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V - El discurso de Naira:

«Debemos aceptar la desilusión finita, pero nunca perder la esperanza infinita.»

Martin Luther King 

Princesa Naira Angelov:

—Bueno... emmmnh... no sé por qué debería de importarte lo que haga aquí. —Respondió Everild. Quedándose muy satisfecha por la respuesta que me había dado y cruzando los brazos por encima del pecho.

Mi hermanastra tenía una voz dulce, modos hasta cierto punto finos y una buena educación, aunque le fallaba al estar conmigo. La piel clara y su rostro pálido no carecían de cierta gracia interesante que, manoseadas por la malicia y el recelo, se trataban de chiste borroso y apenas perceptible. Sus dientes eran de color marfil y en sus ojos grandes y profundos sobresalía un destello azul. La nariz de Everild era pequeña y tenía una forma redondeada al final, quedando así el suficiente espacio para sus gruesos labios. Era alta, delgada y elegante.

Simplemente perfecta.

Cuánta animadversión sentía hacia ella.

Mi hermanastra seguía mirando a todos y cada uno de los recovecos del jardín con disimulo, sin pasar nada por alto, aunque sus ojos luchaban por centrarse en los míos e ignorar lo que quiera que estuviera buscando en aquel momento... aunque por cómo iba vestida, más bien parecía que estuviera buscando alguien. La conocía demasiado bien para saber que, si yo le lo preguntaba, ella no haría más que contestarme con evasivas, así que tendría que ser yo la que descubriese a qué o a quién intentaba avistar mi hermanastra tan desesperadamente, ya que debía ser de suma importancia.

Ella no ensuciaba sus chapines por algo que fuera intrascendente.

—No....la verdad es que no.... —Empecé a imitar el gesto de Everild y comencé a buscar por los alrededores de los jardines.

—¿Qué haces? —Preguntó de repente.

—¿Qué haces tú?

—¿Qué te importa?

Cerré los ojos con pesadez para dejar escapar un enorme suspiro que demostraba el profundo y horrible aburrimiento que sentía cada vez que mantenía una conversación con ella.

—Everild, así no vamos a conseguir avanzar.

Mi hermanastra me miró con suspicacia y elevó una perfectamente perfilada ceja.

—Bueno... el caso es que debería de ser yo la que te preguntase a ti que qué es lo que haces por aquí. —Dijo mirándome de arriba o abajo.

Me estremecí, sintiendo un escalofrío recorrer por mi columna vertebral. Relajé mi posición, poniendo los brazos en jarra sobre mis caderas.

—¿Cómo que qué hago aquí? —Inquirí.

—¿Tú no deberías estar en tus aposentos? —Preguntó con sorna, riéndose abiertamente.

Sí. Ahora estaba segura de que la odiaba.

¿No tienes que ir a seguir practicando tu cocina para asegurarte de que no mates a tu futuro marido? —Bramé–aunque quizás, deberías pedirles a los sirvientes que te enseñaran a limpiar, porque una vez que me case y herede lo que por derecho me corresponde, es para lo único que tú y tu madre podréis seguir viviendo en el castillo. —Susurré cerca de su oído.

No me había dado cuenta de cuándo había comenzado a acortar las distancias con Everild y habíamos acabado de aquella forma, pero ese día, me encontraba agotaba de todas las amenazas y advertencias con las que las «Valenta» me habían obsequiado desde que murió mi padre, así que, por una vez, sólo una vez, quise que ellas también vieran que mis posibilidades eran reales y que era yo quien verdaderamente tenía el control de la situación, o al menos lo tendría cuando me casara.

Noté como Everild aguantaba la respiración, apretaba los labios, juntándolos en una fina línea y arrugaba el ceño, resignándose a apartar su mirada, valiente, brava, osada. De repente, su expresión se relajó, soltó el aire que había estado conteniendo y para mi sorpresa, me sonrió:

—Inténtalo... si es que tu marido no huye cuando ve que su esposa está impedida. —Apuntó y disparó, siendo certera con el objetivo que marcaba la diana.

Fruncí el ceño, bajando mi cabeza y mirando al suelo, hacia mis pies desnudos, sintiendo la vergüenza que era tener un cuerpo que nunca sería del todo «puro».

