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III

Lauren Jauregui la vio salir con la luz del mediodía entre los ojos y pensó que sería bueno abrazarla desde ya. Camila extendió la mano fingiendo un aplomo que no sentía y la saludó con un gesto de la cabeza.

—¿Cómo te amaneció, borrachita? —preguntó la poeta Jauregui.

—Cruda —dijo Camila con la sonrisa a medias.

—Ahorita te compongo con la mezcla infalible —prometió tomándola del brazo.

Fueron hasta un lugar, sobre la calle de Correo Mayor, que era al mismo tiempo comedor y cantina. Se llamaba "La barca de oro" y tenía dos secciones. Una a la que sólo podían entrar los hombres que se nombraba "La barca", y otra en la que se permitía la entrada con las mujeres, a quienes honraron llamando "El oro".

Sin preguntarle a Camila, Jauregui pidió dos cervezas, dos tequilas con limón y dos vasos de ostiones.

—No quiero hacer esa mezcla —dijo Camila.

—¿Qué otra cosa se podría esperar de una niña de su casa? —dijo la poeta —Va por tu salud —agregó antes de beberse el tequila de un trago. —Así es como la gente se pierde las cosas buenas de la vida. Por puro prejuicio. ¿Qué, el tequila es de pobres, la cerveza de corrientes y los ostiones del mar? ¿Por eso ni los pruebas? Allá tú. Pero nada más imagina de lo que se pierde la gente que no come frijoles porque son negros. Pobre de ti, no vas a pasar de señorita de provincia.

—De señorita sí voy a pasar —dijo Camila.

—Pues no sé cómo, porque con esos ascos a lo viscoso.

—Chinga a tu madre —dijo Camila que al llegar a México había descubierto tan sonora respuesta y la usaba con un gusto que le embellecía la boca.

Se la enseñó su amigo Pablito la primera tarde en que llegó furioso contra el novio, pero le recomendó que no la dijera más que si quería pleito o tenía mucha confianza.

—¿A chingadazos quieres que nos llevemos? —preguntó Jauregui con la sonrisa como un aguinaldo.

—No —contestó Camila—. Ni te odio ni te tengo tanta confianza.

—Pues qué lástima —dijo la poeta—. La confianza y el odio son dos de los tres vicios que genera el amor. Y eso sí que me gustaría provocarte.

—¿Cuál es el tercer vicio? —preguntó Camila fingiendo que no escuchaba la última frase.

—La terquedad —dijo Jauregui—. La más dañina.

—Y a cambio de sus tres vicios, ¿le ves alguna virtud?

—Sí —contestó la poeta—. Emborracha.

—¡Qué horror! —dijo Camila. Había bebido su tequila en dos tragos y lo sentía abrasándole la garganta.

—Ni digas, que tú de borracheras no sabes más que bailarlas.

—Mejor —rió Camila.

—No seas rejega. Te ha de tocar bailar en otra parte. Es ley bailar de amores, embriagarse, ir al cielo con zapatos y sin futuro, no tener miedo de morirse ni de estar vivo.

—¿Es ley? —preguntó Camila.

—La única ley tangible que conozco —dijo Jauregui—. Es ley que de puro enamorado se llegue a no sentir hambre, ni cansancio, a no tratar con el tiempo y sus desmanes, a ser dueño de la luz y de la noche. Salud, mi niña, por todos los amores que han de beber en ti, por la pena y la gloria que te esperan.

Camila quiso correr de esa habladora que le pronosticaba desgracias y fortunas mientras decía intimidades como quien dice una estrofa del himno nacional. Pero no se movió de su asiento y levantó su nueva copa para bebería.

—Salud —dijo—, porque la vida sea más sobria de lo que te parece.

—Y tan loca como quieres que sea —contestó Lauren.

—¿Vamos a pedir comida o sólo de borrachos pasaremos la tarde? —preguntó Camila.

—Aquí la comida llega con sólo pedir bebida —dijo Jauregui señalando al mesero cargado de tres cazuelas que se acercaba a su mesa.

Durante las siguientes horas comieron, conversaron y bebieron hasta que la tarde las alcanzó creyendo que se conocían desde siempre. Entonces se echaron a caminar por el centro de la ciudad sin más tregua ni guía que su deseo de seguir juntas. La pálida luz del crepúsculo las encontró en el callejón de las tiendas de antigüedades. Ahí donde las joyas y los simples vejestorios convivían sin más diferencia que el gusto del cliente y el capricho del vendedor.

