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Capítulo 1

Capítulo 1

Amberly:

Todas las chicas del reino estaban coladas por el príncipe Christopher y ansiaban ser la que elegiría como esposa. No era ningún secreto que el rey le estaba presionando para que sentara cabeza; estaba en boca de todos y, por ello, ellas intentaban cortejarlo de mil maneras diferentes. Se rumoreaba que jamás se casaría, puesto que al príncipe le gustaban demasiado las mujeres como para atarse a una. Quién sabía si aquello era cierto.

Por suerte o por desgracia para mí, compartía clase con él y era espectadora de cada rechazo o negativa cuando una de ellas lo invitaba a salir. Al parecer, ninguna era lo suficientemente buena para él.

Con aquel cabello rubio natural cortado a modo de tupé moderno, unos ojazos grises como una tormenta a punto de desatarse, la mandíbula cuadrada y ese porte espectacular, ¿quién no querría estar con él, aunque solo fuera una noche? Era la personificación de la perfección y, por desgracia para mí, no estaba a mi alcance.

—Apártate de mi camino, gorda —musitó Lena, una de las chicas más desquiciantes de mi carrera, segundos antes de empujarme. Tuve tan mala suerte que me di de bruces contra el suelo y, al parecer, mi caída les hizo gracia a Bariel y a ella. Fenomenal.

—¿Estás bien, Amberly?

Cath, mi mejor amiga, me ayudó a levantarme.

—Mira bien pon dónde vas, elefante —se burló la idiota de Bariel.

Puse los ojos en blanco. Si ellas supieran.

Hice una mueca de dolor al tocarme el cuello.

—Estoy bien. No te preocupes.

Estábamos volviendo del receso de media hora que teníamos a las once de la mañana. Una de nuestras compañeras nos adelantó con paso rápido. Miré a mi mejor amiga sin comprender. ¿Qué mosca les había picado al género femenino?

—A lo mejor ha pasado algo muy gordo o el profesor nos ha puesto las notas o tengamos un examen sorpresa o...

—...O puede que quizás simplemente no sea nada.

Pero no fue precisamente nada lo que ocurrió. Un montón de mujeres que no pertenecían a nuestra carrera se acercaron a curiosear y en cuanto llegué al aula en el que tenía clase supe la razón de que todas parecieran revolucionadas: el príncipe había vuelto de su viaje de negocios y, al parecer, se incorporaría de inmediato.

El príncipe Christopher Frederick Rosenzberg I era el heredero al trono del reino de Ahima, un pequeño país situado entre Suiza y Alemania. Apenas era un pequeño punto de la gran masa de países que conformaban Europa, si bien las grandes Naciones envidiarían sus recursos materiales y sus bellos paisajes. Desde que se formó la Nación décadas atrás, la familia Rosenzberg ha dirigido el país dándole a su pueblo lo que necesitaba y ofreciéndole una monarquía parlamentaria.

Sinceramente, yo me había criado en Chicago y debido a que a papá le habían dado un ascenso nos habíamos cambiado de país. Para mí no fue un gran cambio, pero para mi familia sí que lo fue. Mi hermana pequeña tuvo que dejar a su grupo de amigas y rehacer su vida aquí. Lo mismo le pasó a mamá, quien estaba acostumbrada a asistir a las reuniones semanales en el club del campo. Papá era al que apenas le había afectado el cambio, o eso aparentaba. Se le veía muy contento con su nuevo empleo como uno de los ministros del rey. A la que más le había costado adaptarse era a la abuela Dorothy: estaba muy acostumbrada a la vida en una ciudad muy bien conectada y, si bien el comienzo fue espantoso para ella, se fue acostumbrando poco a poco.

Allura, así se llama la ciudad en la que residía y que era, además, la capital de aquel reino. No era muy grande y solo contaba con cinco ciudades, pero, por lo que Cath me había contado, la familia real tenía mucho más poder del que se pensaba. A pesar de que veía al príncipe casi a diario, nunca antes había podido ver a los reyes en persona, solo en la televisión. Papá siempre decía lo agradables que eran, aunque yo tenía mis dudas. Según pude observar, a la reina parecía que le habían metido un palo de escoba por el trasero de lo recta que andaba y el rey parecía más soso el pobre.

—¡El príncipe Christopher acaba de llegar!

—¡Qué guapo que es, Dios mío!

—Ojalá me hubiese matriculado en Ciencias Económicas en vez de en Derecho. Así podría verle y babear por él en cada clase.

A medida que mi amiga y yo íbamos avanzando a lo largo del pasillo, mientras nos íbamos acercando a la clase que teníamos, podíamos escuchar aquí y allá comentarios desde vítores hasta completas obscenidades.

—¿Quieres que hagamos algo el fin de semana? Podríamos ir al centro comercial o al cine a ver una película.

Hice un mohín.

—Lo siento. El sábado debo trabajar todo el día y el domingo he quedado con mi abuela.

