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IV - Rechazo al centésimo pretendiente:

«Un deseo es la madre de todas las desilusiones.»

Alexander Pola


Alexander PolaPrincesa Naira Angelov:

A pesar de que mi madrastra me había dicho específicamente que «ni se me ocurriera si quiera pensar en abrir la puerta», tenía la necesidad de sentir que por unos momentos, por cortos que fueran, yo seguía siendo la dueña de mi propia vida, así que sin pensarlo mucho, ya que podría llegar a quitarme la genial idea de la cabeza, y dispuesta a utilizar mis dotes para el escaqueo, me puse una rápidamente una saya y la cubrí con una aljuba en tono áureo claro y sencillo —todo lo sencillo que pudiera tener una princesa heredera al trono—, con las mangas perdidas, cuyo arranque se elevaba hasta los hombros, con escote trapezoidal en el pecho y levemente semicircular por la nuca, elaborado con una tela de fina y elegante gasa, contando con un forro de piel de armiño; el refinado vestido me apretaba el tronco, hasta que se abría con algo de vuelo desde mi cintura, llegándome así hasta los pies.

>>Tenía pedrería por la parte del pecho y el vientre. Me coloqué también unas huesas curtidas en marfil. Por último, cogí un manto de corte semicircular que tenía un matiz gualdo, por si refrescaba, y me lo eché sobre ambos hombros, sin olvidarme de prenderlo por el centro mediante un broche de oro que años atrás me había regalado mi madre.

>>Me gustaba no mostrar nada de mi cuerpo, ni siquiera, aunque estuviera en mi propio palacio, pues no me agradaba la idea de que las personas que aquí habitaban pudieran mirar sin descaro mis lesiones.

Abrí la puerta de mi habitación, que se encontraba en la séptima planta, muy lentamente echando un vistazo al largo, estrecho y silencioso pasillo que parecía no tener final.

>>Me fijé detalladamente en las características que resaltaban este corredor en particular, el de la séptima planta, en el que se encontraban mis aposentos, que tenía las paredes y el techo elaborados con mampostería, aunque se encontraban revestidos en su interior con yeso grueso, y para su acabado final, se les había tapado con unos paneles presentados de forma irregular e iban decorados en color liso, representando a la madera.

>>El pasillo también disponía de numerosos y cómodos bancos en color corinto y grandes ventanales que dejaban pasar los resplandecientes rayos del sol, cegando a cualquier persona que caminase por allí, sin olvidar las elegantes lámparas en forma de araña que colgaban del techo.

Mientras comenzaba con mi plan: «Huida de las garras de La Demonio»; parándome en cada una de las diferentes esquinas de las distintas plantas, de espaldas a la próxima galería y echando un vistazo antes de seguir... intenté recordar por qué Zarelda, mi madrastra me había vuelto a castigar.

>>Aunque el asunto de estar castigada, encerrada y ser ninguneada y continuamente ya se me había hecho familiar, no sabía qué era lo que podía haber hecho mal aquella vez:

No era la primera vez que me enfrentaba a uno de los platos que mi hermanastra había preparado, y estaba segura de que tampoco sería la última.

>>Ésta vez se trataba de un «exquisito» pastel de zanahorias que Everild había cocinado junto con una de las nuevas sirvientas que su madre había internado tras el fallecimiento del Rey Sargo, eliminando casi al completo al resto de la cuadrilla con la que él contaba, para así mejorar en sus labores como «buena esposa» y poder tener entonces el placer de cocinar para su futuro marido. Por ese motivo nos había dado a probar a Zarelda su nuevo preparado, sin embargo, mi madrastra esta le había dicho que estaba en periodo de abstinencia para poder rebajar varios kilos, lo que Everild aceptó sonriendo y de buena gana, diciendo que ella también se guardaba de comer alimentos azucarados para mantener su línea, lo que provocó que le dedicara una mirada de soslayo a su increíble cuerpo, que cubría con un espectacular y rosado vestido que le hacía resaltar sus curvas.

