CAPÍTULO CUATRO - LA PUESTA DE SOL
Martes, 11 de octubre del 2022
Estoy molido. Llevo tres semanas entrenando con el equipo de fútbol los lunes, miércoles y viernes a las siete y media de la tarde y aún amanezco reventado al día siguiente. El entrenador se queja, diciendo que mi cuerpo está preparado para correr, por lo que me hace correr más rápido que a los demás y me exige muchísimo más físico que al resto de los compañeros del equipo que llevan toda la vida entrenando y yo no.
Se lamenta de que no haya estado en el equipo desde que llegué a la isla y ahora quiere sacarme el jugo durante todo el curso, porque quiere ganar todos los partidos o, al menos, es lo que nos ha gritado a mí y a Fran el primer día que aparecí por los entrenamientos.
He probado todas las posiciones, no obstante, al final me ha dejado de mediapunta, entre el centro del campo y la línea delantera. A Fran lo ha puesto de delantero, porque antes jugaba en mi posición. Además, me ha explicado que si veo la ocasión también ataque o que apoye a los delanteros, a la vez que debo ayudar a la defensa, presionando a los centrales del equipo contario e incluso a los laterales. En fin, que quiere que esté en todos lados, pero como yo le he dicho, no puedo estar en misa y repicando. Sin embargo, él opina que es la mejor forma de jugar y por ahora no hemos perdido ningún partido.
Como le prometí a mi profesora de literatura, hoy participo en la charla que darán diferentes inmigrantes, que se ha organizado debido al Día de la Hispanidad, que es mañana. Odio hablar en público, para eso soy demasiado tímido, pero también adoro mi iPad, por lo que ha valido la pena el comprometerse a hablar sobre nuestra vida en nuestro país de origen y el viaje hasta llegar a Canarias.
Primero será el turno de los inmigrantes que provienen de Venezuela, Colombia, Uruguay y Argentina, puesto que realmente mañana se celebrará el descubrimiento de América, luego hablarán una compañera cuyos padres son alemanes y Erik y después nosotros, Soda y yo.
Todos van vestidos de forma normal, quizás un poco más arreglados de cómo suelen asistir al instituto, solamente mi amiga y yo vestimos con ropas tradicionales. Soda lleva una kanga roja, amarilla y azul muy llamativa y yo un boudou verde y unos marakiss, unas zapatillas de punta. A ambos nos prestaron la ropa unos conocidos de Soda de Gambia y Senegal, respectivamente.
El kanga es solo una tela de colores muy vivos de metro y medio por un metro. Suelen vestirse las mujeres con ellas, pero los hombres también lo hacen en algunas ocasiones y no solo se utiliza en Gambia, sino en otros países africanos, incluyendo Senegal. El boudou es un vestido muy ancho típico de mi país, que llega hasta los pies y está un poco abierto a los lados, por lo que también es necesario ponerse unos pantalones debajo, al menos, los hombres.
—Estás muy guapo, Lamine —me dice Erik, cuando me siento entre él y Soda.
—Para ti es algo extraño, pero en mi país, la mayoría de los hombres van vestidos así por la calle.
—No estaba bromeando, me encanta verte vestido con colores tan vivos, resalta tu color de piel.
—¿Están listos, chicos? —nos pregunta Natalia, nuestra profesora, cuando entra a la habitación donde estamos esperando.
—Sí —contestan casi todos los que están en la sala, aunque yo no respondo.
Me da muchísima vergüenza salir, principalmente, cuando Natalia nos hace sentarnos en el escenario y se levantan dos chicos venezolanos para contar sus experiencias y todos se quedan mirándonos a Soda y a mí. No me avergüenzo de mi vestimenta, al fin y al cabo, es un traje de lo más normal para mí, pero sí me molesta ser el blanco de todas las miradas, aunque en nuestro caso suene de lo más irónico.
Carlos Alberto, uno de los venezolanos, cuenta como en su país vivía en una casa enorme con piscina y chófer, sin embargo, se vieron obligados a vender todo y venirse a España porque a su hermano le dispararon un día en la capital para robarle los zapatos y el teléfono y casi se muere. En cuanto se recuperó, sus padres se vinieron a España.
