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IX - Aquellos penetrantes ojos azul cielo:


  «Supongo que solo aquéllos que no hacen nada están libres cometer errores.»

Joseph Conrad.  

Princesa Naira Angelov:

«De la unión que ocurrirá entre el lobo con piel de cordero y el cuerpo marcado por la osadía y la culpa de la sagrada víctima cuando alcance la mayoría de edad,

surgirá una terrible y gigantesca bestia,

formada únicamente por carne y sangre,

cuya figura se usará para describir al propio miedo,

y comenzará a caminar, guiada por los pasos del siempre gran Abaddon, por los abrasados confines del infierno,

guiando a sus súbditos, a sus hermanos,

a un nuevo y prodigioso futuro, envuelto por una gran oscuridad...»

...

Estaba en el agua, tiritando de frío y agonizando de dolor, cuando una voz comenzó a resonar en mi cabeza, haciendo que dejara de revolverme mientras me hundía en el lago y me calmara al instante, y mientras más me hundía en la inconsciencia, más fácil se me hacía ver unos penetrantes ojos azules del color del cielo, tan puros y amables, que me hablaban desde la distancia y que me imploraban que fuera partícipe de algo que yo desconocía.

Recuerdo que, en un pensamiento fugaz, llegué a creer que el dueño de esos ojos escondía en su interior los más profundos y oscuros secretos que cualquier mundano moriría por conocer, ya que la mirada que se ocultaba tras sus pestañas blancas insinuaban saber tu destino y acerté en pensar que el mío no sería bueno en cuanto sus encantadores ojos se teñían de un intrépido negro y sus iris adquirían un destello borgoña.

Me empezó a escudriñar con frialdad y cruel apatía, arrugando la frente que ya era capaz de verle al ser la oscuridad cada vez más presente en mi cuerpo. Sus inmaculadas cejas estaban contraídas.

«Despierta»—. Me pidió.

No sabía quién era aquella persona y por qué parecía estar enfadado conmigo, pero su simple mandato me hizo reaccionar, y sacando fuerzas de donde ya no quedaban, comencé a mover ligeramente un par de dedos de las manos.

El rubio albino hizo una mueca de desprecio y gruñó con aspereza.

«He dicho que te despiertes»—. Gritó con desesperación.

Sus palabras fueron la chispa que avivaron la llama y recorrieron mi cuerpo llenándolo de energía. Me catapulté desde la inconsciencia hasta la más dolorosa de las realidades, y desde casi el fondo del lago busqué el aire, empezando a mover varias articulaciones.

Intenté, sin ningún éxito, respirar, aunque sólo conseguí tragar más agua de la que ya había ingerido. Tratando de gritar de desesperación, comencé a agitar mi cuerpo lo mejor que pude en ese instante, queriendo salir a la superficie.

Ante mi indudable esfuerzo, una sonrisa se hizo presente en el rostro del albo personaje y su mirada volvió a adquirir el color del frágil cristal. Se acercó a mí, con sus numerosas alas y su túnica blanca. Un ángel. Era un ángel. Me había salvado un ángel. Hubiera pensado que el individuo era solo un producto de mi mente causada por la falta de oxígeno si no me hubiera agarrado por los hombros con una violencia vehemente y me hubiera lazado a la superficie del lago de un empujón, sin abandonar ni un instante su grotesca expresión que intentaba ocultar tras una fingida sonrisa.

Pataleé haciendo un brutal esfuerzo hasta que varios soldados de la guardia del Rey Sargo me agarraron de los hombros y me acercaron al borde del lago con una enorme falta de delicadeza. Al tocar la tierra mojada de la orilla, hundí mis dedos en ella, para asegurarme de que no me movía ni un ápice de aquel lugar mientras que recuperaba el aliento. Los guardias se alejaron para dejar paso al Rey Sargo, y contra todo pronóstico, a Nimelia, que trataron de apartarme el pelo mojado de la cara y acariciarme los brazos para intentar tranquilizarme y ayudarme así a respirar mejor.

—¡Oh Dios mío...!, ¡mi señor... mira la espalda de su hija! —Exclamó Nimelia.

—¡Llamad inmediatamente al curandero! —Gritó entonces con desesperación el Rey Sargo.

El resto de los gritos se vieron amortiguados por otra voz que me susurraba desde alguna parte:

«Ninguno de los dos te quieren en sus mundos. Y ahora qué sé que perteneces al nuestro, tengo que advertirte que todavía no ha llegado tu hora.»

...