Todos los esfuerzos de mi voluntad de detener el derrumbe de mi mundo interno y la disolución de mi yo parecían infructuosos. En mí había penetrado el pecado y se había apoderado de mi cuerpo, mis sentidos y el alma. Aunque intenté forcejear y gritar para liberarme de él, volvía a hundirme impotente ante el sentimiento de aflicción. La rebeldía con la que había querido experimentar me había vencido. Ella era la enfermedad que triunfaba haciendo escarnio de mi voluntad. Desde el fallecimiento de mi madre tuve un miedo terrible de haber enloquecido. Me había metido en otro mundo, en otro cuarto con otro tiempo. Mi cuerpo me parecía insensible, sin vida, extraño, y cuando parecía haberlo superado, vino el accidente, y con ello la espiración de mi padre, volviendo a hacer que cayera en el agujero, haciendo que me perdiera en una oscuridad de la que ésta vez, parecía que no podría salir.

>>Las cicatrices de mi pasado, aquello que hice, lo que no dije, lo que no debía decir y sin embargo lo grité a los cuatro vientos... se habían convertido en una maldición que marcaba mi piel, recordándome todas las malas decisiones que había tomado en mi corta vida.

Everild se encaminó hacia el castillo, sin dejar de esbozar aquella irónica sonrisa que me había revuelto las tripas.

Quizás lo que me producía nauseas no fuese la comida de mi hermanastra en sí, ni los remedios importados de otras regiones mezclados con tila que me daba Zarelda cuando enfermaba, tal vez lo que me ponía enferma era el simple hecho de estar rodeada de tal indeseable calaña.

Pero de pronto, recobré el sentido común:

>>Si iba a decirle a Zarelda dónde estaba, que la había desobedecido, que ignoré su castigo deliberadamente, que estaba correteando descalza por la hierba, que llevaba el vestido tan remangado que se me veían los muslos y que las había tirado al suelo... o cualquier otra cosa que a mi simpática hermanastra se le pudiera ocurrir, no iba a quedarme aquí para que su madre lanzase alguna cruel amenaza contra mí para volver a tenerme fuera de juego durante otro periodo de tiempo.

Tomé impulso y corrí entre los árboles, dirigiéndome a la parte frondosa de los jardines, sintiendo la adrenalina palpitar en mi pecho.

Dejé caer mis faldas y empecé a caminar hacia el lado derecho del muro, reconociendo los ladrillos, pues yo misma los había marcado para saber dónde me encontraba en cada momento y no perderme, aunque lo intentara. Llegué a una parte del muro en cuya cima se encontraba una atalaya que decoraba el paredón, edificación que se repetía cada varios metros. Solo que ese torreón era especial. Subí por la pared de piedra hacia la garita que se encontraba prácticamente enterrada por la maleza y los jarales, y cuando llegué a la cima, di con la pequeña y estrecha pasarela que me llevaba a la dirección de la camuflada puerta, que tenía por encima numerosas zarzas para cubrirla, haciéndola totalmente invisible al ojo mundano desde abajo del muro.

Era mi escondite secreto, aunque si pensaba en el hecho de que todos mis amigos conocían de la existencia de éste, se podría decir que era mi «no tan secreto escondite».

Las torres habían sido cerradas por los sirvientes hacía cuatro años, obedeciendo una de las órdenes de Zarelda, alegando que el hecho de que mantener a los vasallos oteando el horizonte no era suficiente para zafarnos de una guerra si los enemigos querían batallar, obviando el hecho de que el anterior Rey, mi padre, había conseguido mantener un estado de paz con las regiones vecinas, por lo que la lucha no era posible, aunque yo sabía bien que ésta elección había sido llevada a cabo por su avaricia, para no tener que compensar a los militantes por sus horas de servicios con terrenos y oro.

>>La atalaya en la que me encontraba era especial porque Nimelia se encargó especialmente de que así lo fuera; dejó habilitada sólo ésta, y se responsabilizó de guardar en el concurrido espacio todos los objetos que les fuera posible de los que Zarelda hubiera mandado a tirar de mis padres, ignorando todas mis súplicas porque no lo hiciera.