Según nos dice, él tuvo suerte porque su padre es de padres canarios y había nacido en Icod de los Vinos, un pueblo del norte de Tenerife, por lo que su padre pudo empezar a trabajar desde que llegó, aunque sus estudios aún no se los han convalidado y trabaja de camarero en una cafetería.
La historia se repite con casi todos los compañeros suramericanos, aunque algunos vinieron sin documentación y la arreglaron cuando llegaron o todavía están sin N.I.E., sin embargo, las circunstancias son parecidas, económicamente estaban mejor en su país, aunque la inseguridad o la persecución política los obligara a dejarlo todo atrás.
En el caso de Erik y Klara, la compañera alemana, sus padres se vinieron a Canarias motivados por el buen tiempo y a probar suerte. Los europeos no suelen pensárselo tanto, porque si no funciona, se vuelve y empiezan de nuevo en su país natal o en otro país que también les guste. La única barrera es el idioma, pero, culturalmente hablando, tampoco son tan distintos, teniendo en cuenta que todos, en el fondo, somos diferentes.
Cuando nos toca a Soda y a mí, ella me ofrece su mano y los dos nos sentamos en las dos sillas que están preparadas para que lo hagamos mientras contamos nuestra historia.
Soda me conoce muy bien y es ella la que comienza a explicar las razones que tuvo para huir de su aldea. Habla de su país, Gambia, donde al igual que en Senegal existe un patriarcado muy arraigado y las mujeres deben luchar mucho para obtener el reconocimiento que merecen. Incluso aquellas que logran acceder a puestos de toma de decisiones y se convierten en líderes, todavía tienen que enfrentarse a enormes obstáculos porque no las ven tan competentes como a un hombre.
Explica, que todo es más complicado si vives en una zona rural, como en el caso de Soda, porque son los maridos quienes toman las decisiones, existe mucha violencia de género y las mujeres ni siquiera pueden poseer tierra. A pesar de que están infravaloradas, sin la mujer, la familia se desestructuraría, porque las mujeres de su país que viven en el campo son las que mantienen a la familia unida, ya que ellas son comunitarias, trabajadoras y apoyan siempre a los demás, tienen una fuerza increíble, gran resistencia y un inmenso conocimiento que se traspasa de generación en generación.
Soda habla sobre el amor que siente por su país, pero también sobre la situación de las mujeres y la horrible costumbre de mutilar los genitales femeninos. También narra la razón por la que se escapó: para evitar que su abuela la mutilara.
Luego, Natalia explica que esta práctica es muy frecuente y que la tasa de mutilación genital femenina alcanza en Gambia un setenta y seis por ciento y más de la mitad de las niñas menores de catorce años también han sufrido esta mutilación, que consiste en cortar el clítoris o los labios.
Nadie se atreve a decir nada, porque Natalia pidió al principio que las preguntas se hicieran cuando todos acabemos de hablar, pero noto la cara de espanto de muchos compañeros.
—¿Desde dónde saliste tú, Lamine, y por qué? —me pregunta directamente mi profesora, posiblemente, para que intervenga, ya que no lo he hecho desde que nos sentamos delante de los compañeros.
—Yo vivía en Dakar con mi madre. No nos iba mal, pero por problemas familiares tuve que huir —explico, nervioso.
—¿Y fue en Dakar donde te embarcaste? —insiste Natalia para que hable.
—No, un amigo de mi madre me acompaño hasta Saint Louis. Fueron cinco horas en coche y nos quedamos a dormir en su casa. Al día siguiente, me llevó hasta la frontera con Mauritania, concretamente a la ciudad de Rosso, la cual tuve que atravesar en la barca de un pescador, porque debido al COVID estaban todas las fronteras cerradas. En cuanto atravesé en río Senegal y me encontré en Mauritania, caminé durante dos kilómetros hasta llegar a un hotel, que se encontraba cerrado, pero Mohamed, el propietario, me llevó hasta su casa en Nuakchott, a tres horas en moto. Allí nos aseamos, comimos y descansamos y al día siguiente salimos hasta Naudibú. Tardamos seis horas y en cuanto llegamos, me presentó a Sidi, que me acompañó hasta el lugar desde el que salió el cayuco.
