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* 14 *

Leo se encontraba recostado en el suelo del yate y miraba las estrellas. Le encantaba hacerlo mientras sentía la brisa del mar con sabor a sal, le gustaba sentir el ligero movimiento de la máquina meciéndose en el agua e imaginarse que navegaba en alta mar.

Pensó en su padre y en cuánto lo extrañaba, pensó en los últimos segundos de su vida, en aquellos momentos en que se debatía entre el enfado y la tristeza, entre la negación y el dolor.

—Perdóname, papá —susurró con la vista al cielo y una lágrima se derramó por su mejilla. Llevaba mucho tiempo sin llorar, de hecho, habían sido muy pocas las veces que lo había hecho, el enfado siempre era mayor que la tristeza.

«Perdónanos, hijo»

Recordó las últimas palabras de su padre y le dolió tanto como aquella vez. Estaba triste y se sentía solo. Vicky estaba lejos, no tenía amigos, solo a Esme, pero ella no tenía idea de lo que le pasaba y su madre estaba ocupada mientras intentaba acomodarse a su nueva vida, eso sin tener en cuenta que él la evitaba. Se sintió así mismo como en ese momento, como si navegara a la deriva en alta mar, en un barco sin timón, sin rumbo, sin respuestas.

—¿Por qué? —se preguntó en voz alta—. ¿Por qué me dejaste? ¿Por qué me mintieron? —inquirió.

Se quedó allí un buen rato, casi adormilado por el sonido del mar y el movimiento del barco, entonces oyó unas voces y unas risas que le parecieron conocidas. Levantó la vista y ahí estaba él, Antonio, abrazado a una muchacha de pelo negro que estaba en traje de baño. Tenía la mano derecha en la nalga de la chica y ella reía mientras lo besaba. A Leo le dio asco, odiaba a ese chico y ahora más. ¿Cómo podía estar haciéndole eso a Esme mientras ella estaba en su casa cuidando de su hermana?

Se levantó y caminó hasta él.

—¡Tony! —le saludó acercándose. El chico se volteó a verlo y abrió los ojos confundido alejándose de la muchacha.

—Leo... ¡Hola! —saludó pasándole la mano como si no estuviera sucediendo nada. Leo no le respondió el saludo.

—¿Qué haces? —inquirió y miró a la muchacha con desprecio.

—¿Yo? Nada... bueno, salimos temprano y vinimos a la playa... La noche está caliente —añadió y observó a su alrededor—. Ella es Lara, una compañera de trabajo. —La presentó.

—Hola, guapo —dijo Lara acercándose.

—Hola, Lara. Soy Leo, amigo de su novia —exclamó con la intención de dejarlo mal parado pero la chica solo sonrió.

—Ah, de la gordi —afirmó.

—Esmeralda, se llama. —La corrigió Leo—. Y creo que le gustaría enterarse de esto...

—Leo, no hace falta que le digas nada —dijo Tony acercándose con tono amigable—. Somos hombres, tú sabes... esto... es natural —añadió el chico mirando a la muchacha—. Tú me entiendes, ¿no? No podemos estar con una sola chica, ¿no crees? Esme es... bueno, muy buena, muy... inocente... y la quiero así porque será mi esposa y la madre de mis hijos, pero... hay que divertirse, hermano. ¡Lara puede presentarte a una amiga y nos la pasamos bien los cuatro! ¿Qué te parece? —inquirió. Leo lo miró con asco.

—Realmente eres patético, Antonio —murmuró y frunció el ceño enfadado.

—Por favor, no digas nada —rogó el muchacho—. Esme se sentiría muy mal...

—Lo mejor sería que te dejara de una buena vez —zanjó y Tony rio.

—Ella no me va a dejar, se va a enfadar un poco si le dices, pero luego regresará. Ella sabe que nadie más se fijaría en ella, yo la elegí justo por eso. Además, Leo... ella también sabe que esto es normal, los chicos necesitamos acción... tú sabes —bromeó.

—Me das asco —murmuró Leo entre dientes—. Y además de que no la respetas, la subestimas. Eres el colmo —zanjó.

Esa misma noche Leo regresó a la casa dispuesto a contarle a Esme lo que había sucedido y lo que había visto, pero al llegar las encontró dormidas y no la quiso molestar. Ya vería la manera de decírselo al día siguiente.

El sábado al mediodía luego de desayunar e ir al jardín de las rosas para encontrarse con Esme, Leo la invitó a tomar un helado diciéndole que tenían que hablar. Esme se rehusó bajo la excusa de que le había prometido a Tony no salir con él. Leo quiso escupirle en ese momento toda la verdad, pero lo pensó mejor e insistió con calma. Cambió su estrategia y le pidió que lo acompañase a hacer unos mandados que Héctor le había dejado y que, como pago por su compañía, le compraría un helado y conversarían un poco. Eso, Esme lo aceptó.

De camino al supermercado El Dorado, hablaron sobre la película que Esme y Coti habían visto la noche anterior y Leo simplemente la escuchó. Una vez dentro, compraron todo lo que necesitaban y pagaron. Ya iban de salida cuando se cruzaron con aquella señora que la vez anterior estuvo en la caja atendiéndolos.

—¡Leonardo! —lo saludó, él solo movió un poco la cabeza a modo de saludo sintiéndose algo incómodo. La señora traía a un chico de la mano, era delgado y alto y no pasaría los once años. Leo lo observó y sintió escalofríos, ese niño se parecía mucho a él cuando tenía su edad.

