Capítulo 11
EL COLLAR DE SOL Y LUNA
No sabía que aquellas palabras tuviesen el poder de causar en ella semejante alivio hasta que dejó de sentir una presión en su pecho y en sus hombros. En la voz de Derek no había distinguido sino verdadera convicción, mezclada con algo más que falló en distinguir. La sorpresa, sin embargo, jamás fue parte de su reacción. Podría ser que acababa de recibir una especie confirmación. O incluso un recordatorio.
—Laura no pensaba que había sido solo un accidente. —Derek desdobló un pedazo de papel que sacó de sus vaqueros. Iza leyó que era una lista de nombres con un apellido en común: Harris—. Creo que desde hace tiempo quería regresar al pueblo para poder comprobarlo. Pero algo más llamó su atención —agregó con pesadumbre.
—¿Vas a terminar lo que ella inició? —inquirió Iza, aunque tenía sus sospechas sobre cómo iba a responder. Derek, por su parte, asintió—. En caso de que necesites ayuda...
—Te lo haré saber —completó él—. Gracias.
Iza sonrió un poco, intentando disfrazar su decepción, y aquel gesto sirvió como despedida para ambos. Para aumentar su desilusión, la siguiente vez que volvió a verse con Derek no fue para escuchar que solicitaba su ayuda. Más bien, el encuentro de aquel viernes por la noche fue para recibir su pago por la investigación sobre Laura, poniéndole fin a su mejor excusa para continuar hablando con él. La joven había quedado tan desganada que, tan pronto regresó a su hogar, se encerró en su habitación y trató de dormir para hacer que la noche pasara rápido.
Aquella noche, soñó que se encontraba en un gran salón oscuro con una sola luz que colgaba desde arriba. Mientras caminaba por el lugar, sin hallar nada a su alrededor, una brisa helada le alborotó el cabello. Cuando soplaba en sus oídos, le pareció escuchar un susurro inteligible de una voz que no podía identificar. Pronto, Iza se vio corriendo en la misma dirección que la ráfaga, mientras una serie de imágenes aparecía frente a ella. A decir verdad, eran tantas que apenas podía tratar de identificarlas. La única que logró asimilar fue la imagen borrosa de un collar protegido por una caja de cristal, como si se hallase en un museo. A la mañana siguiente, Iza solo tenía fragmentos de lo que había soñado. Se había despertado algo confundida, pero, conforme transcurría el tiempo, todo se fue al fondo de su mente.
El sábado llegó, y al mismo tiempo florecieron los nervios en Iza mientras se preparaba para irse. Se había puesto un vestido suelto color gris, y encima de él se colocó un blazer negro que acompañó con unos botines negros. Tenía el cabello recogido en una media coleta que agregaba elegancia su atuendo sin hacerla sentir demasiado incómoda. Cuando terminó de empacar un cambio de ropa en su mochila —pues se quedaría a dormir en San Francisco—, tomó su bolso y se aseguró de tener en mano las llaves del jeep antes de salir de la casa.
Las cosas aún estaban algo raras entre ella y su hermano: a pesar de que Iza ya había dejado pasar su enfado por lo del otro día con Derek, ninguno de los dos mostraba intenciones de hablar de más. El momento exacto en que decidió olvidar su enojo con Stiles fue cuando se dio cuenta de que estaba haciendo lo mismo. Se sentía mal, pero era algo que tenía que hacer. Lo único que su mente hallaba para consolarla era el hecho de que estaba dispuesta a decir toda la verdad al final de la noche, a diferencia de la decisión que su hermano había elegido.
Iza les había contado a su padre y su hermano que tenía que asistir a una subasta para recuperar una joya perdida, pero se reservó la parte ilegal de todo el asunto. Quizá por eso estaba mucho más nerviosa, pero Noah Stilinski no le permitiría abandonar la casa si lo supiera. Para su suerte, el sheriff estaba muy ocupado lidiando con otro ataque animal en una tienda de video como para hacerle muchas preguntas.
En su camino a San Francisco, no podía dejar de pensar en la subasta y el collar. Todo lo que pudo saber de los objetos que se subastarían eran descripciones, nada de imágenes ni precios. Una de ellas se acercaba a lo que buscaba, aunque vagamente: «collar de plata con una hermosa piedra azul, sacado de un cuento de hadas». Si al final se trataba de la joya de la familia Katsaros, se encargarían de ofrecer la mayor cantidad de dinero posible. Las tres mujeres estaban dispuestan a pagar fanto como que fuese necesario, con tal de recuperar lo que les pertenecía.
