VI (final)
Acostumbrada a exigir puntualidad, después de dos retardos madame Girón suspendía para siempre el derecho a tomar clases en su academia. De ahí que no entendiera la tardanza de Camila.
-Algo terrible debió pasarle -dijo en su español gutural y cantariego.
-O prodigioso -sugirió Pablo entornando los ojos.
-Nada que la quite de aquí puede ser prodigioso -dijo la madame disgustada.
Era lunes, llovía. Camila entró como una flecha al principio de la segunda clase. Madame Alice la miró con un reproche y no mostró compasión al notar sus ojos atribulados, su gesto huidizo, su cuerpo en congoja. De sobra conocía ella caras como ésa. Las había visto una y otra vez desbaratando la carrera de mujeres que hubieran sido grandes bailarinas y en cambio fueron medianas mujeres, sombra de alguien más, madres de familia. No les tenía piedad.
-Primer y último aviso Camila Cabello. Este lugar es tu vida o te llevas tu vida a otra parte. Endereza los hombros y párate como si nada te doliera.
-Pero si todo me duele -dijo Camila.
-Para bien. El arte necesita una dosis de dolor. No nos cuentes tu pena. Menos si es de amores. Vamos. Quinta posición. Misma rutina. Adelante.
La música empezó a sonar como otra orden sobre los oídos de Camila y ella la siguió urgida de una cura. Había perdido toda la hora de calentamiento y sin embargo podía levantar las piernas más alto que nunca y estirar la cintura como si los hombros se los jalaran desde el cielo. Sus brazos alargados expresaban tristeza y toda ella parecía un ensueño de cristal ardiente, bailando como si no tuviera otro destino.
-¿Te enojaste con Jauregui? -le preguntó Pablito una hora después durante el breve descanso.
-¿Ella te dijo algo? -preguntó Camila.
-¿Ella, a qué horas? Me dices tú que estás bailando como nunca de bien, como si sólo esto tuvieras.
-Sólo esto tengo -dijo Camila-. A Jauregui la invitaron a trabajar en España.
-Permíteme que lo dude -dijo Pablito-. Yo lo que oí es que en telégrafos la trasladan al sureste y andaba como perro sin dueño queriendo hacerse rica para quitarte del baile.
-Tú estás loco, a ella le gusta que yo baile -dijo Camila.
-Un rato, chula, no más un rato. Luego los artistas frustrados solo quieren cama y alguien a su lado con peor suerte que la de ellos.
-Jauregui es distinta -dijo Camila.
-Todos los poetas son distintos hasta que se vuelven iguales -dijo Pablito pasándole un brazo por la cintura a su desconsolada amiga.
La maestra se detuvo en el centro del salón y aplaudió interrumpiendo los corrillos.
-Retomamos. Camila, concéntrate. Estás bailando muy bien como para distraerte -dijo madame Girón haciendo el único elogio que alguna vez le habían escuchado sus alumnos durante una clase.
Nunca elogiaba a la hora de enseñar, corregía siempre y cuando lograba que alguien interpretara su corrección haciendo las cosas como ella las quería, dejaba salir un lacónico y extragutural "correcto". Por eso, para Camila, aquello de "estás bailando muy bien" fue como un bálsamo. La siguiente hora y media bailó aún mejor que la anterior.
-Poquito mejor que correcto -le dijo madame Girón antes de abandonar el salón.
Habían terminado los ejercicios de ese día con una rutina en el suelo. Y ahí se quedaron Camila y Pablito tomados de la mano, curándose los mutuos abandonos. Ahí los encontró cuchicheando Lauren Jauregui cuando apareció en busca de Camila, como todas las tardes de los últimos seis meses.
Al verla entrar ella rodó el cuerpo y quedó boca abajo, con la cara escondida entre los brazos.
-¿Tan rápido ya te quieres arrepentir de tus chingaderas? -le preguntó Pablo levantándose de un salto y enfrentándola con la gallardía de un soldado.
-Tú no te metas, cabrón -le dijo Jauregui empujándolo.
-Y tú no me empujes, poetita de mierda. ¿Qué te crees? Que se puede jugar con la entraña de mi amiga como si yo no existiera. ¿Por qué le inventas que te vas a España? ¿No tienes corazón para ser humilde y aceptar que sólo vas aquí a la vuelta?
-¿Te quieres callar? -dijo Jauregui-. Vámonos, Camila.
-¿A España? -le preguntó Camila sin moverse del suelo.
-A donde quieras -contestó la ojiverde tirándose junto a ella y abrazándola como si nada hubiera dicho el día anterior.
-A mirar los volcanes -dijo Camila.
Luego se levantó riendo, se puso la ropa encima de las mallas y sin quitarse los zapatos de puntas siguió a Jauregui rumbo a la casa en la calle de Artes, como si la noche del día anterior hubiera sido una pesadilla olvidada.
-Adiós, débil. Que sea para bien -le gritó Pablo desde la puerta. No subieron a ver los volcanes. En cambio pasaron la tarde yendo y viniendo por sus cuerpos desolados como si llevaran siglos extrañándose.
