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* 7 *


Volver de la escuela no fue sencillo, a Esme le dolía muchísimo el tobillo y se le había hinchado bastante. Durante toda esa mañana evitó a Leo, quien anduvo solo por los pasillos saludando a chicas que se le acercaban y conversando con uno que otro que venía a ofrecerle una bienvenida. El chico a quien había osado desafiar en clase lo miraba a la distancia rodeado por su grupo de amigos y parecían conspirar algo en su contra. A Leo no le importó para nada, no les daba miedo un grupo de adolescentes pueblerinos de una triste escuela católica.

A la salida buscó a las chicas para caminar con ellas, pero no las vio, se dirigió entonces a su casa y por el camino encendió un cigarrillo. Decidió ir por la pequeña costanera del pueblo y así envidiar la felicidad de aquellos que aún estaban de vacaciones y que ya no eran muchos, por lo que el pueblo estaba más calmado que de costumbre. Un hombre vestido en bermuda y con una camisa estilo hawaiana le habló justo cuando pasó en frente.

—¿No eres muy joven para estar fumando? —preguntó. Leo se detuvo a verlo, era un señor mayor porque tenía el pelo platinado por las canas, sin embargo, se veía atlético.

—¿No es usted muy viejo para ponerse una camisa como esa? —replicó.

—Vaya, todo un chico malo —dijo el señor con una sonris. Leo solo negó con la cabeza y siguió su camino.

Llegó a un banco y se sentó en él a respirar un poco de aire puro. Observó a aquel señor caminar hasta el muelle donde ingresó a uno de los botes que se veían más exclusivos. El nombre del barco era «Belleza» y el chico pensó que en realidad era una hermosa máquina. Un rato después vio al señor parado en la proa fumándose un cigarro, sonrió y caminó hasta allí. La verdad era que quería ver esa máquina más de cerca.

—¿No que el cigarrillo hacía mal? —preguntó Leo.

—Yo no dije eso, dije que tú eras muy joven para fumar... Además, sí hace mal, pero en alguien como yo ya no importa, pero en alguien como tú... —añadió el hombre con una sonrisa divertida.

—Tampoco importa... —dijo Leo encogiéndose de hombros—. Es lindo, el yate —dijo señalando el bote.

—Lo es... ¿quieres verlo? —inquirió el hombre y Leo asintió. El señor le indicó que subiera y amablemente le enseñó todo.

—Está buenísimo... Supongo que es suyo...

—Ya pasé la edad en la que me gustaba meterme en propiedades ajenas para probar adrenalina, muchacho —dijo divertido—. Es mío, significa mucho para mí —añadió con aire melancólico.

—¿Es usted de acá? —inquirió Leo.

—No, soy de Lapacho, una ciudad a un par de horas de aquí, pero mi barco se queda en esta playa y lo vengo a revisar cada que puedo —explicó.

—¿Navega? —preguntó el chico.

—Ya no tanto... pero de vez en cuando lo hago. ¿Navegas? —inquirió.

—No sé nada de barcos, es la primera vez que subo a uno... Los suelo mirar desde aquí, pero no llevo mucho en este pueblo —explicó.

—¿Quieres ayudarme a cuidarlo? Te puedo pagar por ello, solo debes venir a diario, limpiarlo, pasar un tiempo en él, cuidarlo... —dijo el hombre.

—¿Es en serio? —inquirió Leo. ¿Un trabajo que parecía tan sencillo sin que siquiera lo buscara? Eso parecía un día de mucha suerte.

—Claro... bueno, solo si quieres. Vine justo para buscar eso, ya que en las lluvias pasadas Belleza la pasó mal —añadió.

—Bueno... me encantaría... pero como le dije, no sé mucho de esto —explicó.

—Solo debes saber limpiar... y ya te iré enseñando cosas si luego te interesa aprender —añadió.

—¿Por qué yo? —preguntó Leo incapaz de convencerse de que la suerte parecía estar de su lado.

Belleza necesita alguien como tú...

—¿Cómo sabe cómo soy? Habla del bote como si fuera una persona —añadió.

—Me recuerdas un poco a mí —dijo el hombre y perdió la vista en el horizonte—. Y Belleza es todo lo que tengo ya en la vida —añadió—. Mi nombre es Héctor, ¿tú eres?

—Leonardo —respondió.

—Con tal de que no te hundas como Di Caprio en el Titanic —bromeó, Leo sonrió.

—Prometo cuidar de Belleza.

Héctor le mostró a Leo algunas cosas básicas que debía saber para comenzar a trabajar, y le dijo que él se quedaría allí por unos días, así que lo esperaba cada tarde para enseñarle cosas importantes. Y un par de horas después, Leo volvió feliz al hogar.