>>Tenía el honor de probar alguna de las recetas de mi hermanastra al menos una vez cada tres o cuatro meses, aunque últimamente, se había vuelto codiciosa y había puesto gran empeño en mejorar aquellos platos que siempre conseguían que tuviera que permanecer en cama durante una semana con dolores de estómago, náuseas, vómitos, y algún que otro dolor extremo. Incluso por la presión que ejercía el malestar en todo mi cuerpo, la ya pútrida piel donde se encontraba mi cicatriz se abría una y otra vez, causándome una agoniosa hemorragia, dificultando su afanosa curación, lo que no me convenía en nada, ya que faltaban apenas varios meses para cumplir la mayoría de edad, y ningún Príncipe querría a una heredera lisiada, por lo que, mientras trataba de que sanara, la ocultaba de todo y de todos.

Aquí en Rhodinthor las heridas que dejaban marcas eran consideradas un sacrilegio, por lo que no era bueno que las personas supiesen que mi cuerpo no era del todo puro y se encontraba mutilado, si así fuera, jamás podría casarme.

Dolía pensar en las creencias con respecto a la ortodoxia de las almas, relativo a cómo Dios conservaba tu cuerpo; si él no dejaba que nada te pasara, y mantenía a tu ánima a salvo, asegurándose de que tu coraza no sufriera daño alguno, él te querría en su reino, pues te había protegido en vida, de lo contrario... tan sólo te marcaba para que el diablo supiera a quién llevarse consigo.

Los monarcas podían llegar a pedir tu muerte si habías nacido en demasiado malas condiciones, escudándose en que Satán podía haber simplemente poseído el cuerpo del infante.

«Los mundanos sí que son el demonio... pero también son dioses... o eso es lo creen, porque piensan que tienen el derecho a decidir si otra persona vive o muere.»

Y ambas afirmaciones eran verdad.

Cerré los ojos y esbocé una fugaz sonrisa, que desapareció casi al instante.

Tenía mis propias razones y unas teorías con las que todavía no había deleitado a nadie para creer en todo lo que había pasado por mi mente. Relajé mi postura antes de continuar la conversación con mi familia postiza:

—Yo también estoy en ayuno. —Dije, apartando el plato que contenía el pastel de zanahoria, que, para no mentir, tenía muy buena pinta, aunque las comidas de Everild normalmente presentaban una buena apariencia. Lo malo era el sabor.

Ninguno de mis amigos me creía cuando les decía que mi constante mal estado, que establecían mi salud como precaria, empeoraba cuando terminaba alguno de los refrigerios que me ofrecía mi hermanastra.

Mi salud se había deteriorado desde la muerte de mi padre, aunque yo siempre presumí de gozar una buena vitalidad, sin embargo, todo decayó cuando Danovica perdió a ambos reyes. Mi estado físico, mental, la alegría de la ciudad y la vitalidad de los vasallos.

—¿No vas a comértelo? —Me preguntó Everild, fingiendo una desmesurada tristeza.

Zarelda frunció el ceño y dejó la taza de té que sostenía sobre la mesa.

—Tienes que hacerlo. Tu hermana ha cocinado esto con mucho cariño.

—Hermanastra. —Corregí arrugando la nariz.

Zarelda me miró con recelo.

Suspiré notablemente.

—¿Y por qué no prueba usted también, Madame? —Inquirí.

Ella suspiró con exasperación.

—Porque como tenías tan hastiado a tu padre que acabó consumiéndose por el agotamiento, abandonándome demasiado pronto, y dejándome la carga de tener que cuidar de ti. —Espetó. —Me produce tanto estrés que me he puesto como un becerro, mírame —pidió señalando sus perfectas curvas con ambas manos— nadie me querrá como su esposa con estas pintas.

La observé, dándome cuenta de que, si nadie la quería como consorte, lo más probable es que no fuera por el exceso de peso, que evidentemente, no poseía.

—Pero...

—Naira, come. Ya. —Pidió con rudeza, dirigiendo hacia mí una mirada de las que significaba que me preparase para saber lo que era no comer si no pensaba acatar sus órdenes.

Cogí el tenedor, volví a acercarme el plato y comencé a cortar el pastel en pedacitos pequeños y a tragar sin pararme a penas en masticar, aunque puedo asegurar que tenía buen sabor... pero eso no me tranquilizaba, estaba segura de que ella se encargaba de «condimentar» sus platos con algo que no hubiera pasado ningún control sanitario, por el simple hecho de que me odiaba y esa era su manera de demostrármelo, y como su madre compartía su mismo sentimiento, lo permitía. No me cabía ninguna duda de que, si Everild estaba jugando con los alimentos, Zarelda lo sabría, pues entre ellas no había secretos.

