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II - Noche de cuentos:

«Llegará un día que nuestros recuerdos serán nuestra riqueza.»

Paul Géraldy

Princesa Naira Angelov:

—¡Pero yo soy la Princesa! —Protesté alzando la voz y alzando ambos brazos en el aire, para luego continuar saltando sobre la cama de mis aposentos:

Era un lugar amplio, luminoso, elegante y regio.

>>Cuando lo observabas desde cualquier lugar, podías admirar el notable suelo de mármol del color de la madera, los blancos boiseries que se encontraban recubriendo las paredes, contando para establecer en ellas selectas decoraciones; numerosas, finas y convexas figuras formadas de yeso y recubiertas por madera bañadas en oro.

>>Un fino y blanco velador con un jarrón del mismo color encima, sobre el que los sirvientes colocaban flores frescas cada mañana se encontraba flanqueando la puerta de entrada. Paralelas a la sobresaliente cama doble situada en el centro de la estancia, y frente al panel de madera principal, que destacaba del resto por su gran tamaño y por las elegantes y desorbitantes alas doradas que hacían referencia al apellido de mi familia: Angelov, sobresalían y colgaban dos trozos de atractiva seda blanca, que terminaban su caída cada una en los lados contrarios del imponente cabecero de aspecto aristócrata, se encontraban las mesitas de noche, que adquirían un matiz más grisáceo, y gozaban de poseer en cada una de sus respectivas esquinas los ya conocidos tapizados del color del oro. Incluso las tulipas de las lámparas de aceite que había sobre éstas disfrutaban de ese pigmento.

>>Todo lo demás, continuaba con la gama de colores tan distinguida de mis aposentos: el blanco y el dorado. Incluso la enorme araña del techo colmada de candelabros había sido bañada en oro únicamente para mi deleite.

—¡Bueno, pero yo soy la Reina! —. Protestó mi madre, Thema, quien puso los brazos en jarras, fingiendo —no demasiado bien— un enfado y me miró altiva— ¿quién manda aquí? —me preguntó entonces, haciendo que su cuerpo descendiera levemente sobre el mío con recelo.

—¡Padre! —. Respondí con alegría mientras mis labios se curvaban hacia arriba todo lo que estos podían al verlo entrar por la puerta de mi habitación.

Mi madre soltó una risita, y relajó su postura, luego se giró sobre un costado para ver cómo mi padre, el Rey Sargo de la soleada y alegre región de Danovica caminaba con soltura por la sala.

La Reina Thema, mi madre; era una maravillosa y noble mujer de apenas treinta y tres años. Era alta, de contextura delgada y de piel clara. Presumía un sedoso cabello moreno y pestañas largas, que vestían unos ojos increíblemente azules que desembocaban en una fina y pequeña nariz. Su rostro respondía a una forma redondeada. Así mismo contaba con unos labios gruesos y carnosos, aunque también debía de admitir que eran suaves, pues los notaba cada vez que ella besaba mi carita, mis manitas, mi barriguita....

>>La Reina se distinguía por ser una persona de gran corazón, carácter alegre y personalidad extrovertida, quien siempre estaba dispuesta a ayudar tanto a sus sirvientes como a sus súbditos. Era una mujer increíble.

—¿Qué es lo que está pasando aquí? —preguntó mi padre con sorna, al escuchar la risa de su esposa y poniendo los brazos en jarras, tal y como lo había hecho mi madre hacía unos momentos.

Mis progenitores solían adoptar las posturas del otro constantemente, aunque eso no era lo único, pues a veces, también copiaban las coletillas del otro, los gestos...

A veces miraba a mis padres y sólo podía ver a una persona.

>>Cuando era niña, personalmente, todo eso se me antojaba una locura, aunque ahora, teniendo un poco más de conocimiento de la vida, debo de admitir, aunque me pese, que, en asuntos de amor, los locos son los que tienen más experiencia. De amor no puedes preguntarles nunca a las personas cuerdas; pues estos aman cuerdamente, que es como no haber amado nunca.

Lástima que a mí nunca me llegaran a amar de la misma forma. Con el paso del tiempo se esforzaron en demostrármelo.