Cuando llegó, Magali lo miró con seriedad y reproche.

—No llegaste a comer, Leonardo, las cosas no son así en esta casa —regañó.

—Lo siento, yo... he conseguido un trabajo y no vendré a comer ningún día. Iré a la salida de la escuela y volveré en las tardes —explicó.

—¿Un trabajo? ¿Y para qué eres bueno? —inquirió la mujer.

—Para muchas cosas, pero creo que a usted no le interesa. Y con todo respeto, necesito ir a cambiarme —zanjó.

A Magali le molestó aquella actitud prepotente pero no dijo nada, pensaba que a ese chiquillo le faltaba un par de zurras, pero bueno, su padre ya no estaba y era lógico que se perdiera por el camino. Ella lo aguantaba solo por Beatriz.

Leo se dio un baño y se puso algo más cómodo. Entonces bajó a ver qué podía comer y en la cocina se encontró con Paolo que llegaba de trabajar.

—¿Tienes hambre, Leo? —inquirió el hombre.

—Sí, señor. No he comido aún —añadió.

—Llamaré a Esme para que te prepare algo. ¡Esme! —gritó Paolo.

—No es necesario, señor, yo me haré algo —dijo Leo y abró la heladera en busca de algo de pan y queso.

—Deja, muchacho, para eso están las mujeres, y acá hay demasiadas —insistió el hombre con una sonrisa que a leo le molestó. Odiaba el machismo reinante en ese hogar. Un rato después Esmeralda llegó caminando con dificultad a la cocina.

—¿Sí, papá? —preguntó.

—Hazle algo de comer al muchacho, hija, tiene hambre... además está muy delgado —señaló. Esme miró a Leo con odio, aún podía escucharlo burlándose de ella.

—No es necesario, señor —repitió Leo.

—No seas marica, Leonardo, los hombres no andamos en cosas de mujeres como la cocina —dijo el señor y salió de allí.

Esme sin discutir se metió a la cocina y se colocó un delantal para buscar algo para Leo.

—¿Qué quieres comer? —inquirió.

—¿Por qué demonios dejas que te trate así? —preguntó el chico con curiosidad.

—Es mi padre, debo ser obediente —explicó.

—Una cosa es ser obediente, otra cosa que te trate como empleada o como un objeto. ¿Qué es eso de que la cocina es cosa de mujeres? —preguntó.

—Es así, Leo... —afirmó Esme mirándolo confundida, no entendía su punto—. Mamá dice que los hombres no sirven para esto.

—Tu mamá dice tonterías —exclamó Leo—. ¿Qué quieres comer? —inquirió.

—¿Qué? Yo ya comí... Dime qué quieres comer tú así terminamos esto de una vez —añadió.

—Siéntate y dime qué demonios quieres comer. Te demostraré que esto no es para hombres o mujeres sino para quienes quieran hacerlo. Mi padre cocinaba en casa, siempre lo hizo, y me enseñó algunas recetas. ¿Quieres comer pasta? —preguntó.

—¿A esta hora? Además, no puedo, estoy a dieta —dijo con timidez y bajó la vista.

—Pues no se nota —añadió Leo mientras buscaba los ingredientes.

—Idiota... —murmuró Esme entre dientes, ahora sí que no iba a cocinarle nada.

Aun así, le generaba curiosidad lo que el chico pensaba hacer, observó cómo sacaba los materiales que necesitaba y se preparaba unos fideos con salsa blanca que olían delicioso. Sin más palabras y un buen rato después, Leo se sentó a la mesa, justo frente a Esme, con su plato humeando y la observó.

—Di que quieres probar, admítelo —bromeó el chico enroscando fideos en el tenedor y llevándolo cerca del rostro Esme. Ella no dijo nada, pero su estómago rugió hambriento. Ese día solo había almorzado un tomate, necesitaba bajar de peso para que las burla menguaran.

—No... no quiero —zanjó.

—Tu estómago no dice lo mismo —dijo Leo y se llevó un bocado a la boca—. Mira, Esmeralda... no es como que si comieras un poco engordarías más... de hecho, ya da igual, nadie lo notaría... Así que... ¿qué tal si pruebas y me dices qué tan bueno puede ser un hombre cocinando? —inquirió.

Esme lo dudó, pero luego asintió. Leo se levantó y le sirvió un plato dejándoselo en frente para que lo probase. La chica enroscó el fideo en su tenedor ante la atenta mirada de Leo que esperaba que le diera el veredicto. Esme lo probó y realmente sabía delicioso.

—Mmmm —dijo y asintió—. Me encanta, solo que esto no prueba que los hombres sepan cocinar.