>>No había vuelto a entrenarme en ninguna de las maestrías que en las que anteriormente me instruía, y tanto mi estado anímico como mi condición física habían empeorado desde la muerte de mi madre, sin embargo, siempre que me encontraba con las suficientes fuerzas, me entregaba, sin que nadie me viera, a una ardua escalada dentro de la estrecha torreta, que contaba con varias aspilleras que dejaban pasar la luz.

Abrí la puerta y observé como los objetos, colocados por secciones, gracias a los estantes que Jafet y Vardan me habían ayudado a poner, brillaron para saludarme. Me metí dentro de la garita y observé el interior de ésta:

>>Las paredes y el suelo eran de piedra, aunque este último estaba cubierto por una alfombra con tapizado de color gris. En una de las paredes, mis amigos habían conseguido construir una estructura bastante moderna, para aprovechar el poco espacio del que disponía la torre; elaborado con madera, Jafet y Vardan consiguieron alargar las patas del somier del camastro de modo que el colchón casi llegaba a la cúpula y había que acceder a él mediante una escalera. Debajo de ésta, había un pequeño sillón que flanqueaba más aparadores que aguantaban las otras de las propiedades de mis padres, acrecentando los objetos personales que allí tenía de mis progenitores.

Toqué las telas de los trajes de mis padres antes de sentarme en la butaca, facilitándome el poder relajarme, y miré el objeto que presidía el lugar; un cuadro de los anteriores reyes, del día que se casaron, contento, felices, llenos de amor, mi madre miraba al retratista, pero mi padre se llevó cada hora que duró el pintor en confeccionar la obra observando la cara de su esposa.

—Lo siento tanto... —susurré para mí misma antes de caer en un profundo sueño. —Ojalá siguierais aquí conmigo.

...

—Puedo cuidarme sola.

—Naira, tienes trece años. —Se excusaba serio mi padre una y otra vez.

—Hace mucho que dejé de ser una niña, padre, he crecido, ahora puedo cuidarme sola, además, tengo a Nimelia.

—Nimelia tiene trabajo que hacer, Naira... y mucho, gracias a tu desorden... —el Rey Sargo suspiró por enésima vez en lo que llevábamos de conversación. —Si...tu madre...siguiera aquí...

Evité la adolorida mirada de mi padre para evitar que notase cómo los ojos se me llenaban de lágrimas. Pero no podía dejar que me viera llorar si lo que quería es que confiara en que había madurado. Tenía que ser fuerte.

Habíamos perdido a mi madre hacía sólo dos meses, por la viruela, una terrible enfermedad infecciosa y contagiosa, causada por un virus que se caracterizaba por provocar fiebre y por la aparición de ampollas de pus en la piel, que al secarse, hacía que quedasen marcas en forma de costras que al caer dejaban cicatrices permanentes en la piel, y debido a que mi padre, se dedicaba, en mayor medida, a viajar por todo Rhodinthor para comerciar nuestros productos y comprar muchos otros para así mantener bien abastecida la región y que el comercio no se hundiera y yo, era aún demasiado pequeña para sus ojos y pensaba que no podía ser autosuficiente. Sargo pensaba en volver a casarse para que así pudiera echar menos en falta a mi madre y también, tener a alguien que cuidara de mí el tiempo que él no estuviera presente.

—Padre, de verdad...le digo que no es necesario. —Me forcé para volver a mirarlo a los ojos. Él volvió a suspirar.

Madame Zarelda, una viuda de una región vecina, vendrá esta tarde a tomar el té con nosotros.

Miré a mi padre con los ojos muy abiertos, pasmada.

—¿Y cuándo pensaba decírmelo? —Pregunté, ahora enfadada.

Causándome verdadera sorpresa, mi padre me abrazó. Creía recordar que la última vez que lo hizo fue en el velatorio de su esposa.

