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Capítulo XXII - Acercamiento:


«Amor y deseo son dos cosas diferentes; que no todo lo que se ama se desea, ni todo lo que se desea se ama.»

Miguel de Cervantes.


Demonio Asmodeo:

—Llegaremos al palacio en unos veinte minutos. —Añadió Samael sin dejar de mirar abúlico por la ventana del carruaje, que me mecía suavemente con el bamboleo de los caballos que lo remolcaban.

La región de Danovica me repugnaba en exceso; aquellos aceitunados bosques que conformaban la comarca siempre solían estar bañados por el resplandor dorado del sol. En ellos se respiraba un aire puro y limpio característico, que no conseguía otra cosa que fatigarme, y los pájaros revoloteaban por los alrededores deleitándose en su propio canto, provocándome una violenta rabia.

>>Daba gracias a que marchábamos dentro de un lujoso y mullido carruaje, cobijándonos del calor que subvencionaba la gigantesca bola que se encontraba envuelta en un gas mucho más caliente y luminoso que la propia Agni.

Nos habíamos encontrados miles de mundanos por los caminos fronterizos que venían a nuestras tierras movidos por la noticia del enlace entre la Princesa de Danovica y el nuevo y desconocido sucesor de Mystica, y todos, al encontrarse con la noble carroza que contenía algunos refinamientos bañados en oro en la que me desplazaba, intentaban curiosos mirar en su interior, tratando de averiguar quién se hallaba dentro. Sin embargo, una vez que traspasamos el límite y llegamos a las tierras de Naira Angelov, pude distinguir la gran disminución de gente que viajaban a esa zona para disfrutar de los festejos nupciales. Puede que fuera debido al estado de extrema pobreza al que Las Nagas condujeron a la región. Puede que «gracias» a Samael aquellas sucias criaturas fueran condenadas al fuego eterno y a una vida llena de desgracias, pero no ponía en duda la elección de mi amigo en elegir a un animal tan rastrero para evocar el pecado original.

Un par de trompetas interpretando al unísono una melodía captó mi atención, y aparté todas las emociones que me provocaban perderme en mis propias cavilaciones. Dejé de mirar al infinito y me centré en el sonido estridente procedente de la garganta del albino, quien reía entre dientes ante mi agitación.

—¿El futuro Rey de Zetten está nervioso por el encuentro que va a tener con una simple Princesa mundana? —Me preguntó jocoso.

—Creo que todos sabemos que Naira Angelov no es una mundana y, de ninguna manera simple. —Lo reté con la mirada.

—Es cierto... se me olvidaba que es un ser corrupto no pertenece a ninguno de Los Tres Mundos que Dios creó para usarlo como arma transgrediendo todas las leyes sagradas que él mismo impuso. —Admitió como si nada.

Menudo repasito a la historia. Como para que algún despistado se hubiera distraído por el camino.

—¿Ya está?, ¿ya lo has soltado?, ¿ahora estás más tranquilo? —Puse los ojos en blanco.

Samael apoyó sus codos en sus rodillas y bajó su rostro hasta cubrirlo entre sus pálidas y finas manos, para suspirar con dificultad y negar con aspavientos. Al cabo de varias repeticiones, se irguió para mirarme a los ojos:

—Asmodeo, es sólo que... yo no lo entiendo. Abaddon ya tenía sucesor. Tú... estabas desterrado, llevabas tres millones de años desterrado; ¿cómo podrías gobernar un lugar en el que has dejado de habitar, de comprender?, pero de repente... Abaddon nos cuenta lo de la maldita profecía y me pide que te busque y que te ayude a cumplir tu destino, ¿y no es con otra que con una cazadora?, el primer engendro Angelov que nace mujer, ¡y tú tienes que casarte con ella!, ¡piénsalo!, ¿no te parece una locura?, todos tenemos muy aceptado que Belzebú es el heredero, y allí abajo los hermanos corretean inquietos porque nadie puede resolver la pregunta de: «por qué El Trono de Zetten no permite que El Señor de las Moscas se siente en él», y... ¡aaarght! —llevó las manos al aire antes de volver a dejarlas a caer a ambos lados de los costados—, esto es una completa basura, quedaban cinco Príncipes más para poder elegir si el destino no está conforme con él, y de entre todos ellos... nadie, si no ¡tú!, el sexto, ¡de entre todos ellos te eligieron a ti!, ¡el que ni si quiera habitaba Zetten, el que estaba desterrado! —Samael sonrió dejando escapar el aire de forma nerviosa—es casi peor que si Abaddon me hubiera dicho que el futuro Rey era Belfegor, el jodido demonio de La Pereza. —Volvió a negar con la cabeza simulando cansancio.