Me desperté conteniendo el aire y sentándome sobre mis muslos, porque, debido a la pesadilla disfrazada de sueño que acababa de tener, me había revuelto sobre las mantas de la cama y había terminado dando la vuelta sobre mi misma, quedándome así frente a la cúpula de la torre, lo que me ocasionó un profundo dolor en la cicatriz que cargaba conmigo como recordatorio de la última vez que me sublevé contra mi padre y sus decisiones. Habían pasado cuatro años desde que caí al lago, sin embargo, la herida no había terminado de sanar por completo. Supuse que por no haberla tratado como se debía, pero esta seguía tirándome cuando tomaba algunas posiciones y abriéndose cuando intentaba hacer algo más extremo, como escalar por el muro del castillo para llegar a mi atalaya, causándome infección y fiebre que tenía que lidiar por mi cuenta debido a la nula atención médica que recibía gracias a Zarelda.

>>Se seguía formando costra, la piel continuaba inflamada, a veces tanto que, para solucionarlo, Nimelia tenía que encargarse de hacer pequeñas aberturas con un escalpelo para dejar salir el pus que afectaba a la cicatrización. Pero a pesar de todos nuestros esfuerzos, cada día tenía peor pinta. La epidermis era rugosa y la herida olía mal, sin mencionar el hecho de que dolía como si me la acabase de hacer, pero eso, a mi madrastra y a mi hermanastra, les daba absolutamente igual.

¿Para qué iban a contar con la ayuda de un sanador que intentara que mi herida se curase y la cicatriz se acabara cerrando?, ¡qué tontería!

Salí del interior de la atalaya, sentándome en el umbral y apoyando mis pies sobre el puente que conducía a la puerta camuflada por los ramajes, no sin antes despedirme de mis padres, y tras despejarme disfrutando del aire que corría desde aquella altura, bajé del muro con cuidado encaminé mis pasos hacia el palacio. Cuando conseguí llegar a los jardines era de noche y refrescaba, aunque el frío me ayudaba a poner en orden mis ideas.

Cuando me adentré en el recibidor del castillo, un extraño murmullo —extraño desde que Zarelda controlaba el Palacio, ya que obligaba a todos a mantenerse en silencio y no hablar sin su consentimiento—me alertó.

Parisa —casi—correteó por delante de mí, sin ni si quiera percatarse de mi presencia, y se adentró en la sala común de los sirvientes, en la que sólo pasaban el tiempo mis amigos, ya que los empleados por mi madrastra disponían de otra habitación para el ocio.

Anduve hacia ella con cierto recelo.

Dentro de la habitación, prevista con varios asientos, una mesa para el té y otra de comedor con sus respectivas sillas —ya que los sirvientes no deben de comer donde lo hace la realeza– y desperdigados estantes que contenían libros, siguiendo una temática regia. Todos mis amigos se encontraban cuchicheando a la vez en tono elevando, como si estuvieran en una tertulia, por lo que no podía entender nada de lo que decían.

Nimelia se percató entonces de mi presencia, dio un par de palmadas en el aire, y todos se callaron repentinamente, dejando la sala en un apabullante silencio.

—Naira, ¿dónde estabas?, te he estado buscando.

Le sonreí, por que daba por hecho que tanto ella como el resto sabían dónde estuve metida tanto tiempo, pero ninguno disponía de la destreza para ir a mi encuentro.

—¿Por qué, acaso Zarelda necesitaba gritarle a alguien y ya había acabado con toda su plantilla? —Ironicé.

Nimelia negó con la cabeza, seria.

«Oh, oh...»

—Cuando te fuiste, como haces siempre, «La Demonio» apareció en la cocina con Everild, informándonos de que te habías escapado del castillo.

Dejé soltar el aire de mis pulmones, mientras mantenía juntos mis labios, por lo que se escuchó salir de mi boca fue parecido a una pedorreta.

—Todos han pasado la tarde buscándote, hasta que han confirmado lo que decía Zarelda, que te habías fugado. —Continuó Nimelia con su explicación. —Parecía bastante preocupada, incluso mandó a varios soldados a buscarte por la ciudad. —Pero ante la negativa, tu madrastra lo ha hecho oficial, y no ha perdido el tiempo. Mandó a un mensajero a la ciudad, y a las pocas horas irrumpió en palacio un caballero muy elegante alegando que había sido convocado por «la Reina regente», ¡áh!, y ya debían conocerse por la familiaridad con la que se hablaban... nos pidió que volviéramos a hacer té, así que...

—Os pusisteis a escuchar la conversación de nuevo. —Acabé por ella. Mis amigos asintieron al unísono y yo hice un aspaviento con la cara. —Sí, ¿quién era entonces ese hombre?