—Tranquila, princesita. Es por tu bien... todo esto es por tu bien... saldrá bien... —susurró cerca de mi oído, tratando de convencerse más a sí mismo que a mí. Luego me apartó de su pecho y se estiró muy incómodo. —Seguro que Madame Zarelda es un encanto... ¡y, además, tiene una hija!, es un poco mayor que tú, cuatro o cinco años, pero seguro que os lleváis perfectamente. Tú relájate, ya verás como todo se soluciona...

Pero, evidentemente, si hubiera sido así, no tendría estas pesadillas.

Zarelda era horrible, y su hija aún más si cabe, pero el más horrible de todos, era el Rey Sargo, que lo sabía, y fingía no darse cuenta.

A la primera cita llegaron vestidas prácticamente iguales, a pesar de su diferencia de edad, ambas con un vestido rojo palabra de honor, un cancán que dejaba que su falda obtuviera algo de vuelo, una especie de poncho de lana del mismo color y, por último, una corona de flores rojas horribles y gigantescas sobre la cabeza. Madame Zarelda optó por remataba el conjunto llevando unos guantes de rejillas negros que, según ella, usaba para «mantener el luto por su difunto esposo», y, sin embargo, aquí estaba, tomando el té con otro hombre. Nada menos que el Rey de Danovica.

Era ridículo.

Las meriendas volvieron a darse muchas tardes más, hasta que se volvió una rutina, y de repente, ya estaban en las comidas y en las cenas.

Recuerdo haberle pedido a Nimelia que apagara las luces del comedor una de las noches que tomábamos un refrigerio, por si mi teoría de que eran arpías, criaturas que el libro escrito por mi familia describía como: «criaturas que durante el día o en lugares iluminados cualquiera las podría confundir con una mujer; pero de noche, o cuando cruzábamos por alguna sombra, la arpía se transformaba en lo que era: en un ser con el pelo duro como espinas, la piel arrugada, de la espalda de ésta le salen enormes alas de murciélago, su garganta sólo emite chillidos y tiene muy, pero muy, feo olor». Además, era imposible acabar con ella, ya que viven por siempre, así que, si las matabas, volverían a renacer más tarde. Sin embargo, mi absurda teoría no hizo más que confirmar lo que yo ya sabía:

Que no debía de confiar en las historias que un demente dejara escritas en un libro.

A pesar de no ser arpías, tampoco eran buenas personas, lo notaba a leguas, por lo que ellas intentaban disimular con sonrisas y miradas engañosas.

Everild siempre me intentaba sacar de la sala con la excusa de «ir a jugar fuera», y así dejar a solas a Zarelda y a Sargo, pero cuando ella y yo salimos de la sala en la que estaban nuestros progenitores, el ambiente se tensaba, pues no teníamos nada de lo que hablar y era obvio que no nos caíamos bien, pero evidentemente, ella tenía que guardar las apariencias, así que tras varias largas inspiraciones, me miraba, sonreía, y me preguntaba con una fingida alegría: «¿A qué quieres jugar?, ¿me enseñas tu habitación?». No me sorprendí cuando varios objetos como; mi peinadora, un par de colgantes y pulseras de oro macizo, e incluso algunas aljubas empezaron a desaparecer, pero si eso les servía para que desaparecieran de mi vista, me conformaba. Sin embargo, cada día seguían apareciendo por palacio. Cada vez con más frecuencia.

Una de las noches, cuando mi padre vino extrañamente a arroparme, aproveché para hacerle llegar la idea de lo que me parecía tener que compartir mi vida con esas dos brujas (ya les había encontrado mote, aunque no me convencía del todo. Sospechaba que eran aún peores que eso), pero él hacía caso omiso.

Siete meses después de la primera vez que el Rey Sargo tomó el té con Zarelda, anunció delante de toda la corte que la vida le había arrebatado de sus manos a su primera esposa, mujer a quien quiso de forma tenaz y vigorosa, pero que el destino caprichoso, le había dado la oportunidad de conocer a una maravillosa dama, por lo que, más pronto que tarde, se casaría con ella.