—¿Cómo te preparaste para un viaje así? —me pregunta mi profesora.
—Nada te prepara para un viaje así. Yo había aprendido a hablar, leer y escribir español y nadaba bastante bien, algo que no necesariamente te ayude, sino todo lo contrario —le respondo, más que avergonzado.
—¿Por qué no? —se interesa Natalia.
—Recuerdo que, al tercer día, me puse en pie en la parte delantera de la barca y que mirara a donde mirara, solo veía agua. Luego miré lo asustadas que estaban las personas que iban conmigo y pensé: están todos asustados, pero no saben que si el barco se hunde ahora mismo, ellos lo pasarán mejor que yo, porque se hundirían con el barco sin sufrimiento. Yo sé nadar, tendría que aguantar días queriendo morir sin poder morir, porque no sé cómo suicidarme en el mar. Todo esto se te viene a la cabeza y se te cae el mundo encima —le explico sincero.
—¿Tú sabes nadar, Soda? —le pregunta Natalia a mi amiga.
—De los que hemos venido en patera, solo conozco a una persona que sabía nadar, Lamine, que me enseñó a los pocos meses de llegar. Ahora me encanta ir a la playa.
—Lamine, ¿qué es lo que te trajiste contigo de tu país? —me interroga ahora a mí.
—Sidi, antes de despedirse de mí, me dio una bolsa plástica, donde metí todas mis pertenencias para que no se mojaran. Solo me traje mi documentación y unas cartas que mi madre me había dado antes de despedirse de mí. También me dio agua y comida, aunque se me acabó, al igual que al resto, unos días antes de llegar.
—¿Tardasteis mucho en llegar?
—En el fondo, tuvimos suerte, porque nuestra travesía duró solo cinco días y porque cuando estábamos embarcando, llegó la guardia costera y solamente salimos veintiuna personas, por lo que la embarcación no estaba tan llena, ya que normalmente van entre cuarenta a cincuenta personas. La gente mayor era quien peor lo pasaba, sin parar de llorar, rezando y algunos parecía que se estaban volviendo locos. Nosotros no bebimos agua salada, pero muchos sí lo hicieron. Teníamos que achicar el agua que entraba con las olas y Lamine lo hacía por los dos. Nos pasamos todos los días con las piernas siempre mojadas. Pero era por la noche cuando realmente comenzaba el sufrimiento y el frío, por eso no nos gustan las puestas de sol. En cuanto oscurecía, parecía que el mar golpeaba más fuerte y no duermes en todo el viaje. Recuerdo el olor, el vómito. Es muy duro, porque al tercer día a nadie le quedaba agua y escaseaba la comida, además de que todos nos hacíamos nuestras necesidades encima, porque no nos podíamos mover por miedo a caer al océano cuando la embarcación empezaba a moverse amenazando con volcarse —les cuenta Soda.
—¿Qué hacían toda la noche despiertos? —pregunta Natalia, claramente preocupada.
—Cantábamos, sobre todo, Lamine, para que la oscuridad no nos engullera completamente —dice Soda antes de comenzar a sollozar.
Han pasado dos años, pero ninguno habla del viaje y de todo lo que tuvimos que sufrir para no recordar esos momentos, ya que podríamos volvernos locos. No es solamente dejar a tu familia y a tu país atrás, es la odisea de llegar hasta la costa y luego subirte en una patera, rogando a Dios el poder llegar sano y salvo a algún destino incierto, porque realmente no sabemos lo que nos vamos a encontrar cuando logramos llegar.
Durante nuestro viaje, Soda lloró muchas veces y siempre le cantaba cuando eso sucedía. A ella le encantaba la canción Everybody Hurts de R.EM., por eso comienzo a cantársela bajito, mientras la abrazo para que se tranquilice y deje de sollozar.
Soda esconde su cara en mi pecho y nadie en la sala se atreve a romper el silencio, ni siquiera Natalia.
—Nosotros no vimos morir a nadie en la patera, fuimos afortunados. Al igual que solo estuvimos cinco días de travesía, conozco chicos que estuvieron diecinueve. Llegué a la costa de Tenerife, aún desconozco el nombre de la playa, con quemaduras en la piel, a pesar de que me cubrí del sol todo el trayecto. Mi padre es blanco y no tengo la piel tan negra como mis compatriotas senegaleses, por lo que siempre me he protegido del sol —intento bromear en cuanto Soda se tranquiliza, se separa de mí y yo dejo de cantar.
