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🎵Hogar

—¡¡John!! ¡Al fin contestas el bendito teléfono! ¡¿Dónde demonios estás?!

El chico sonrió para sí. Solo Albert podía bendecir y blasfemar en una misma oración.

—En el aeropuerto —confesó, pegándose el teléfono al oído para escuchar la voz de su mánager por encima del ruido del lugar.

—¡¡¿En el ar…?!! —Sintió cómo respiraba hondo antes de continuar más calmado—. John, por favor, no juegues con este pobre hombre. Me prometiste que la semana siguiente comenzaríamos a trabajar. ¿Puedes explicarme qué haces en un aeropuerto?

—Bueno, no vine precisamente a comprar los burritos con papas que venden aquí —se burló el chico, pero enseguida asumió una actitud más seria—. Me voy de viaje, Al. Me tomaré unas vacaciones.

—¡¡¿¿Unas vacaciones??!! ¡Pero si estás en paro desde que el grupo se separó! Tus compañeros ya han sacado sus álbumes o mínimo hecho alguna colaboración. ¿Y tú qué? Nada de nada.

—Pero sí que he hecho —Se ayudó con el hombro para retener el móvil cerca de su oído mientras descargaba las maletas—. He modelado para grandes marcas de ropa.

—¡¡Salir semiencuerado en una sesión de fotos no es hacer algo!!

—¿Pero tienes idea de cuánto sacrificio supuso tener los abdominales marcados que me salen en esas fotos?

—John —el tono de su mánager descendió una octava de piano—, hablo en serio. Es tu música la que tus fans quieren escuchar.

—¿Y yo qué?

—¿Tú...?

—¿Qué es lo que quiero yo? ¿Alguien se ha molestado en preguntármelo?

Del otro lado de la línea se hizo un devastador silencio. John miró a su alrededor. Ataviado con una ropa anticuada, una peluca rubia y la mascarilla nasobucal de tela, había conseguido pasar por un viajero cuarentón. Pero ahora, en medio de aquel inmenso lugar, rodeado de personas que corrían de un lado para otro como si el tiempo se les acabara, se sentía como una de las tantas abejitas de un gran panal, cuya existencia individual no era imprescindible.

—¿Qué es lo que quieres tú, John? —preguntó su mánager después de un suspiro exasperado.

—Eso es lo que voy a descubrir.

Escuchó el bufido de Albert.

—Pero, ¿puedes decirme al menos a dónde vas?

—A un lugar donde los móviles no funcionan.

—¡¡Qué demo…!! Por la gracia de Dios, John, así no podré comunicarme contigo y perderás todo contacto con tus fans.

—Ese es el punto, Al —dijo socarronamente—. Oye, tengo que colgar, ya casi saldrá mi vuelo.

—¡Espera, espera… ¿por cuánto tiempo te irás?!

—El tiempo que haga falta. Te quiero, Al.

—¡Bastardo John…!

  Sin esperar la réplica completa de su mánager colgó el teléfono, y para asegurarse de no volver a ser molestado, activó el modo avión.

Tres doritos después, ya miraba desde la ventanilla del avión alejarse el suelo de la cosmopolita Nueva York, donde se había refugiado durante todo un año.

No recordaba la última vez que había viajado en un vuelo de ese tipo, compartiendo espacio con personas desconocidas. Se sentía incómodo y tenía una leve opresión en el pecho. Pero esto era lo único que había podido conseguir en poco tiempo. Habría tenido que dar muchas explicaciones a su equipo si viajaba en el privado que tenía el grupo para desplazarse.

  Para algunas personas, un vuelo encerraba un infinito de posibilidades.

“Es aburrido ir siempre en jets privados. Pierdes la oportunidad de conocer a personas interesantes” —había comentado con aire soñador James, la persona con la que tenía el vínculo más estrecho dentro de la banda.

El flash del pasado lo hizo sonreír y olvidarse un poco del malestar.

  Hollywood era culpable de hacer creer a James que podía encontrar el amor de su vida en el tránsito de una ciudad a otra. Para John, sin embargo, un vuelo era sinónimo de trabajo. No había cabida para posibilidades románticas.

  Romanticismo… “¿eso se come?” La verdad es que rara vez le dedicaba un minuto de su vida a pensar en ese sentimiento llamado amor. Pero por ironías del destino, le habían asignado la fecha de su vuelo un 14 de febrero. Por todo el aeropuerto se había cruzado con parejitas desesperadas por tomar un avión hacia un destino paradisíaco; algo que perfectamente hubiesen podido hacer en cualquier otro momento del año. Incluso la azafata le había ofrecido unos caramelos en forma de corazón.

  Como no podía conciliar el sueño, se dedicó a ponerse al día con el manga que estaba leyendo. Era una historia muy buena sobre un superhéroe que había acabado con todos los villanos del planeta. Pero como ahora en el mundo solo existían personas buenas, su objetivo en la vida ya no tenía sentido. Entonces decidía convertirse él mismo en un villano. John suspiró. Suponía que eso significaba la vida: tener una motivación, algo que te hiciera levantarte de la cama todos los días. 

