XIV - Suciedad, sangre, pus y pestilencia:
«No quiero pensar porque no quiero que el dolor del corazón se una al dolor del pensamiento.»
Emilio Castelar.
Princesa Naira Angelov:
El domingo tardó demasiado en llegar.
Las horas pasaron con mucha lentitud, muy a mi pesar y, a decir verdad, dicho día parecía que los astros se habían alineado para hacerme llegar el maravilloso mensaje de: «todo va a salir mal».
Debido a la preocupación que todos los sirvientes tenían con la celebración del cumpleaños de Everild, el viernes fue la última vez que probé bocado, debido a que mis amigos fueron enviados a las diferentes ciudades, pueblos y aldeas de la región para colgar los carteles que se encargaban de invitar a los súbditos a la fiesta que tendría lugar esa tarde en palacio, y los que acabaron su cometido antes de lo previsto, fueron reclamados para la realización de más tareas, por lo que no se pudieron escapar con algo de comida para aplacar a mi hambriento estómago.
Zarelda no paraba de cambiar las cosas de lugar, expresando su descontento con los mozos y criados por cómo habían dispuesto la decoración del castillo, por lo que no dejaba de mandar modificar cada una de las lámparas del jardín, del tapizado de los sillones, los lazos, las pancartas de felicitación...
>>Desde el sábado por la mañana los lacayos daban un paso fuera del umbral del palacio sin que algunos guardias reales los protegieran, manteniéndose a una corta distancia de ellos, por si algún ciudadano molesto con la gestión de Zarelda para con Danovica, intentaba adentrarse en el recinto y amenazar a alguno de sus trabajadores para llegar hasta ella.
Lo tenía todo más que controlado.
Menos a mí.
Sin embargo, lo que podía decir sobre mi salud era bastante lamentable; la garganta me ardía y me picaba, y gracias al haber pasado las últimas dos semanas encerrada en un reducido y estrecho espacio, acomodándome lo más posible entre las mantas y el colchón que disponía, y sólo poniéndome de pie cuando iba a recibir alguna nota donde me daban explicaciones de lo que pasaba fuera, me mareaba cada vez que me incorporaba, sentía nauseas, y la cabeza me dolía a rabiar, por no añadir el fuerte pitido que se me había instalado desde hacía horas en mi oído izquierdo.
«Mi amabilísima madrastra no debe de poder parar de soltar cumplidos acerca de mi por esa bocaza suya»—. Pensé entonces.
No sabía qué hora era exactamente, aunque noté que el sol seguía fuera por el tenue resplandor que dejaban entrar las troneras, así que adiviné que aún era de mañana, o quizás ya de tarde, o quizá...
Cerré los ojos con pesadez, debido al malestar y al cansancio.
No podía evitar los oscuros pensamientos de que habían pillado a Fadia —ya que era la que con más frecuencia venía a visitarme— o a alguno de los demás intentando escabullirse con comida, o peor: con alguno de mis vestidos y la lista de objetos deslumbrantes que varios días atrás le pedí a Parisa, y ante la duda de no saber dónde me encontraba, los habían retenido en contra de su voluntad, o que atentaron contra sus vidas y al final tuvieron que confesar dónde estaba, y ahora Zarelda había mandado vigilarme, pensando en mantenerme encerrada aquí hasta que me muriese de hambre, o hasta que me decidiera a salir para matarme ella. Todo era posible.
...
Las horas seguían pasando, y cada vez veía más remota la posibilidad de colarme en la fiesta de cumpleaños de Everild, la que iba a dar en mi propio palacio, y yo necesitaba asistir para llevar a cabo el plan que había urdido días atrás y alcanzar a conocer, espaldas a mi madrastra, a algún heredero y poder así casarnos y gobernar juntos Danovica, echando de mis tierras a mi indeseable familia postiza y devolver así la paz y la prosperidad a mi región.
Debía de admitir que no era un plan perfecto, y que tenía bastantes cosas que pulir, pero era mi plan, el único que había podido elaborar en años y el único que parecía que iba a ser capaz de emprender.
Había planeado pasearme delante de Zarelda del brazo de mi futuro prometido cuando lo conociese con todo el descaro que cupiese pudiera, haciendo que esta temblara de furia al ver tambalearse el codiciado futuro que había intentado robarme a toda costa desde que se casó con mi padre.
Volví a menarme contra el colchón, intentando de sacarme de encima las mantas que le pesaban demasiado a mi desnutrido cuerpo, pensando en cómo había dejado a aquella mujer aniquilar a la patria que, con tanto amor, habían tratado los anteriores Reyes; mis padres...