Como si alguien me hubiera agarrado del cuello y me estuviera apretando con fuerza, sentí como el aire se evaporaba de mis pulmones y la vista se me volvía borrosa. Entre los vítores y los aplausos de los invitados, distinguí una mirada cómplice que mi padre le dedicaba a una persona en particular entre las personas que festejaban su noticia en el salón de baile. Seguí la línea de su mirada para ver una cabeza que se alzaba por encima de la del resto:

>>Con evidente altitud, una melena morena que le caía hasta los hombros, barba incipiente, nariz recta y ojos zafiro, el señor Libar Ge, consejero real, al que casualmente sólo había visto un par de veces en mi vida, asintió levemente en dirección a su Rey, como si así le asegurara que había hecho lo correcto.

>>Lo fulminé con la mirada cuando éste pestañeó varias veces y giró fugazmente el rostro para enlazar su mirada con la mía, y en sus ojos brilló algo que no supe reconocer, pero que me obligó a bajar la cabeza y mirar a mis pies. Cuando me reprendí por ello, y elevé la vista para volver a encañonarlo con recelo, me di cuenta de que ya no se encontraba allí. Intenté divisarlo mientras el resto de personas a mí al rededor bebían, comían, aplaudían y silbaban y vitoreaban, empujándome a veces, mientras yo intentaba mantenerme de pie. Pero me fue imposible.

«¿Imposible?, la gente no desaparece de esa manera.»

Everild se colocó a mi lado y me dio un codazo demasiado fuerte en las costillas como para ser simplemente para que le prestara atención.

—Ahora vamos a ser hermanas, ¿éh?, lo vamos a pasar muy bien... —me guiñó un ojo, y yo miré su traje. Había tenido el descaro de traer a la ceremonia de anunciación de mi padre, un vestido que ella misma me había robado, sin sentir ningún tipo de reparo.

—Yo... yo... esto no puede estar pasando. —Fue lo único que pude decir ante esa situación.

—¿Qué dices, Naira?, ¿no estás contenta? —Me preguntó, mordiéndose el labio interior para reprimir una sonrisa y regalándome una mirada con sorna.

—Yo...

Empecé a marearme al escuchar la marabunta de gente dándole la enhorabuena a mi padre, a mí, a Zarelda, a su horrible hija la ladrona, y al pensar que a partir del día que el Rey Sargo y su prometida contrajeran matrimonio, él se volvería a emprender de nuevo sus viajes por el mundo, y yo me quedaría bajo el cuidado de aquellos «demonios» (ese apodo ya me cuadraba más), y tendría que convivir con ellos...

Mi padre nos llamó a Everild y a mí a lo alto de las escaleras en la que ellos se encontraban, para que formulásemos unas palabras acerca de cómo nos sentíamos con respecto a aquel momento.

>>Mi futura hermana política soltó un discurso que obviamente, se había preparado con antelación, y cuando llegó mi turno, yo estaba en blanco.

La gente que se encontraba en la corte, disfrutando de la fiesta, empezaron a carraspear y a cuchichear entre ellos, impacientes.

—Naira, cielo, ¿estás bien? —Me preguntó mi padre en un susurro, inquieto.

Pero yo era incapaz de decir nada.

Vislumbré a Nimelia entre el público, que me hacía gestos para que controlase la respiración y me relajase, así que le hice caso, cerré los ojos y me centré en mi respiración.

—¿Naira? —Esta vez, la preocupación se hizo palpable en el tono de mi padre.

—Querido...está... profundamente emocionada y....no puede hablar. —Añadió Zarelda con una sonrisa fingida.

—Vamos, hermanita...respira... —Everild alzó la mano y la posó en mi cuello, demostrándole a la gente, que ahora murmuraban con la voz en alza, lo bien que nos llevábamos.

La aparté de un manotazo, y la fulminé con la mirada. Era evidente que esta reacción mía la había desencajado.

—Mentiría si digo que estoy pletórica, aunque supongo que podría hacerlo y seguir los infelices pasos de mi padre, el Rey Sargo. —Todos los de la corte clamaron al cielo, estupefactos.

—Naira, esto se ha acabado. Ve a tu habitación. —Intentó decir mi padre sin alzar la voz.

—No. —no lo miré— Ahora quiero hablar. —Me dirigí a mi público. —Hace nueve meses que falleció mi madre, vuestra reina, y puede que todos los que hoy pisáis el suelo que una vez pisó ella, no entendáis el amor que mis padres se tenían a pesar de en un primer momento haberse casado por conveniencia, pero yo no he visto ni el más mínimo reflejo de ese sentimiento cuando Madame Zarelda y mi padre.

