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Dieciocho

18

El día había mejorado, climáticamente hablando. El sol alumbró mi habitación a través de las finas cortinas de seda purpuras. Unos finos, pero tiernos rayos de luz abrasaban mi rostro somnoliento. Tragué saliva, mi boca estaba seca.

Ver los rayos del sol subió mi ánimo considerablemente. Pensé en la posibilidad de salir a caminar al parque que estaba a unas cuadras de la casa. Donde la gente se reunía cada vez que el clima lo permitía. Los niños jugaban y los padres los esperaban pacientes. Era una instancia para poder apreciar la dicha de ser madre. Sin embargo, aquel deseo lo saqué de mis pensamientos. No era yo quien necesitaba familiarizarse con los pequeños y sus juegos infantiles; era Annie.

Cada día que pasaba, algo en mi interior se dirigía a mí con la intención de hacerme cuestionar la decisión tomada. Por un momento creí que era el bebé quien me recriminaba mi actuar al querer darlo a una mujer que nunca sentiría la dicha de llevar a un pequeño en su vientre. Y ante aquel reproche, no podía evitar llorar.

—No sigas reprochándome las cosas, bebé. —Le decía, dirigiéndome a mi vientre, como si él, aunque fuese pequeño e inexperto en cuestiones de la vida humana, me fuese a entender. —No es justo. Tú te tienes que ir con Annie y Sebastian. No insistas. —Y volvía a llorar con desconsuelo.

Algo, quien sabe qué, comenzaba a cambiar mi perspectiva con respecto a deshacerme del bebé.

Era en esos momentos donde necesitaba un abrazo y una voz que me dijera que todo iba a salir bien. Que, pasado los meses, me olvidaría que había servido como vientre de alquiler. Que aquel bebé ya no existiría en mi memoria más que como un sueño del cual me había costado despertar. Pero, pese al deseo y esperanzas de querer olvidarlo, muy en el fondo, sabía que no lo lograría ni por todos los tratamientos psicológicos y psiquiátricos que pudiese realizar.

Ciertamente, aquel abrazo no llegaba con la intención de calmar mis temores, y esa voz suave y maternal, no existía más que en mi imaginación. Extrañaba a mamá. Necesitaba sus abrazos y voz dulce y tranquilizadora. La necesitaba en mi vida ahora más que nunca.

El reloj marcó las doce del día y con ello tres golpes trémulos llamaron a la puerta. Me acerqué a ella con la esperanza de que fuese Vincent quien me venía a visitar. Le pediría el abrazo que tanto anhelaba. Más me sorprendí al ver a Sebastian tras ella, con bolsas en sus manos y una sonrisa amplía.

—¿Interrumpo algo? —Sonrió, alzando las bolsas a sus costados. Negué en respuesta, dejando escapar una risita ligera. —Bien, porque muero de hambre.

Le hice entrar a la cocina, donde dejó las bolsas sobre la mesa; las abrí inspeccionando lo que había en ellas y sonreí nuevamente tras ver un bote de helado de tiramisú.

—¿Y a qué se debe tu visita? —Le pregunté mientras despejaba la mesa para poder comer. —Debo decir que me impresiona tu presencia aquí. —Le dije, citándole. Sebastian rio.

—Pasé a cuadras de tu casa. Pensé que era cortes pasar a ver a la madre de mi hijo. —Respondió divertido. Negué ligeramente con la cabeza y con una sonrisa en mi rostro. —Quiero mostrarte algo.

—¿Qué cosa?

—Después de comer. — Y tomando los platos y cubiertos necesarios, me pidió que me sentara y disfrutara ser atendida por él. De una bolsa sacó un recipiente de aluminio. Lo abrió y de inmediato el olor a carne llegó a mis fosas nasales. Depositó dos trozos medianos en un plato, seguido de papas fritas y ensalada de tomates. —¿Y Julia? —Me preguntó mientras servía la misma porción en otro plato.

—En clases.

—¿Consiguió trabajo? —Inquirió, observándome atento. Asentí, probando un pedazo de carne. —No me habías contado. —Tomó un recipiente de vidrio y preparó jugo de manzana.

—No le vi importancia en contártelo. —Me encogí de hombros. —Por cierto, esto está delicioso. —Reí. Sebastian se sentó frente a mí, probando la comida igualmente. Asintió en aprobación. —¿Tú no deberías estar en tu empresa dirigiendo a tus trabajadores?

—Me tomé unos días libres.

