Veinte
20
El llanto no cesó durante todo el viaje que realicé a casa de Sebastian. Más de algún individuo se atrevió a mirarme, pero ninguno se atrevió a preguntar el porqué de mis lágrimas. Y lo prefería así. Sin preguntas ni compasión.
Me bajé y caminé las tres cuadras hasta la mansión del rumano. Toqué el timbre, esta vez haciéndose presente la voz de una mujer a través de la pequeña caja tecnológica ubicada a mi costado. Caminé al interior una vez la verja se abrió dándome la bienvenida. En la puerta, una señora de mediana edad me esperaba en la entrada.
—Tú debes ser Grace, ¿no? —Me preguntó y miró mi anatomía de pie a cabeza. —Sí, tu eres. —Afirmó para sí misma. —Un gusto en conocerte. Soy Lidia, la criada del señor Stan.
—Un gusto, Lidia. —Le sonreí amable.
—Sebastian está por llegar a casa. —Me informó. Me pidió que retirara mi abrigo y zapatos para secarlos frente a la chimenea encendida. También me invitó a acercarme al fuego y adquirir un poco de calor. —Por cierto, felicitaciones por la niña que viene en camino.
—Es Annie y Sebastian a los que debe felicitar. —Repuse, sin perder la amabilidad en mi tono de voz. —Son ellos los padres.
—Ya, pero tú eres la madre biológica. —Sonrió la mujer de cabellos negros y rizado. —Annie para esa niña no es nadie. —Susurró lo último. —Sebastian será tan feliz una vez vea a esa pequeña entre sus brazos. Él sentirá su paternidad cuando observe sus ojos. Y tú también. —Sonrió, atreviéndose a acariciar mi mejilla con sus dedos delgados y huesudos. —Annie no sentirá nada. Por más que lo quiera sentir. Esa niña no le trasmitirá más que una falsa maternidad.
Las palabras de la mujer eran duras. Y estaba segura que Annie, al escuchar aquello, no tendría ni la menor compasión por ella. La expulsaría de su hogar sin formular palabra alguna. Pero, pese a lo cruel que se escuchaba su opinión, no dejaba de ser realista. Annie no tendría más que una falsa maternidad que, con el tiempo, seguramente se convertiría en ociosidad y monotonía cuidando a una bebé ajena.
La mujer siguió parloteando. Diversos temas salían de su boca, y yo no hacía más que asentir o contentar con monosílabos. Contaba con cincuenta años, era madre de dos niñas de veinte y veinticinco. Consideraba a Sebastian como su tercer hijo ficticio, más a Annie no. Tuvo la valentía de confesar que nunca le brindó la confianza para considerarla como tal.
Sebastian regresó cuando había pasado una hora desde mi llegada a casa. Durante una hora, Lidia me contó su vida, la cual, encontré bastante interesante. Lidia se despidió de nosotros minutos después, mencionándole a Sebastian que en el horno aún quedaban resto del almuerzo.
Sebastian se volvía hacia a mí y rio.
—Te contó toda su vida, ¿no? —Preguntó divertido.
—Algo así. —Sonreí. —Es simpática, y bastante confiada.
—Tenía ganas de conocerte. Es una mujer muy especial.
—Ya lo creo. —Asentí.
—Y bien, ¿a qué se debe tu visita a mi humilde morada? —Preguntó. Y sacó dos platos de un mueble blanco. —¿Debo preguntar si tienes problemas de bipolaridad?
—¿Qué? —Fruncí el ceño, extrañada.
—En la mañana no me trataste muy bien. —Murmuró. Me miró de reojo mientras servía papas y un trozo de carne en los platos. —¿Te molestaste porque llegué yo?
—No, no es por eso. —Suspiré.
—¿Entonces? —Indagó. Me sirvió el plato y se sentó frente a mí. —Es Julia, ¿no?
Un leve estremecimiento sacudió mi anatomía al escuchar su nombre. Le recordé y sentí lástima por todo lo que estaba sucediendo en nuestras vidas. A lo mejor sí, tenía razón y todo era mi culpa. Por haber querido hacer las cosas bien, por querer un futuro mejor, la situación se vio truncada por no haber previsto lo que sucedería desde el momento en el que acepté ser el vientre de alquiler.