Recibieron a Iza cuando estaban terminando de cerrar la puerta de su casa y preparando el automóvil para partir. Tasia fue la primera en saludar. Al igual que Iza, la mujer griega lucía muy elegante. Tenía una falda de tubo a la altura de las rodillas, de un verde esmeralda que combinaba con la blusa de mangas color marfil que llevaba puesta. Stella, por su parte, había optado por un traje rojo vino y unos tacones de punta. La madre, Amalia, tenía un sencillo vestido negro, suelto, y unas zapatillas bajas. Viéndolas, la investigadora vio que se habían tomado muy en serio su labor de lucir como si asistieran a ese tipo de subastas todo el tiempo.
—Te noto algo agitada, Iza —comentó Tasia en su camino al auto donde viajarían.
—Nunca había hecho nada como esto —admitió la joven, arreglando su vestido con inquietud. Tasia sonrió con amabilidad.
—No tienes que venir si no te sientes cómoda —expresó—. Lo entenderemos, y podemos encargarnos.
Iza imitó el gesto, pero negó con la cabeza. A pesar de sus nervios, quería estar en la subasta. Tomándolo como su respuesta, Tasia asintió antes de unirse a Stella en el carro, ocupando el puesto del conductor, mientras Amalia se sentaba junto a Iza.
Para cuando el grupo emprendió su viaje hacia un viejo almacén a las afueras de la ciudad, la noche ya había caído. El cielo estaba despejado, permitiendo así que las estrellas iluminaran con su esplendor. La tranquilidad de la carretera y del ambiente dentro del vehículo contrastaba con la manera en que Iza se estaba sintiendo. Su mente no paraba de decirle que aquella era una mala idea, que debió escuchar a Jonah y cancelar el plan, que no debió ocultarle algo así a su padre. ¿Y si algo salía mal?...
Su preocupación la había sumergido en su propia mente, hasta el punto de no haberse advertido el instante en que se detuvieron, solo lo hizo cuando Stella llamó su atención. Las cuatro mujeres se vieron frente a un gran edificio, cuya entrada estaba siendo protegida por dos sujetos enormes que vestían de negro. Cuando se acercaron, recibieron una única palabra.
—Boletos —exigió uno de ellos con una voz grave ante la cual Iza dio un respingo. Tasia, al contrario, no se inmutó ante ellos: sacó de su bolso rojo cuatro entradas y las entregó—. Revísalas —ordenó a su compañero.
El otro sujeto, que tenía la cabeza rapada, instruyó a cada una de ellas para que extendieran los brazos, para asegurarse de que no tuvieran armas. Iza quiso mantener una apariencia serena ante toda la situación, aunque la verdad era que estuvo a punto de perder el equilibrio en cuanto el guardia tocó sus brazos.
Finalmente, el grupo de mujeres ingresó al edificio, para ser recibido por las agradables melodías que ofrecía una música instrumental de fondo, montones de personas en sus mejores trajes, sentadas en mesas y disfrutando de sofisticados cocteles. La mayoría de los que estaban allí eran mucho mayores que Iza, algo que ella notó de inmediato y usó como advertencia para tratar de no llamar la atención. Uno de los pocos camareros que pasaban guio a las mujeres hacia una mesa disponible a varios metros de una gran tarima a oscuras. También les entregó también un pequeño letrero con el número nueve que utilizarían para la subasta.
...
Debieron haber pasado dos agonizantes horas, durante las cuales Iza trataba de soportar el no hacer nada, al igual que sus acompañantes. Trataban de pretender que disfrutaban de la noche con unas copas de champán, mientras se preguntaban cuánto más faltaba. Entonces, poco después, las luces del lugar se atenuaron, excepto las de la tarima. Sobre ella caminaba un hombre de cabello rizado y oscuro, vistiendo esmoquin, saludando al público que había empezado a aplaudir.
—Buenas noches —dijo, sosteniendo un micrófono, su voz se escuchaba en todo el edificio—. Si bien espero que estén disfrutando de la música y los tragos, es momento de que inicie la razón por el que todos estamos aquí esta noche.
Los aplausos aumentaron y, al mismo tiempo, tres hombres se unieron al presentador tras un gesto de su parte. Cada uno cargaba en brazos una caja cubierta por una tela negra que colocaron en tres pequeñas mesas.
La anticipación provocó que el corazón de Iza se acelerara. El primer objeto en ser revelado fue una estatuilla dorada de un ángel. No hacía falta escuchar ninguna cifra para suponer lo valiosa que era.
Después de lo que Iza interpretó como una competencia de ricos, la estatuilla fue a parar a la mesa catorce, en las manos de un hombre muy mayor que había decidido dar ocho mil dólares por ella. Mientras tanto, la segunda caja era presentada con un gran esfuerzo para despertar el interés del público en un viejo reloj.