Trabajaba en una cafetería de la ciudad todas las tarde de entre semana salvo la de los viernes y algún que otro fin de semana. Mi jefa era muy flexible, más en la época de los temidos exámenes. No podía quejarme. Además, el trabajo me vino que ni pintado. Necesitaba ganarme mi sueldo extra para poder emanciparme cuanto antes. Estaba deseando tener mi casa propia y mis reglas, poder ser yo misma sin que mi familia me juzgara a todas horas.

—Que no se diga, iré a verte. Además, adoro los frappés que haces y los dónuts con glaseado de Annie. Están deliciosos.

Sonreí. A Annie, mi jefa, le caía de cine Cath y siempre que pasaba las tardes del sábado allí dentro acabábamos bromeando las tres. A veces incluso nos ayudaba a cerrar. Lo sé, ¿quién en su sano juicio prefería quedarse un sábado haciéndome compañía cuando podía fácilmente tener otros planes? Así era ella.

Nos conocimos de casualidad. Tras mudarme con mi familia y visto mi historial de amistades no tenía ninguna esperanza de caerles bien a ninguno de los habitantes del reino y me sorprendió que el primer día de clases aquella mujer de cabello color caoba me dirigiera la palabra y se viera interesada en querer ser mi amiga. Su mirada sincera y su sonrisa genuina me hicieron confiar en ella al instante.

Si bien al principio me mostraba cautelosa, con el tiempo me di cuenta que podía decirle hasta el último de mis secretos, el más gordo de todos. Y lo hice, meses después de mi llegada y tras demostrarme en más de una ocasión que le daba igual lo que la gente dijera de mí, que me llamaran gorda y que las perras de Lena y Bariel le cogieran manía a ella también, le conté aquello que me había torturado por años y que había provocado que en mi ciudad natal nadie quisiera ser mi amigo.

—¡Tía, eso es una pasada! Eres única en tu especie. No deberías ocultarlas —había dicho—. ¿Puedo... puedo verlas?

Recuerdo que la llevé al bosque y allí dejé al descubierto aquello que aunque me hiciera única también me hacía sentirme rara. Puso una expresión entre sorprendida y maravillada que me asombró. Estaba acostumbrada a que la gente me temiera o me señalara con el dedo, no que incluso me preguntara si eran tan suaves como se veían.

—Allí estaremos esperándote. —Le guiñé un ojo con complicidad.

Pocos minutos después, un gran revuelo se extendió por todo el pasillo. Ya sentadas en nuestros sitios habituales, escuchamos como chicas enloquecidas soltaban grititos como si estuvieran en un concierto de su grupo preferido en vez de en una institución académica. La puerta del aula se abrió con bastante brusquedad y el heredero al trono entró con su porte serio de siempre. Ni siquiera nos dirigió la mirada; pasó de largo para sentarse en una de las filas de atrás, como si no fuéramos lo suficiente guays como para hacerlo.

En cuanto las cosas se calmaron y los alumnos entraron, todo volvió a su cauce. Ya no había niñitas gritando como si les fuera la vida en ello; solo mujeres acostumbradas ya a su presencia. Vamos, no era más que un tío más de los tantos que había en la universidad. No es que fuera para tanto.

Al terminar el día, volví a casa en transporte público. No tenía coche y la verdad es que no lo necesitaba para nada. Prefería moverme a pie o en autobús o metro, ya que teníamos la suerte de que la ciudad estaba muy bien comunicada y que el transporte público no era muy caro.

—Buenas tardes —saludé nada más entrar.

La única respuesta que recibí fue un silencio absoluto. Habría pensado que no había nadie de haber estado la puerta de casa cerrada con llave. Como la distribución era abierta pude ver a mamá trasteando en la cocina y a papá viendo no sé qué programa en la televisión. A pesar de que los dos claramente me habían escuchado entrar, recibí la misma respuesta que me habían dado a lo largo de mis veinticuatro años de vida: pasaban de mí.

En fin. Tomé una gran bocanada de aire antes de adentrarme de lleno e ir a la cocina a prepararme algo para almorzar. Debía estar a las cuatro en mi puesto de trabajo, así que apenas tenía una hora para relajarme tras un día intenso de clases. Como esperaba, mamá apenas hizo comentario alguno y ni siquiera me saludó; estaba demasiado inmersa en la revista de cotilleos que tenía entre sus manos, en cuya portada se leía en grande un <<¿Se casará algún día el príncipe Christopher?>>.

Puse los ojos en blanco. Era tan típico de las revistas publicar ese tipo de chorradas. ¿A quién le interesaba con quién salía o dejaba de salir, la ropa que llevaba o lo que había comido el día anterior? ¿Acaso era eso más importante que la clase de persona que era? Porque nunca, en lo que yo llevaba viviendo allí, se había publicado algo con respecto a los intereses del pobre chico que no fueran con qué modelo, actriz o hija de noble se había estado viendo. Patético.

Me preparé algo rápido y huí a mi habitación. Cada vez que me quedaba a solas con mi familia sentía como si alguien estuviese oprimiendo mi pecho. Era una tensión constante, alerta a la primera salida de tono. Esta no tardó en llegar. Estaba pisando las escaleras que me llevarían a mi dormitorio cuando papá giró la cabeza en mi dirección. Sentí cómo sus ojos marrones me taladraban a cada segundo que pasaba.