—¿Y Annie?

—Aún de viaje. —Tomó un sorbo de jugo. — Ha surgido un problema interno en la empresa en la que trabaja. Al parecer se ha cometido fraude. No me ha podido explicar muy bien, las llamadas en España son costosas hacia otros continentes. —Explicó. —Creo que le quedan unos cuantos días allá. O quizás meses. —Se encogió de hombros. Pude notar un pequeño atisbo de felicidad en sus ojos y en la comisura de sus labios. Tal parecía que el rumano sentía libertad y felicidad al tener lejos a su novia.

Sonreí, compartiendo aquella felicidad.

—Debe ser una lástima para ti no tenerla cerca. —Comenté. Tomé un sorbo del jugo, degustando la dulzura del líquido. El bebé en mi interior parecía agradecérmelo.

—Sé que volverá, Grace. Tarde o temprano ella me llamará y me dirá que viene de regreso. —Y tomando su vaso con jugo, la tendió en el aire hacia mi dirección. —Mientras tanto, hagamos un brindis.

Volví a reír, haciendo el brindis junto a él.

El rumano, al término del almuerzo, se levantó de su asiento y me invitó al living. Mientras él salía de la casa y me pedía que le esperara unos segundos, me senté en el sofá y me puse a pensar en el motivo real que trajo a Stan hasta mi hogar. No me podía imaginar por qué. Entre los dos comenzaba a abrirse una puerta hacia la amistad bastante rápida. Mucho más de lo que creí iba a suceder. No era mi intención crear un lazo de aquella índole, en donde él me visitara y yo a él. No lo tenía contemplado, pero lo encontré beneficioso para mí en cuanto visualicé la soledad que viviría durante el resto de los meses que me quedaban con Julia en su nuevo trabajo.

Sebastian podía ser el tipo de amigo que vendría a casa y me consolaría como esperaba que lo hiciera Vincent o Julia. Parecía ser eficiente pues, su presencia me alegraba el día de forma inmediata y extraña. Era realmente ameno hablar con él temas de los que no se podía hablar con cualquier persona. Incluyendo Julia y Vincent. Sebastian era distinto, y no podía negar que su presencia me hacía feliz.

Sebastian regresó con tres bolsas más. Las depositó en el suelo y se sentó a mi lado, ahora siendo él quien hurgueteaba en una de ellas.

—He comprado juguetes y unas prendas para el bebé. —Indicó, sacando de la bolsa un oso de peluche y unos pantaloncillos pequeños y blancos. —¿Te gustan?

—Está lindo. —Reí, tomando al oso entre mis manos. —Ese body me gustó. —Le indiqué la prenda amarilla con un oso pequeño estampado en el medio. Sebastian siguió sacando más juguetes y ropita de bebé con tonalidades unisex.

Sus ojos azules brillaban ansiosos por tener a su pequeño entre sus brazos. Pude sentir el deseo de querer acunarlo, hablarle y besarle. Sentir su pequeño cuerpo y contemplar la belleza que había creado. Era, indebidamente, parte de mi deseo. Podía entenderle perfectamente.

Aquella empatía para con el rumano y su anhelo por ver a su hijo, me hizo llorar sin siquiera darme el tiempo de pensar y reprimir mis emociones, las cuales invadían mi anatomía rápidamente. Sebastian me observó confuso, dejando todo a un lado y enfocando su atención en mí.

—¿N-no te gustaron los jugetes? —Preguntó con cierto temor. —P-podemos cambiarlos. Aún tengo las boletas. —Dijo, demostrándose alterado.

—No. —Reí entre llanto. —Todo es muy lindo. —Afirmé. Sebastian suspiró aliviado.

—Entonces, ¿por qué lloras?

—No lo sé. —Me encogí de hombros. Su mirada buscaba la mía para escudriñar en mi alma y encontrar la respuesta. Más se lo evité. Respiré profundo, y mirando un punto fijo, respondí: —Deben ser los cambios hormonales.

Aquella respuesta dejó al rumano tranquilo. Para él, mi llanto no era más que cambios propios de una mujer embarazada. Mientras que, para mí, mi lloriqueo tenía su lógica. Volví a inhalar y con ello a ahuyentar todo sentimiento de compasión con respecto al bebé.

Tienes prohibido encariñarte con él, me dije a mi misma mientras esbozaba una sonrisa y asentía ante la cajita musical que Sebastian me mostraba, asegurando que, con aquella melodía, su pequeña creación lograría dormir

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