Abrí los ojos. El sol se cuela por la ventana de madera, casi cayendo a pedazos de la humedad y las polillas que se comen los retazos de lo que algún día fue un árbol. Con el paso de los días y su avance en cada cuadrícula del calendario, menos ganas de despertar tenía. Mi vida ya no tenía valor.

Cuando tenía dos años, mi padre nos abandonó a mi madre y a mí. Y a los cuatro, mi madre falleció de cirrosis debido a tanta bebida que ingería por la ausencia de su marido y la carga de una niña. Un familiar lejano, que se nombraba mi tío, me adoptó. Era una niña pero entendía que no era bienvenida en aquella casucha que aquel señor tenía como hogar. Cada rincón olía a alcohol y colilla. Al llegar solo me dejaba tirada en el suelo, ahí dormía. La cena era alguna pizza que había en el congelador desde hace mucho tiempo. Mientras más pasaban los días peor era la situación. Mis ropas se volvieron harapos, mi pelo fue cortado y vendido para comprar más vicios para ese hombre. A veces me ordenaba limpiarle los desastres; otras veces me gritaba cuando se embriagaba, lo cual ocurría la mayoría de las veces; hasta que simplemente me mandaba por limosna a la calle...

Con ocho años, todo empeoró. Mi supuesto tío pasó de gritarme a golpearme. Parecía un oso con los ojos morados por los puñetazos que recibía a diario. Sin embargo, no fue tan malo hasta que llegó molesto de la calle después de una confrontación con algún jugador de póker. Ahí mi vida acabó. Fue solo el comienzo del fin. En ese instante fui cruelmente violada. En ese momento, todo rastro de inocencia en mí acabó. A partir de entonces, mi vida era solo eso, una cosa que él usaba para su placer. Me volví nada, un objeto sin valor.

A los quince se volvió mi proxeneta. Eran de todos tipos: gordos, delgados, lindos o feos, jóvenes y viejos. No importaba la edad, nacionalidad o creencia religiosa. Pero mientras más adinerados mejor; todo el dinero se lo gastaba en drogas, juegos y bebidas; todos los vicios. Cuando no hacía lo que podían era maltratada y humillada, pero ya no tenía lágrimas. Estaba seca.

Hoy tengo dieciocho años y ayer asesiné a mi abusador con mis propias manos. Tomé un cuchillo de la cocina y cuando dormía le rebané el cuello. Enterré el cuerpo; era más de lo que merecía. Limpié el desastre y me bañé yo misma. Pude dormir como nunca antes, sin ninguna culpa por nada.

Toc toc... Llaman a la puerta. Es un hombre. ¿Quién es? No les diré. Solo les contaré que esa mañana mi vida cambió. Salí del lodo y aprendí a amarme. Comencé a tener sueños y a creer que hay personas buenas. Porque la nada es fango, es angustia, es tristeza y decepciones, pero del fondo se puede surgir. De la nada se sale porque para tener algo primero tenemos nada.