Si tuviera corazón, ante la repentina revelación de aquella persona que consideraba mi amigo, me habría dejado de latir. Mi sangre se heló mucho más, si cabe. Abrí mucho los ojos por el asombro.

—Vaya...Samael...yo... si al final todo esto salía bien, me preguntaba qué diría y cómo convencería al resto de mis hermanos de todo esto, del cargo que debería de desempeñar. Pero me calmaba bastante el hecho de pensar que te tendría a ti defendiendo mi causa. Me sorprende bastante descubrir que no es así.

Entrecerré los ojos y fruncí el ceño ahondando en la mirada desconcertada del rucio desleal. Este apretó los labios, formando una fina línea con ellos, reprimiéndose por sus palabras mientras desviaba su vista a cualquier lugar que no fuera la mía.

—He pasado quinientos años buscándote, si no defendiera tu caus... —Empezó a decir para defenderse.

—Defendías la causa de Abaddon, Samael. —Le corté. No quería más excusas. —Verás; yo ya sé lo grande que era, lo excepcional... ¡todos lo sabemos!... lo buen Rey, el sensacional líder que fue, y por supuesto, todos somos lo suficientemente eruditos como para adivinar que yo nunca seré él, ni tampoco sus buenas decisiones, ni su formidable mandato, ni su honorable sacrificio para liberar al submundo de la guerra, así que estaría bien que dejarais de compararme o intentar que me convierta en él. —Escupí. Los cristalinos ojos de Samael contrastaron abriéndose tanto como su boca, y se retiró los cabellos del pecho antes de volver a intentar hablar para escudarse, pero no se lo permití. —Pero si quieres juzgarme, Samael, si quieres pensar en mí...considerarme como la sucia y cobarde rata por la que todo el mundo me toma, te invito a sufrir las consecuencias que obtuve al procurarme de salvar a alguien que consideraba mucho más que un hermano. A un amigo. —Espeté.

Los caballos relincharon ante el jalón de cuerdas que el cochero pegó para poder frenar ante las puertas del no tan imponente castillo de Naira Angelov. Al mirar por la ventana de la carroza, observé que se hallaba mucho más destrozado y los jardines mucho más descuidados de lo que pude llegar a imaginar alguna vez.

Samael decidió dejar la discusión para otro momento ante la mirada acusatoria que le estaba asestando.

No sabía si me sentía enfadado o decepcionado, o quizás... ¿triste?, pudiera ser que en aquel momento me decantase por una mezcla de todos ellos. A lo mejor aún no era demasiado tarde para dejarlo todo, volver a esconderme en algún recóndito lugar, muy lejos de todo aquello y seguir auto-compadeciéndome el resto de la eternidad.

>>Si había un motivo por el cual me había dejado amedrentar por las circunstancias durante tres largos y arduos millones de años, era por el desconocimiento. No había nada peor que la ignorancia, y yo no sabía qué había pasado con Samael, con mi amigo, si habría conseguido sobrevivir al fanático arcángel, o aún seguiría luchando por nuestra causa, pero si se encontraba aquí, si había acabado para su mala fortuna en Rhodinthor; lo encontraría, y por primera vez en mi existencia, pediría disculpas; por haberme descuidado; por no haber podido hacer nada para salvarlo; por haber sido tan ridículamente confiado y haber dejado que me matasen antes incluso de que la batalla llegara a su apogeo. Y, sin embargo, aquí estábamos ambos, en el momento en el que Samael me confiaba que nunca creyó en mí.

