I
Camila Cabello creció intensa y desatada como el olor del café.
Había nacido un tres de marzo, cerca de la estación de trenes de un puerto azul al que desembocaba el inmenso río Papaloapan. La mañana de ese día su madre sintió llegar, junto con los avisos del parto, la primera lluvia de unas nubes que trajeron a la zona el ciclón más fiero que pudo caber en la memoria de aquel pueblo. Llamado de urgencia, su padre caminó bajo el agua las tres calles que separaban su casa de la tienda de mercancías varias en la que se ganaba la vida.
Empapado y febril cruzó el patio y alcanzó la escalera para correr hasta el cuarto en que su mujer paría sin alardes a uno más de sus vástagos. Habían tenido cuatro varones durante los pasados cinco años, la niña llegó por fin haciendo más ruido que ninguno de sus hermanos.
Mientras abría los ojos al mundo de agua que todo lo rodeaba, en la estación del ferrocarril el viento arrancó los techos que cubrían a los viajeros en espera de un tren cuyos vagones quedaron volcados fuera de las vías. Un ruido de diablos caído del cielo estremeció el crepúsculo y no dejó de llover en tres semanas.
Todo aquel barullo no fue sino el inicio de la inquieta y jaranera niñez de Camila Cabello la quinta hija de un matrimonio de emigrantes cubanos que, trabajando a la par, había conseguido hacerse de la tienda más ecléctica de un puerto en el Atlántico. Lo mismo vendían sardinas que libros de mecánica, novelas, jamón de jabugo, queso manchego, listones, harina, chiles, bacalao, y pan para judíos, cristianos y descreídos.
Nunca una panadería había dado tantísima variedad de panes y jamás una tienda de comida se había atrevido con tal descaro y buen orden a dar albergue a un estante con libros, pero aquel era un puerto capaz de libertades y mezclas como no hubo en el país otro mejor.
Jugando como un niño y odiando la costura como una niña, Camila aprendió lo esencial en una escuela del gobierno que cambió de ideas y reglamentos tantas veces como cambiaron los gobiernos entre 1908 y 1917, año este último en el que se dio al país una nueva Constitución Política y a Camila un certificado de enseñanza media. Lo que siguió fueron las mañanas ayudando a sus padres en la tienda y las tardes para leer y bailar.
Tenía Camila un gusto por la danza muy raro en aquellas latitudes. Sin embargo, había dado con una exiliada rusa que gastaba sus horas bailando y que en dos años le enseñó cuanto sabía y la ayudó a colocarse entre ceja y ceja la certidumbre de que nada haría mejor en la vida que ser bailarina.
Así las cosas, no hubo nadie capaz de interponerse entre ella y su afán de ir a estudiar a la ciudad de México. Un año de ruegos diarios convenció a sus padres de que entre ellos y la contumacia de su hija debía haber todo menos un abismo. Así que le buscaron lugar en la casa de huéspedes de una mujer con la que habían hecho amistad, cuando ella y su marido pasaron una temporada en el puerto.
Se había quedado viuda y mantenía su casa frente al parque de Chapultepec dando albergue a quien su entraña le aconsejaba que merecía tal confianza. En cuanto supo que la hija de los Cabello quería vivir en México, escribió poniéndose a las órdenes de la familia y pidiendo que desde ya la niña y sus padres consideraran suya la casa en que ella tenía viviendo más de treinta años.
Desde que Camila era niña, sus hermanos jugaban a bajarle el aroma desatado con un poco de leche y todavía su padre fue a la estación del tren cargando un vaso con algo de la ordeña matutina para intentar que ella la bebiera antes de irse, pero Camila tuvo la precaución de no tocarlo, porque temía flaquear frente a los ojos de animal abandonado que su padre ocultaba mirando al frente como si algo se le hubiera perdido en el infinito.
—¿Qué se te pudo ir tan lejos? —le preguntó su madre—. ¿Por qué no te quedas
a vivir y a tener hijos en paz?
—¿Para qué luego me dejen como yo a ustedes? —le contestó Camila.
Después la abrazó unos minutos largos y cuando la soltó cruzó los brazos esperando la bendición de todos los días. Su madre creía en el Dios de los cristianos con la misma fe con que hubiera creído en el de los chinos, si china hubiera sido y no cubana. Así que le puso la mano en la frente y luego la bajó hasta su pecho para terminar de persignarla en silencio. Entonces ella volteó a ver a su padre y le guiñó un ojo.