-No sé vivir sin ti -dijo Jauregui, pasándole un dedo por la espalda-. Quiero que vengas conmigo a donde se me ocurra.
-Todo fuera como eso -dijo Camila, metiendo su cabeza entre las piernas de
Jauregui.
Esa noche no volvió a dormir a la casa de Prudencia Migoya. Le avisó que había recuperado la fortuna y que no pensaba perderla. A la mañana siguiente faltó a clases y también a la siguiente. Por una semana nadie supo de ellas. Pasaron los días mirándose las risas y las noches caminando y bebiendo hasta la madrugada.
-¿A dónde te vas cuando bailas como si te perdieras? -le preguntó Jauregui a las tres de la mañana del sábado.
-A la gloria -dijo Camila evocadora.
-¿Y qué tienes conmigo?
-Todo.
-Qué terca eres, Camila -dijo Jauregui-. Déjame ir. Sálvate de mí.
-Métete aquí y no me molestes -dijo Camila llamándola a la cama. Habían bebido de más y de más también se quisieron esa noche. Cuando por fin el cansancio las adormeció a una en la otra, un gallo de pueblo cantó en mitad de la ciudad y los pájaros empezaron su alboroto como si nada.
Camila despertó por ahí de las doce con el sol picándole los ojos. Encontró vacío el otro lado de la cama. Se acurrucó diciéndose que Jauregui había bajado a la calle por el periódico. Pero tras media hora de espera, un susto le picó el ceño. Se levantó de un salto y caminó hacia la mesa en que Jauregui acostumbraba pasar horas leyendo. Le sorprendió un orden que no había el día anterior. No estaba el tiradero de libros y cuadernos de Jauregui. En su lugar sólo había una caja de madera de olinalá.
Camila la abrió con más curiosidad que aprensión. Dentro encontró el pañuelo de colores que le habían comprado a una gitana el día que les predijo largos años de amor y felicidad, dos servilletas en las que Jauregui le había escrito poemas, el programa del concierto en que estuvieron el viernes, un pedazo de pared desprendido del muro de una capilla colonial cuando se besaban recargándose en él, dos caramelos. Y una carta de Jauregui pidiéndole perdón por irse sin ella.
Camila la leyó sin llorar una lágrima. Luego, se lavó la cara. Peinó sus cabellos en desorden, cargó la caja y salió del cuarto como quien deja el cielo. Llegó a la casa de Prudencia Migoya por ahí de las tres de la tarde y la encontró comiendo a solas en una mesa con platos y cubiertos para una persona más.
-¿Esperas a alguien? -le preguntó Camila.
-A ti, mi diablo -dijo ella con una sonrisa grande como una casa de beneficencia pública.
-Podría yo suicidarme.
-Si ese final merece tu historia -contestó Prudencia Migoya.
-¿Y cuál otro? -preguntó Camila, dejando que unas lágrimas gordas le cruzaran la cara.
-Yo diría que quien ha merecido la dicha puede soportar la desgracia, y que toda emoción santifica.
-Yo no quiero santificarme -dijo Camila, derrotada.
-Pero quisiste el cielo. No hay cielo eterno. Ahora tienes que soportar el desfalco de perderlo. Pero la tierra también tiene sus encantos. Te voy a dar una probadita de alguno.
Prudencia Migoya se levantó a calentar una sopa de hongos y flores de calabaza. La puso frente al duelo de Camila con una cesta de tortillas y un cazo de salsa verde.
-No llores y come un poco. No voy a dejar que te suicides de hambre. Te queda mucho por vivir.
-Tengo ganas de morirme -dijo Camila empujando la sopa.
-Con que tengas ganas de algo -le contestó Prudencia acercándole la cuchara a los labios.
Camila probó un poco de caldo y luego volvió a llorar durante los dos meses que siguieron a esa tarde. Lloraba camino a las clases y llorando bailaba todas las horas de su rutina diaria. Llorando comía uno que otro bocado de los muchos que Prudencia Migoya le acercó a la boca, llorando se iba a dormir y dormida soñó que lloraba.
-Mientras baile así, aunque llore así -dijo Madame Girón, sin mostrar piedad. Prudencia en cambio la consentía hasta llegar al extremo de cantarle en las noches para que se durmiera.
-No hay como un arco iris cuando llueve -dijo una tarde abrazándola. Luego empezó a planear una excursión hasta el pueblo de Amecameca en las faldas de los volcanes.
Camila fue con ella como iba a todas partes, sonámbula y hermosa, llorando.
-Parecen eternos -dijo tras una hora de contemplar los volcanes en silencio.
-Son lo más cercano a la eternidad que conocemos -dijo Prudencia-. Ni tus lágrimas van a durar tanto.
-Ni mis lágrimas -aceptó Camila. Había dejado de llorar hacía una hora-. Espero que ningún desamor sea tan largo. Pero mi breve paso por el cielo, ese sí que duró tantísimo. Tengo a estos volcanes de testigos. Ninguna eternidad como la mía...
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