—¿Ah no? ¿Cómo es eso? —inquirió Leo con el ceño fruncido.

—Porque para eso deberías primero ser un hombre... y estás lejos de serlo. Pero podríamos decir que las bestias sí pueden cocinar —dijo Esme divertida llevándose otro bocado a la boca.

—Golpe bajo, golpe bajo —dijo Leo y sonrió—. Pero está bien, acepto ese cumplido.

Comieron en silencio y luego Esmeralda se dispuso a lavar los platos. Leo la observó renguear y entonces bajó la vista a su hinchado tobillo.

—Deja, lo hago yo —exclamó.

—No... ya sería demasiado —dijo la muchacha.

—Vamos, siéntate, eso se ve feo —añadió y señaló su tobillo—. Lavaré esto y te pondré algo que no falla, mañana ya no dolerá.

Esme se volvió a sentar y lo observó con una sonrisa. Leo lograba algo que nadie nunca había logrado en ella, una sensación única de amor-odio que le generaba intensas emociones en su interior, eso la mantenía alerta y a la vez relajada, divertida y a la vez enfadada.

Cuando terminó de lavar, se secó las manos y le dijo a Esme que lo esperase. Subió y buscó entre sus cosas aquella crema que solía usar cuando se lastimaba luego de algún partido de basket, volvió a la cocina, arrimó una silla al lado de Esme y le señaló que subiera su pie sobre su rodilla. Esme lo miró extrañado y el chico solo asintió. Esme subió el pie sobre la rodilla de Leo y él le fregó la crema con cuidado.

—Verás que esto es mágico, mañana no dolerá más —añadió.

—Gracias... —dijo Esme sin más palabras.

—¿Por qué no fuiste conmigo a la enfermería? —preguntó entonces el chico.

—Porque si lo hacía me ganaría dos o tres días más de burla y venganza... No puedo acusarlos, ellos siempre terminan negándolo todo y se solapan entre ellos. Nadie me cree, solo soy... la gorda que siempre anda buscando llamar la atención de los maestros por medio de acusaciones injustas a mis compañeros. —Se encogió de hombros.

—¿Desde cuándo es así? —inquirió Leo.

—Desde siempre —añadió Esme—. Pero ya falta poco, es el último año, Leo, no quiero más problemas. Quiero que se termine para poder... —Se silenció.

—¿Poder qué? —preguntó el chico.

—Casarme con Tony y vivir con él...

—¿Qué? —preguntó el chico que abrió grandes los ojos—. ¿Casarte? ¿A los dieciocho? —inquirió.

—Mi madre, mi tía y mi abuela se casaron jóvenes. Solo quiero estar con él, darle lo que se merece, cuidarlo... y ser feliz de una buena vez junto a alguien que ve más en mí que solo mi cuerpo —dijo con la voz llena de tristeza.

—¿Lo amas, Esmeralda? —inquirió Leo confundido.

—Ya te dije que sí —respondió la muchacha.

—A veces me parece que solo estás con él porque es el único chico que se ha fijado en ti —dijo Leo y Esme negó.

—Lo es, sí... pero lo amo, en serio —afirmó. Leo se encogió de hombros.

—Me sigue pareciendo una estupidez que te cases tan joven. ¿No vas a estudiar algo? O podrías cantar, con esa voz te contratarían en algún grupo. Imagina cantar en un crucero y conocer el mundo... O... no lo sé...

—Casarse está bien, Leonardo —dijo la muchacha con un hilo de voz.

—¿Es eso lo que quieres? Digo, está bien, lo sé... pero hay edades y momentos... ¿Vas a repetir la historia de tu madre? Cocinar, limpiar, lavar y cuidar hijos... ¿eso es a todo lo que aspiras? —inquirió.

—¿Está mal? ¿Por qué? Hay muchachas que soñamos solo con eso —dijo Esmeralda encogiéndose de hombros.

—Sí, en los años mil novecientos y tantos... Solo te faltaría ponerte a bordar —bromeó Leo negando con la cabeza.

—No pretendo que me entiendas, eres un chico, además uno bien diferente —añadió.

—No entiendo eso de empeñarse en separar a chicos y chicas. ¿En qué siglo vives, Esmeralda? A veces siento que hice un viaje en el tiempo.

—Pues... es lo que yo quiero —zanjó la muchacha.

Leo decidió no seguir aquella conversación porque lo ponía nervioso, quería zarandear a la muchacha para sacar esas ideas arcaicas de su cabeza, pero no tenía sentido, así había sido criada.

Se levantó entonces y se excusó diciendo que estaba cansado, así que se retiró. Esmeralda se quedó allí sentada por un buen tiempo pensando en las palabras de Leo y en lo distinto que era a todo lo que ella conocía.

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