—Esta noche tu madre, tu hermana y yo visitaremos el palacio real. Tengo una cena de negocios. Por supuesto, no estás invitada. No quiero que nadie se entere de eso.

Tragué saliva con fuerza. Si aquella vez hubiese sido la primera en la que me soltaba esas palabras lacerantes, puede que hubiese llorado. Mis padres se pasaban todo el tiempo comparándome con mi hermana pequeña, Doña perfección: que si no era tan inteligente, que si no era tan guapa, que si no tenía su figura... Estaba un poco cansada de la manera en la que me trataban, pero yo no tenía la culpa de haber heredado aquello.

—Está bien.

Hice amago de marcharme, pero mi padre me interrumpió con un gesto.

—Otra cosa, ni se te ocurra andar por casa a tu aire, que la última vez tu madre se tuvo que inventar que había entrado un pájaro cuando una de sus amigas encontró...

—Comprendo.

Corrí escaleras arriba y me encerré en mi habitación. La relación con mis padres era demasiado tensa. Sentía que ellos no me comprendían, no entendían lo que conllevaba ser diferente al resto, tener algo que los demás no. No eran conscientes de lo difícil que era ocultarlo, del dolor que a veces sentía de tanto esconder mi anomalía.

Me había costado años aceptar que no era una chica normal, años de hacerle frente. En casa me trataban como una basura y la única persona que me comprendía era mi abuela materna, de quien había heredado aquello. Me había enseñado que tenerlas no era tan malo, que tenía sus cosas positivas; había aprendido a cuidarlas y a mantenerlas; había comprendido gracias a ella que ser diferente no te hacía raro, te hacía único.

Devoré mi almuerzo improvisado con aquellos pensamientos en mente y me cambié rápidamente de ropa. Debía salir en nada si no quería llegar tarde. Tras ponerme las botas bajas y la cazadora, salí a toda prisa, tan rápido que por poco me di de bruces contra mi hermana.

—Mira por dónde vas.

—Lo... siento.

Me dio un ligero repaso con la mirada antes de soltar uno de sus comentarios mordaces.

—¿Tu jefa no te paga lo suficiente como para permitirte algo mejor?

Resoplé. Si no me <<compraba algo mejor>> era porque las telas de la ropa bonita me causaban un picor y una urticaria tremenda allí. Solo la ropa más sencilla me permitía tomar un ligero respiro —porque incluso en ocasiones me causaban ese malestar—. Además, ella ya sabía eso, sabía que el material del tejido me incomodaba.

—¿Y tú sabes que no deberías derrochar el dinero que te dan mamá y papá en cosas innecesarias? —contraataqué.

Amanda se señaló, totalmente indignada.

—Esto es la última moda, lo que más se lleva entre las chicas. Bueno, qué te voy a contar. Debe ser triste no poder utilizarlo porque no hay tallas para ti por tu... eh... gordura.

Apreté los puños con fuerza. Mi hermana sabía que no estaba gorda, que solo utilizaba ropa tallas más grandes que la mía para ocultar mi pequeño secreto.

—¿Sabes una cosa? Eres tan patética. Te crees el culo del mundo porque mamá y papá te conceden todos tus caprichos, pero no es así. No vas a ser más guapa por vestir de marca ni más inteligente por cursar una carrera dificilísima solo porque nuestros padres te han presionado para hacerla.

Mis palabras no parecieron gustarle, puesto que de un momento a otro me vi tirada en el suelo.

—Apártate de mi camino. Tengo cosas mucho más importantes que hacer que estar hablando contigo, como prepararme para la cena de esta noche. ¿Sabías que veré al príncipe? Es tan guapo y sexi. —Hizo una pausa dramática—. Uy, lo siento, no había caído que no irías. Tiene que ser duro que ni tus propios padres acepten tus rarezas.

No sabéis cuánto odiaba a mi hermana, lo que es muy triste. Se supone que una hermana debía ser como una mejor amiga, una confidente; pero a mí me había tocado a un puñetero demonio. No solo me humillaba cuando estaba con su grupito de amigas tontas, en casa tampoco me daba tregua. Lo peor era que no sabía por qué me odiaba tanto, por qué me trataba tan mal y por qué me agredía constantemente.

Decidí huir de allí. Era consciente de que si comenzaba una pelea, la que perdería sería yo y no porque fuera débil, sino porque nuestros padres siempre se ponían de su parte. Cualquier cosa que ella dijera iba a misa y, mientras tanto, yo era rechazada una y otra y otra vez. Sin embargo, ninguno se esperaba el gran cambio que daría mi vida aquel año y cómo me vi obligada a salir de mi zona de confort.

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Nota de autora:

¡Feliz lunes, mis queridos lectores!

¡Sorpresa! Ya podéis disfrutar del primer capítulo de No es un cuento de hadas. ¿Qué os ha parecido? Repasemos:

1. Conocemos a Amberly.

2. La manera en la que es tratada Amberly.

3. El príncipe.

4. La familia de Amberly.

5. ¿Qué anomalía creéis que tiene?

Espero que el capítulo os haya gustado. ¡Nos vemos la semana que viene! Un besote.

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