Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

I - Problemas en el paraíso:

«La verdad es relativa, cada quien tiene su propia verdad.

La realidad es una ilusión de lo que en realidad es.»

Kant

Demonio Asmodeo:

—Menudos malquistos. —Mascullé arrugando los numerosos pergaminos que conformaban el códice que había conseguido sisar de las manos inertes de uno de los escribanos del pedestre monasterio de la región de Danovica.

«La caída de los ángeles» no era más que un grotesco intento por parte de la familia Angelov para intentar extender infamias sobre las criaturas más maravillosas, extraordinarias y fascinantes de Los Tres Mundos: los demonios.

Y no lo decía porque yo fuera uno.

Me acomodé todo lo que pude en la sucia poltrona que se localizaba en el interior de una pequeña cabaña situada en las afueras de Danovica. Elevé mi brazo y lo dirigí hasta la mesa de aspecto poco convincente que se tambaleaba a mi lado, sin prestar atención a mi alrededor, y fijando mi vista sólo en la magnífica noche que estaba teniendo lugar en aquel momento, y que observaba tras la ventana de la estancia; no soportaba el desorden que yo mismo había generado al haber acabado con la familia que allí dormitaba varios días atrás —aunque debía de admitir que me fascinaba el olor a sangre—, pero tampoco iba a desperdiciar mi inmortalidad adecentando la choza cuando en poco tiempo tendría que abandonarla.

>>Acerté en la copa de oscuro y rojizo vino tinto, que me llevé a la boca dándole un gran sorbo a su contenido, antes de volver a dejarla sobre la coja camilla.

Cuando los juglares dejaron de ser suficientes para esparcir todas aquellas calumnias sobre los seres de mi raza, los Angelov; una familia de casta noble, cuya única misión —aparte de la de gobernar su comarca— era perseguirnos hasta conseguir darnos caza, comenzaron con la escritura y la dispersión del códice más notorio y popular hasta aquel momento; añadiendo información sobre todos y cada uno de los habitantes de Zetten, desaprobando su existencia por ser nosotros unas criaturas que yacíamos condenados; cómo poder descubrirnos entre todos los demás individuos; y cómo terminar con nosotros, obviando el hecho —de forma muy conveniente— de que ellos mismos tampoco eran simples mundanos.

—Hipócritas... —chasqueé la lengua para deshacerme del horripilante sabor que me dejaba en la boca pensar sobre aquellos entes que habían sido creados traspasando cada una de las leyes impuestas en Los Tres Mundos sobre la creación, condición y naturaleza de la materia, aunque claro estaba que Dios, el creador de estos —y del resto de Los Tres Mundos— podía soslayar las reglas que él mismo había impuesto si el resultado le iba a proporcionar algún beneficio, y ya que éste era incapaz de llegar a un acuerdo con sus aliados, y el expulsarlos de Arvien; desterrándolos a Rhodinthor, la tierra de los mundanos, no le dejó del todo satisfecho, concibió un nuevo mundo; el tercero, que quedó incluso por debajo del planeta mortal, confinando allí a todos sus caídos, y provocando el que estos se considerasen a sí mismos como una vulgar basura incompetente, a pesar de que ellos gozaban de un poder sin igual, y de una insigne inmortalidad. Por eso, ante el menor signo de revolución, a Dios no le quedó más opción que desterrar a todo aquel que pensara que iba en su contra, y para completar su tarea creó unas armas que fueron consideradas —y aún siguen siéndolo—sagradas, cuyo toque era incapaz de acabar con un alma mundana, pero que, con un simple roce, podía hacer desaparecer a un ser sobrenatural para el resto de la eternidad. Aparte, claro, de un individuo divino; del que se desconocía su etnia, ya que no era ángel; ni mundano; ni tampoco demonio, y que no tardó en crear descendencia. Aunque con lo que no contaba Dios, era con que su mágica criatura traspasara sus tan especiales habilidades a su varón primogénito, que daba la casualidad, siempre era concebido, por lo que al final no pudo crear otra nueva estirpe, aunque siempre que los Angelov existieran; aunque solo uno tuviese el poder concedido por el Creador, acababa suponiendo un riesgo para la existencia de los oscuros.

Mientras me concentraba aún más en el suave toque del viento sobre los árboles, y cómo este mecía cada una de sus hojas, en mi cabeza inundó el sentimiento de que quizás toda aquella guerra llevada a cabo por Los Dos Opuestos y por la que yo había sido exiliado de Zetten hacía ya casi tres millones de años, podría quizás evitarse, ya que, si lo pensaba bien, muchos de los demonios, antes de serlo, no eran más que ángeles con ideales distintos al resto.

Por si existía alguna duda; aquí las disipo: no había agnósticos en Zetten.

Divagué en busca de una respuesta a la pregunta de: qué desató el conflicto entre Dios y sus hijos, hasta que llegué a la conclusión de que aquella batalla se había producido mucho antes de mi nacimiento, y que todos y cada uno de los habitantes de Los Tres Mundos conocían sobre la hostilidad que sentían los moradores de Arvien contra los de Zetten y viceversa, pero que, a partir de cierto momento en la historia, el verdadero motivo de la disputa había sido olvidado, y ya sólo se guardaban rencor los unos a los otros. De hecho, los Angelov tampoco hablaban de ello en sus códices más, era de esperar, ya que, menos aún expusieron —igualmente; de una forma muy conveniente— el hecho de que fue Dios quien creó Zetten, y que él mismo lo rellenó con sus propios demonios.

Les daba vueltas a todos aquellos temas que en un tiempo consiguieron quitarme el sueño, y que, sin embargo, con el transcurso de los milenios; sólo me lo provocaba, cuando caí inmerso en la inconsciencia.

