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Capítulo 19

Capítulo 19

Amberly:

Estaba aterrada, con el corazón en un puño, golpeando mi pecho como un tambor. No tenía planeado contárselo, no aún, no de ese modo. Dios, qué pensaría de mí.

Su silencio y su manera de escrutarme me pusieron nerviosa. Quise taparme, ocultarme como siempre lo hacía. No quería que me viera, que me mirara de aquella manera, como si fuera un ser raro al que pasarse horas observando. Por favor, que dijera algo ya. Me estaba volviendo loca.

Se acercó un par de pasos y yo retrocedí uno, temerosa de su reacción. ¿Qué estaría pensando?

—¿Por qué huyes?

—No... huyo —balbuceé.

Dio otro paso hasta que quedamos cara a cara. Era unos centímetros más alto que yo, así que tuve que alzar la cabeza para mirarlo a los ojos. Pero, claro, los suyos inspeccionaban otra parte de mi cuerpo: mis alas. Estaba atónito, como si no creyese lo que estaba viendo.

—¿Son... reales?

Tragué saliva, avergonzada.

—Lo son.

Sus ojos grises se conectaron con los míos. Estaba serio, impertérrito. Era como una fortaleza, infranqueable. ¿Qué se le estaría pasando por la cabeza? Seguro que ahora tenía razones más que suficientes para no acercarse a mí.

—¿Este era tu secreto? ¿Esta es esa anomalía que tanto odian tus padres?

Asentí con la cabeza, incapaz de articular palabra alguna. Aparté la mirada, incapaz de sostenerla.

—Son hermosas, Amberly. Eres preciosa.

Sus palabras me hicieron alzar la vista, sorprendida. ¿Acababa de decir lo que creía que acababa de decir? Me iba a dar un infarto allí mismo. Tenía el pulso a mil y estaba segurísima de que mi rostro se había tornado rojo. Madre de todos los Dioses, ese hombre era perfecto.

—¿No te... incomodan?

Estaba totalmente cohibida y no sabía dónde meterme; solo quería esconderme, meter la cabeza en un agujero y no salir nunca más.

Ese gris tan profundo de su iris se me quedó grabado en la retina cuando de su boca salieron aquellas palabras:

—¿Incomodarme? Llevo obsesionado con ellas desde el momento en el que las vi. Llevo fantaseando contigo desde entonces. —Dio otro paso más hacia mí. Apenas nos separaban unos centímetros de distancia y, por dentro, me estaba muriendo de los nervios—. No me puedo creer que seas tú. Solo quiero... quiero...

Abrí los ojos de par en par cuando de improviso me elevó en el aire y empezó a dar vueltas sobre sí mismo conmigo entre sus brazos.

—¡Christopher! —chillé. Me aferré a él con más fuerza—. ¿Qué haces? Bájame.

Pero él daba vueltas y vueltas, soltando carcajadas al aire que, pronto, me vi imitando. Estaba feliz, ¡feliz! ¿Cómo era posible que se alegrara de descubrir algo tan grande y fuera de lo normal como lo era mi secreto? ¿Quién en su sano juicio se alegraría de algo así?

—¡Eres tú! No me lo puedo creer. Todo este tiempo te he tenido delante de mis narices y no me he dado cuenta de los indicios: la ropa ancha, que te rasques la espalda e incluso que fueras muy reservada con el resto. ¡Qué tonto que he sido!

Cuando por fin mis pies volvieron a tocar el suelo, lo miré ojiplática.

—¿No estás enfadado?

—¿Enfadado? ¿Por qué debería estarlo?

Otra vez sentí que la vergüenza se adueñaba de mí.

—Por habértelo ocultado, por que te hayas tenido que enterar así, sin comerlo ni beberlo.

—Pues...

Pero no llegó a terminar la frase. Hizo una mueca de dolor que me puso en estado de alarma. Más rápida que el rayo, lo inspeccioné hasta que me di cuenta que tenía varios rasguños en las piernas, cuyos pantalones cortos mostraban en plenitud. No eran heridas muy profundas, pero sí debían de dolerle bastante. La sangre resbalaba por sus piernas a borbotones.

—Estás herido —afirmé. Lo tomé de la mano y lo guié al interior de mi refugio—. Ven, vamos a sanar esas heridas. Seguro que con la maratón que te has pegado ni siquiera has notado que te has hecho daño.

Cruzamos el pequeño puente que unía ambos lados de la casa del árbol y dejé que tomara asiento en la cama improvisada. Mientras, saqué el botiquín de uno de los baúles y busqué lo que necesitaba para limpiarle y desinfectarle la herida.

—Puede que esto te duela al principio, pero ayudará a que sanen con mayor rapidez. Es un ungüento casero cuya receta se ha pasado de generación en generación —le expliqué al mismo tiempo que retiraba la sangre.