A diferencia de la primera vez, la subasta por aquel objeto fue más vigorosa. Solo dejaron de ofrecer dinero cuando una señora de la mesa treinta ofreció quince mil dólares por un reloj del siglo pasado que cumplía la misma función de uno actual.
Ya para cuando fue el turno del tercer objeto, Iza y las Katsaros parecieron contener la respiración sin darse cuenta. El hombre del escenario trataba de adornar con palabrerías lo siguiente que sería subastado. No obstante, cuando se reveló lo que era, nadie pensó si hablar tanto era pertinente.
El collar hablaba por sí mismo.
Este aunciaba su presencia con la gran piedra azul que tenía en el centro, la cual solo adquiría más brillo cuando las luces se reflejaban sobre su superficie. Durante dos segundos, toda la sala calló, como si necesitasen de un instante para asimilar la belleza de aquella joya. Iza había podido verlo solo una vez, en una fotografía, así que ella también formó parte de los impresionados.
Entonces, salió de su ensimismamiento cuando la escena que tenía en crente le pareció familiar. Un fragmento de su extraño sueño apareció en su mente al ver el collar, como si fuese un déjà vu.
—Sabemos que todos quisieran llevar a casa semejante pieza tan rara y tan valiosa —decía el maestro de ceremonia, con una sonrisa de satisfacción ante la reacción de los espectadores—. Pero, infortunadamente, solo uno de los presentes lo hará. Iniciaremos la subasta por diez mil dólares, ¿quién está dispuesto?
Iza vio más letreros levantados de las que podía contar estando tan ansiosa. Entre las pocas personas que no ofrecieron los diez mil dólares por el collar estaban sus dueñas legítimas. Antes de que la investigadora pudiera preguntarles por qué no lo hicieron, Tasia le dirigió un gesto para que esperara. Sin tener idea de las estrategias que había en una subasta, se limitó a asentir y confiar en sus tres clientes.
—¿Quién ofrece quince mil dólares? —interrogó, para luego ver que aún quedaban muchas personas—. ¿Veinte?
A medida que el precio subía, las manos con los letreros bajaban. Aún quedaban alrededor de cinco o seis persionas cuando el subastador pidió veinticinco mil; para el momento en que el collar valía treinta, solo había dos ofertantes, ninguno de los cuales era una Katsaros. El duelo estaba ocurriendo entre un hombre de la mesa doce y otro de la veintitrés.
—¿Alguien ofrece treinta y cinco? —Finalmente, la mesa veintirés desistió, dejando así al sujeto de la doce como el único ofertante por el momento—. Treinta y cinco mil dólares a la una... Treinta y cinco mil dólares a las dos...
En aquel instante, como si Iza por fin hubiese comprendido el plan de Tasia, volteó a ver a sus acompañantes. La Katsaros del medio sostuvo su letrero en el aire, mientras, con seguridad en su tono, decía:
—Cincuenta mil dólares.
Debido a que todos habían dirigido su atención a la mesa nueve, Iza realizó su mejor esfuerzo para disfrazar el asombro que se acababa de apoderar de ella. En su lugar, logró convertirlo en una diminuta sonrisa que no representaba todo su alivio tan pronto como el de la mesa doce se retiró.
—Vendido, a la mesa número nueve por cincuenta mil dólares.
...
Le resultaba a Iza difícil de creer la manera en que Stella entregó el dinero sin mostrar signos de querer arrepentirse. Sabía que era una joya de mucho valor para su familia, pero no se había percatado de cuánto. Mientras las cuatro mujeres salían de aquel lugar a toda prisa, las hermanas comenzaron a sonreír abiertamente.
—Iza, muchas gracias por ayudarnos —expresó Tasia. La felicidad era perceptible incluso en su voz. Stella codeó a Iza a la vez que se acercaban al auto.
—Ven, mereces lucirlo por un rato —comentó la más joven, tomando la bolsa de las manos de Tasia (quien no se resistió) y sacando el collar.
Los ojos de Iza se agrandaron ante la idea, sintiendo que no podría ponerse algo tan costoso aunque fuese por un tiempo breve.
—Oh, no, no podría —admitió—, es bastante importante para ustedes. Sería más apropiado si alguna de ustedes se lo pusiera. —Iza miró a la madre, esperando que convenciera a sus hijas. Amalia hizo un gesto de desdén, uniéndose a ellas.
—Cariño, a ninguna de las tres nos combinaría. Solo a ti —agregó, señalando su atuendo—. Disfruta este triunfo, ¿qué dices?