>>Podría haber disfrutado de una siesta reparadora, pero los sucesos que ocurrieron el día de mi destierro abordaron mi mente en cuanto creí que aquella madrugada sería diferente, y que, por una vez, aunque fuera una sola; me deleitaría en la calma sin precedentes que te otorga el sueño.

¿No resulta irónico que a un demonio le asalten las pesadillas?

...

Un gran estruendo alertó a los ciudadanos de Agni, una metrópoli que tomaba el color rojo de las llamas que la envolvían por todas partes y que estaba rodeada por murallas que la separaban del resto de Zetten, el emplazamiento se encontraba a su vez plagado por incontables y estrechos corredores; de igual manera oscuros y envueltos por la gran humareda que resultaba del fuego eterno que nacía en la capital, y entre sus paredes —vagando sin remedio— las furibundas almas de los pecadores, quienes por el simple hecho de estar allí, habían sido desprovistos de la capacidad de sentir amor, felicidad, esperanza, o cualquier otra cosa que no fuera crueldad y miseria; ayudando a los agninos a llenar sus mustias existencias, gracias a que nos regocijábamos de aquellos lamentos y lloriqueos que se escuchaban asiduamente.

El grito desgarrador, que provino desde el mismo palacio de Abaddon, el Rey demonio, nos anunció que los alados habían derrotado a Geryon, el gigantesco centauro que guardaba Las Puertas del submundo.

Samael, con sus doce impresionantes alas blancas que destacaban en aquel lúgubre lugar, y quien hasta ese momento caminaba junto a mí disfrutando del glorioso clamor de los torturados, cogió impulso y se elevó por el aire para acatar alguna orden que nuestro Rey le habría dado sólo a su mano derecha. Los alados contaban con la omnipotencia de Dios para poder comunicarse con él en todo momento, pero los oscuros no, así que creamos otra nueva manera de comunicarnos, y es que cuando los hechos sobrenaturales; de búsqueda de información, o de recepción de esta, aún sin buscarla, se daban porque una persona genuina buscó fuentes distintas a las del Creador de Los Tres Mundos; se trataba de ocultismo, de pecados o transgresiones a las leyes morales de Dios...

>>Así que no era ningún misterio que los demonios, y todos los seres que se habían ganado un lugar de honor en Zetten, pudiesen comunicarse por medio de la telepatía.

—No acabes con todos. Déjame alguno a mí. —Me guiñó un ojo antes de emprender un vuelo rapidísimo por encima de las cabezas de las desamparadas almas, que miraban con ojos huecos, cómo la figura de mi amigo desaparecía en la sombría y dudosa niebla que permanecía en el aire.

Sentí como la envidia ahondaba en mi cuerpo aumentando mis celos por la agilidad de Samael, y al percatarme de lo que estaba sintiendo; acabé sonriendo ante la idea de tener que pasar una entretenida y grata tarde sometiéndome a algún castigo a manos de Leviatán, uno de los oscuros que se encargaba de personificar a La Envidia, y al que obviamente; le atraían todo ese tipo de perversiones, cosa que demostraba mortificando con ahínco cada una de las almas perdidas del laberinto que en su anterior vida habían pecado de aquello que él representaba.

Sólo al pensar en castigos y perversiones mi mente no pudo evitar centrarse en Lilith, la primera de las criaturas creadas por Dios, sin embargo, como ésta tan devota como él pretendía, escondió a ésta luciferina criatura bajo tierra, en un lugar donde nadie fuera capaz de verla.

Así se originó Zetten.

Mi lapsus mental y mis divagaciones sobre el sensual cuerpo de Lilith sólo duraron varios segundos, debido a que, aunque no sabíamos lo que pasaba, el estado de alerta seguía activo, y mis hermanos lidiaban unos con otros para encontrar un plan de ataque que se adecuara lo suficiente a la situación.

Poco tardamos en enterarnos que los alados se habían conseguido adentrar en Zetten, cosa que nos sorprendió en demasía, ya que era la primera vez desde la creación de Los Dos Opuestos que alguien que no fuera habitante directo de éste irrumpiera en él; primeramente porque nadie que no tuviese nuestra destreza para distinguir dónde se encontraba el epicentro de la maldad, era capaz de encontrar su puerta; ya que cambiaba de lugar —y de región mundana— con el tiempo, y segundo porque si por casualidad alguna indeseable criatura lo conseguía; corría el riesgo de perecer.

En realidad no éramos tan «inmortales» como decíamos ser, si bien es cierto que nuestras vidas podían durar tanto como lo hiciesen Los Tres Mundos, también lo era que podíamos perecer si nos enzarzábamos en alguna batalla y la acabábamos perdiendo, solo que había un par de reglas para estos casos, y es que si a un oscuro lo derrotaban en Zetten, este no moría al instante, sino que era desterrado a Rhodinthor, la tierra mundana, donde era desprovisto de todos sus poderes y era condenado a vivir como un mundano más, aunque con una vida más longeva. Aunque claro está, que los Angelov jamás permitirían que un agnino vagase por su mundo como si nada. Para eso fueron creados, para terminar con el trabajo que otros se dejaron a medias, para patrullar su mundo, para protegerlo de los oscuros.

>>La regla también se aplicaba a los ángeles, aunque pocas veces –por no decir ninguna– se habían dado casos de demonios invadiendo Arvien para ocasionar algún tipo de guerra bélica que acabase con cientos de ángeles desterrados en Rhodinthor.

Grand Bois, el guardián del Gran Bosque —más comúnmente conocido como Limbo—, nos informó de que se encargaría de intentar retrasar a los Opuestos mientras cruzaban por la zona que él se encargaba de cuidar, intentando que estos se acabaran perdiendo en el abismo.