>>Me turbaba la confusión de mis sentidos. Había estado oculto tomando ventaja de las sombras, arrepentido, consternado, inconsolable, afligido durante tanto tiempo...

>>Había estado lamentando cada una de las decisiones que había tomado... hasta que mi alma acabó volviéndose mustia, y mi cuerpo tan famélico por el hambre, que incluso me pesaba el existir, pero quería mantener el dolor, pues con mi deterioro pensaba pagar por toda mi incompetencia.

>>Al final, dejé de buscar a mi amigo, al igual que no quería que nadie llegara a encontrarme, fuera del Opuesto que fuese, pues me avergonzaba admitir que después de todo, sí que me había transformado en una asustadiza, hedionda y pusilánime rata.

Dos sirvientes con ropajes elegantes, se aproximaron a la calesa para recibirnos. Uno de ellos se posicionó frente a la puerta y otro se aproximó para sacudir el pomo y abrirla para dejarnos salir.

Noté los murmullos de los mundanos que se arremolinaban tras la verja de entrada del palacio cundo una de mis piernas tocó el suelo y mostré mi rica zabata curtida en color natural, de cuero muy fino, cordobán y adornos de cendal, y cómo esos murmullos se convirtieron en sonoros cuchicheos cuando cogí impulso para levantarme de mi asiento y me mostré ante la muchedumbre con mi gonela amatada de color escarlata, hecha con el más espléndido de los linos, con bordados dorados. Una capa con un tono de corinto oscuro; creada con piel y con elegantes brocados en seda, sin olvidarme de los adornos de hilos entorchados en oro. Los cordajes estaban trenzados con hilos de oro y seda, aunque no ocultaban mi cinturón de cuero oscuro que cargaban con mi tahalí, portador de una aristócrata arma de doble filo creada con los mejores metales hallados hasta la fecha. Hubo silencio entre la plebe.

—Por aquí, Alteza. — Me indicó el paje que se había colocado con anterioridad frente a la puerta del carruaje regalándome una reverencia muy ensayada. Luego se giró para indicarme que lo siguiera, y cuando se aseguró de que lo hacía, me condujo hacia el interior del castillo.

Aunque la fachada y los jardines estaban muy descuidados, sus habitaciones se mostraban limpias y atractivas a la vista; con colores elegantes y llamativos, aunque la decoración de las distintas salas era algo peculiar para mi gusto. Me gustaba mucho más el aspecto lúgubre del engalanamiento del palacio de Mystica. Pero me gustó advertir que, aunque Las Nagas habían hecho todo lo posible para arruinar la región, que sus habitantes la abandonasen, y entonces poder ellas llamar a sus hermanas y vivir a gusto en el territorio deshabitado y devastado, en la capital quedaba gente que aún no se había dado por vencido, no obstante, tal y como Samael percibió el alma de mi prometida, me preguntaba si precisamente ella se encontraría en aquel grupo que sigue luchando al pie del cañón contra todo pronóstico.

—Por favor, Alteza, espere aquí. La Princesa Naira Angelov bajará pronto. —Añadió el viejo y canoso sirviente antes reverenciarse de nuevo para poder entonces marcharse y dejarme a solas con mis pensamientos, en una sala donde únicamente había una larga y estrecha mesa de comedor, así que para que mi mente no comenzase una guerra en cuanto a lo que sentía, medité el protocolo que debe usarse en una comida que se lleva a cabo en la aristocracia; por lo que me moví con soltura por la amplia habitación y tomé asiento en una de las esquinas, en la más alejada, la que quedaba frente a la puerta, para que, llegado el momento, poder ver a mi futura mujer entrando en el habitáculo.

No pasó mucho tiempo hasta que vi cómo pegaban unos fugaces y sutiles golpecitos en el portón, avisándome de la llegada de alguien, por lo que me puse de pie para recibir a Naira en nuestro primer encuentro consciente. Un criado abrió la puerta colocándose para ello en uno de los laterales de esta, facilitándole el paso a su princesa, quien entró en el comedor con paso poco seguro, agarrando las puntas de su largo vestido para verse los pies y mirando al suelo como quien se encuentra reconociendo el terreno, aunque a mi parecer, más bien trataba de no tropezar con los tibiales de suela alta.