Él le echó una ojeada a la estancia y desde su lugar curioseó cada rincón y recoveco. No sabía deciros si estaba maravillado o si, por lo contrario, estaba alucinando. Quizás fuera una mezcla de ambas emociones.

—Vaya, esto es increíble. ¿Cuándo has construido esta casa?

—El año pasado, cuando me mudé. Buscaba un lugar en el que relajarme y en el que pudiera ser yo misma, ya sabes, al que pudiera acudir cuando quisiera estar sola.

Sus labios formaron una perfecta O. Se veía tan adorable, como todo un niño curioso.

—Es perfecto —musitó—. ¿Te ha llevado mucho tiempo?

—Medio año, más o menos. Mi abuela y yo somos muy trabajadoras, así que no nos costó ponernos manos a la obra. Además, ella fue arquitecta en su juventud.

—Un momento, ¿has dicho tu abuela?

Lo miré con toda la tranquilidad del mundo. Ahora que había descubierto mi secreto y que había visto que pese al gran impacto que debería de haberle supuesto lo aceptaba, me había tranquilizado.

—Ella también tiene... ya sabes... —Señalé con la cabeza las alas sin quitar ojo de mi labor. Empecé a untarle el ungüento casero en pequeñas dosis, tal y como mi abuela me había enseñado. Si bien la herida no era para nada grave, le tendría que estar escociendo un montón.

—Oh, vaya, debería de haberlo supuesto. Una vez me dijiste que habías heredado la anomalía de ella.

Se volvió a quedar en silencio, observándome. Sus ojos escrutadores me estaban abrasando e, inquieta, fui incapaz de quedarme callada.

—La abuela siempre ha intentado que me sintiera a gusto con ellas. Me ha enseñado todo lo que sé sobre mis alas: a volar, cómo cuidarlas e incluso a darme baños sin que me haga daño. Cuando nos mudamos, los primeros días que llevé las alas al descubierto en casa, tiraba todo lo que había. No estaba acostumbrada al espacio y mis padres se enfadaron aún más de lo usual por ello.

<<Me gusta tenerlas; me dan una sensación tremenda de libertad. No sabes lo maravilloso que es poder sentir el viento en tu piel y mirar el mundo desde las alturas. Los viernes por la tarde me permito dar largos vuelos y sacar fotografías de los hallazgos que encuentro, como una pequeña concha con forma de cangrejo o la biblioteca abandonada que hay en Balton.

—Suena maravilloso.

—Lo es. Es mi vía de escape de la realidad. No soy un bicho raro, solo soy una persona que por circunstancias de la vida tiene dos grandes alas.

—¿La anomalía tiene... un nombre en concreto?

Alcé la mirada de lo que estaba haciendo. Le había vendado la zona de los rasguños para que el bálsamo no se corriera. Seguía impactado, sí, pero parecía que poco a poco estaba digiriendo la noticia.

—Se llama Malaika, que en suajili significa irónicamente ángel.

—Ángel, te pega. —Esbozó una amplia sonrisa antes de ponerse en pie a mi altura—. Me encantan, me encantas. Ni en un millón de años habría imaginado algo así, pero, ¿sabes?, no me importa. No eres un bicho raro y nada por el estilo, eres el ser más perfecto que haya conocido y, la leche, me gustas muchísimo, mucho más que antes. ¿Es eso posible?

Colocó sus manos en mi cintura para que no me escapara de su agarre mientras su mirada enviaba oleadas llameantes por todo mi cuerpo.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó tras permanecer varios minutos en silencio, mirándonos. Sus dedos rozaron con sutileza el hematoma que tenía en la mejilla y que había intentado ocultar, en balde, con maquillaje.

Aparté la mirada y rompí el contacto.

—Nada.

Pero estaba claro que él no me iba a dar tregua. Antes de que pudiera huir, me agarró las manos y me acercó a su lado.

—No creo que nada sea exactamente lo que haya pasado. ¿Cómo te lo has hecho? ¿Quién ha sido? —Me quedé callada y mi silencio fue lo que le dio la respuesta. Se llevó las manos a la cabeza, no creyéndoselo del todo—. Han sido ellos, ¿verdad?

Observé la pared, como si las tablas de madera fueran lo más interesante que había visto en la vida.

—Sí —afirmé con apenas un hilillo de voz.

—¿Cómo... cómo han podido hacerlo?

Fruncí los labios con fuerza. Me picaban los ojos y se me estaban llenando de lágrimas al recordar lo ocurrido un par de días atrás, cómo todo mi mundo se me había venido encima de sopetón.

—Se... se han enterado de todo. Ya sabes, de que nos hemos estado viendo, de que soy la chica de las portadas y que te he contado que Amanda y yo somos hermanas.