>>El Limbo era un lugar oscuro, espeso y frondoso, que tomaba forma de foresta, y que se encontraba envuelto en una densa niebla; en el que las almas que no merecían ir ni a Arvien, ni a Zetten; vagaban sin rumbo establecido, obligadas a pasar el resto de la eternidad desorientadas y sin poder descansar en paz. Esa era la pena por haber disfrutado de una vida sin gracia, sin favorecer a ninguno de los "dos bandos".

El resto de Agni, aseguramos que nos encargaríamos de hacerle frente a la batalla desde aquí; nuestra ciudad, usando cada uno todos los poderes que nos concediera nuestra etnia.

Yo era un demonio. El más supremo de los linajes que habitaba en Zetten, no un «hijo de Raziel»; ni ningún «hijo de la Luna», como Lilith; ni siquiera un caído; ni de cualquier otro ser que hubiera sido el primero en crear descendencia en la tierra de las criaturas oscuras.

>>Yo nací así; podrido. Era único.

>>Tan único como todos los demás que formaban parte de mi misma raza, pero, al fin y al cabo; especiales, por ser componentes de la etnia más superior y poderosa de todo Zetten.

Me dirigí tan rápido como mi par de alas negras pudieron llevarme al centro de Agni, donde ya se encontraban muchos de los habitantes de esta para aguantar la batalla lo máximo que les fuera posible, hasta la derrota del ejército alado, o la nuestra; lo haríamos porque a tozudos era incapaz de ganarnos nadie —bueno, quizás sí cierto arcángel desquiciado, y tan cerrado de mente, como evidentemente loco. —; así que retendríamos la lucha para que no siguieran adentrándose más en Zetten y fuesen capaces de llegar, ya no sólo a la capital, sino a la corte del Rey Abaddon.

Recibí algunas sonrisas cómplices y un par de leves alzamientos de cuellos, a modo de efusivos saludos, cuando aterricé en el corazón de mi ciudad. En seguida tomé partido de la conversación que muchos ya mantenían sobre las posiciones y tácticas de guerra que emplearíamos para detener a la hueste celestial. Se nos estaba dando a cada uno una misión determinante cuando de repente Angul, un descerebrado demonio cinco veces más alto, musculoso y fornido que el resto, y que sólo era capaz de pensar en dos cosas: en los conflictos y en su querida —y muy afilada— hacha, fue incapaz de esperar a que la batalla fuera más limítrofe, por lo que el muy patán acabó adentrándose en las profundidades del Limbo para ayudar a Grand Bois, junto con su inseparable arma.

>>Había veces que hasta incluso mantenía conversaciones con ella.

Maldito y estúpido melón cabeza hueca sediento de sangre... ¡espero que consigan acabar contigo...! — Mascullé en voz baja y apretando fuertemente los labios, colocándolos en una fina línea, renegando del comportamiento chabacano de mi hermano, el cual, después de tantos golpes recibidos durante las cruzadas —en las que participaba con gusto—, había acabado siendo un torpe y burdo deficiente mental.

«Creo que se acaba de ganar el honor de hacer que deje de nombrarlo como uno de mis hermanos... no quiero que me tomen por un majadero» —Pensé entonces.

Fui conscientes de cómo las veintiséis legiones de demonios de Amduscas volaban adentrándose en la espesa humareda que provocaba el fuego de Agni para ofrecer también su ayuda al comienzo de Zetten, y cómo las treinta y dos de Aym, se unían a nosotros en la capital para luchar a nuestro lado en caso de que la milicia llegase hasta allí.

El resto de las tropas de Azazel, el abanderado de los ejércitos, estaban frente a la puerta del palacio de Abaddon; lugar donde se refugiaban, por su propia seguridad, en ese momento; nuestros grandes y viles duques, marqueses irrazonables, tesoreros rateros, Minos, el más abusivo en inmoderado juez y, por último; Uphir, el médico inmortal que atendía síntomas, recetaba y sanaba a otros seres cuyas almas eran igualmente eternas.

Esperaba que alguna vez en lo que nos quedaba de perpetuidad alguien se diera cuenta de la total y absoluta estupidez que suponía el tener a un médico en un lugar cuyos habitantes ya estaban muertos.

Pensé si también yo debía de contactar con mis setenta y tres legiones y enviarlas al encuentro, pero debido a que el Rey demonio no me había dado ninguna orden en especial, consideré que quizás no corríamos tanto peligro, y sólo estábamos actuando así por precaución y para evitar sorpresas; así que me terminé rehusando.

De manera súbita —y debo admitir, por mucho que mi ego me implore que no lo haga, que dolorosa— alguien me sacó de mi ensoñación, pateándome en la coronilla desde el aire, usando el talón para ello, y finalmente; estampándome contra el suelo.

>>Debido a la fuerza del impacto, provoqué un cerco en el pavimento a mi alrededor.

Era ya demasiado tarde cuando me di cuenta de que Miguel, el jefe de la hueste celestial, se había adentrado en Agni, respaldado por su ejército.

«Maldición. Maldición y mil veces maldición.»

Sólo había una criatura que era capaz de sobresalir por encima de Miguel en lo basto de Los Tres Mundos, y ese era el más grande de los fanáticos, (y anteriormente destacado como tozudo... y algo chalado); la mano armada de Dios, su más lóbrega izquierda: Gabriel.

>>Cerré los ojos y solté todo el aire de mis pulmones, pues me sentí enormemente agradecido por no haber sido con él con el que me hubiera topado, tanto que me sentí capaz incluso de rezar, hasta que volví a abrirlos y recordé que quien se alzaba soberbio por encima de mí no era otro que el engrandecido Miguel.