—Siempre has hecho lo que se te ha pegado la gana, no veo por qué me sorprendo ahora —dijo él mientras la abrazaba como si quisiera acunarla igual que la primera noche de sus vidas bajo el ciclón—. Vete con paz. Te queremos, ya lo sabes.
Camila subió al tren y sacó la cabeza por la ventanilla. Mientras el hermoso animal de fierro empezaba a girar sus ruedas alejándose despacio de la única tierra y el único mar de todos sus amores, ella se tragó las lágrimas moviendo los dos brazos como si bailara contra el aire.
—Cuídate el corazón —oyó decir a su padre.
—Te lo dejo —contestó ella. Luego metió el medio cuerpo que llevaba de fuera y se sentó a llorar con la cabeza entre las piernas. Tenía diecisiete años, era enero de 1921.
Se dejó acariciar por el aire cálido y salobre aún que la envolvía. En la ciudad de
México haría frío, en dos semanas estarían por iniciarse los cursos en la única escuela de danza que su maestra rusa consideraba confiable. Una rara y pequeña institución creada por madame Alice Girón, una maestra francesa de la Pavlova que llegó a México en los arduos días de la guerra y se instaló a vivirlo como si reinara la paz. Por recomendación de su primera maestra, tan amiga de la francesa como aventureras podían ser ambas, a Camila la había aceptado sin ponerla a prueba. Le dio tres meses para demostrar que tenía tamaños antes de recibirla en definitiva. El futuro parecía suyo, pero por primera vez lo miró sin desafiarlo. No conocía a un alma de entre las muchas que habitaban la ciudad de los palacios y los lagos, la ciudad de la que salían las guerras y las órdenes presidenciales, la ciudad que despierta a dos mil metros de altura bajo el augurio de dos volcanes.
Camila viajó varios días antes de verlos la primera vez. Hasta que una tarde apareció en el horizonte la luz enigmática y embriagadora que los envuelve. El Popocatépetl y la Ixtazíhuatl, así supo desde niña que se llamaban. Su madre solía contar la historia de un pariente cubano que enloqueció al mirarlos y se volvió sin pensarlo hasta La Habana, el pueblo verde y pobre del que había salido a buscar fortuna. Fue por recomendación suya que los Cabello prefirieron quedarse en tierras bajas, a la vera del mar, y se lo agradecían. Habían sido felices frente a esas aguas, entre la gente salada y locuaz de aquella tierra. De todos modos se habían vuelto tan mexicanos como cualquiera de los que a diario se dejaban deslumbrar por el cielo cercano a los impasibles volcanes, bajo los cuales encontraron los aztecas un lago con un nopal y encima el águila devorando una serpiente que se acomodó en el centro de la bandera cuando estas tierras pasaron a llamarse México.
Los volcanes aparecieron frente a los ojos de Camila mientras el tren llegaba a la estación de Puebla, y desde entonces quiso reverenciarlos. No se atrevió siquiera a preguntarse las razones de su atracción por ellos. Le bastó su imponente belleza para considerarlos cosa sagrada, le bastó saber que ya estaban ahí millones de años antes de que la especie humana llegara al mundo.
Impávidos y heroicos, insaciables y remotos. Ellos sí que mandaban en México, nadie que se pusiera bajo su amparo estaría solo en esas tierras. En su nueva vida, se prometió, todas sus pérdidas habrían de pasar por ellos y cuanta historia la conmoviera la sabrían sus abismos. Con semejante convicción perdió el poco miedo que aún rumiaba y se instaló a vivir en la casa de doña Prudencia Migoya, una mujer suave y trabajadora que le hacía honor a su nombre dejándola entrar y salir, comer y dormir a su aire.
—La ciudad todavía está peligrosa —le dijo tras el desayuno la primera mañana en que saldría al mundo—. Ayer estalló una bomba frente a la casa del arzobispo y otra en la tienda de alhajas "El Recuerdo". Pero tú no vas a andar por esos rumbos. Cuida que no te quiten la bolsa y si te la quieren quitar, deja que se la lleven. Baila bien que es lo que importa.
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