«No os preocupéis, querida familia, el sentimiento es totalmente mutuo.»

Terminé mi porción, negándome al ofrecimiento de otra y diciéndole lo bien que le había salido aquella receta a mi hermanastra, para que ella me dedicara una enorme y preciosa sonrisa cargada de falsa modestia.

Me retiré de la sala del té de la primera planta, decorada con incontables muebles de diseño simple pero elegante y fino a su vez, que sobrecargaban la estancia, cuyas formas destacaban por ser geométricas y sencillas.

>>Las paredes se habían ejecutado con esa misma idea: usando la mampostería, y cubriéndolas hasta cierta altura con paneles de madera, de acabado irregular y tonalidad verdosa, que junto al dorado que se usaba para las pequeñas decoraciones que se encontraban sobre ellas, le otorgaba ese aspecto noble del que tanto presumía Zarelda.

>>El resto de muebles que se encontraban en la sala también estaban hechos de madera, aunque muchos de ellos, como en el caso de las sillas y los butacones, estaban cubiertos por ricos tapizados. Al fondo de la sala había una gran chimenea de mármol grisáceo que se encargaba de proporcionarnos calor en invierno.

Anduve hacia el vestíbulo, encarando el umbral de la puerta para dirigirme a los jardines de palacio, pero después de media hora comencé a sentir nauseas.

Volví al castillo cuando noté una arcada llenaba mi esófago del pastel que había comido con anterioridad, y una vez dentro, sin poder aguantarlo más, vomité en el recibidor.

Zarelda y Everild salieron de la sala del té, en la que aún se encontraban y ambas se taparon sus bocas por la fatiga que sintieron cuando presenciaron la escena que yo estaba protagonizando.

Mi madrastra avisó con un chillido a una de sus sirvientas, quien me cogió del brazo con fuerza y brusquedad y fue tirando de mí escaleras arriba hacia mis aposentos mientras yo no dejaba de vomitar, ensuciándolo todo.

Siempre había tenido un organismo fuerte y un afán de lucha considerable, pero desde hacía cosa de tres años, ni si quiera las medicinas que Zarelda traía, importadas de otras regiones de Rhodinthor, y disueltas en tilas para mejorar su horrible sabor, me ayudaban en esos días de extrema enfermedad, aunque, después de varios días, mi cuerpo se recuperaba un poco, pudiendo así volver a levantarme de la cama y salir a los jardines a disfrutar de la brisa y el olor de las flores, pero aunque así fuera, no podía evitar sentir que mi vida llegaba a su fin en cada respiración agoniosa que salía de mi pecho cuando la angustiosa fiebre se hacía presente en mi cuerpo, quemándome por dentro.

Esa vez, Zarelda me castigó durante un mes completo por no haber tenido ni los modales ni la consideración de una verdadera Princesa y haber vomitado por todo el palacio...

...

Bajé las señoriales escaleras de mármol que estaban cubiertas por una alfombra estrecha y larga que continuaba hacia la puerta de entrada con un exquisito tapizado de motivos florales azules, rojos y dorados, dándole un toque de color al regio, pero suntuoso vestíbulo, que contaba con numerosas figuras con semi-relieve que decoraban las paredes, de un primoroso color marfil.

Cuando terminé de bajar el último escalón y ya me encontraba en la primera planta, algo más tranquila sabiendo que aquí estaba a salvo ya que los internos de mi madrastra no operaban en las cuatro primeras plantas, solo en las cuatro últimas —donde casualmente se encontraba mi habitación— alejándome así, un poco más, de cualquier contacto que pudiera tener con mis amigos.

Anduve tranquila por el airoso vestíbulo, fino, espléndido, y de colores claros, admirando cada detalle de este, pero me detuve en seco cuando oí una voz estridente que reconocía, para mi desgracia, demasiado bien, proveniente de la sala del té justo en ese momento:

—¿Y por qué cree usted que es el indicado para contraer matrimonio con la Princesa Angelov?

Chasqueé la lengua al escuchar la pregunta que salió de la presumida garganta de Zarelda, pudiendo imaginarme la situación que se había repetido incontables veces desde que cumplí diecisiete años.

Me dirigí silenciosamente a la cocina —a la de la primera planta, claro—, que se encontraba en uno de los laterales del vestíbulo, justo en medio de la sala donde ahora mismo estaba mi madrastra discutiendo y un gran salón comedor, donde se hacían las cenas para sellar tratados y cerrar negocios con nobles y reyes.