«Maldición otra vez.»

Desde el suelo me deleité en cómo este mecía sus grandes y doradas alas, provocando una agradable brisa. Se veía inmenso y de igual manera colosal; con su firme y sólida armadura, que tenía el mismo tono áureo que sus alas, que envolvían su trabajado torso.

>>Sus tirabuzones rubios caían por su frente, que se encontraba empapada en sudor.

>>Sus magnéticos y poderosos ojos azules, su sonrisa cínica y a la vez victoriosa, y su prestigiosa Espada Sagrada se alzaban en el interior del mismísimo Zetten contra todo pronóstico, entre las llamas que chisporroteaban alarmadas a su al rededor.

Me reprendí ante el ridículo sentimiento de que me hubiera parecido grandioso.

Miguel seguía sosteniendo el arma bien alta, como queriendo que todos sus enemigos se postrasen ante ella, y ante el innegable temor de mis hermanos; su insolencia aumentó, y el perturbador gesto que quería asemejarse a la sonrisa desvergonzada de su némesis se volvió aún más grande, y es que Miguel, junto con su espada, objeto que le había sido otorgado por el Creador de Los Tres Mundos, eran los únicos que aunque no pertenecieran a este lugar, a nuestra orbe, si conseguían atravesar a uno de nosotros con ella, no sólo nos desterrarían, sino que harían que desapareciésemos de la faz de Rhodinthor para siempre.

Su hoja no te dejaba ninguna posibilidad, pero al menos, podías defenderte de él utilizando su propia vanidad contra él.

El rubio alado se había ganado aquella divina pieza por haber protegido a Dios de su anterior mano derecha en el primer y único gran conflicto que se recuerda sobre los Opuestos, o al menos eso es a lo que aluden los entes más antiguos para justificar el conflicto, pero nadie mencionaba por qué había sucedido o de qué había tratado aquella trifulca.

>>Sólo se recuerda que cuando Abaddon alzó uno de sus puños en contra de Dios, debido a que éste no estaba dispuesto a escuchar nada sobre sus opiniones e intenciones, Miguel se interpuso; defendiendo al último.

>>Nadie tuvo que acompañar al actual Rey demonio a la salida; él sabía dónde se encontraba, y al abandonar Arvien y convertirse éste en el primer caído; desterrado por aquellos que alguna vez consideró como su familia, intuyó dónde debía preparar la venganza contra una divinidad que alardeaba de comprensivo, cuando a él ni si quiera había hecho nada por escucharlo; así que emprendió su marcha hasta quedar bajo tierra, conociendo así a Lilith, quien se convirtió en su más fiel seguidora, ya que ella fue también castigada a permanecer oculta entre las sombras del submundo por la misma criatura, y en su caso, por un error que él mismo había cometido.

>>Y así Abaddon terminó de crear Zetten tal y como lo conocíamos; plagado de las almas mundanas que Dios atesoraba.

Era una forma cruel de enseñarle que había fallado en su propósito, y que los individuos a los que él mismo —un ser sobrenatural, y una divinidad perfecta en todas sus formas— dio vida; no eran de igual manera perfectos, ya que, en muchos casos, la oscuridad plagaba sus corazones.

>>Supuse que, por eso, a pesar de que Dios fanfarroneaba de no poder concebir ningún tipo de sentimiento negativo; dejó estallar la ira que le corroía, y acabó enviando a sus tropas a atacar el submundo.

Desde el mismo momento en el que mi alteza descendió, Miguel se convirtió en la nueva mano derecha del Creador de Los Tres Mundos, cargo del que presumía de manera presuntuosa, aunque tanto todos los que estábamos aquí, como aquel al que decía que servía, sabíamos que; a pesar de que Miguel estuviera del lado de los ángeles, hacía mucho tiempo que había dejado de ser uno de ellos.

El ángel rucio se dispuso a clavar su perniciosa espada en mi pecho, aprovechando el que yo aún yaciera en el suelo rodeado de las abrasadoras llamas de mi tan querida Agni.

—Demonio Asmodeo; sentenció— por el número de pecados mortales que has cometido, entre los que se destacan: el asesinato, la fornicación y violación tanto de hombres y mujeres, la mentira, el escándalo y el terrorismo, entre otros... «¿Éh?, ¿es que tenía preparado un discursito para cada vez que se disponía a darle fin a la existencia de alguien?» ...por tus dotes en el ocultismo y tu pernicioso empleo de la blasfemia... —... «menudo rufián arrogante» —Ahora, yo; demonio; — «Óh, por favor, ¿era el único capaz de ver que era incluso peor que yo?» —te condeno. — su hipócrita sonrisa era incapaz de dejar indiferente incluso al mismísimo ángel de la muerte. Pensé en Samael, mi amigo, al que no volvería a ver más. —¿Unas últimas palabras?

Esbocé con extrema lentitud una media sonrisa, inquiriendo una cierta picardía que crispó al rubio.

>>Si esa mamerta bestia que quería arrebatarle el papel de asesino despiadado a Gabriel —y que él interpretaba tan bien—, me había soltado un hastioso y desalentador discurso en el que no paraba de expeler más que memeces por su bocaza, yo; —al menos antes de que me volatizase— tendría que provocarlo de la peor manera que se podría incitar a un alado:

¿«Últimas palabras»? —Ladeé la cabeza desde el suelo al mismo tiempo que entrecerraba los ojos. —... ¿Me dejarías rezar por la salvación de mi alma, Miguel? —. Desde el aire, el rubio hizo un mohín, molesto, dispuesto a inventarse alguna excusa si esta fuera necesaria–aunque, la verdad, y para serte totalmente sincero, ahora que me estoy confesando, es que preferiría que, como última petición, me dejaras eyacular en esa preciosa cara tuya.