>>Si me preguntasen acerca de qué es exactamente lo que el Rey Sargo siente con respecto a su futura mujer, la palabra con la que os respondería sería: irritación. Padre contaba las horas que le quedaban de sinuosa paz antes de tener que recibir a Madame Zarelda para comer, se tensaba cada vez que la veía, y se relajaba no cuando la veía abandonar el umbral, sino cuando observaba su silueta desaparecer por el horizonte a la caída del sol.

Desde el fallecimiento de mi madre había guardado en mi memoria la dura y fría habla de mi padre cuando me contaba lo referente a su enfermedad y a sus últimas palabras, por lo que al descubrir el gran error que yo había cometido por querer tener unos momentos de rebeldía y sentirme libre durante unos momentos, que me volví completamente sumisa a las situaciones que se desenvolvieron a mí al rededor a partir de ese momento, sin embargo, ahora esas expresiones sólo me parecían unas cadenas que habían conseguido atarme de pies y manos para mantenerme controlada y aceptando cualquier cosa que me propusieran sin rechistar. Creía que tampoco merecía esto. Estallé en cólera pensando que esa era la forma que tenía mi padre para castigarme; prefería vivir toda una vida de desdicha sólo para asegurarse de que la mía fuera igual de apesadumbrada.

Ante las miradas atónitas de los mundanos que allí se encontraban, futura madre política incluida, continué con mi improvisado discurso, dejando salir todo lo que llevaba dentro:

—Mi padre no quiere a Madame Zarelda. Y yo tampoco. Y estoy totalmente segura de que lo único que tanto a ella como a su hija les interesa es nuestra riqueza, patrimonio y tierras. Madame Zarelda es una mujer joven y se ha casado con cinco hombres, todos mucho mayor que ella y pertenecientes a la nobleza, hasta que ha encontrado a un candidato digno de su avaricia. Un Rey. —La gente empezó a abrir la boca y a dejar escapar el aire, sorprendidos, aunque no sabía bien si por lo que yo decía o por la información que propiciaba. —Tanto ella como su hija son personas vagas y ruines, y traen la desgracia a aquellas personas con las que deciden tener un futuro; manipulan, defraudan y roban—. Miré a Everild directamente, antes de volver a dirigirme hacia la corte. —Así que yo no acepto este matrimonio, ni lo aceptaré nunca. Para mí, Madame Zarelda no podrá compararse con mi madre, porque si equiparamos su magnanimidad con la de ella, ninguno vislumbraríamos la de la prometida del Rey, pues habría quedado totalmente opacada por la anterior Reina, y por supuesto. —Volví a mirar a Everild. —Tú nunca serás mi hermana, así que deja de referirte a mí como tal.

La mano de Zarelda se estampó contra mi mejilla, dejando que su golpe hiciera eco en el salón de baile a pesar de todos los objetos y las personas que se encontraban dentro de éste, en cuanto dejé de hablar, haciendo que el silencio inundara la sala. Todos los invitados se miraban entre ellos, sorprendidos, sin saber bien cómo actuar.

Miré a mi padre, sintiendo cierto desprecio. Luego me llevé la mala a la mejilla colorada, solté el aire intentando mostrar una sonrisa y miré a Zarelda.

—Quizás le gustaría saber a su excelencia que la violencia es el último refugio del incompetente.

Pensé que «La Demonio» sí, ese sería su apodo— iba a empezar a convulsionar de la irritación. Después miré a mi padre, aún con la mano sobre mi dolorido pómulo.

—Madre nunca osó pegarme en todos los años que se extendió su vida, ni siquiera cuando enfermó y yo tenía el descaro de no volverme para mirarla, ni pararme para escucharla hablar...aunque se estuviera muriendo, sin embargo, su futura esposa... —Le sonreí, sintiendo cómo el dolor de la cachetada se agolpaba en una de mis mejillas. —Pregúntese con quién vas a compartir el lecho a partir de ahora. 

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