>>Visualicé en mi mente, con tristeza, la última vez que miré por la ventana del torreón del séptimo piso del castillo, que daba a la capital. Podía verlo a pesar de la lejanía; una ciudad que resplandecía como si estuviese frente al mismísimo oro, con sus casas bien mantenidas, pequeñas, y aunque estas tuvieran diferentes formas, siempre conservaban el color del tejado y los materiales con los que estaban construidas uniformes, provocando belleza y gracia a cualquier lado al que mirases.
>>Me deleitaba en el aire fresco que, imaginaba paseaba por las calles estrechas, bajando los escalones para acabar colándose por los antiguos, pero elegantes, arcos de piedras, y que después venía a recorrer mi cara para saludarme, como parte de un ritual para darme los buenos días de parte de mi pueblo, que estaba contento de verme.
>>La alegría y la bondad de sus ciudadanos, la pureza de sus flores, su claro río, sus maravillosos lagos, su calle comercial, rebosante de personas, de niños gritando, hablando, riendo, todo en Danovica era maravilloso, y en el resto de sus ciudades y pueblos también, y no podía estar más orgullosa de ser la heredera al trono de un lugar así... sin embargo, hacía más de un año que no miraba por la ventana del torreón, dándole la espalda a los problemas de mi urbe como una vil cobarde, sintiéndome tan ruin que yo misma me asemejaba con una sucia rata, porque era yo la que había permitido que Zarelda los llevara a la ruina; subiendo los impuestos, acabando con el mercado interno, dejando a las personas desprovistas de alimentos, ropa, guardándose para ella las medicinas, exportando gran cantidad de los recursos de la ciudad, dejando a los ciudadanos en la miseria e importando objetos que sólo le servían a ella y a su hija, sin pensar jamás en el bien de la región. Con el paso del tiempo, las buenas gentes no contaban con el dinero ni los recursos suficientes para restaurar sus casas, que se mostraban necesitadas y se caían sobre las propias cabezas de quienes un día las construyeron y los mundanos que habitaban la capital empezaron a morir de sed en verano, de frío en invierno y de hambre en cualquier época del año...
>>Por mucha tristeza que me diera admitirlo: Danovica estaba en la más absoluta de las ruinas.
...
Para cuando quise darme cuenta, me encontraba de nuevo dormida a causa de la fatiga que invadía mi cuerpo por la falta de alimento, o quizás por la escasez de movimiento, sin embargo, el constante griterío de una multitud de mundanos me hizo despertar.
Abrí los ojos con pesar y presencié como el tenue resplandor que iluminaba la torre había desaparecido, dando lugar a la penumbra y a la leve iluminación de los faroles que los sirvientes habían colocado previamente por todos los jardines de palacio en un burdo intento por fingir el estado de alegría y contento que evidentemente brillaba por su ausencia. Muchas de las habladurías de los ciudadanos que se encontraban adentrándose en el castillo justo en ese momento eran fugaces protestas que no llegaban a hacerse eco del descontento de esto por el miedo a ser condenados por hablar mal de la Reina o de su hija mientras estaban en sus tierras, en pleno palacio.
La fiesta había comenzado, y yo aún seguía atrapada en mi torre, pero eso no podía seguir así. No podía permitírmelo. Tenía un plan que llevar a cabo, y dos mujeres a las que enfrentarme, por mucho que la cabeza me diera vueltas, estuviera absolutamente agotada, y sintiera dolor en cualquier grado de tentativa.
Esto no iba a hacerlo por mí, había pensado en aquel plan por el bien de mi región, por mi gente, por mis amigos, por los súbditos que aun creían y confiaban en mí.
Aún seguía llevando la aljuba que me había colocado hacía la friolera de dos semanas y que se encontraba en pésimas condiciones, sucia; llena de tierra; barro y hecha jirones por haberse topado más de una vez con ramas rebeldes que se agarraban a la falda para tirar de ella hasta romperla, o por haberse quedado atrapada entre las rocas que conformaban el muro por el que bajaban cada vez que mis amigos me traían el alimento, desgarrando la tela. Y seguía descalza.