La cocina era grande y estaba bien dispuesta y aprovisionada.

>>Tenía tres puertas; una por la que se accedía desde el vestíbulo y otras dos, cada una en un extremo opuesto, que daban a la sala del té y al comedor, para acceder más fácilmente, cuando los sirvientes estuvieran afanados en sus tareas. Sirvientes que tendrían que estar haciendo lo propio; como, por ejemplo, preparar la siguiente cena, limpiar los cacharros, o yo qué sé qué cosas, sin embargo, aquel grupo, se encontraba pegando sus orejas en la puerta que separaba la gran cocina de donde se encontraban Zarelda Angelov, mi madrastra, y algún otro muchacho con el suficiente coraje como para querer venir a pretenderme, formando una pirámide humana, para así tener todos un hueco y poder escuchar la conversación perfectamente.

—Dame sólo un motivo para no descubrirte ante Zarelda, Nimelia...

La encargada jefa de los sirvientes de veinticinco años, pelo castaño y baja estatura se irguió, componiendo su postura y quitándole las arrugas a su vestido para mirarme y muy dispuesta a pedir perdón, pero entonces, sus ojos, azul cielo, resplandecieron ante mi presencia.

Mi mejor amiga, a pesar de nuestra diferencia de edad, sonrió al verme, haciendo que en la pálida y delicada piel de su rostro se le formaran dos hoyuelos alrededor de la boca. No sabía cómo podía mantenerse tan hermosa a pesar de los fatigosos trabajos que realizaba para mantener el castillo de mi padre impecable.

—Naira, este es guapo, guapo de verdad–me susurró desde lejos, haciendo un ademán con la mano para que me acercara a la puerta, con el resto de los sirvientes que estaban bajo su mando, que se habían relajado visiblemente al percatarse de que era yo quien había irrumpido en la cocina y no cualquier otra persona.

—¿Cómo puedo negarme ante tal petición? —puse los ojos en blanco mientras que empecé a dar saltitos hasta encontrarme con ella, quien me cogió por los hombros, con cuidado de no tocarme la espalda, pues ella sabía lo que allí se encontraba y el daño que me provocaba el simple roce con algo, y me acercó donde el servicio estaba reunido, no sin antes dedicarles algunas encantadoras palabras:

—Quitaos de en medio, gusanos apestosos. Dejad paso a su alteza real, la Princesa Naira Angelov, a que pose su noble oreja en la puerta y chismorree con nosotros—dijo elevando el tono ocho octavas, fingiendo que pateaba a sus apoderados, y éstos me hicieron un hueco en la puerta intentando aguantar las risas.

Recosté mi cabeza contra la puerta y el resto imitó mis movimientos. Nimelia intentó recogerme el oneroso traje que llevaba puesto para que no lo arrastrase por el suelo, pero yo, sin apartar la oreja de la abertura, negué con la mano para que lo dejase, indicando que me daba igual, y entonces ella se colocó a mi lado para seguir escuchando la conversación:

—Soy el Príncipe heredero de la región vecina Mith, Danail, y contrayendo matrimonio con su hija, la Princesa Naira, espero establecer con su alteza un tratado de paz que después planeo traerle a mis ciudadanos, con un renovado mensaje que hable sobre que las alianzas en el nuevo Rhodinthor es posible. Para terminar, acabaríamos construyendo un puente que una mi isla con el territorio de mi señora, unificando nuestras tierras y haciéndonos más fuertes contra posibles amenazas. —Dijo el muchacho al que no le podía poner cara, aunque su voz no era lo suficiente masculina como para haber alcanzado la mayoría de edad.

Aunque eso no debería importarme, ya que yo, por ese entonces, tampoco había llegado a ella. Pero sí debía de decir que me gustaba lo que proponía.

—¿Cuántas hectáreas ocupa tu región, príncipe heredero Danail? —preguntó condescendiente mi madrastra.

—Doscientas treinta y una hectáreas, mi señora.

El silencio anidó en la habitación contigua.

—No va a aceptar que Naira lo conozca. —Convino Jafet en un susurro, uno de los sirvientes que se encontraban escuchando tras la puerta.

—Pero no es por el tema del tamaño de sus tierras. Zarelda no quiere que Naira se case porque perdería los derechos sobre el Palacio y Danovica. —Aclaro Parisa entonces, la mayor de los allí presentes.

