—¿Sabes que verte allí encadenado me da ganas de devorarte de una vez por todas?

Mi labio tembló al tenerlo tan cerca de mí, con sus dientes en mi rostro y mis garras sobre mi torso desnudo, tocando los surcos de mi piel.
—Recé un Padre Nuestro para que Dios me proteja.

Staz gruñó y proclamó una gruesa carcajada ante mi astucia. Revolvió mi cabello con su sanguinolenta mano y me dejó todo reseco y apestando a óxido.
—Nadie te salvará de esta. Nadie se apiadará de ti. Ni siquiera Dios. Tú sabes lo que has hecho en este mundo. El gobernante de aquí me lo dijo en el oído. Y por eso te trajeron aquí para que yo te castigue.

—Ládrame y grúñeme. Al final, tú no muerdes.

Esa sonrisa maliciosa de nuevo.

—¿Estás seguro de eso?