novias que ha tenido antes tu príncipe azul. Los niños te adoran y las jóvenes desean ser como tú. Lo quieras o no, has salido del anonimato y el pueblo ya empieza a verte como a su futura reina.

—Estás exagerando.

Pero, de nuevo, me equivocaba. Christopher soltó un resoplido antes de hablar:

—No lo está. Hasta ahora, eres la mejor candidata que el país ha tenido y, ¿sabes?, me pone muy feliz eso. El pueblo te quiere, ángel, ¿por qué no ser quien eres con ellos?

—Porque tengo miedo —confesé al final—. No sabéis lo que es que te digan durante toda tu vida que eres un monstruo, un error de la naturaleza. Si bien intento no pensar en ello, hay días en los creo de verdad que lo soy; si no, ¿por qué debería esconderme de los demás?

—Ese es un pensamiento que tus padres te han metido en la cabeza desde que eres pequeña. No deberías hacerles ni caso, ¿sabes por qué?

Moví la cabeza a un lado y a otro y mantuve la vista fijada en mi mejor amiga.

—No.

—Son preciosas y te hacen ser quien eres. No deberías ocultarlas más.

Ellos tenían razón: ya era hora de lanzarme al vacío y que el mundo supiera de la existencia de mis alas.

.   .   .

Había sido un día muy duro en el Phoebe's. Apenas había podido tomarme un descanso y, como la temporada de verano estaba a punto de comenzar, cada vez teníamos más clientela. Habíamos abierto ya el piso superior, aquel que daba unas vistas increíbles del centro, y Annie se había visto obligada a contratar otra camarera para ayudarnos ante la gran demanda de clientes que habíamos tenido las últimas semanas.

Total, entre servir, tomar notas de los pedidos y sonreír con amabilidad —a parte de aguantar algún que otro comentario hiriente de Amanda. Mi hermana no podría ser feliz si no recibo mi dosis diaria de insultos— había terminado cansadísima y lo único que me apetecía era llegar a casa y darme un buen baño caliente. No solo eso, desde hacía un par de horas sentía un intenso dolor de espalda, consecuencia directa de cargar mis alas sin poder extenderlas siquiera unos minutos.

En cuanto pisé la mullida alfombra que cubría parte del suelo de la habitación de Christopher —y que en las últimas semanas se había convertido también la mía, ya que el principito quería aprovechar todo su tiempo libre conmigo y, para qué mentiros, yo también lo deseaba—, solté un gran suspiro cargado de toda la fatiga que sentía. No había nadie en la gran estancia, ni siquiera en el monstruoso baño que era, seguramente, tres veces más grande que el que debía compartir con mi hermana en casa de mis padres.

Dejé el bolso encima del sofá de la sala de estar que había incorporada y me dejé caer en él. Cuánto me dolía la espalda. Me la froté con una mueca de dolor en los labios. Justo en ese instante llegó él y me vio allí mismo. Como siempre, vestía un impecable traje gris que le sentaba como un guante. La camisa, de un blanco impoluto, estaba rematada con un corbata de color azul hielo muy bonita.

—No veas qué pesado se ha puesto tu padre cuando me ha exigido de muy malos modos que quería hablar contigo —comentó nada más verme. Se descalzó nada más entrar y caminó descalzo hasta unirse a mí en el sofá.

—Si tanto quisiera hablar conmigo, me habría llamado —objeté con frialdad.

Christopher se inclinó sobre mi y me dio un beso cariñoso en los labios, como siempre hacía cuando pasábamos varias horas separados. Era sábado y había estado todo el día trabajando, incluso había almorzado allí.

—Eso mismo le he dicho yo y... ¿Estás bien?

Me llevé las manos de nuevo a la espalda y froté la zona adolorida emitiendo un pequeño quejido.

—Estoy bien. Solo me duele un poco la espalda.

Me examinó durante más de un minuto en silencio antes de volver a abrir la boca.

—Déjame verlo. Puede que no sea nada, pero...

—No es nada, no te preocupes.