Fadia nos miró a todos con un aura que decía «callaos y dejad de cuchichear si no queréis que sea yo quien os calle». Así que eso hicimos, y volvimos a concentrarnos en la conversación que se estaba produciendo al otro lado de la entrada a la cocina:

—Príncipe heredero Danail—deshizo el silencio mi madrastra—¿Sabe cuántas hectáreas conforman Danovica?

—Ochocientas setenta y dos, mi señora. —Añadió Danail.

—Y ¿cómo pretende su señoría el príncipe heredero Danail ofrecer una alianza con Danovica, uniéndose en matrimonio con una Angelov, cuando el territorio de dónde has venido no alcanza ni el siete por cierto del tamaño de nuestra querida región?

—Pero, mi señora, uniendo las regiones, más el camino que unen los territorios vecinos, las hectáreas que alcanzaríamos serían...

—Parece que has estudiado bastante bien la lección, Príncipe heredero Danail, de la región de Mith, pero es un compromiso que claramente, sólo beneficia a los suyos, así que, sobre su presuntuoso tratado, lo rechazo.

Escuchamos el estruendo de la silla cuando Zarelda se levantó de su asiento, arrastrándola y el sonido de los chapines contra el suelo de mármol que produjo mientras se alejaba de Danail, dejándolo con la palabra en la boca. Después hubo un gran suspiro.

Los sirvientes y yo nos separamos entonces de la puerta y nos miramos los unos a los otros con expresión reservada.

—Otro al que le niega tu mano...—Murmuró Vardan.

Quedé en el suelo de rodillas mientras todos los demás se levantaban y se dirigían a continuar con sus tareas, como si nada hubiera pasado. De repente, un zapateo rápido e incesable se escuchó cercano a la puerta de entrada del pasillo de la cocina, por la que yo había accedido anteriormente, y entré en pánico. Lo único que me faltaba era que Zarelda me viera allí.

>>La larga y pomposa falda azul desteñido de Parisa, que formaba parte del uniforme de los empleados, me cubrió en ese momento. Cuando miré hacia arriba, se encontraba pelando un par de patatas fingiendo ignorarme y canturreando una alguna canción, como si allí —bajo sus enaguas— no hubiera nada más.

Quería a estos chicos. Eran mi familia. Y sabían lo mal que lo había pasado desde que mi padre volvió a casarse tras el fallecimiento de mi madre, para que no estuviese sola en palacio debido a sus constantes viajes de negocios, en los que generalmente, llevaba a cabo importaciones y exportaciones, para mejorar la economía, y traer al cercado productos que no podían encontrarse en Danovica, viajes en las que a mi parecer, tardaba demasiado, siempre estuvieron conmigo, apoyándome, tras su sospechosa muerte, después de que decidiera cancelar el próximo, a causa de mi inesperado y brusco accidente.

—Nimelia. —Llamó mi madrastra en tono autoritario.

Más que verlo, imaginé que mi amiga convenía una reverencia hacia Zarelda, que había abierto la puerta de la cocina en esos momentos para dirigirse a ella.

—Mi señora... ¿me necesita para algo? —Supongo que estaba esbozando una de sus encantadoras y adulteradas sonrisas que en los últimos años había tenido tanto tiempo de practicar.

—Acompaña al Príncipe heredero Danail a los establos para que recoja a su caballo y pueda marcharse de palacio. —Entonces, escuché cómo los taconeos se alejaban cada vez más y más... y cómo mi amiga se iba de la cocina para acometer la orden de Zarelda.

Psssssst—me siseó Parisa desde arriba, al notar que no había movido ni un dedo. —Deberías volver a tu habitación antes de que La Demonio —utilizó el apelativo cariñoso que le di a Zarelda hacía ya varios años— se dé cuenta de que no estás donde deberías, Naira...

Desde esta distancia, se podía vislumbrar las crecientes arrugas que, por mucho que ella quisiera ocultar con maquillaje, y con cremas, empezaban a sobresalir, signos de la edad de la mayor de mis sirvientas, o a las únicas que quedaban de la plantilla de mi padre, ya que cuando éste falleció, Zarelda se encargó de despedir a la mayoría y convino contratar a nuevos sirvientes, pero a ellos no iba a dejar que me los arrebatara. Era algo que no iba a permitir.