—No le veo el lado malo, la verdad.

Tomé una bocanada de aire y me armé de valor para mirarlo a los ojos. Estaba destrozado, lleno de ira y frustración. Apretaba con fuerza los puños, como si así pudiera solucionarlo.

—A mis padres les ha sentado muy mal que fuera yo quien ha despertado tu interés. Se han pasado horas sermoneándome y gritándome, diciendo que alguien como yo, con una anomalía horrenda, no se merece ser tratada como un ser humano. Amanda ha montado todo un berrinche y he tenido que ver cómo ha destrozado mi habitación.

Quería alejarme de él, no quería que me viera en ese estado, pero Christopher tenía otros planes: tiró de mí hasta que caí sobre el colchón a su lado. Me recorrió el moretón con los dedos, con suavidad y sutileza. En sus ojos vi el reflejo de la tormenta que se estaba desatando en su interior.

—Te han puesto las manos encima. —Estaba atónito y no podía creérselo. Vivíamos en una época en la que iba en contra de las leyes agredir físicamente a un menor, pero a mis padres no les importó en lo absoluto la posibilidad de ser arrestados cuando empezaron a hacerlo cuando era pequeña.

—No es la primera vez. Siempre que hago algo que para ellos no era correcto, recurren a la violencia.

—¿A Amanda...?

Negué con la cabeza, moviéndola de un lado a otro.

—Es su niña preferida, ni en su sano juicio se les ocurriría hacerlo.

—¿Alguien lo sabe?

—Nadie, ni siquiera mi abuela. Esa es la razón por la que he desaparecido tanto tiempo, por la que apenas hablo contigo. No es porque esté enfadada ni nada por el estilo, pues algún día debía ocurrir, solo que ahora mismo quiero hacerme pequeña y desaparecer durante un tiempo. Además, mis padres me han echado de casa.

—Lo sé. Me lo ha contado tu abuela.

Solté una maldición. ¿Cómo se le ocurría soltarle esa bomba sin mi consentimiento?

—Estoy tan cansada de todo —confesé en un suspiro—. De no poder ser yo misma, de ocultarlas y de esconder mi verdadero yo por el miedo al qué dirán. Quiero que el mundo sepa de qué pasta estoy hecha, que las vea, que admiren la belleza que hay en mí. Esta soy yo, así soy en realidad. No hay nada de malo en mí.

Sus manos posadas en mi barbilla me obligaron a clavar la vista en él.

—Eres preciosa. Con o sin alas, me pareces la mujer más hermosa del reino. Dios santo, me vuelves loco y he estado tan preocupado por ti estos días. No sabes la de veces que te he llamado para saber cómo estabas.

Sonreí con culpabilidad.

—Lo siento. Solo necesitaba un poco de espacio y tiempo para pensar en lo que me ha pasado. No sé qué hacer a continuación, cómo actuar. Mi familia se ha vuelto más loca de lo que estaba.

Una sonrisa se instaló en sus labios.

—Me has leído la mente. ¿Cómo has aguantado tanto tiempo?

Me encogí de hombros.

—Ni yo lo sé.

Nos quedamos un rato en silencio, sin apartar los ojos el uno del otro hasta que, de pronto, se puso en pie y empezó a cotillear mi espacio personal. Un ligero rubor se extendió por mis mejillas cuando ocupó la zona donde tenía las fotos que había revelado de mi cámara. En ellas aparecían el castillo, las aguas cristalinas del río Rosemoore... y, sobre todo, él: en el campus de la universidad, dando pequeños paseos, sentado en mi pequeño paraíso secreto, mirando las estrellas...

—Me gustan. ¿Son tuyas?

No sé cómo pude al final articular palabra cuando tenía la garganta seca y pastosa.

—Ajá.

Observó cada imagen una a una antes de volverse a mí. Sus iris resplandecían con fuerza. Al parecer, a alguien le había gustado mi trabajo.

—¿Es por un trabajo en concreto o por un interés especial que está mi cara en casi todas estas fotos?

Sonrió de lado, de manera pícara. Solo me estaba tomando el pelo. Le seguí el juego.

—¿No te has enterado? Soy la nueva fotógrafa de las revistas rosas.

Christopher se fue acercando poco a poco, cada vez más cerca de mí. Su cercanía, al igual que su colonia varonil, me estaba poniendo nerviosa. ¿Por qué era consciente del espacio justo en ese momento? ¿Era yo o las paredes se estaban acercando a nosotros?

Tomó mis manos y entrelazó nuestros dedos sin dejar de acercarse. Aquel brillo en sus ojos no había desaparecido y algo dentro de mí gritaba que se fundiera conmigo en un solo ser. La mano que tenía libre escaló por todo mi cuerpo, al igual que sus ojos, los que volvían a analizarme sin descaro. No se me pasó ver cómo se quedaba prendado, cómo miraba cada línea y curva con devoción. Ningún hombre antes me había observado de aquella forma, con tanta intensidad.