Ahí donde las cosas nunca tienen el mismo valor que su precio, y donde entonces eran baratas porque la época despreciaba lo viejo imaginando que nada podía ser más promisorio que el futuro.

Camila caminó por las tiendas entre objetos extraños, deleitándose con la extravagancia de cuanto la rodeaba. Hasta que al entrar a un salón diminuto su cabeza golpeó con las patas de una mecedora que estaba colgada del techo. Era una de esas piezas de encino que tienen el respaldo y los barrotes labrados. Le  faltaba un barrote, pero en el cabezal tenía la cara de un viejo alegre, acorralado por su mostacho y sus barbas.

—Debe ser un buen consejero —dijo Camila que había pedido que le mostraran la silla y se deleitaba contemplándola.

—¿Quién? —preguntó Jauregui mientras pasaba un brazo por los hombros de Camila.

—El viejo este —contestó ella acariciando el respaldo.

—¿Y tú para qué quieres un consejero?

—Digamos que voy a querer un oyente —explicó Camila—. Desde ahora, pero sobre todo cuando sea vieja. Más aún si voy a emborracharme tanto como predices y emborracharse depende tan poco de uno y si cada borrachera me puede hundir en abismos y noches impredecibles.

—¿Yo dije eso? Ya no me acuerdo. Casi siempre se me olvidan mis discursos, no los tomes en cuenta —pidió la ojiverde mientras metía sus dedos en la melena de Camila como si la peinara.

—Me voy a comprar esta silla —dijo Camila sacudiendo la cabeza como un potro inquieto.

—¿Ahora? —preguntó Jauregui.

—Ahorita, en este instante. Con el dinero que me pagaron ayer, con la ganancia de mi primer borrachera y el compromiso de sentarme a conversar en ella cada vez que esté cruda. Este viejo me va a oír —dijo acariciando el respaldo de la silla. Luego se puso a regatear con el dueño de la tienda. Un hombre menos guapo y más pestilente que el de la mecedora, buen conversador y mejor marchante que entre piropos y zalamerías aceptó el precio que Camila quiso darle a su silla.

—Te agradecería que me concedieras el honor de pagar tu vejestorio —pidió
Jauregui.

—De ninguna manera. ¿No ves que me urge gastar el primer salario? Lo que sí acepto es que funjas como madrina de mi encuentro con la silla que escuchará mis crudas —dijo Camila. Luego sacó de su bolsa el dinero y tras entregarlo dijo:

—Ahora falta el ensalmo.

—¿Cuál ensalmo? —preguntó Jauregui.

—Uno que yo me sé —contestó Camila dirigiéndose hacia la pequeña plaza que habían dejado dos calles atrás.

En el camino le contó a Jauregui la historia de una bisabuela suya que habiéndose aburrido de más a lo largo de su vida, le heredó a su nieta, la madre de Camila, la mecedora en que se había sentado a recordar durante sus últimos inviernos cubanos. Además de la silla le dejó un escrito que debía repetir antes de usarla por primera vez y le hizo prometer que lo enseñaría a sus hijas como quien les enseña la única oración necesaria de sus vidas.

Regida por la culpa de no haber cargado hasta México con la mecedora de su abuela, la madre de Camila había memorizado el ensalmo y había hecho que lo memorizara su única hija.

—Y dice —comenzó Camila detenida junto a la mecedora que Jauregui puso sobre un prado—: Yo, Camila Cabello Estrabao, me comprometo a vivir con intensidad y regocijo, a no dejarme vencer por los abismos del amor, ni por el miedo que de éste me caiga encima, ni por el olvido, ni siquiera por el tormento de una pasión contradecida. Me comprometo a recordar, a conocer mis yerros, a bendecir mis arrebatos. Me comprometo a perdonar los abandonos, a no desdeñar nada de todo lo que me conmueva, me deslumbre, me quebrante, me alegre. Larga vida prometo, larga paciencia, historias largas. Y nada abreviaré que deba sucederme, ni la pena ni el éxtasis, para que cuando sea vieja tenga como deleite la detallada historia de mis días.

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Yerro: Equivocación por descuido o inadvertencia: culpó a otro de su yerro.

Ensalmo: Conjunto de oraciones y prácticas curativas que los curanderos realizan para sanar a los enfermos

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