—Resulta, que aquí, la Princesa Naira —me apuntó con el dedo— no quiere dormirse. —Aclaró mi madre.

—Óh...vaya, vaya...–me miró sorprendido, abriendo muchos los ojos y ladeando la cabeza–creo que eso podemos solucionarlo ahora mismo...–mi padre sacó de detrás de su espalda un libro de aspecto antiguo, cuya portada se encontraba muy desgastada por el uso desmedido que le habían dado, aunque se seguía pudiendo diferencias el color azulino de la pasta y letras, ilegibles, realzadas en dorado.

>>No podía leer el título, ya que este se hallaba descolorido. O quizás era porque yo no sabía leer, aunque no me hacía falta aprender para saber que se trataba de mi cuento favorito, aquel que conseguía que mi padre se escapara de sus obligaciones como Rey cada noche religiosamente para volver a releerme alguno de los pasajes de «La caída de los ángeles», un cuento que, según mi padre, había sido escrito por nuestra familia hacia mucho, mucho tiempo atrás.

Aplaudí contenta dando saltos sobre el enorme camastro que tenía para mi disfrute personal.

—Pero antes, Naira... hay que acostarse. —Algo me decía que, si no acataba aquella orden, padre jamás comenzaría a leerme el cuento.

Mi padre, a pesar de su madurez, y de obviamente, ser mi padre, era un hombre apuesto y muy elegante, quizás por su desmesurado metro noventa o su complexión fuerte, aunque fuera lo que fuese y lo mirara quien lo mirase, todos tendrían que admitir que yo había tenido muy buenos genes.

>>Su tono de piel era trigueño y su pelo castaño y largo, por lo que usualmente lo llevaba estirado hacia atrás. Su rostro tenía a una forma ovalada, en contraposición a la circular cara de su mujer. Sus labios eran finos y alargados y contaba con una nariz perfilada y unos ojos rasgados de color azul, para variar.

>>Tenía como seña particular la incipiente barba de varios días que solía dejarse, la cual le bordeaba todo el mentón y encerraba su boca entre ella.

>>El Rey Sargo era admirable, todo un luchador, que daba su vida por su región, por las ciudades que la componían y por su gente, pero tenía un lado temible, que sólo disfrutaban las personas que osaban desobedecer sus órdenes o mandatos, aunque eso era lo que decían las personas que por alguna casualidad, acababan en la cárcel o atravesados por el filo de la espada de este, porque a mí, a su pequeña niña, le mostraba un carácter atento y encantador, a veces algo lento, por no encontrar las palabras adecuadas ante mis innumerables dudas y preguntas.

—¿Qué toca hoy, padre? —Le pregunté con un tono entusiasta.

—¿Quieres elegir?

—Léeme algo del paraíso—le pedí.

—¿Otra vez? — sonrió mostrando los dientes.

—Sargo... nuestra hija sabe dónde quiere pasar su descanso eterno, ¿no te alegra eso?

—No podría hacerme más feliz. —Contestó mi padre.

Madre me arropó en el momento que me di por vencida y me recosté sobre los almohadones, mientras que padre acercaba dos sillas que había por mi habitación a uno de los lados de la cama, una para él, y otra para su querida esposa.

Conformaban una estampa entrañable.

—Muy bien, princesita, empezaré a leer, pero intenta dormirte. —Anunció mi padre, soltando una pausa antes de empezar a leer.

Era de esperarse que no dejara de prestar atención durante todo el tiempo que mi padre aguantó narrándose el relato.

Me encantaba. Aprendí a leer con él y a escribir transcribiendo como podía las palabras desparramadas que más me gustasen de cada párrafo. Me había acostumbrado tanto a aquel cuento y a todas las enseñanzas que había logrado darme, que hubo momentos que debido a mi inmadurez y a mi mente infantil y traviesa, imaginaba que esos mundos de los que hablaba la historia eran ciertos, y que yo había sido elegida para una misión especial, que estaba saliendo maravillosamente... y a veces hasta me veía envuelta en alguna pétrea batalla de la que no conseguía salir, así que tenía que luchar con todas mis fuerzas. Ese cuento consiguió hacerme vivir mil aventuras.

«¡Óh, no, Abaddon quiere capturarme y hacerme presa!»

