—El bosque me engendró hace tres siglos. Yo era un humano que murió débil y renació como un lobo. Según el bosque, mi cuerpo era débil pero mi alma era poderosa. Tenía el alma de un líder, de un alfa. Y que mejor manera de mostrarlo que un lobo.

—Un libahunt querrás decir —corregí yo usando el nombre que mi aldea le dábamos a los individuos como Staz.

—¿Un qué?

La fogata crispaba de vez en cuando y ambos acercábamos nuestras manos para entrar en calor. Nuestras ropas estaban empapadas en una mezcla de aguasangre y yacían guindadas en un improvisado cordel y palitos al calor del fuego.
La lucha había dejado a Staz y a mí exhaustos y el sueño nos vencía. Las rodillas me dolían y sentía mi cuerpo desfallecer. Tenía algo de hambre pero estaba demasiado cansado para salir a cazar alguna liebre.

—Ya sabes. Un hombre lobo. Una bestia.

—No soy un hombre lobo. Soy un espíritu del bosque.

—¿No es lo mismo?

Staz negó rotundamente con la cabeza.
—Un hombre lobo es una criatura violenta y vengativa. Nacen del odio de los hombres. Como muchos otros monstruos de la oscuridad que los guardianes como nosotros luchamos.

—Espera, espera —Staz no se había explicado bien o yo era demasiado estúpido para entender—. ¿Dices que eres un guardián que protege las aldeas humanas?

—En efecto, lo soy.

—Y entonces, si proteges humanos, ¿por qué me atacaste?

—Porque los de tu aldea me dieron tu alma como ofrenda.

Al decir esto, sus ojos centellearon con tanta intensidad como las flamas bailarinas de la fogata.