La cara de Miguel se volvió más roja que el mismísimo fuego que arropaba la ciudad de Agni.

Juro que vi humo salir de sus orejas.

«Supongo que los alados no saben aceptar las bromas.»

—¡Demonio Asmodeo, por el poder que me ha concedido el Creador de Los Tres Mundos; yo te...! —. No pudo terminar la frase, ya que su cuerpo salió disparado por los aires con rudeza, hasta que su figura se confundió dentro del humo que nublaba el ambiente, aunque tras varios segundos, algo tosco—supuse que el cuerpo del ángel— acabó estrellándose en uno de los edificios de la ciudad, partiendo así sus cimientos y quedando enterrado en una tumba de ladrillos.

Al menos, todo aquello dejaría fuera de juego a Miguel durante un rato.

Samael descendió hasta apoyar ambos pies en la superficie empedrada y, mirándome con altanería; esbozando una de sus destacables sonrisas burlonas; acabó por ofrecerme su mano para ayudar a que me levantara, lo que acepté, aunque no agradecí, ni haría nunca por encantado que estuviera.

>>Mi ego se encontraba demasiado presente en mi cuerpo como para permitirme hacerlo.

—Creí que hoy ya habías cohabitado lo suficiente con Lilith; ¿cuántas han sido desde la mañana... trece? —. Me preguntó el sonriente y albino Samael, quien había regresado en ese preciso momento de Las Puertas de Zetten con refuerzos. —¿Y a qué ha venido eso de «eyacular» sobre la cara de un alado?, es repugnante. —Hizo un gesto de desaprobación con el rostro, supuse que al ser consciente del hecho de que hacía relativamente poco tiempo (sólo varios millones de años), compartió existencia (y bando) con la el del ángel con el que decidí meterme, haciendo que su larga y blanquecina cabellera, se moviera a su propio ritmo.

—Nunca es suficiente, hermano, pero es que Miguel me resulta tan atractivo que podría resultar hasta peligroso para mí. –Le dediqué una sonrisa torcida, jocosa; sin apartar demasiado la vista del frente que se abría entre nosotros. Adoptando posición de ataque. —Casi tanto tú. —bromeé en un susurro mofándome del albino, quien no dudó en patearme la espinilla.

«No, definitivamente los ángeles son incapaces de sobrellevar las bromas»—pensé cuando tuve que llevar una mano a la zona afectada para acariciarla. No era suficiente el estar en guerra con la hueste divina, sino que ahora también nos atacábamos entre nosotros.

Estupendo.

Cientos de caídos dirigidos por Semiazas y Mastemas, sus líderes en cuanto a formación por el primero y descendencia por el segundo, irrumpieron en Agni para ayudarnos en la batalla.

Supuse que la misión de la mano derecha de Abaddon; Samael, había sido el llamarlos y obligarlos a venir, y que lo eligió a él por lo rápido que podía moverse por el aire, y no sólo por tener doce gigantescas alas, sino por tener el título de príncipe de dicho elemento, pudiendo controlarlo a su antojo.

En Las Puertas de Zetten, entre lamentos de dolor y de ira, se podían encontrar a todas aquellas personas que gozaban de una eternidad «sin gloria ni infamia», mezcladas con los ángeles que se rebelaron contra Dios, pero no por lealtad, sino para evitar las consecuencias de tomar partido en la lucha entre el «bien» y el «mal», acabando por contraposición aquí, pidiendo clemencia a nuestro Rey, pues se habían visto solos y desamparados en un mundo que no los necesitaba.

>>En Arvien los rechazaban porque no hicieron nada «bueno» y en Zetten también, pues tampoco hicieron nada «malo», pero ese día, Abaddon había pedido su ayuda, garantizando, si ellos aceptaban, que tendrían un nuevo hogar dentro de nuestras puertas, y que formarían parte de nuestra espléndida comunidad.

—Estamos acabados. —Me contó Samael mientras ambos propinábamos golpizas a varios ángeles sin mucho nivel ni experiencia en el combate.

Nos habíamos alejado de donde la lapidación de Miguel había sido ahocicada para desaparecer de su vista y no tener que volver a tratar ni con él ni con su Espada Sagrada.

—No sólo están aquí Los Siete. —dijo refiriéndose a los más temidos y reconocidos alados del ejército de Dios, que eran capitaneados por Miguel, y supe que le dedicaba una especial cara de asco a Remiel, el que ocupó su puesto tras su caída como el nuevo ángel de la resurrección, encargándose de guiar las almas de los recién fallecidos a su destino, tal y como él hizo para Dios (y ahora continuaba haciendo para nosotros). —Hay hermanos que ya no lo serán nunca más. —Me explicó entrecortadamente, escudándose de los ataques de nuestros enemigos tras cuatro pares de sus alas blancas, dirigiendo otras dos hacia mi posición para defenderme. —Satanael ahora es un hereje, le ha indicado al ejército alado dónde se encontraban en este momento nuestras puertas. —Mi amigo sacó su Látigo Sagrado del cinturón que aguantaba su blanca túnica y atizó en la espalda a uno de ellos.

>>El infeliz se convirtió en ceniza en cuanto la cuerda lo rozó.

Nosotros también teníamos a un ángel que poseía un objeto sagrado que le fue concedido por el Creador para salvaguardarse así de los que tentaban contra él, impidiendo que realizara correctamente con su trabajo.

>>Sólo que Samael era el ángel de la muerte.