>>Cerraron la entrada tras ella, por lo que miró sorprendida por el sonido hacia su espalda, para después, parada en el lugar donde se encontraba, dejar caer los bordes de su traje, entrelazar sus manos por delante y, por último, dirigir su mirada hacia la mía.

Sus ojos vacilantes chispearon al verme.

>>El cerúleo respondiendo ante el cobalto.

Me tomé un tiempo para recrearme con su presencia, antes de que la parte más siniestra y oscura de mí tomara el control de la situación y me hiciera consciente de la repulsión que sentía hacia esa niña, porque eso es lo que era; una cría:

>>De baja estatura, dermis desvaída y composición escuálida, se encontraba la joven Naira Angelov aguantándome la mirada, desafiándome y provocándome a la vez con aquel acto. Sus grandes ojos azules se llenaron de curiosidad al verme ahí parado, sin reaccionar, pero yo en ese momento sólo era capaz de mirarla, de fijarme en ella, de disfrutar de la figura que le hacía la deslumbrante aljuba blanca sin escote, de mangas largas y cerradas que ella vestía, tan inmaculada que provocaba escozor en mis retinas, pero también una terrible envidia de la suave seda que se deslizaba airosa por su pálida piel de porcelana. Decoraba su halda con bordados el lino dorado por el torso y mangas, dejando libre el resto de la falda, que, aunque había sido confeccionada para que no se marcara, ya que era un pecado que las mujeres fueran mostrando sus piernas, la tela era tan fina que en cuanto la chica comenzó a temblar al darse cuenta de que yo no cesaba en mi escrutinio, se empezaron a distinguir, gracias al balanceo que provocaban las vibraciones, la forma de sus delgados perniles tras ella —Y cómo me hubiera gustado perderme por aquellas largas extremidades, y no solo con la vista. —Sobre su vestido, llevaba un pellote rojo carmesí, que destacaba aún más su cutis blanquecino, e iba a juego con sus carnosos labios cereza y sus pómulos rojizos a causa de la vergüenza y el nerviosismo. La sensual joven, toda ella, era la viva imagen de la inocente lascivia.

Apretaba ahora sus manos enlazadas por la inquietud.

Aunque su concupiscente cuerpo no necesitaba decoración alguna, sino desprenderse de todas las prendas que lo envolvían, había decidido colocarse varias joyas que rezaban su riqueza. Y su erótica y morena cabellera se encontraba trenzada en círculos a ambos lados de la cabeza, sobre sus pequeñas y coloradas orejas, y recubierto por rodetes especialmente creados con hilo áureo engalanadas con piedras preciosas.

Estaba hermosísima.

>>Mucho más que la primera vez que la vi... aunque la condición en la que se encontraba no era la idílica.

Naira carraspeó al notar que seguíamos sin mediar palabra alguna mientras seguía revolviendo sus dedos entre sus manos cruzadas. Reí al escucharla y ella bajó su mirada hacia sus dedos.

Anduve con gracia por el comedor hasta quedar frente a ella quien, al notar que mis botas entraban en campo de visión, elevó el rostro para mirarme a los ojos. Al hacerlo, un suspiro se escapó de entre sus labios y me golpeó en la cara. Que me matasen si no deseaba a esta niña.

Con mucha suavidad, ocultando todo lo posible mi anhelo, cogí su mano derecha, y al mismo tiempo que la elevaba, procuré una reverencia para besar su mano.

Su perfume se mezcló con su hedor, y ambos sacudieron mis fosas nasales. Aproveché que ella no podía ver mi rostro para fruncirlo por el desagrado, antes de erguirme, la saludé:

Majestad... —susurré contra su dorso.

—Alteza... —Me devolvió el saludo en un murmuro apenas perceptible.

«Vaya... esto iba a ser más fácil de lo que pensaba.»

Aun con los labios pegados en su mano, la miré desde abajo. Ella se crispó, retiró su mano y optó por dar un paso hacia atrás.

«O quizás no tanto.»

Parecía que ella también sentía el mismo rechazo que atracción hacia mí que el que yo sentía hacia ella.

