V
Agosto llegó como el agua, inolvidable y diáfano. Los volcanes tuvieron nieve a diario. Y a Camila le parecieron más elocuentes que nunca. Una tarde subió con Jauregui a la azotea de su casa para mirarlos como si le urgiera preguntarles algo antes de que la luz desvaneciéndose ciñera su estampa hasta desaparecerlos.
—Cómo te quiero, Jauregui. Me doy miedo —dijo Camila deteniéndose en la ojiverde para tomarse un pie con la mano y levantarlo junto con la pierna toda a la altura de su cabeza. Luego giró sobre el otro pie hasta tenerla enfrente y la besó sin bajar la pierna ni temblar—. ¿Me haces el amor? —preguntó.
—Estoy a tus órdenes, niña —dijo Jauregui.
Bajaron corriendo al cuarto de Jauregui, que era el cuarto de todos sus anocheceres, a dar guerra, leer poesía y murmurarse juramentos indescifrables. Cuatro horas después, salieron a buscarse una cena con vino como dos camaradas agotadas.
—Sabia virtud de conocer el tiempo —sentenció Jauregui de repente. Habían terminado de cenar y bebían una última copa.
—¿Quién dice eso? —preguntó Camila.
—Un amigo mío que fue capaz de hacer un soneto con la palabra tiempo.
—¿Qué más dice? "A tiempo amar y desatarse a tiempo como dice el refrán dar tiempo al tiempo que de amor y dolor alivia el tiempo."
—Ya no sigas, no me gusta tu tono —le pidió Camila.
—Me voy a ir, borrachita —soltó Jauregui.
—A dónde que más valgas y cuándo regresas —dijo Camila jugueteando.
—A España. Me ofrecen un trabajo y la mejor comida del mundo. Calles que son como zarzuelas, toreros como milagros y mujeres que bailan como diosas. ¿Qué más puedo pedir?
Camila lo escuchó como quien oye una tormenta. ¿Quién era esa mujer? ¿De dónde sacaba esa crueldad de fuego? ¿En dónde estaba la otra, la de hacía una hora, la de la cama con locuras de apenas un rato antes?
—¿Y yo? —pudo decir—. ¿Me quieres explicar, yo qué, de mí qué?
—Tú aquí te quedas a seguir bailando. Y luego te vas de viaje.
—Yo ni madres que me quedo aquí. Yo voy a donde tú vayas. Yo no quiero ser bailarina, ni diosa, ni viajar a ninguna parte. Yo quiero sólo ser tu mujer o tu sombra.
—No digas más, borrachita. Te oyes fatal. Tú eres una bailarina, una mujer que se basta a sí misma y una diosa aunque no quieras serlo. Pero yo no soy de amores largos, ni de quedarme quieta, ni menos de llevarte por el mundo como si fueras mi rabo. Mejor me voy ahora que nos queremos tanto, me voy antes de que le lleguen los vicios a esto que nos ha salido tan bien. Ya nos tenemos demasiada confianza, me voy a ir antes de que nos entren la terquedad o el odio.
Camila se soltó a llorar con las lágrimas que tenía guardadas para días que no había imaginado. No le cabía en la cabeza, pero menos en la entraña que Lauren Jauregui inventara irse de su vera. Que de la misma boca, con la misma lengua que apenas le jugaba como un pez entre los dientes, le estuviera diciendo tantísima crueldad como quien dice un padre nuestro.
—Estás jugando ¿verdad? —le preguntó.
—No, Camila. Me estoy yendo. Ven, te acompaño a tu casa —dijo la ojiverde levantándose.
Camila se quedó quieta un instante, mirándola como si quisiera guardársela. Luego se levantó en silencio y en silencio caminó hacia su casa.
—Hoy no entro —dijo Jauregui cuando ella abrió la puerta. Y fue lo último que de la ojiverde guardaron los oídos de la morena.
Prudencia Migoya la vio entrar desbaratándose en llanto y fingió la misma tranquilidad que si la hubiera visto entrar cantando.
—¿Por qué llora mi ángel? —dijo a sabiendas de que esa mujer no lloraría así más que por la hermosa mujer que no había entrado tras ella como todas las noches.
—Se quiere ir —dijo Camila.
—¿A dónde que más la quieran? Apenas anoche te adoraba.
—Dice que a un trabajo en España.
—Por favor, ¿quién le va a dar trabajo en España a una telegrafista revuelta con poeta? De eso en España abunda.
—Pruden, ¿qué hice yo mal? ¿Qué le hace falta?
—Le sobras tú, niña —dijo Prudencia Migoya jalándola de una mano para sentarla junto a ella—. Cuando los artistas inventan irse de repente, cuando pasan sin aviso de la adoración al desapego, es cuando ven a su pareja más crecida de lo que soportan. A Jauregui le pesa lo buena que eres en tu oficio, le sobra tu avidez, tu certidumbre de que no hay imposibles, tu terquedad y hasta tu certeza de que podrías vivir sin ella.
—Mentira, no puedo vivir sin ella —dijo la niña Cabello.
—Claro que puedes. Y a eso le tiene pavor esta mujer, al día en que te canses y la dejes. Prefiere irse primero que quedarse a esperar cuándo te vas.
—¿Cómo sabes eso? Yo no quiero ir a ningún lado —dijo Camila recuperando las palabras.
—Una parte de ti no quiere ir, la otra está yéndose hace rato. No bailas todo el día para quedarte a zurcir los calcetines de Jauregui. Ven a la cama. Mañana tienes clases. Y no te preocupes, nunca se van en el primer intento.
—Hablas como si hubieras tenido algo con una mujer —dijo Camila permitiéndose una lenta sonrisa.
—Niña, yo como Rubén Darío, cuando temo estar triste bendigo mi suerte y repito sin culpa: "Plural ha sido la celeste historia de mi corazón". Anda, ven a tu cama. Mañana con el sol veremos hasta siempre.
Por primera vez en tres años, al día siguiente Camila no tuvo ganas de ir a clases. No había dormido sino un rato y al despertar sintió que el hueco bajo las costillas con el que se fue a la cama, había crecido durante la noche hasta volverse un abismo. Salió de su recámara en busca de las luces de Prudencia Migoya. La encontró en la cocina calentando un poco de leche.
—Bébela y corre si no quieres quedarte sin mujer y sin escuela —le ordenó extendiendo el vaso con leche. Camila lo bebió de un tirón y miró a Prudencia como si fuera un hada madrina. Era gorda y firme, beligerante como un guerrero y cariñosa como un pastel. Usaba unos camisones llenos de encajes que hubieran parecido los de una abuelita común, si no fuera porque en lugar de blancos eran de un rojo desorbitado.
—A veces, de sólo mirarte me dan ganas de creer en Dios —le dijo Camila dándole un beso. Luego corrió a sus clases.
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