La mujer se acercó veloz y sin que se diera cuenta o lo pudiera impedir, lo tomó de la mano.

—Leo, mi Leo... ¿Podemos hablar? No aquí... tiene que ser en otro sitio... puede ser en mi casa... ¿Quieres? —inquirió con tono desesperado, el niño miraba a Leo tras unos ojos tristes y a la vez curiosos.

—Señora, yo... no sé quién demonios es usted —zanjó Leo separándose de ella.

—Leonardo... por favor, he esperado esto por muchos, muchos años. Pensé que nunca más te vería... yo sé que eres tú —añadió—. Mira, ¡son iguales! —dijo y señaló al niño. Ambos la miraron perplejos y luego se miraron el uno al otro.

—¡Me tengo que ir! —dijo Leo sintiéndose cada vez más incómodo y perturbado.

—Soy Soraya... —dijo la mujer pero Leo caminó dando grandes zancadas para alejarse de ella—. La madre de Leticia... ¡Soy yo! —gritó la mujer desesperada mientras Leo se alejaba a toda velocidad—. ¡Soy tu abuela! —añadió.

Leo se detuvo en seco y se giró a mirarla. Esme que corría a su lado se detuvo también, miró a la señora que lloraba y a Leo que se había puesto pálido. Entonces lo vio caminar a toda velocidad, llevaba los puños apretados. Esme sabía que eso no era bueno, estaba enfadado, nervioso, así que intentó detenerlo.

—¡Leo! ¡Leo! —llamó pero no hubo respuesta. Leo seguía avanzando y la mujer lo observó con miedo y dio unos pasos atrás. El chico se plantó en frente y la miró a los ojos.

—¡Yo no tengo abuela! ¡Y no sé quién demonios es usted, ni este niño ni la tal Leticia! ¡Y no me importa! ¡No la quiero en mi vida! ¿Comprende? ¡No me vuelva a dirigir la palabra! —gritó señalándola con el dedo índice y se volvió a dar media vuelta. Esme vio como la señora caía derrotada al piso y el niño la abrazaba e intentaba componerla.

La miró con pena, como disculpándose, y corrió tras Leo, temía hablarle, nunca lo había visto tan enfadado. Lo siguió por largo rato sin saber a dónde iba hasta que finalmente se tranquilizó al entender que iban al bote. Leo subió y ella lo siguió, entonces él desamarró los nudos que mantenían al bote en el muelle y se dirigió al timón. Esmeralda tuvo miedo, él no sabía navegar.

— ¿Leo? ¿Qué demonios? ¡Detente! —le gritó.

—¡Bájate! —ordenó Leo antes de soltar la última correa.

—No... no puedes hacer esto, tienes que calmarte —pidió la muchacha.

—¡Bájate! ¡Ahora! —gritó y Esme dudó. Vio entonces las manos de Leo temblar y sus ojos brillar con lágrimas contenidas y decidió no bajarse, no dejarlo solo, no así.

—Voy contigo —zanjó la muchacha decidida.

Y Leo puso en marcha el motor.

Esmeralda se sentó en una esquina del bote y sacó el rosario que traía siempre por el cuello para comenzar a rezar. Tenía miedo, mucho miedo, pero no iba a dejar solo a Leo en esas circunstancias. De alguna u otra forma, Leo había logrado alejar la máquina de la costa y ya se adentraban en el mar. La mente de Esme midió las posibilidades, ¿podrían nadar hasta la orilla? ¿Habría salvavidas en el bote?

Cerró los ojos con fuerza e intentó concentrarse en su oración hasta que un buen rato después sintió calma y quietud. Abrió los ojos y miró a su alrededor para darse cuenta de que no estaban demasiado lejos de la orilla y que Leo estaba sentado en una de las esquinas del bote con las piernas colgando hacia el agua. Desde su posición, ella lo veía de espaldas y podía notar sus hombros caídos y su cabeza hundida entre ellos. Leo estaba mal y ella no sabía qué hacer o qué decir.

Se levantó, caminó hasta colocarse a su lado y se sentó con él, que miraba el agua como si tratara de encontrar allí las respuestas de las dudas que le aquejaban, entonces se animó a mirarlo y se dio cuenta de que llorbaa. La chica no supo cómo consolarlo, nunca había visto a un chico llorar, su padre decía que los hombres no lloraban y Tony nunca había llorado, al menos no frente a ella, sin embargo, la escena lejos de generarle molestia, le causó tristeza, compasión.

Entonces colocó una mano en el hombro de Leo y la movió suavemente, como dándole un golpecito para animarlo, era todo lo que se animaba a hacer, aunque en ese instante unas tremendas ganas de abrazarlo le llenaron por dentro.

—Yo no quería saberlo... —dijo negando entre sollozos.

—Yo... no sé de qué hablas —respondió Esme viéndolo romperse. La tristeza que emanaba Leo hacía que su corazón se apretara.

—No quería saber su nombre... no quería pensar en ella como... como un ser real —añadió.

Esme no respondió, no tenía idea de lo que Leo decía, pero le dolía, sus palabras, sus lágrimas, su cuerpo encogido le dolía, así que hizo lo que solía hacer con Coti cuando se ponía triste, cruzó el brazo por la espalda de Leo y lo atrajo hacia ella, dejando que el chico colocara su cabeza en su hombro y se recostara por ella.

—Llora todo lo que necesites, Leo... —dijo y eso fue todo lo que el chico necesitó para sacar esas lágrimas que de tanto tiempo que hacía que las tenía dentro, se habían espesado tanto que dolían mucho más de lo que él hubiera imaginado. 


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