  La voz de la auxiliar de vuelo lo sacó de su paraíso de ficción.

—Atención, pronto llegaremos a nuestro destino… Los Ángeles.

Una corriente de ansiedad recorrió su cuerpo.

  Había llegado a la ciudad donde conquistó su fama, pero todavía quedaba un largo viaje hasta su último destino. Tomó un taxi a la salida del aeropuerto y fue deleitándose por el camino con el cambio abrupto de escenario.

  El auto iba dejando atrás los grandes e imponentes rascacielos de Los Ángeles para internarse en un extenso paraje verde y azul, rodeado de mar y salpicado por poblados de graciosas cabañitas de las cuales no sería extraño si en cualquier momento saliera un personaje de Disney. Ciertamente, Carmel-by-the-sea, en la fotogénica costa californiana, era un pueblo de cuento de hadas. En los ojos de John apareció un tenue destello.

Ir de gira por todo el planeta, cantar y bailar en los mejores escenarios del mundo, comer en los más lujosos restaurantes, alojarse en los hoteles más caros, nunca podrían compararse en su corazón, con el infinito placer de regresar al hogar.

                               ***

—¡Mi precioso niño! —Su madre lo estrujó entre sus brazos.

—¡M…mamá… no puedo respirar! —logró decir John con su último aliento.

—¡Oh perdóname! —Lo  liberó de su fuerte agarre—. ¡Es que estoy tan emocionada de que estés aquí!

A pesar de que sus costillas aún estaban resentidas, no pudo reprimir una sonrisa ante tal recibimiento.

Nada más atravesar la verja de la mansión, su madre había corrido fuera a darle la bienvenida. Nemo, el sabueso dóberman, había seguido sus pasos y en ese momento olisqueaba los zapatos de John moviendo la cola desbocadamente en señal de que reconocía a su amo.

—Yo también estoy feliz de estar aquí, madre —dijo con toda honestidad.

Los ojos de Clarissa Kaz brillaban por el agua acumulada en ellos. Con un movimiento rápido cortó una lágrima que se había escapado. Salvo por los pequeños surcos que comenzaban a aparecer por la edad, su rostro no tenía mancha de imperfección. Los ojos rasgados eran un vestigio de una lejana ascendencia asiática, que John también había heredado.

Una sombra de preocupación contrajo las delicadas facciones femeninas.

—Luces más delgado. ¿Estás comiendo bien?

—Umjú. Todas las comidas diarias —mintió, tratando de no tragar en seco.

—¿Debo pretender que te creo? —lo retó, entornando los ojos—. Bien, ya no tiene importancia, porque aquí en casa te alimentaré como es debido. —Y después de barrer otra vez con la vista el rostro y cuerpo de John agregó—: ¡Tu cabello ha crecido mucho! ¿Y por qué siempre vas de negro? Ese color te hace ver… enfermo.

—Déjalo, madre, ese siempre ha sido su color.

Una voz grave hizo que repararan en el alto y apuesto joven, unos años mayor que John, que permanecía recostado al marco de la puerta con una expresión divertida.

—Ernie.

John titubeó un segundo, pero no pudo contenerse más y acortó la distancia que lo separaba de su hermano, que lo recibió con los brazos abiertos en un reconfortante abrazo.

—Debe de haber caído un meteorito en tu apartamento para que por fin decidieras sacar la cabeza del agujero —dijo Ernest con un tono que parecía un reproche.

John sacudió la cabeza y evadió el tema:

—¿Qué hay de ti? —preguntó en su lugar—. ¿Desde hace cuánto estás aquí?

Su hermano se encogió de hombros.

—Hace como un mes más o menos. Le dije a papá que me tomaría unas vacaciones. El viejo me trata como un esclavo. No sé cómo pretende que los demás me vean como su relevo.

—¿Y si intentas recordarle que eres su hijo? —propuso John con expresión burlona.

—Lo hago, pero entonces el muy tirano me hace trabajar todavía más. Pero meh..., no tengo ganas de hablar del viejo amargado. ¿Por qué no entramos y me cuentas de tu “maravillosa” vida de topo?

—Es más divertida de lo que crees —dijo con una media sonrisa e intentó tomar una de las maletas de las manos de Carlaile, el mayordomo —Tranquilo, yo puedo con el equipaje.

—¡John! ¿Puedo saber por qué tienes esta peluca? —Su madre miraba atónita la maraña de cabello rubio sobre la mochila.

Ernest soltó una sonora carcajada.

—Apuesto lo que quieras a que se las quiso dar de Hanna Montana y se disfrazó para venir en un vuelo convencional.

Al ver que John no refutaba el comentario, Clarissa reaccionó alarmada.

—¡¿Fue así?! ¡John, sabes lo peligroso que es que viajes de esa manera! ¿Y si te reconocía alguien? ¿No tienes un privado?

—Lo tengo, madre. ¿Pero dónde está la diversión en eso? —dijo con una sonrisa traviesa antes de refugiarse entre los familiares muros de la mansión.