Era mi juego favorito, en el que me recreaba en todo momento, como por ejemplo mientras deambulaba por los jardines de palacio, jugando con Nimelia, mi querida sirvienta, quien siempre decía querer escoger el papel del arcángel Gabriel porque era el más valiente.

>>Gabriel me gustaba, pero Nimelia también, así que la dejaba adjudicárselo, y yo me quedaba con Sariel, que protegía a los mundanos de los pecadores, y así pasábamos horas y horas enfrentándonos a troncos de árboles secos, fingiendo que estos eran criaturas oscuras que se habían camuflado por temor al vernos aparecer, y elaborando trampas para demonios escurridizos que tenían como pasatiempo el jugar con nosotras al escondite, por lo que no se dejaban encontrar.

>>También aprovechaba los constantes y durísimos entrenamientos que habían tenido lugar en palacio desde que mis progenitores decidieron que podía mantenerme en pie sin preocuparme por intentar mantener el equilibrio, frustrando casi todas las oportunidades de esparcirme, ya que mis padres no paraban de decir que me hacía falta instruirme lo mejor posible por si una inminente guerra se libraba en Danovica, por si cualquier de los otros soberanos de las distintas regiones que conformaban Rhodinthor querían hacerse con la nuestra, ignorando el estado de paz en el que se encontraba el mundo en aquellos momentos, y como princesa heredera; tendría que estar preparada, por lo que mi adiestramiento en las distintas maestrías como eran: el tiro con arco y con ballesta, el salto, la escalada, la natación, tiro de jabalina, pesas, combate cuerpo a cuerpo, con bastones y...¡áh!, ¡el ajedrez! , las aprovechaba al máximo, dando mis mayores esfuerzos en cada una, imaginándome que necesitaba esa preparación para enfrentar una especie de cometido que sólo yo podía llevar a cabo.

>>Mis maestros hablaron numerosas veces con mis padres, alarmados por la cantidad de berridos ininteligibles que pegaba y las frases que chillaba a pleno pulmón. Obviamente, alarmados porque las oraciones que chillaba no iban dirigidas a destinatarios que ni siquiera existían, pero aun así; antes de soltar una flecha, y que diera en la diana, recitaba de memoria un antiguo verso bíblico que Miguel enunciaba en el Juicio Final, y antes del momento en el que propinaba una patada, recogía el vaso de agua fresca que uno de mis sirvientes había colocado para mí en el suelo, sobre una bandeja, y derramaba el contenido sobre la cara de mi educador, creyendo que esta estaba bendecida y que acabaría con el maleante.

No cabía la menor duda de que estaba loca. Aunque mirándolo desde otra perspectiva, ¿qué iba a hacer una chica que había crecido en el seno de la aristocracia, nunca había ido nunca a la escuela ni se había relacionado con más chicos de su edad, amoldándose a los pensamientos del resto y aceptando las cosas en las que podía o no podía dominar, y que desde que empezó a comprender las palabras le habían metido en la cabeza fantásticas historias sobre ángeles y demonios?

«¡El mal siempre prevalece, pero el bien conseguirá vencer!»

«¿Vas a hacer un viaje?, ¡encomiéndate a Rafael!»

«¿Quieres que haya justicia?, ¡rézale a Ragel!»

Todas aquellas frases se mezclaban con el buen juicio que creía tener, y no era capaz de apartarlas de mi mente.

No había conseguido hacer ningún amigo cuando cumplí los doce años, a excepción de Nimelia, quien, por desgracia, en ese tiempo hacía ya tres que había comenzado a trabajar para labrarse un futuro.

>>Les protestaba a mis padres para que me dejasen ir a uno de los colegios de la región, y poder establecer contacto con otros niños, pero ellos insistían en que eso no podía ser, ya que yo era alguien especial, de la realeza, y seguían llamando a un tutor viejo, bajito y rechoncho para que viniera hasta el castillo a darme sólo un par de horas de clases, porque después tenía entrenamiento de equitación, y luego de escalada, y luego...

Empecé a renegar de todos esos absurdos cuentos de ficción baratos que con tanto empeño mis padres habían conseguido que se me quedaran grabados, y de los dementes de mis antepasados, que fueron quienes empezaron a frivolizar con ese tipo de historias, creando inverosímiles leyendas sobre los ángeles, los demonios y todos sus vástagos, siervos y subordinados.