Nimelia abrió la boca para proseguir con su explicación, pero no pudo hacerlo porque justo en ese instante, Fadia, que estaba sentada a su lado en el sofá, se levantó con agilidad, extendiendo los brazos y hablando muy, muy rápidamente y casi sin pararse a coger aire:

—Era un abogado que vive en la capital, ya se habían visto varias veces, pero en el despacho que posee en la ciudad, porque tú estabas castigada aquí y podías descubrirlos, pero hoy ha venido a palacio porque... ¡ya sabes!, ¡te has fugado!

Nimelia le lanzó una mirada de desaprobación a Fadia, quien carraspeó antes de volver a tomar asiento y coger su taza de té con ambas manos, para calentarse.

Yo miré a Nimelia, quien odiaba que le quitaran el protagonismo, y presuponía que continuaría explicándome la situación. Mi mejor amiga me devolvió la mirada y en ella pude distinguir lástima, lo que me preocupó en demasía. Algo estaba pasando y no querían contármelo, así que insté a Nimelia para que lo hiciera.

—¿Y bien...?, ¿qué quería ese hombre?

Nimelia suspiró.

—Ese hombre no quería nada, Naira, lo que nos ha consternado son las preguntas que Zarelda le hacía, ya que eran de la índole de «qué pasaría si mi hija se casa con un Príncipe siendo ella la hijastra del anterior Rey» o «casándose ella, aquí, en Danovica», o «si sería conveniente contraer matrimonio en otra Región».

—¿Cómo? —Pregunté, aunque había entendido perfectamente lo que Nimelia me había contado.

—Naira, «La Demonio» —Jafet, quien había cogido el turno de palabra, miró a su alrededor como temiendo si alguien le hubiera escuchado mientras se mordía el labio antes de continuar. — Zarelda, quiere quedarse con el palacio, con Danovica, quiere todo lo que por herencia y derecho te pertenece.

Me quedé de piedra al escuchar en voz alta lo que yo ya había deducido, todo lo que había estado pasando por mi cabeza durante todos estos años, y que se había intensificado estos últimos meses; que iba a cumplir la mayoría de edad; que tenía que encontrar un marido para poder heredar mi Palacio, y que de esa forma, al ser autosuficiente e independiente, y no estar unidas mediante ningún lazo de sangre, podría echar a Zarelda y Everild de mis dominios y conseguir así que mi pesadilla desapareciera para siempre, pero parecía que mi plan era demasiado evidente, porque ellas se me habían adelantado y no estaban dispuestas a permitir eso:

Los castigos que me retenían dentro de Palacio.

Las extrañas idas y venidas de Zarelda.

Los continuos rechazos por parte de mi madrastra a mis pretendientes.

Que Everild estuviera esperando a alguien en los jardines, probablemente de género masculino. Quizás perteneciente a la aristocracia.

Los vómitos que tenía tras ingerir los productos que Zarelda comercializaba con otras regiones que nunca antes, cuando era mi padre quien los importaba, me habían conseguido fatigar como hasta entonces.

Los mareos tras comer los platos que preparaba mi hermanastra en su desesperado intento de convertirse en una buena esposa.

La cicatriz que atentaba contra mi vida y que a nadie parecía importarle.

La fiebre. Los dolores. Los vahídos. La indisposición. Las náuseas. La visión borrosa. Síntomas que se repetían una y otra vez.

Y por supuesto, la extraña y reciente muerte con olor a almendras y labios blanquecinos en la que perdí a mi padre.

Ahora todo. Todo. Todo encajaba.

Estaban intentando deshacerse de mí.

Mi familia postiza trataba de acabar con mi vida lentamente para que no pudieran asociarles a ambas la muerte del anterior Rey y su hija, la Princesa, pero había resistido más de lo que esperaban, el tiempo se les había echado encima, estaba a punto de cumplir la mayoría de edad, iban a perder las tierras de las que hasta ese momento habían disfrutado y ahora tenían que actuar de otra manera y rápidamente.

—N.. Nim...elia...–intenté articular mientras un escalofrío recorría mi columna vertebral —¿Qué puedo hacer...?

Mi amiga, que parecía haber atado cabos mucho antes que yo, me miró impulsiva para recomendarme lo que jamás me esperaría de ella:

—Sálvate, Naira, huye de esto. Escóndete donde nadie jamás te encuentre. Por favor. —Se levantó del sofá y corrió hacia mí para envolverme en un tierno abrazo. —No permitas que puedan seguir haciéndote daño.

Las lágrimas recorrieron mis mejillas ante el miedo y el asombro que sentí en aquella situación. Parecía irreal.

—Yo cuidaré de ti...—. Prometió.

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