—Que me busque si quiere, no pienso volver a mi habitación. Estoy harta de que me traté como a otro de sus esclavos. — Admití mientras me arrastraba por el suelo de la cocina, al mismo tiempo que los sirvientes me esquivaban alzando las piernas, sin darles demasiada importancia a mi comportamiento, acostumbrados a ese tipo de situaciones. —Ella debería de bailarme el agua para que no la echase a patadas de mis tierras cuando me case, ¡pero no!, prefiere hacerme la vida imposible... — alcé la voz.

Cuando llegué a la puerta, me coloqué en cuclillas y luego, erguí mi cuerpo hasta ponerme en pie, me descalcé y acto seguido, remangué mi vestido con ambas manos, recogiéndolo hasta los muslos.

Un par de risitas por parte de los sirvientes masculinos se oyeron desde el interior de la cocina, que supuse, estarían mirando la escena encantados por avistar unas piernas femeninas que las doncellas nos encargábamos de ocultar normalmente bajo nuestras faldas.

Me imaginé a Fadia golpeando a su amado Jafet en la cabeza cuando eché a correr hacia la puerta de entrada, que daba a los preciosos y enormes jardines de palacio.

El olor fresco de la hierba y la brisa sofocante me golpearon en la cara en cuanto crucé el umbral y giré a la derecha, teniendo en mente a dónde quería dirigirme, ya que hacía bastante tiempo que no visitaba a mis padres.

>>Me encaminé hacia el lado contrario al que se encontraba el establo, el cual evité, para soslayar el cruzarme con un deprimido Príncipe que no había podido conseguir lo que venía buscando y una sorprendida Nimelia, que me obligaría a subir a mis aposentos, apostillando que «por mi bien» y para «evitar que Zarelda tuviera otra excusa para castigarme», por eso, acorté camino cruzando por los jardines, para perderme por los árboles, el pasto, las flores, el sol abrasador de junio, y empezar a pensar por primera vez en mi vida, que realmente me gustaría llegar a cumplir de una vez por todas los dieciocho, y casarme en mi castillo, en Danovica, en mi hogar, para gobernar mi querida región con el mismo amor y cariño con el que lo habían hecho mis padres, y deshacerme de los intrusos que querían destruir el hermoso recuerdo de su mandato.

Seguía pensando en todo esto mientras corría con mi vestido remangado cuando me golpeé contra la espalda de alguien al que no había visto y ambos caímos al suelo. Llevé las manos hacia atrás en cuanto noté la dirección que tomaba mi descenso para así evitar golpearme la espalda contra la dura superficie de la tierra seca y hacerme más daño del necesario.

Mi hermanastra se revolvió del suelo, enseñándome su perfecta, fina, delgada y pálida espalda, que llevaba al descubierto por la forma de su vestido, que sin ninguna duda adornaba su cuerpo, haciéndola aún más hermosa.

>>Estudié su espalda con detalle sintiéndome desgraciada y envidiándola. Everild, cubierta por la tierra y el polvo que se había levantado tras nuestra caída, se puso en pie lo más rápido posible y manteniendo toda la compostura que la apretada prenda que portaba le permitía.

Cuando me miró, sus mejillas se tornaron rojas y sus ojos se abrieron mucho. Descubriéndome el turquesa de sus ojos.

—¡Estúpida Naira...!, ¡esta me la vas a pagar! —Chilló, alzando las manos, como queriendo estrangular el cuello de alguien invisible, mostrándome un espectáculo que resaltaba por la falta de raciocinio (y de neuronas) de mi hermanastra.

Aunque había algo que no me cuadraba, distinto, que no llegaba a comprender, algo que fue encajando poco a poco cuando pensé un poco más despacio en la situación. Y no me gustaba nada sentirme de aquella manera. Me hacía parecer lamentable, insignificante... como si no fuera capaz de percatarme de nada por muy obvio que fuera. Aunque lo tuviera frente mis narices.

Entonces caí en la cuenta:

—Everild, ¿qué haces tú en los jardines, sola, escondida tras un árbol... y vestida así? —Pregunté observándola de arriba abajo, intentando encontrarle alguna lógica a su atuendo y su localización tras los muros de palacio.

El cuerpo de mi hermanastra dio un brinco por la sorpresa y miró en todas las direcciones intentando encontrar una explicación, o una excusa, a la pregunta que le había formulado.

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