>>Aunque durante este tiempo, Jafet y Vardan me habían traído toallas húmedas para que intentara limpiarme el sudor y la roña que se empezaba a acumular por mi no fue suficiente, así que en esos momentos, mi tono de piel se había vuelto tres veces más oscuro, el barro seco, revuelto y agrietado, se acumulaba por mi cuerpo, y debía de decir también lo hacía en algunas zonas bastante íntimas a las que habían accedido gracias a la lluvia que se filtraba por las goteras y los ventanucos de la atalaya. Mis uñas habían crecido y perdido ese color rosado que las distinguía, y casi me dolía flexionar los dedos por toda la suciedad que se acumulaba bajo ellas. Era asqueroso. Mi aljuba ya no volvería a ser dorada nunca más, y mi cabello era una maraña decorado con pequeñas ramas y hojas secas: toda yo, la viva imagen de la sofisticación.
En esos momentos, juré que me casaría con el primer hombre que me reconociera como: La Princesa Naira Angelov.
Cerré los ojos cuando, estando bocabajo, estiré los brazos para incorporarme y el dolor de cabeza se acrecentó pare recordarme que seguía allí. Inspiré hondo varias veces y me puse de pie para abrir la poterna, luego miré sobre mis costados para comprobar que el ruido que escuchaba no provenía de los alrededores de mi escondite secreto, si no del camino de piedra que llevaba al umbral del palacio y opté por comenzar el descenso hacia los jardines, tomando aire varias veces antes de eso, para ver si con la brisa fresca que respiraba me despejaba un poco y era capaz de sobrellevar el mareo que atontaba mis sentidos.
Tras varios minutos, y después de darme cuenta de que la fatiga no iba a disminuir, comencé a bajar por la pared de piedra con extrema lentitud y cuidado de no caerme, asegurándome dos veces de dónde apoyaba los pies antes de que trataran de sujetar mi peso.
>>Cuando conseguí estar a un metro de la hierba que crecía por todos los jardines, salté del muro, olvidando lo débil que estaba, y cuando mis pies tocaron el suelo, éstos temblaron y acabaron cediendo, provocando que cayera sobre mi trasero.
>>Me tomé un par de minutos para quejarme antes de continuar donde lo había dejado.
>>Decidí tomar el camino que se abría a mi derecha, dirigiéndome hacia el norte del castillo, donde se encontraba la puerta de la desmesurada lavandería, y rezando para que no tuviera echado el pestillo, porque, aunque Nimelia siempre la dejaba abierta para ayudarme en mis escapadas, siendo hoy el día que era, dudaba si realmente alguna puerta más aparte de la principal estaría sin asegurar, para evitar que los ciudadanos se colasen por lugares insospechados.
En cuanto eché a andar de manera discreta, sentí las costuras del traje chirriar, incómodas, por mi incremento de peso, o quizás por haber llegado a las últimas. Chasqueé la lengua. Esperaba que esos dos días sin comer hubieran servido para contrarrestar de alguna manera el exceso de peso y el sedentarismo llevado a cabo en ese medio mes.
Escuché como varios niños se adentraban en los jardines, alejándose de sus progenitores, con ademán de que nadie los molestase, con estoques de madera para jugar a los espadachines, poniéndome las tiernas criaturas en un aprieto, pues me estaban cortando el paso.
>>No podía pasar por delante de ellos con estas pintas; toda sucia, envuelta en tierra y con el vestido deshilachado, pues si lo hacía, estaba segura de que podrían pasar dos cosas: la primera que chillaran corriendo en dirección a sus padres, delatando mi posición, y la segunda, que me lanzaran la espadas de madera a la cara creyendo que, por el estado en el que me encontraba, era alguna especie de monstruo, y debido a cómo me encontraba en esos momentos, aquello no me dejaría en buenas condiciones para seguir con mi maquinación.
Dudando de mis propias capacidades por la falta de fuerzas a pesar de haber mantenido un estricto entrenamiento durante mi juventud –cosa de la que me empezaba a arrepentir de haber dejado—, rasgué la falda de tul, que rozaba el suelo, por encima de las rodillas, —«¡si alguien me viera... y si ese alguien fuera un hombre...!» —, ayudándome de la sequedad que lo envolvía.
>>Una vez hecho, até el tul sobrante a mi cintura, creando una especie de cinturón, que hizo que mi espalda se resintiera por lo apretado que lo había anudado, por lo que tuve que soltarlo un poco, terminando incómoda y demasiado pomposa para mi gusto. Después, para evitar a los niños y utilizando pies y manos desnudas, empecé a—subir por el tronco de un árbol con grandes raíces y gruesas ramas que se encontraba ligeramente acostado hasta llegar a la copa, en la que pude ver, alzando un poco la cabeza, el ambiente que se respiraba sobre el palacio que mi familia postiza quería arrebatarme; había demasiada gente, y a pesar del gran esfuerzo, se veía que muchas de ellas, no formaban parte de la nobleza, sino de aldeanos vistiendo ropas antiquísimas, arregladas con parches y cosidas por varios lados. Muchos hablaban la linde de los jardines, disfrutando del catering y el vino que les ofrecían los camareros. No podía ver más allá del umbral y acertar lo que ocurría en el vestíbulo, o en las demás salas del interior del palacio, pero supuse que en el salón de baile, se encontraba la realeza.