La joven no pudo continuar rehusándose, no cuando las tres Katsaros se veían tan emocionadas por lo que ella había logrado, así que aceptó , ruborizándose. No todos los días tendría la oportunidad de lucir una joya de medio centenar de miles de dólares.
Desabrochándolo, Tasia se acercó a Iza y le colocó el collar. Lo primero que la investigadora notó fue que era bastante ligero. Y estaba frío. Lo segundo, una helada brisa de invierno sopló en su rostro y sus oídos. Fue breve, aunque, por segunda vez en la noche, algo le pareció familiar. Durante aquel instante, las demás la observaban sonrientes y algo expectantes.
—Te queda bellísimo —elogió Stella—. ¿Cómo te sientes?
La joven investigadora se había quedado sin palabras por un instante. Estaba abrumada, así que solo logró responder con una sonrisa.
Durante el viaje de regreso, el entusiasmo de sus acompañantes resultó contagioso, pues Iza se encontraba más enérgica. Todas conversaban de manera animada hasta que Tasia desvió la mirada del camino y Stella exclamó con sorpresa.
—¡Cuidado! —Su advertencia no pasó desapercibida por su hermana, quien estaba conduciendo. La mujer frenó de golpe al ver el automóvil atravesado en la carretera.
A su alrededor, tres hombre s se encontraban de pie. El vehículo de las Katsaros había logrado detenerse unos pocos metros antes de que colisionara. La maniobra causó que las pasajeras se golpearan la cabeza contra sus asientos, pero el cinturón de seguridad impidió un posible daño mayor.
La pobre iluminación que había en la calle dificultaba la tarea de identificar a aquellas personas,, mas no a las grandes armas que cada uno de ellos sostenía. Amalia murmuró algo en otro idioma; fuese lo que fuese, su entonación no implicaba que se tratase de algo agradable.
—¡Salgan del auto, ahora! —ordenó uno de los hombres, apuntando a Stella.
—Iza, escúchame —murmuró la hija menor—. Quédate tranquila, nosotras nos encargamos, ¿de acuerdo? No salgas.
—Stella, no creo que esté lista aún... —adirtió Amalia en un susurro que acabó siendo ignorado.
—¡No disparen, vamos a salir! —Fueron las palabras con las que Stella interrumpió a su madre y se anunció antes de bajar del coche con las manos arriba. Sin más opción, el resto hizo lo mismo, excepto Iza; Amalia había cerrado la puerta antes de que ella pudiese intentar salir.
—El collar, entréguenlo —exigió el mismo sujeto, acercándose al trío. Hallándose a menos metros de distancia, el rostro de Iza se tiñó de miedo y desagrado al reconocer a Tobías, el tipo de la tienda de empeño.
—La verdad, preferiría no hacerlo —admitió Stella. A juzgar por su tono, no se estaba tomando en serio a aquellos tipos.
—Stella, ¿qué haces? —masculló Tasia, tensándose al ver que los atacantes cargaban sus armas—. Harás que nos maten.
En lugar de continuar hablando, Tobías hizo un gesto con la mano para que uno de sus hombres sacara a Iza del coche de manera brusca. Ella suprimió un jadeo de sorpresa al sentir el metal de una pistola en su espalda.
—Última oportunidad —avisó Tobías, endureciendo su rostro.
—¿Iza? —inquirió Stella, dirigiéndole una mirada un tanto extraña, como si esperara que hiciera algo algo al respecto.
La joven levantó las manos con lentitud y se las llevó al cuello. Como pudo, trató de desabrocharse collar con sus manos temblorosas. Tras lo que parecieron los peores segundos de su vida, sintió que la joya caía en su palma antes de serle arrebatada.
—¡Maldición! —dijo la hija menor, observando cómo aquellos sujetos se marchaban, no sin antes reventar los neumáticos del auto para no ser perseguidos.
Por su parte, ignorando el enfado que hervía en su interior, Tasia se había acercado a Iza, en cuyo rostro habían comenzado a correr lágrimas silenciosas. La investigadora no sabía por qué de repente se sentía tan vacía, tan débil. Desde que sintió las manos de la Tasia en las suyas, el cuerpo de Iza perdió las fuerzas para sostenerse por sí mismo y colapsó en el suelo.
.
NOTA DE LA AUTORA
«¡Hola! Estoy feliz de no haber demorado con este capítulo, espero que les guste. A partir de ahora, las cosas tomarán un aspecto mucho más interesante.
Sé que hasta ahora ha habido poca interacción entre Iza y Derek, pero solo les pido algo de paciencia.
¿Qué opinan? Adoro leer sus comentarios.»
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