—Eres... estás... —balbuceaba él.

Que le hubiera dejado sin habla fue una sensación nueva para mí, muy satisfactoria.

—¿Como un tren? Lo sé. No tienes que decírmelo —solté con todo mi descaro, con falsa petulancia.

Su sonrisa le llegó a los ojos. Dio el último paso que le quedaba para que quedáramos cara a cara. Tragué saliva al mismo tiempo que me relamía los labios. Sentía las mejillas calientes y el pulso disparado. En cuanto sus manos rozaron mi piel, sentí aquella conexión que nos mantenía unidos, esa corriente eléctrica de emociones que bullía en mi interior.

—Quiero tanto...

—Hazlo —rogué. Tenía tantas ganas que lo hiciera y había fantaseado tanto con ese instante.

Me trazó los labios con el índice antes de acortar la poca distancia que nos separaba y unía nuestros labios en lo que catalogué como el mejor beso que había recibido. Vale, lo admito, era la primera vez que me besaba un chico y no estaba muy segura de si lo estaba haciendo bien o si, por el contrario, estaba siendo todo un desastre. Lo último que quería era quedar como una inexperta.

Mas cuando le seguí el beso, todos mis miedos desaparecieron. Enrosqué de manera automática mis brazos entorno a su cuello y jugueteé con un par de hebras mientras me abandonaba al beso. Me sentía tan bien, como si estuviera entre las nubes en pleno vuelo. Puede que eso me hiciera perder toda la vergüenza y hacerme sentir que tenía el mundo bajo mis pies.

Me dejé llevar, guiar. Sus manos habían volado a mi cintura y sus dedos apretaban con fuerza esa zona. Su lengua y la mía hacía tiempo que habían empezado a explorarse. Sabía tan bien, a menta fresca.

Cuando nos separamos con la respiración agitada, ambos teníamos una sonrisa bobalicona pintada en los labios. Me robó un beso rápido antes de separarse del todo. Me sentía tan plena que estaba segura que sería capaz de correr una maratón sin cansarme siquiera. Él parecía tan feliz y contento como yo.

Al principio, reinó el silencio. Únicamente nos limitábamos a ojearnos sin perder el gesto en los labios. Ahora que me fijaba mejor, estaba tan raro vestido con ropa deportiva, acostumbrada como estaba a que llevara un traje impecable e impoluto. Aun así, se veía guapo y atractivo, listo para comerse el mundo.

Se puso serio de repente y empezó a pasarse la mano entre el cabello en un claro gesto de estar debatiéndose si decir algo o no. Se veía tan adorable. Al final, tomó una gran bocanada de aire antes de preguntar:

—¿Te importa si...? ¿Podría...?

Alcé una ceja, curiosa.

—¿Qué?

—¿Podría acariciar tus alas?

Lo miré divertida.

—No sé yo. ¿Estás listo para ver que son reales?

—¿Eso es un sí? —preguntó esperanzado.

—Está bien, pero con cuidado.

Cuando sentí sus dedos pasar por las plumas con tanto mimo, me estremecí de pies a cabeza. Era algo que no había experimentado jamás, una sensación nueva y embriagadora.

—¿Te molesta?

—No..., me gusta.

Christopher me envolvió entre sus brazos y yo me dejé arrullar. Me sentía tan bien a su lado, respirando su aroma y sintiéndolo tan cercano.

—¿Qué me está pasando?

—puede que lo mismo que a mí —murmuré.

Permanecimos unidos unos minutos hasta que, sin separarnos del todo lo guié hasta la cama para que pudiéramos estar más cómodos. Junté mi cabeza con la suya y me dejé llevar por esa sensación de paz interior que me recorría cada poro de mi ser. No fui consciente de nada, ni siquiera cuando rompí el silencio.

—¿Te quedas a dormir esta noche?

Sus ojos se posaron sobre mí y su manera de recorrerme el cuerpo me provocó un sinfín de escalofríos.

—Si es a tu lado, siempre.

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Nota de autora:

¡Feliz lunes, mis queridos lectores!

Aquí tenéis el capítulo más esperado. ¿Qué os ha parecido? Se ha vuelto uno de mis favoritos. Repasemos:

1. La reacción de Christopher.

2. El miedo de Amberly al rechazo.

3. Christopher está magullado y Amberly cura sus heridas.

4. La anomalía.

5. La confesión de Amberly.

6. El beso.

7. ¡Amberly le deja que Christopher le toque las alas!

8. Hay amor en el aire.

Espero que el capítulo os haya gustado. Nos vemos el miércoles con más y mejor. Un beso enorme.

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