Pero no me dio tiempo de decir algo más, pues, de improviso, me cargó como si fuera un saco de patatas hasta dejarme al pie de la gran cama de dos plazas, gigantesca y muy cómoda.

—Quítate la camiseta, anda.

Me puse roja de pies a cabeza.

—¿Perdona?

Pareció divertirle la situación, puesto que una sonrisa ladina se cinceló en su boca.

—Vamos, sé que lo estás deseando, preciosa. Admite que llevas todo el día fantaseando con este momento y que el dolor de espalda es solo una broma.

Sabía que estaba bromeando, lo notaba en el tono desenfadado que había empleado y en cómo intentaba, en balde, ocultar una risa.

—Me has pillado.

Me dio un pequeño beso en la frente antes de volverse. Sabía que, pese a haber hecho el amor varias veces, así, en frío, me daba vergüenza. Me quité la camiseta ancha que me había puesto esa mañana y desenrosqué las alas soltando un jadeo de placer. Madre mía. ¡Qué ganas que tenía de hacerlo! Qué bien me sentía.

Me tiré en la cama bocabajo y le dije que ya podía mirar.

—En realidad, no te he quitado ojo de encima en ningún momento, desde que nos conocimos. Es imposible no mirarte, ángel.

Sentí cómo el colchón se hundía bajo su peso cuando se sentó junto a mí. Rozó la piel que había en el valle que separaba mis alas con mimo, apenas una ligera caricia. Un estremecimiento me recorrió de pies a cabeza cuando sentí sus labios justo en ese punto que había descubierto que era sensible a sus caricias.

—Voy a por el bote de esa crema que te echas y que huele tan bien —lo escuché decir. Acto seguido, noté su ausencia, aunque no tardó nada en volver a mi lado—. Prepárate para viajar al país del relax. Es hora de dejar todas tus preocupaciones atrás.

Volví a sentir sus labios en mi piel y otro escalofrío subió por mi columna vertebral. Noté sus dedos desenroscando el sujetador antes de ponerse manos a la obra y lo ayudé a dejarlo a un lado. Lo siguiente que recuerdo fueron sus manos recorriéndome la espalda adolorida y esa sensación de liberación que sentí recorrerme la piel.

—¿Te sientes mejor?

—Mucho mejor. Tienes unas manos perfectas para dar masajes —murmuré con la cabeza pegada a la almohada y los ojos cerrados. Me estaba sentando de perlas el masaje.

A continuación, sentí que volvía a alejarse y cuando lo busqué, verifiqué que estaba caminando de vuelta al baño. Fruncí el ceño. ¿Qué mosca le había picado? Pronto obtuve mi respuesta. Escuché cómo corría el agua en el lavabo, lo que me dio a entender que se estaba lavando las manos. De vuelta a la habitación, lo observé acercarse con esa sonrisa de príncipe encantador que tenía.

—No he acabado contigo.

Se sentó de nuevo en la cama y esa vez frotó sus manos con suavidad contra mis alas. Nunca antes nadie me había dado esa especie de masaje, aunque salvo la abuela nadie conocía de su existencia. Christopher me trató con sumo mimo y cuidado y, al terminar, me quedé tan bien que de no ser de su insistencia por que cenara algo me habría quedado allí dormida.

A la vuelta, ambos nos acurrucamos el uno al lado del otro y vimos una película hasta que el sueño nos venció y, así, pegados el uno contra el otro, caímos en los brazos de Morfeo.

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Nota de autora:

¡Feliz sábado, mis queridos lectores!

Poco a poco nos vamos acercando al final. Solo nos quedan dos capítulos para el final. Parece increíble que ya la haya finalizado y que esté planificando su secuela. ¿Tenéis alguna idea sobre qué será?

¿Qué os ha parecido el capítulo? Repasemos:

1. Los miedos de Amberly.

2. La conversación con Cath.

3. El dolor de espalda.

4. El masaje.

5. El amor de Amberly y Christopher está en el aire.

Espero que el capítulo os haya gustado. ¡Nos vemos el lunes! Un beso enorme.

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