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XVII - Un error mínimo al principio puede ser máximo al final:


«Puedo perdonar todos los errores, menos los míos.»

Catón.

Arcángel Gabriel:

Llevaba aproximadamente cinco horas volando por el ancho y basto cielo haciendo memoria sobre todo lo que había recopilado durante mi estancia en Rhodinthor para exponérselo tanto a mis hermanos como a mi señor, aunque este ya sabría de todo aquello que yo contase debido a su omnipotencia, cuando de repente me percaté de una pequeña mancha infausta que provenía desde muy arriba, y me retaba acercándose cada vez más y a una velocidad impetuosa.

Poco tardé en darme cuenta de que la marcha en realidad eran dos, y después, los borrones se fueron transformando en las imponentes figuras de dos de mis hermanos, lo cual era raro, porque a mí nunca nadie venía a darme la bienvenida.

>>Los cuerpos de Miguel y Rafael se aproximaban cada vez más a mí, y cuando estuvieron lo suficientemente cerca, no se pararon a saludar, tal como hice yo, sino que cada uno, me cogió de un brazo y tiraron de ellos hacia abajo. De nuevo a Rhodinthor. Mi saludo se vio comprometido y cortado por el jalón que recibí por parte de aquellas bestias.

—¡Éh, éh! –Grité de repente enfurecido. —¡Soltadme!, pero ¿qué hacéis? –Puse resistencia, pero ellos se mantuvieron firmes en su agarre.

—¡Intentar solucionarlo! —Respondió Rafael, concentrado en su travesía.

—¿«Intentar solucionar» el qué? —Pregunté aún más enfadado, y luego volví a forcejear para liberarme. Conseguí zafarme de Rafael, sin embargo, volvió a aprisionarme en cuanto me desprendí de su agarre. —Tengo que volver, fue una orden d...

—Al único sitio al que vas a volver es a Danovica. —Refunfuñó Miguel, gritando para para contrarrestar el efecto del viento, que siseaba a nuestro alrededor por la velocidad a la que caíamos libremente por la inmensidad del firmamento. —¡Para empezar; dejaste que la marcaran!

Me revolví incómodo. Ladeando la cabeza para intentar apartarme el viento de la cara, que se revolvía de manera incontrolada por el viento.

—¡No podía interferir, eran órdenes de mi señor!, ¡asegurarme de que todo estaba bien interfiriendo lo más mínimo!, y cuando pasó... ¡yo... yo no tuve tiempo de actuar! –Respondí, nervioso, pues sabía que sería Dios quien habría enviado a mis hermanos a reprenderme.

Miguel negó con la cabeza.

—¡Y ahora ellos la tienen! —Espetó el rubio, rabioso y colérico.

—¿Quién? —Pregunté, e intenté mirar las caras de ambos de mis hermanos, cada uno a un costado de mi cuerpo. —¿Quién tiene a quién? —Volví a interrogar.

No llegaba a comprender nada.

¿Qué podría haberse torcido en las horas que yo decidí abandonar Danovica?

—¿Qué es lo que no entiendes, Gabriel? —Respondió Rafael ahora, molesto. —¡Los demonios tienen a Naira!, ¡Ellos la tienen, la han cogido!

Todo se derrumbó dentro de mi cuando descifré que había fallado en el cometido que Dios me encargó. Fracasé. Había fracasado. Y me odié por el hecho de haber malogrado en lo que mi padre me confió.

Pero lo solucionaría. Lo iba a arreglar. Y esperaba que los demonios contasen con ello. 



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