—Y Belial ha estado jugando a dos bandas, pasando información de unos y de otros, por no hablar del sodomita de Uror, quien no ha parado de engañarnos desde que lo aceptamos en Zetten. —Tuvo tiempo de negar con la cabeza antes de reprimir un golpe y contraatacar. —Cuando dijo que iría a hacer Pactos de Sangre, el desgraciado fue a darles a los ángeles un mapa de la geografía del submundo.

Resoplé ante mi creciente enfado.

—Vaya, vaya... ¿así que teníamos un demonio infiltrado que mientras que nos vigilaba decía acechar a los Opuestos? —. Bufé. —Creo que no se podía esperar otra cosa del demonio encargado de representar el engaño y la mentira. —dije mientras intentaba concentrarme para causar que un ángel que había invadido nuestra ciudad se apuñalara en el estómago repetidas veces por medio de la hipnosis que yo podía conjurar. —Algo me decía que no podíamos fiarnos de él. —Ironicé.

—Son los primeros con los que he acabado. —Me confesó mientras continuábamos recorriendo las calles de Agni, derrotando a nuestros enemigos.

—Aun así, eso ya no nos facilita las cosas, ¿no crees? —. Le pregunté al albino alzando ambas cejas. —El daño ya está hecho.

¿«Daño» ...?, tú no has visto cómo les he dejado la cara a ese par d...

Como si el cuerpo de Samael hubiera pisado una mina y estallado bajo sus pies, salió despedido por los aires con extrema brusquedad, impactando contra algún edificio, y yo, sin comprender bien el motivo, miré hacia mi izquierda, donde hasta ese momento se encontraba el cuerpo de mi amigo, para verme reflejado en los apáticos ojos azules de Gabriel; el alado más perturbado que se conocía desde la creación de Los Tres Mundos.

«Qué colocación tan irónica». Tuve el lujo de permitirme bromear ante aquella situación.

Sonrió al ver cómo mi boca se me había desencajado de la mandíbula y le miraba con los ojos muy abiertos al no poder esconder la sorpresa.

—Cuánto tiempo, hijo de puta. —Me saludó cortés.

Recordé como en nuestro último encuentro en Ormathea, una de las tantas regiones de Rhodinthor, a la cual había ascendido para alimentarme, y en la que él acabó encontrándome; terminando nuestro idílico encuentro enzarzándonos en una batalla que finalizó cuando yo, considerando que ya me encontraba en pleno uso de mis facultades, tras comer no sólo de los sentimientos de odio e ira de los mundanos de mi alrededor, sino también de los del mismísimo Gabriel; conjuré Las Llamas Del Submundo, dejándolas caer sobre una casa no muy lejana, sin embargo, como el uso de las maldiciones conllevan cierto tiempo, opté por no usar la Atracción Diabólica y la Dominación, con la que todas las personas situadas en un radio de mi obedeciesen a lo que yo dijese en el momento, comenzando con los que correrían del domicilio del que había dejado caer el fuego de Zetten, por lo que tracé un plan secundario con el que decidí sobreexplotar mi agorera y cautivadora labia para que al empezar a gritar, bastante amilanado ante el bruto fanático que atentaba contra mi vida; los mundanos que salían apabullados de la casa que ya había comenzado a arder y me escuchasen, como todos los que se encontrasen por allí cerca, o en resumen, cualquier ser latiente y sintiente que escuchase mi algazara, corriese en mi ayuda sin pestañear:

—¡Incestuoso, es un incestuoso! —Los mundanos comenzaron a mirarse entre sí, pero aun que aquel pecado estaba penado con la lapidación o la hoguera, los allí presentes aún dudaban si arremeter contra el gigante del que intentaba defenderme y de cuyos ataques me zafaba con cierta maestría que acrecentaba la ira del moreno. —... ¡Adúltero...!; ¡hay que ahorcarlo! —grité entonces rememorando los castigos a las transgresiones mientras saltaba sobre la delgada y larguísima alabarda que intentó clavar en una de mis piernas. Los mundanos clamaron al cielo, mis alaridos comenzaban a surtir efecto. Algunos varones se acercaron a nosotros con piedras en las manos.

De la garganta de Gabriel se escapó un rugido. Echó su alabarda hacia atrás, con la que maniobró haciendo una pirueta, y tras esto, trató de clavármela de nuevo, esta vez en el pecho. No se cansaba de arremeter contra mí.

—¡Y fue con el hijo de su suegra!, ¡homosexual! —aullé.

No me pareció suficiente la marabunta que vino hacia donde nos encontrábamos tras escuchar esto, aunque algunos incluso llevasen consigo finos trozos de hierro afilado o materiales de trabajo que intentaron clavarle. Supuse que prendí fuego a un taller y no a una casa. No lo sabía. No estaba atento, prestaba más atención en que las orondas manos de Gabriel, que sujetaban la tan distinguida lanza del arcángel, no me amputara alguna extremidad. Les tenía mucho aprecio a todas ellas.

Continué con mis habladurías al mismo tiempo que empezaba a tomar ciertas distancias con la mano izquierda de Dios:

—¡Asesino!, ¡ha matado a su amante! —. El resto de los que allí se encontraban, aun parados y sin saber bien qué hacer, no lo duraron ni un segundo más y me concedieron mi deseo de exponer a Gabriel a una cruel pena de muerte, para los asesinos; la decapitación. —¡Y era un hombre! —. Recordé.

La erigiente muchedumbre se echó sobre el gigante, asaltándolo, dispuestos a acabar con su vida. «¡Hay que acabar con él!, ¡muerte al asesino!, ¡a la hoguera con el homosexual!», se distinguía entre el griterío de las personas que rodeaban al alado.