El cansancio estaba haciendo mella en mí, y sentía que iba a desfallecer en cualquier momento. Empecé a descender por la corteza del roble del ángel en el que me había subido —uno de los tantos con los que contábamos en los jardines—, hasta llegar al final de una rama, notando cómo un sudor frío recorría mi frente y las piernas me temblaban. Armándome de valor, y sacando fuerza de donde ya no la tenía, labrándome el parentesco con las ardillas, alcancé una de las anchas y fornidas ramas del siguiente roble, que se encontraba en paralelo por la que yo gateaba, y que estaba allí «tácticamente» colocada, y tan gruesa para que pudiera pasar sin ni si quiera erguir mi postura.
>>Al bajar del segundo árbol, había dejado a los críos que jugaban atrás, así que aguanté las náuseas y seguí con mi camino, solo que entonces, en vez de que las ramas chocasen y rasgasen lo que quedaba de la falda de mi vestido, ahora arañaban mis piernas, haciéndome daño, sin embargo, le resté importancia, pues sólo quería llegar a mi destino antes de desmayarme por inanición, pero tanta era mi concentración en seguir hacia delante, hacia la puerta trasera, la de la lavandería, que no vi el trozo de alambre en el que sujetaban los festivos faroles y los mantenían en las copas de los árboles que se había resbalado y caído de uno de los robles, enredándose en uno de mis tirantes de seda y frenando mi carrera en seco. Tiré con todas mis fuerzas de este, como queriendo volver a emprender la marcha, aunque seguía estática en mi sitio, haciendo que el alambre que se encontraba enganchado en mi tirante se acabara rompiendo, deshilachando de esa manera la costura del traje que iba desde mi axila hasta la cadera.
Esto provocó que mi equilibrio fallase, por lo que caí al suelo bocarriba, arrastrando toda mi espalda por la tierra, la hierba y las hojas que yacían secas sobre este debido al derrape.
Lo que comenzó como un atisbo de dolor, acabó por ser un vigoroso, nervudo y angustioso tormento que afligía a todo mi ser.
Me mordí el labio inferior intentando con toda la fuerza que ya no tenía retener el grito que amenazaba con salir de mi garganta, y que gracias al cielo y a que me mantuve firme y resistí con brío y coraje el dolor, conseguí aguantar.
>>No hubiera sido así si no me hubiera acostumbrado a pasar por ese calvario cada vez que mi cicatriz se abría.
Las lágrimas desbordaron mis ojos en un intento desesperado de calmar la angustia que sentía.
Al erguirme poco a poco, aturdida, cansada, hambrienta, sedienta y muy, muy dolorida, intenté cubrirme el pecho desnudo, no sin antes pasar una de mis manos por la cicatriz de mi espalda, que había vuelto a abrirse, lo sabía sin verla o siquiera haber llegado a tocarla, pues el distinguido hedor del pus; fuerte, espeso y asqueroso, invadió mis fosas nasales y abusó de ellas con pedantería. Fruncí el ceño al mirar mi mano cubierta totalmente de sangre y otro líquido pastoso, y notando todo esto, caliente y húmedo cayendo desde la espalda hacia las piernas. Estaba pasando por una tortura a la que no le veía el fin.
Seguí caminando muy recta, intentando no curvar mi espalda para no empeorar mi angustia, ignorando los comentarios de varios aldeanos que se encontraban peligrosamente cerca, parecían voces masculinas, y por sus reclamos, parecieron haberme visto. Agarré con más fuerza mi pecho, ocultándolo del resto del mundo.
>>Di con la pared noroeste del castillo, y apoyé la mano derecha contra en la oscura piedra, dejando un rastro de sangre por ella, pero ayudándome así caminar, hiperventilando con fuerza; sudando; sangrando y supurando, hasta que por fin encontré la gruesa puerta de madera de roble que daba a la lavandería.
Suspiré con pesadez, intentando tragar saliva, pero mi boca estaba demasiado seca.
Alcé mi mano hasta la aldaba, separándola de uno de mis pechos, y lo empujé, dejando caer mi peso sobre el portón debido al agotamiento, que para mí alivio, estaba abierto.
Caí debruces en el frío suelo de la habitación mientras todo se tornaba negro.
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