Mis lágrimas atentas y listas para salir, se asomaron por el borde de mis ojos. Logré pasar la yema de mi dedo pulgar antes de que alguna de ellas saliera. Más Sebastian, captó la tristeza en mi alma.
—Oh, Grace. —Murmuró condolido. —Esto es nuestra culpa...
—Es mía. Si alguien tiene la culpa, soy yo. —Musité. —Necesito un descanso. —Suspiré, agobiada. Y es que anhelaba irme lejos del país. A un campo específicamente. Lejos de Julia, de Sebastian y Annie.
—Lo que necesitas es un masaje. —Dijo, y se levantó del asiento para posicionarse tras de mí. Iba a refutar su opinión, pero sus manos finas y expertas me callaron. Si, necesitaba un masaje.
Me dejé llevar por sus movimientos circulares en mis hombros. Cerré los ojos y un jadeo involuntario salió de mi boca. Mis músculos comenzaron a relajarse y mis pensamientos pesimistas a esfumarse mágicamente. Era el paraíso tocando la piel de mis hombros, un dios griego, un ente experto en cada movimiento que realizaba.
—Estas tensa. —Expresó el rumano. —Muy tensa.
—Lo sé. —Volví a Jadear. —Ustedes me tienes así.
—¿Nosotros? —Rio. —Nosotros te hemos tratado como reina. —Replicó divertido, sin dejar de mover sus dedos contra mis hombros.
—¡Bah! Ust... —Me contuve de decir palabra alguna. Un leve movimiento me hizo brincar sobre mi puesto. Saqué las manos del rumano de mis hombros y me levanté de la silla, con mis manos en mi vientre. Stan me observaba extrañado, y yo palabra no podía decir. Otro golpe, suave pero lo suficientemente claro se manifestó en mi interior. Mis manos se movían alrededor de mi abdomen duro, buscando el área específica del movimiento.
—¡Sebastian! —Chillé sin saber si aquel grito fue de emoción o terror al sentir que algo se movía dentro de mí. —La niña... —Murmuré apenas. Y volví a sentir su movimiento. Esta vez más fuerte. —Se mueve. —Reí. Tomé su mano y la posé en mi vientre. Y como si reconociera a su padre, tres leves golpeteos se sintieron. Sebastian soltó una risita nerviosa.
—Mi h-hija. —Musitó consternado. —E-es h-maravilloso...
—Lo es. —Afirmé hechizada ante los ligeros movimientos que la niña realizaba.
Sebastian retiró sus manos de mi abdomen, sonrió y sin previo aviso acarició mi mejilla derecha. Todo ambiente de felicidad ante los primeros movimientos de la bebé se disipó. Su mirada había cambiado, y su sonrisa había desaparecido momentáneamente. Le miré sin saber qué hacer. Sin saber qué pensar. Pero, de todas formas, no hubo necesidad de hacerlo. Sebastian con toda la valentía y decisión, besó mis labios.
—¿¡Qué haces!? —Le reprendí molesta. Quité sus manos de mi rostro y me alejé de él.
—L-lo siento. —Murmuró avergonzado. —G-Grace...lo siento.
Pensé en recriminar su actitud osada. No podía permitir aquello. Pero, pese a que me hallaba molesta, no logré sentir ninguna pizca de remordimiento. ¿Acaso así se sintió Julia cuando besó por primera vez a Robert? ¿Ningún sentimiento de culpa, ninguna voz que le dijera lo mala novia que estaba siendo? ¿Acaso sintió su corazón palpitar y el deseo de seguir el beso? ¿Acaso sintió lo mismo que yo?
No tenía ni la menor idea de lo que sintió Julia en aquel momento, pero podía apostar a que había sido algo inolvidable para ella. No sentí más que deseos y ansias por probar más de los besos de Sebastian. Quería sentirme viva por primera vez después de meses sin sentir la compañía incondicional de Julia. Quería sentirme amada, deseada a pesar del bulto que cargaba en mis entrañas. Le quería besando mis labios y entregándose a mí como yo me entregaba a Julia. Quería hacer el amor con él y olvidarme de quien era mi novia.
Le quería sentir. Quería volver a experimentar, voluntariamente, las caricias de Sebastian.
Me acerqué a Sebastian y con decisión besé sus labios. Sólo eso bastó para que el rumano entendiese mi mensaje.
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Está más que claro lo que se viene en el otro capítulo >:)
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