Salvé la distancia que separaban nuestros cuerpos en seguida, pegando mi pecho al suyo. No me hacía falta tomarle el pulso para saber que su corazón rebotaba encabritado ante mi presencia. Oía sus alocados latidos, y los seguiría escuchando, aunque estuviera en la última planta del castillo. La sangre volvió a acumularse en sus mejillas, pero no por eso dejó de mirarme; ¡qué chica más valiente!

Con una mano la agarré de la cintura y con la otra le sostuve la mano que había retirado.

—Siento haberla asustado Alteza, no ha sido mi intención, no quisiera inquietarla. —Le regalé las mejores de mis sonrisas, aunque el simple contacto de nuestros torsos me repudiara más que ninguna cosa que hubiera hecho en mi vida y, sin embargo, quería tocarla más, mucho más, por todas partes.

Me estaba volviendo loco.

Naira abrió sus ojos por la sorpresa de mis palabras y volvió a retirarse, esta vez con mucha más suavidad, hacia la mesa del comedor. Se disponía a tomar asiento cuando le agarré su diminuta y tierna mano de nuevo para que parase. Fue entonces cuando le retiré la silla y la ayudé a acomodarse. Tras ello, me dirigí a la otra punta del tablero. No sabía si agradecer o intentar solucionar la distancia que nos separaba.

—Gracias. —Susurró en un vahído.

Adivinaba que estaba intentado tratar de averiguar qué era la extraña aura que nos envolvía.

—No hay de qué, Majestad. —Respondí alzando la voz para que me escuchara bien una vez que me hube sentado.

—T...vos... no tiene que llamarme «Majestad». —Ella suspiró y yo volví a sonreír ante su inocencia. Se notaba a leguas que no estaba acostumbrada a tratar con el género opuesto. Pero se estaba esforzando. —Aun no soy reina.

Sin dejar de sonreírle le dije:

—Bueno, eso es cierto, para eso tiene que casarse conmigo. —No estaba seguro de cómo tenía que actuar con Naira por su inocencia, pero no me arrepentía de ser el causante de provocar todos aquellos rubores.

Varios lacayos irrumpieron en la sala llevando entre sus manos bandejas repletas de comida que no me apetecía lo más mínimo. Uno de ellos colocó un cochinillo bien cocinado y con una extensa guarnición de hortalizas en el centro de la mesa, y en torno a él, los demás iban colocando pan, habas, membrillo...

—¿Vino, Alteza? —Me preguntó uno de los sirvientes.

—Por favor. —Dije de mala gana por haber interrumpido mi conversación con Naira mientras colocaba los codos sobre la mesa de madera noble y entrecruzaba los dedos con detenimiento, acercando mi mentón a ellos y observando todo lo que ocurría a mí al rededor, observando todas y cada una de las expresiones de Naira Angelov.

—¿Sabe usted, Alteza...? —Empezó a formular la pregunta mientras sus pajes seguían colocando los manjares elegidos para el almuerzo.

—No, por favor, Naira. —Se estremeció visiblemente al escucharme pronunciar su nombre. -Si no deseas que use contigo los tratamientos protocolarios, no permitiré que tú los uses conmigo.

Una muy desconcertada Naira Angelov se revolvió sobre su asiento.

—Bueno...al fin y al cabo, ya nos conocemos... ¿verdad?

Mis ojos se plisaron durante medio segundo al pensar que podría recordar algo de la noche en la que la vi por primera vez. Medio desnuda.

«No pienses en eso.» —Me recriminé.

—¿Y entonces por qué no soy capaz de recordarlo, señor Aodesma? — Cerré los ojos en cuanto escuché que de sus carnosos labios salía un nombre que no era el mío, al abrirlos me encontré con su mirada inquisitiva, colmada con el fuego acusador, y cada vez veía más lógico que en realidad, aquella niña supiera cuál era mi verdadera identidad.

—Por lo que a mí respecta, eso es debido a que te encontrabas enferma, querida. —Ahí estaba, de nuevo aquel rubor.