>>Les echaba la culpa de mi sufrimiento sin conocerles. Apenas sabía sumar, y sin embargo podía contarte la historia de Azrael y de cómo llegó a ser un ángel caído de principio a fin.

...

Con el tiempo, el castillo me empezaba a ahogar, y los entrenamientos me agobiaban.

No podía seguir viviendo así, porque por alguna oscura razón, cada vez que razonaba sobre esto, por mi cabeza de asomaba el pensamiento de que en realidad lo único que no había hecho desde que nací era precisamente vivir.

«¿¡Por qué tanta presión!?» —me preguntaba una y otra vez.

Terminé metiéndome en problemas cuando la idea de desaparecer del mapa durante al menos varias horas para estar tranquila y mansa, sin tener que sudar al dar volteretas o sufrir daños peleando con espadañas envainadas se me antojó formidable, por lo que cuando nadie me prestaba la suficiente atención, me escabullía con demasiada facilidad y corría por los bastos y descomunales jardines de palacio. Al menos, mis maestros podían estar felices de su trabajo. Me habían enseñado bien.

Sabía eludir a cualquiera de manera formidable.

Cuando estaba en los jardines, aunque me encontrase sola, de alguna manera me sentía libre, sin ninguna pesada carga atada a mi espalda.

>>A veces me escapaba para dormir la siesta serenamente y no tener que lidiar con más entrenamiento, que, aunque yo hubiera decidido dejarlos—o al menos abandonar alguno—, mis padres se oponían rotundamente. Otras veces, me fugaba para corretear a mi libre albedrío, para admirar la naturaleza, las vistas de mi región, para oler la hierba fresca, disfrutar de la brisa que sacudía mi cara...

Otras veces sólo me ausentaba para poder respirar.

...

Las cosas se establecieron así durante varios meses hasta que se asentaron definitivamente; con los Reyes de Danovica gobernando una región entera y sin saber qué demonios hacer con respecto a su hija, a quien ellos mismos estaban alejando cada vez más.

>>Aunque mis progenitores luchaban por impedírmelo, conseguí dejar la instrucción, ya que nadie podía encontrarme en los momentos en la que ésta se iba a llevar a cabo, sorprendiéndome a mí misma cuando a veces salía al jardín con mi arco, escalaba los altos muros que bordeaban el castillo y encaraba todo el problema de ser normal y libre: atravesaba ríos nadando, les disparaba a los árboles, dándoles de lleno, e incluso a veces cazaba por pura diversión.

La cosa se torció un poco uno de los días en los que un guardia me avistó intentando trepar por la cerca, cosa de la que el Rey Sargo, gran dueño y señor de...bláh, bláh, bláh, no tardó en enterarse, proponiéndome un castigo que yo, por otro lado, no pensaba cumplir. La vigilancia aumentó, incluso entre la libertad y yo se interpuso la guardia del Rey Sargo, sin embargo, esto sólo supuso la pérdida de varios minutos y un par de rodeos que antes resultaban innecesarios.

...

En la víspera de mis trece años, momento en el que me encontraba ascendiendo por el muro del palacio para volver dentro, lamentando la enorme siesta que me había echado a la sombra de un abeto, siendo esa la razón por la cual regresaba demasiado tarde. Aunque cuando alcancé la cima de la ancha pared de piedra gris, noté algo diferente; algo que hizo que mi instinto me sugiriera ponerme en modo de alerta ante la espera de cualquier cosa.

Bajé por el lado que pertenecía a los terrenos del castillo, quedando así en los jardines de los que tanto disfrutaba, cuando me di cuenta de que todos los cirios, velas y candelabros que se encargaban de alumbrar mi hogar se encontraban apagadas, hasta que distinguí una lúgubre iluminación en una de las habitaciones de lo que me parecía el tercer piso.