                                  ***
—Parece mentira que tengamos que esperar a venir a casa de nuestra madre para poder ponernos al día tú y yo —decía Ernest—. Suelta prenda, JK, ¿cuántas chicas te has ligado estos meses?

Clarissa puso los ojos en blanco al escuchar la pregunta:

—Ernest, hijo, te agradecería que no dijeras esos comentarios despreciativos hacia las mujeres en mi presencia.

—Perdón, madre —formuló la disculpa; pero en cuanto ella les dio la espalda para terminar de cocinar la pasta, Ernest le hizo un gesto a John incitándolo a responder.

—No he estado con nadie, Ernie. He tenido una existencia muy similar a la de una piedra.

  Los hermanos bebían unos deliciosos batidos de plátano, sentados en la isla de la cocina, recreando aquellos viejos momentos familiares perdidos en el tiempo. Aunque ambos habían estado viviendo por casi un año en Nueva York, no se habían visto en varios meses.

—¡Qué aburrido eres! ¡Millones de chicas mueren por estar con el “sexy y misterioso John Kaz”, y tú no puedes elegir ni siquiera a una! —Resopló—. De verdad, a veces pienso que la vida es injusta. Yo me tengo que conformar con decir que soy el hermano de John Kaz.

—Y teniendo en cuenta que en lugar de pasar tus vacaciones con una chica, estás aquí con nuestra madre, yo diría que la técnica no te ha funcionado —se mofó John.

—Eres un ser humano despreciable, ¿lo sabías? —le reprochó propinándole un golpe sin ganas.

  Clarissa pasaba la vista de uno a otro con el ceño fruncido. John podía adivinar lo que pasaba por la mente de su madre. Tal vez los miraba como tratando de encontrar alguna semejanza entre ellos, pero era en vano. Como hijo mayor, Ernest siempre fue el consentido de su padre. William Kaz lo había adentrado desde temprana edad en el ambiente de los negocios para asegurarse de que siguiera sus pasos en la empresa de autos. Creció con todos los lujos y atenciones que cualquier niño pudiera desear. De ahí que a veces se comportara, a pesar de su edad, de una manera un poco irresponsable, inmadura y dependiente.

La historia de John había seguido un rumbo distinto. Para tratar de suplir la carencia de afectos de William, Clarissa había redoblado sus demostraciones de cariño con él, lo que usualmente provocaba los celos de Ernest.

John todavía recordaba la expresión dolida de su madre aquella tarde, nueve años atrás, cuando él le confesó su plan de marcharse a Los Ángeles para perseguir sus sueños quiméricos de ser cantante. Nadie jamás hubiese sospechado que lo que aquella tarde parecía solo fantasías de un niño ilusionado, se convertiría en realidad.

Ahora, a sus veintidós años, sentado en la cocina en la que antaño se pasaba las horas con su madre probando nuevas recetas, John era consciente de cuánto habían cambiado las cosas. Cuando se percató de que su madre lo estudiaba con atención, descendió la mirada hasta una pequeña mancha en la meseta. Pero sus intentos por ocultar sus emociones debieron resultar inútiles. No había sombra de tristeza en su rostro que pudiese pasar desapercibida a los ojos expertos de su madre.

—¡Dios! ¡Ni siquiera estando de vacaciones el viejo me deja en paz! —se quejó Ernest al comprobar la pantalla de su celular con la llamada entrante—. ¿Quieres hablar con papá, JK?

—Ahora no —murmuró con la vista fija en su jarra de batido medio vacía—. Después lo llamaré.

—Como quieras. Si me disculpan un momento, debo cumplir las órdenes de un tirano.

Apenas abandonó Ernest la habitación, ella se giró hacia John.

—¿Y qué planes tienes para esta semana, hijo?

—Ninguno... creo. —Frunció los labios. En realidad no había pensado en nada—. Supongo que lo que hace todo el mundo cuando regresa a casa: darme una vuelta por lugares que me traigan "recuerdos" mientras escucho canciones tristes de Lewis Capaldi, y puede que por el camino me encuentre con gente que asegura conocerme desde que era un niño, y de los cuales debería acordarme pero lo cierto es que no me suenan de nada.

Su madre lo miró dulcemente.

—¿Por qué no me acompañas mañana a Brave Heart?

—Mmh —John vacío la jarra de batido y se limpió con el dorso de la mano—. ¿Para qué?

—Debo atender a unos huéspedes. Así que necesito tu ayuda con un asuntito.

—¿Un “asuntito”? ¿Qué es?—John sintió una repentina curiosidad.

—Solo te diré si me acompañas mañana.

Resopló decepcionado. Su madre definitivamente sabía cómo jugar sus cartas.

Miró el reloj de pared con las agujas detenidas. A falta de mejores planes, y porque quería resolver aquella incógnita, aceptó la propuesta de su madre, sin saber que esa decisión tan simple, como cuando eliges ponerte la sudadera blanca en lugar de la negra, cambiaría su vida para siempre.

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