Ella frunció el ceño, y luego suspiró con pesadez mirando hacia otro lado, refunfuñando. Por un momento pensé que la niña iba a empezar a patalear.

«Cuánta bravuconería... a ver cuánto tardo en quitártela...»

Le di un sorbo al vino. Era lo único que me faltaba para terminar de envalentonarme. Ella quiso imitar mi gesto y se llevó a la boca la copa que sus sirvientes le había servido.

—Bien, Naira, y ahora, hablando de cosas mucho más serias... en cuanto a la boda. —En cuanto pronuncié esas palabras Naira tosió dejó escapar varias gotas de vino que quiso limpiarse torpemente con las manos, pero al final le salpicaron el pecho.

Me levanté de mi asiento no sin antes coger el pañuelo de algodón que había al lado de mi plato en la mesa y me acerqué a ella, que dejó de toser y de intentar limpiarse en el acto y se limitó a mirarme. Me agaché sobre mí mismo, agarré ambos brazos de la silla y la giré un poco hacia mi posición, entonces me acuchillé para quedar frente a frente y con el pañuelo le limpié las manchas de vino sobre su boca y pecho mientas me recreaba en el desbocado latido de su corazón y su alocada respiración. Cuando terminé, dejé el pañuelo sobre la mesa y busqué su mano. La sostuve entre las mías.

—Puede que le parezca precitado, pues solo nos hemos visto una vez, pero, Majestad, Naira, desde el momento en el que te vi supe que estábamos hechos el uno para el otro, y no hay nada ni nada que pueda cambiar eso. Y sé que tú también lo sientes. —La vi sonreír levemente y eso me envalentonó. —Por eso quiero hacerte mía, Naira, mi reina, mía. —Recalqué, y mis palabras se iban volviendo más rudas y turbias a medida que iba hablando. Y ella lo notaba. Quiso volver a retirarme la mano, pero no la dejé. —¿Sabes lo que eso significa? eso quiere decir que nunca dejaré que te vayas de mi lado. Y cuando digo nunca, princesa, me refiero que, aunque el mismísimo ángel de la muerte nos empuje por caminos distintos, utilizaré la eternidad que se nos conceda tras perecer para transgredir todas las leyes, buscarte, encontrarte y arrastrarte de nuevo a mis brazos. ¿Lo entiendes? —Pregunté asintiendo con la cabeza con detenimiento, olvidándome de todas esas chorradas del protocolo.

Hubo varios carraspeos por parte de unos impresionados lacayos, y un corte de respiración a manos de Naira, quien, con los ojos ya muy secos por mantenerlos extremadamente abiertos, asintió de forma leve como respuesta a mi pregunta. Después pestañeó varias veces y tragó saliva, extasiada.

Parecía ser que ninguno de los dos nos habíamos dado cuenta de que los criados habían irrumpido de nuevo en la estancia no sabía bien para qué despropósito, pero tras un par de miradas, huyeron despavoridos sin mirar atrás.

Me encantaba seguir teniendo ese efecto en la gente a pesar de no poder usar mis poderes sobre ellos.

Cambié el rudo gesto de mi cara y le dediqué una sonrisa, que ella me devolvió débilmente.

Con mucho —demasiado— esfuerzo solté su mano y me puse de pie.

—Si me disculpa. —Volví hacia mi sitio en la otra punta de la mesa y me senté. Era consciente de que Naira observaba cada uno de mis movimientos. Como fingiendo que le daba un respiro, agarré un plato repleto de dátiles para servirme algunos, favoreciéndome del histerismo que se respiraba y alimentándome en realidad de aquello. Luego; seleccioné un par de ardillas fritas de otro de los platos y las traspasé al mío. Cuando Naira suspiró visiblemente y la tensión entre nosotros se disipó un poco supe que el momento de tregua había terminado. Recogí mis cubiertos y mientras apuñalaba la tierna carne del animal, volví a hablarle a la espantada y terriblemente turbada cazadora:

—Así que, Princesa, más le vale ir haciéndose a la idea de que tarde o temprano deberá de someterse a mí. —La miré a sus ojos y disfruté del horror que se distinguía en ellos. —Créame, preciosa, no tiene otro remedio.

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