Intentando no tropezarme con las raíces de los árboles por la falta de luz de los faroles que ahora echaba tanto en falta, me adentré hacia el castillo, en el que se podía escuchar el aire sisear por los pasillos, invitándome a pasar de una manera escalofriante. Anduve a tientas hasta que di con las escaleras, que fui subiendo poco a poco, y no fue hasta que llegué al segundo piso que escuché un leve lamento, como el llanto de un pequeño y moribundo animal, hasta que distinguí que se trataba de la voz de Nimelia, y me quedé paralizaba, porque acababa de darme cuenta de que algo realmente malo debería de haber pasado para ella hubiera dejado de trabajar y estuviera merodeando por el palacio.

Tropecé y caí varias veces cuando intenté incrementar la velocidad con la que subía las escaleras para llegar antes a donde se encontraba mi amiga, aunque al llegar a la linde del pasillo y al asomar mi cabeza quedé petrificaba viendo que el resplandor, procedente de unas velas, venían de la puerta entreabierta de los aposentos de mis padres. Y el llanto de Nimelia también.

«Por Dios... ¿qué habéis hecho?, ¿os habéis atrevido a traicionar a...?»—No fui capaz de completar la frase.

Apreté los puños y avancé torpemente sin poder imaginarme lo que estaba pasando, hasta que tuve que armarme de valor y abrir la puerta:

Mi padre, gente de la nobleza, los sirvientes, Nimelia... todos se encontraban al rededor del inerte cuerpo de mi madre, que yacía recostada sobre la cama, pálida, con los ojos cerrados y la boca entreabierta.

>>Llevaba un vestido blanco simple hasta los tobillos, dejando ver sus pies descalzos y sus manos, que descansaban sobre su estómago, sosteniendo un ramo de flores, y un par de monedas.

—¿Qué...es...? ¿es una broma? —. Pregunté con las lágrimas amenazando con salirse de mis ojos y elevando la voz ocho octavas.

Nadie parecía haberse dado cuenta de mi presencia hasta que hablé, momento en el que todos los presentes se giraron para mirarme. Algunos me miraron con recelo, otros se llevaron las manos a la cabeza. Nimelia vino a abrazarme. Mientras mi amiga se agarraba a mi cuello, yo contemplaba a través de su hombro a mi madre por el hueco que, muy amablemente, los invitados al velatorio me habían dejado.

Era incapaz de moverme. De articular palabra. De si quiera llorar. Toda yo una figura construida por guijarros.

No me di cuenta cuando mi padre se puso a mi lado para acogerme entre sus brazos y llevarme-casi a rastras-hasta el lado de mi madre.

—Estaba enferma. Había contraído la viruela. —Me explicó con pesar mientras que las lágrimas se desbordaban de mis ojos. Los de mi padre estaban rojos. —Tú...no te habías dado cuenta, Naira, estabas demasiado ocupada intentando perdernos de vista. —Alcé la vista para ver la mirada de odio que este optó por dedicarme en aquel preciso momento, haciendo que todo mi mundo se tambaleara. —Pero quiero que sepas, que sus últimas palabras han sido que estés en paz, pequeña... —mi padre me acarició la coronilla con ternura, mientras yo observaba lloriqueando el cadáver de mi madre. —Te quiere. No. —se corrigió. —Te quería. —Recalcó el tiempo pasado del verbo— y antes de irse, quería hacerte saber que te ha perdonado el hecho de no haber estado a su lado cuando más lo necesitaba.

Mi padre siguió acariciando mi cabeza sin mirarme y yo tampoco lo hice. Ninguno de los dos estaba preparado.

Thema había abandonado este mundo con el pesar de no haberse podido despedir de su hija atormentándole el alma. Mi madre no podría descansar tranquila, y todo era por mi culpa, yo ya me había dado cuenta sin que hubiera hecho falta que mi padre me hubiera torturado con aquellas duras palabras.

Mis rodillas fallaron y caí de bruces frente a la cama de mi madre.

Apoyé los brazos en el colchón, al lado de su frío cuerpo, siendo incapaz de tocarla, y antes de abandonarme al más profundo de los llantos, supliqué:

«Cuida de ella Remiel. Por favor, no dejes que le pase nada.»

...

No importó cuántas veces me dijeran en los días posteriores a la muerte de mi madre que todo iba a salir bien y que no me culpase por aquello, pues yo ya había decidido dejar de creer en tales inverosímiles cuentos para poder dormir.

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