—¿Qué pasó cuando llegaste a esa playa, Lamine? —me pregunta Natalia.
—En cuanto llegamos a tierra firme, la Cruz Roja nos atendió. Yo estaba deshidratado, tenía hambre y quemaduras, pero era de los mejores que estaba, al igual que Soda. A todos nos trasladaron a un centro de internamiento de extranjeros, donde nos dijeron que podíamos estar como máximo sesenta días. Soda y yo, al ser tan bajitos y darse cuenta de que éramos menores de edad, solo estuvimos quince días. Era como una cárcel y fueron los peores días de mi vida, sin contar el tiempo que pasé en la patera, por supuesto. Sé que a algunos los retornan a su país. A Soda y a mí nos separaron y yo me fui a un centro de acogida de menores extranjeros no acompañados en el Puerto de la Cruz, donde aún vivo.
—¿Tú también, Soda?
—Sí, por eso asistimos a este instituto, aunque yo vivo en una casa con chicas —contesta Soda, recuperada del todo.
—¿Qué opinas del centro, Lamine?
—La mayoría de nuestros cuidadores no están preparados para tratar con menores, sin embargo, intento no crear problemas porque en cuanto sea mayor de edad me quiero ir a vivir a algún piso compartido en La Laguna, ya que quiero seguir estudiando —le respondo sincero.
—¿Y de tus compañeros?
—No se llevan muy bien conmigo, porque no soy negro. Sé que es difícil de comprender, pero es complicado no ser negro en una casa llena de senegaleses, malienses y gambianos tan negros que no los ves en un túnel. No soy ni una cosa ni la otra, como un híbrido —intento ponerle un poco de humor y creo que lo consigo, porque se escuchan muchas risitas ahogadas y Natalia me sonríe.
—Por eso su mejor amigo es un marroquí, ya que ellos también son un poco híbridos, aunque no tan guapos —añade Soda y hace que más de uno estalle en carcajadas.
—Veo que no han perdido el sentido del humor, chicos —interviene Natalia para poner un poco de orden.
No hablamos mucho más, Soda cuenta cómo era su día a día en Gambia, ayudando a su madre con la casa y cuidando a sus tres hermanos menores. A quien realmente echa de menos es a su hermano de nueve años, que tenía siete cuando se fue. Cuando a mí me preguntan, hablo de mi madre, aunque solo nombro que es la mujer más fuerte que he conocido nunca.
Quince minutos antes de irnos, Natalia permite a los compañeros que nos hagan preguntas. La mayoría son dirigidas a Soda y la horripilante práctica de mutilación de los genitales femeninos. A mí me preguntan la razón de tener los ojos azules y les explico que mi padre es blanco y tiene los ojos de ese color, aunque nunca lo he visto sino en fotos. En realidad, lo he visto en Internet. Para ser sincero, no es muy guapo, pero mi madre siempre me decía que cuando nos mezclamos el resultado siempre es mucho mejor que los progenitores.
No sé si me lo decía para que no me sintiese mal por no ser negro en un país donde la mayoría lo son. Ahora me hace gracia, porque en Canarias no suelen apreciar la diferencia de tonalidad, para ellos también soy negro, aunque sigo sin serlo para mis compatriotas.
En realidad, en Senegal no sentí que mi piel me hiciera diferente a los demás, a pesar de algunos comentarios, es en Europa donde realmente he sentido el racismo de los inmigrantes cuyo color de piel es mucho más oscuro que el mío.
—Lo has hecho genial, Lamine —me felicita Erik, cuando, por fin, se termina el evento.
—Me vi obligado a hablar para que no lo hiciera solo Soda —me excuso un poco.
—Deberías hablar más delante de los compañeros —me recomienda.
—Ya veremos —le respondo, para que no se ponga de pesado.
Todavía no nos podemos ir a casa, porque Natalia ha preparado un picoteo para todos los alumnos. A mí no me importa, hoy no tengo nada que hacer.
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