Gabriel no se lo pudo creer cuando todos acabaron arremetiendo contra él, llamando la atención de muchos otros mundanos quienes se encontraban lo suficientemente aburridos y necesitaban una chispa de diversión que les alejase de la rutina que llevaban, por lo que, al ver la situación en la que se encontraban sus vecinos, se apresuraban y se precipitaban a ayudar en la importante misión de acabar con Gabriel. O al menos a intentarlo.

Sabía que el ángel sería incapaz de hacer nada debido a su fanatismo, ya que aquellas personas no habían profanado ningún mandamiento —quizás estaban desafiando el quinto —y no habían soltado ninguna queja acerca de Dios, así que se quedó allí, defendiéndose de los golpes y de los embates todo lo que pudo mientras yo terminaba de escurrirme con notable éxito como una débil sabandija y desaparecía de la escena.

...

—¿No tienen prohibido blasfemar los de tu especie? —Le pregunté altanero.

—No contra los que han intentado usar a gente buena para matarte mientras ellos se escapan. — escupió. Empezó a andar hacia mí, por lo que por cada paso que Gabriel emprendía hacia delante, yo lo daba hacia atrás.

—Vamos, Gabriel, tú...fuiste demasiado rápido. —Me excusé alzando las manos e interponiéndolas entre nosotros. —Yo estaba comiendo, y tú viniste y... ¡en fin!, ¡no soy de los que prefieren los tríos...!, aunque no los descarto, la próxima vez que quieras, ya sabes, acechar a mundanos conmigo, prueba a invitarme a algo antes... ¡quizás a una copa de vino! —Sonreí, notando como el sudor frío empezaba a caer por mi frente. —¿Cerveza mejor?

Gabriel me propinó tal puñetazo en la mandíbula que caí de espaldas, sin saber que detrás de mí se encontraba la pétrea pared de una de las casas de Agni, con la que choqué con una ferocidad vehemente.

>>Cuando intenté recomponerme y ponerme de pie para eludir su ataque la vista se me nubló. Un incipiente dolor de cabeza y un pitido en mis tímpanos, los cuales amenazaban con reventarse de un momento a otro, empezaron a manifestarse al unísono.

Sabía que ere era mi fin, que hasta ahí había llegado. Gabriel me machacaría tanto que seguramente no tendría posibilidades de sobrevivir una vez que me materializase en Rhodinthor. El moreno alado; alto, hercúleo, corpulento, con mirada álgida y flemática que era capaz de helar corazones, hasta volverlos tan abúlicos que poco tendrían de diferencia entre un cubito de hielo y del frígido azul de sus ojos, sin olvidarme de mencionar sus cabellos largos hasta los hombros y rizados; alzó su estrecha alabarda, dispuesto a clavarla en una zona que me hubiera gustado seguir usando en un futuro, pero antes de que pudiera obrar de esa forma, una gigantesca roca chocó contra él, empujándolo, y causando que perdiera el equilibrio.

Lo retiró de mi campo de visión.

La roca de repente se irguió, adquiriendo una peculiar forma demoniaca que yo bien reconocía, y me miró desde arriba. Sus ojos hundidos se clavaron en los míos.

El hacha.

Quiero decir; Angul.

Enmarcó las cejas en señal de preguntarme si me encontraba bien.

Me alegraba saber que ahora, a pesar de ser idiota, también había cogido cierto grado de ceguera.

—No sabes cuánto me alegro de verte, patán. —Le sonreí y me correspondió antes de responder a la patada que le lanzó Gabriel justo en ese momento para cubrirse, alzando el canto de su arma, en la que el ángel se apoyó, después de eso hizo una cabriola utilizando sus alas para planear por el aire. Cuando el otro gigante aterrizó se enfrentó al demonio descerebrado que tenía en frente, abalanzándose contra él.

Llegué a pensar que la batalla entre aquellos dos apasionados intransigentes siempre dispuestos para la batalla podría acabar durando siglos.

Lucharon frente a mi durante varios minutos, hasta que otra figura empujó el cuerpo de Angul desde el aire y lo sacó del paisaje. Miguel.

La cosa cada vez se ponía mejor.

¿Cuándo había yo conseguido que tal panda de psicópatas lunáticos me tuviera en su punto de mira?

El rubio me miró iracundo, como exigiéndome una explicación a lo que había pasado antes y por lo que terminó lapidado bajo los cimientos de un edificio cualquiera. Cuando Miguel fue a lanzarse contra mí, la mano de Gabriel se posó sobre el hombro este, apretándolo con más fuerza de la necesaria, haciendo que se escuchara un acentuado e intenso «crack», le acababa de romper el manguito rotatorio del hombro, aunque el rubio parecía no haberse inmutado, sólo echó la vista atrás, mirando con desdén a los ojos de su compañero. Azul bondi contra cobalto.

>>Gabriel evitó que Miguel me atacara, cosa que no llegaba a comprender, sin embargo, cuando el rubio alzó la mano contraria a la del hombro que el fanático agarraba y abofeteó la del otro, centrando sus ojos en los de la mano armada de Dios, pude advertir como la «más grande de todas las divinidades» tenía muchos más problemas de los creía, y no precisamente fuera de su corte.

—Todo tuyo. —masculló el jefe de la hueste celestial, apretando los labios antes de irse aleteando hacia donde había caído el patán. Quise decir... Angul.

De nuevo estábamos solos y yo ya no tenía salvación posible. Suspiré y traté de calmarme cerrando los ojos, esperando mi muerte.

>>Me quedé de esa manera durante varios segundos hasta que escuché una inconfundible risita proveniente de la garganta del cínico arcángel. Abrí los ojos con desmesurada rapidez. Alertado.

Gabriel se giró sobre su costado, firme desde la posición en la que le había roto el hombro a su compañero, para regalarme una mirada de autosuficiencia y una sonrisa juguetona, que me incitó a preguntarle si tenía el honor de concederme un baile, y por su evidente afirmación; danzaría junto a él, a pesar del respeto que le tenía a su incipiente demencia, en aquel perturbador bullicio.

>>Un último baile.

>>Al menos para uno de los dos.

>>Una danza a vida o muerte.

O.... al destierro. A lo que fuera, ¡qué más daba!

Negué con la cabeza, intentando deshacerme de la sensación de somnolencia que invadía mi cuerpo. Estaba demasiado confuso.

De repente, se volvió, y sin dejar de sonreír me dio la espalda, y arrogante, cogió impulso y saltó, moviendo las alas para no perder altura, deslizándose hacia la zona donde había lanzado el cuerpo del inconsciente Samael.

—¡No! —grité, provocando que me retumbara la cabeza, e intenté ponerme en pie para adoptar posición de ataque, manteniendo la esperanza de que siguiera mínimamente interesado en mí para no irse a por mi amigo.

Pero ni siquiera yo era tan importante para Gabriel.

No hay que seguir ningún orden en tu lista cuando quieres acabar con todos.

Me levanté del suelo como pude, con las manos sobre mi dolorida cabeza, sintiendo crujir mis huesos a cada paso que daba.

«¿Dónde cojones hay un médico cuando se le necesita?» —farfulle con apesadumbrado padecimiento.

Zarandeando mis articulaciones, divagué en dirección a la zona donde —irónicamente— el desalmado y cruel ángel estaría dándole caza a su antiguo compañero. A mi ahora hermano. A mi amigo.

Me tambaleé por la calle, teniendo que apoyar el peso de mi cuerpo sobre los muros para seguir avanzando. Necesitaba ayudarlo. Necesitaba salvarlo. Él no podía desaparecer. Preferiría hacerlo yo para no tener que padecer la soledad que me dejaría en el resto de la inmortalidad, aunque claro, esto era algo que jamás le diría a Samael.

«¡Samael, Samael, aguanta amigo!, ¡voy a por ti!»

Pero hay cosas que los mundanos, debido a su gansada e insignificancia, desconocen sobre aquellos que dicen ser unos «santos», y es la maldad y la truculencia que habita en sus ya corroídas emociones. Ellos lo planifican todo; juegan con el miedo de sus oponentes, comprometiendo algo importante, llevándolos al límite, tendiéndoles sucias y astutas trampas. Hasta conseguir lo que quieren. Hasta hacerse con la suya.

Tienen un curioso procedimiento para deteriorar las almas de los que les rodean.

Distinguir el bien de lo que está mal es el primer paso para evolucionar, sin embargo, en los mundos en los que nos había tocado vivir, resultaba muy difícil distinguirlos, ya que quedaban estos enfrentados por un finísimo hilo que lograba separarlos por poco, debido a que todo lo que movía a los sujetos que los habitan era la realización de sus propias metas, el conseguir un determinado fin, y para alcanzarlo, serían capaz de emplear todos los medios necesarios.

El conocimiento, la unión entre los individuos, el entendimiento mutuo y el sentimiento bueno eran las únicas formas para conseguir el progreso ganando bienestar.

El martirio era el modo más seguro para llegar al sufrimiento y al colapso, y con ello a la destrucción de cualquier lazo, relación o pacto sin posibilidad de un comienzo, mientras que el que lo realizaba se llenaba de gozo y disfrute en el momento, pero con el tiempo se transformaba en savia llena de veneno.

El bien te daba paz.

El mal zozobraba.

Lo impropio terminaba porque él mismo aniquila la misma energía que lo engendraba.

En aquel contexto; la diferencia entre el bien y el mal está en quién y dónde lo hace.

Aunque qué iba a saber yo; era un demonio; había nacido con el alma totalmente corrompida y pútrido estaba mi corazón, ¿por qué iba a tener yo idea de algo de todo aquello?

De repente, mi cuerpo convulsionó y por mi garganta ascendió un tórrido, espeso e ígneo líquido que acabé vomitando. Cuando mi mirada vacilante se dirigió al suelo, pude observar la gran mácula de sangre que acababa de regurgitar, candente y roja, frente a mis pies.

Fue entonces cuando divisé que algo se interponía en mi campo de visión y al intentar concentrar mi vista en un punto fijo de mi mutilado estómago, contemplé cómo una la lanza me lo había atravesado sin ningún tipo de vacile.

Mis temblorosas manos se dirigieron hacia mi vientre ensangrentado y brutalmente inflamado sin que yo les hubiera dado aquella orden para ofrecerle algún tipo de consuelo, y mi cabeza se giró para ver a mi agresor al mismo tiempo que pensaba:

«¿Esto es el fin, seré desterrado sin ni siquiera poder ayudar a Samael?»

Mis ojos se toparon con la gélida mirada del ángel Rafael, quien aprovechó los escasos momentos antes de que mi cuerpo se volatilizara de Zetten, para enviarme al frívolo y despiadado mundo de los mortales, no sin antes dedicarme con sorna unas fugaces palabras resonaron en mi cabeza y me costaron digerir más que cualquier otras que jamás hubiera escuchado antes, por el impacto que estas tuvieron en mí, pues con eso consiguió admitir que a aquellos seres les sobraba la prepotencia, que a nosotros, a pesar de nuestra condición de criaturas oscuras, no poseíamos:

—Que disfrutes de tu estancia en el Infierno, Asmodeo.

Porque un león nunca ruge después de acabar con su presa. 

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro