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* 1 *


Leonardo no podía creer lo que sucedía, las semanas habían pasado demasiado rápido desde que Bea le avisó que se mudarían a la Costa Azul.

—¿A la Costa Azul? ¿Es en serio? —le preguntó indignado mientras arrugaba con rabia una servilleta de papel con su mano derecha.

Su madre asintió con algo de temor, cada día se sentía más desesperada. No entendía qué había hecho mal, había intentado darle lo mejor a ese chico que tanto adoraba, pero hacía dos años él se había convertido en un desconocido.

—He hablado con Magalí, mi amiga de la infancia. Ella me ha dicho que es un bonito lugar, Leo, creo que estaremos bien allí —respondió algo dubitativa, nunca sabía qué reacción podía esperar de Leo, pero no podía rendirse, no lo haría, era su hijo.

—¿Bonito lugar? ¡Será para vacacionar, Beatriz, no para vivir! —gritó el muchacho y arrojó la silla y levantándose abruptamente.

La mujer tembló en su sitio, las voces de su madre y su tía retumbaban en su cabeza: «Debes tener cuidado, Beatriz, ese muchacho no terminará nada bien».

—Es un lugar tranquilo, Leo, y creo que es justo lo que necesitamos ahora; un poco de paz —respondió haciendo acopio de todas sus fuerzas en un intento por mostrarse fuerte. Repetía en su cabeza las palabras de Miriam, su psicóloga: «Es solo un muchacho descarriado, Beatriz, tú eres la madre, no lo olvides».

—No veo la hora de ser mayor de edad y marcharme de aquí —zanjó él señalándola.

Beatriz sabía que no se refería al sitio en donde estaban, sino a ella, Leo no veía la hora de mandarse a mudar de su vida, y se había encargado de decírselo un sin fin de veces, cuando le recordaba cuánto la odiaba.

La mujer no respondió, sin embargo, trató de mantener la mirada firme y decidida a pesar de que las palabras y la mirada de su hijo torturaban su alma. Estaba decidida, ella era la madre y él seguiría sus reglas.

—Es una decisión tomada, Leo, nos quedaremos unos días en la casa de Magalí hasta que consigamos un lugar, he conseguido empleo en la escuela del pueblo —zanjó la mujer.

Le quedaba solo un año para enderezarlo y haría todo lo que estuviera en sus manos para lograrlo, aunque eso significara mudarse a una ciudad costera perdida en el campo y alejada de la ciudad, la misma donde ella había crecido y vivido gran parte de su vida. No importaba si Leo la odiaba, quizás algún día lo entendería, de todas formas, era su hijo y a los hijos no se renunciaba.

Lucharía hasta el final para rescatarlo de adentro de esa coraza de odio y rencor y recuperar a ese chico tierno de ojos verdes que solía abrazarla y besarla recordándole cuánto la amaba.

Leo no era eso en lo que se había convertido, y aunque su propia madre y su tía —las únicas mujeres en las que confiaba— le dijeran que ya debía dejar que hiciera su vida y se golpeara, ella no estaba dispuesta a rendirse, no así, en una edad tan difícil y sabiendo que se perdería.

Leo salió de la habitación y ella dejó escapar las lágrimas preguntándose una y otra vez qué había hecho mal y sintiendo la falta de Martín más que nunca. Él hubiera sabido cómo manejar a Leo, a él siempre lo escuchó, lo respetó y lo admiró. Él hubiera sabido qué era lo mejor para hacer. De hecho, si él estuviera vivo, Leo no estaría así.

Al principio quiso protestar, gritar, zapatear, arrojar cosas y decirle a su madre que no pensaba ir, que no iba a acompañarle a semejante locura. Que ya bastaba de mentiras y que no era justo que además lo separara de sus amigos en el último año de escuela, pero Vicky lo tranquilizó. Aquella tarde él fue junto a ella y luego de consumir un poco de droga y mantener relaciones, ella lo alentó a que se calmara, tenían un plan y solo necesitaban ser pacientes. Escaparían juntos, solo faltaba un año.

Antes de viajar, Vicky le regaló un calendario con fotos de ambos que había hecho de manera manual. Ella era tierna y cariñosa, era su refugio, y no sabía cómo sobreviviría alejado de su novia. La chica le dijo que fuera marcándolo día tras día hasta que por fin llegara el que habían pactado encontrarse para poder huir. Para ese entonces ambos podrían salir del país sin necesidad del permiso de sus padres, pues serían mayores de edad. Solo necesitaban trabajar y juntar el dinero para los boletos, y una vez en Argentina, el tío de la muchacha les permitiría quedarse en la casa hasta que consiguieran algo. Ambos chicos habían hecho cuentas y se habían puesto una meta para conseguir ese dinero. Vicky ya había encontrado un trabajo como promotora y Leo planeaba buscar algo apenas llegara a ese pueblo, donde probablemente no tendría nada emocionante que hacer, así que trabajar sería la mejor manera de pasar los días y juntar para su objetivo.

Desde la capital del país hasta la Costa Azul, había casi trescientos kilómetros de distancia, el viaje no era demasiado largo, pero para Leo fue interminable, cada kilómetro andado lo alejaba de todo lo que le quedaba estable en su vida, la escuela, su novia y sus amigos.

—Quiero que te portes bien con Magalí y su familia, están siendo muy considerados al dejarnos quedar en su casa —dijo Beatriz y Leo rodó los ojos.

—Tenernos en su casa ha de ser algo divertido para ellos, una novedad en un pueblo aburrido —respondió.

—¿De dónde sacas que Costa Azul es un lugar aburrido? Es un sitio mágico, lleno de playas hermosas. Podrías aprender a surfear o correr por la costa, hacer algún deporte, conocer chicas bonitas —dijo su madre en un intento por animarlo o al menos entablar una conversación amena.

—No me interesa ni el surf, ni los deportes y, mucho menos, las chicas bonitas —zanjó.

Bea suspiró, Leo era difícil, terco y muy cerrado. No siempre había sido así, antes era chistoso, tenía una chispa divertida, hacía bromas un tanto irónicas, que solían causarle la enemistad de algunos, pero el cariño de otros. Solía ser un chico sincero, que no tenía dobleces e iba de frente. Pero ese Leo ya no existía, ahora era un adolescente amargado y retraído, su ironía había perdido su tinte chistoso y se había convertido en ofensas, en palabras hirientes y dolorosas.

—Ya verás que las playas de la Costa Azul pueden devolverte la sonrisa, Leo —prometió su madre sin saber si aquello sería o no verdad, esperaba de corazón que así fuera.

Leo rodó los ojos, nada podría devolverle la sonrisa y mucho menos una estúpida playa. Se colocó los auriculares para dejar en claro que no quería seguir con la conversación. Bea suspiró y elevó una plegaria en silencio, necesitaba paciencia, paz, sabiduría. Necesitaba hacer lo correcto, aunque no supiera exactamente qué era aquello.

Sin darse cuenta, Leo se quedó dormido y cuando despertó, ya estaban en la terminal. Bajaron y cada uno cargó con sus maletas. En otra época, Leo hubiera ayudado a su madre, pero ahora le daba lo mismo. Cuando salieron de la zona de descenso de pasajeros e ingresaron al predio, una familia de cuatro personas los esperaba con carteles decorados en distintos colores y dibujos.

«Bienvenidos Bea y Leo».

—No... ¿Es en serio? —preguntó Leo deteniéndose a mirar a la familia.

—¿Qué tiene de malo? —preguntó Beatriz que agradecía la calidez de su amiga y su familia y rememoraba esa sensación de ser importante para alguien que ya hacía tiempo había dejado de experimentar.

—¿Esa es tu amiga y su familia? —inquirió despectivo.

Magalí sonreía ansiosa mientras esperaba que se acercaran.

—Sí, son Magalí, Paolo, Esmeralda y Constanza —informó la madre caminando un poco más para acercarse a sus amigos.

—¿Sí? Y yo me preguntaba dónde estaba George —añadió.

Bea se detuvo y lo miró sorprendida.

—¿Qué George? —inquirió.

—George Pig, Beatriz. ¿No son acaso la familia Pig?

—¿Qué? —inquirió la mujer confundida y sin entender nada.

—Sí, los chanchitos esos feos de los dibujos que ve el hermano del Chino —añadió riendo con desenfado—. Ahí están —señaló a las personas—: mamá Pig, papá Pig, Peppa Pig y... bueno, supongo que Goerge sería Georgina —se encogió de hombros riendo.

—¡Basta, Leo! —se detuvo su madre mirándolo amenazante—. No seas así, no quiero que te burles de esta gente que de tan buen corazón que tienen nos recibirán en su casa a pesar de saber que tú...

—¿Que yo qué, Beatriz? —la increpó con seriedad.

—¡Bea! ¡Leo! —empezaron a corear los anfitriones y Leo negó girando los ojos, ¿era en serio? ¿Qué clase de gente anormal era esa? ¿Por qué los ridiculizaban en medio de la terminal?

—¡Compórtate! —amenazó Bea antes de correr a abrazar a su amiga.

Leo la contempló a la distancia. Esa mujer menuda y delgada a quien solía llamar madre parecía desaparecer en el abrazo de la mujer blanca y rechoncha que sollozaba emocionada por el reencuentro.

Leo miró al padre, a la pequeña niña y por último a la adolescente que su madre había dicho tenía su edad.

Si la chica es bonita, diviértete un poco, amigo. Vicky no tiene por qué saberlo —dijo el Chino en la última noche que cenaron juntos como despedida.

—Sí, por favor y mándanos una foto —pidió Damián.

Leo empezó a reír de solo imaginarse a sus amigos viendo a esa muchacha que ahora lo miraba con el ceño fruncido sorprendida por su actitud. Tendría que estar demasiado necesitado para estar con Peppa, pensó para sí y se acercó.

—¡Hola, Leo! ¡Estás tan grande! —dijo Magalí abrazándole.

Leo odiaba el contacto físico con persona extrañas desde que su padre se había muerto, pero se quedó allí dejándose abrazar por esa eufórica mujer

—¿Recuerdas a Esme? ¡Solían jugar juntos! —exclamó presentándole a su hija a quien empujó hasta ponerla delante del chico.

Leo no entendió aquello, ¿jugar juntos? ¿Él había estado en ese pueblo antes o ellos en su ciudad? Su madre bajó la vista nerviosa y Leo supo que había más, más mentiras que no sabía y que ya ni le importaba descubrir.

—Hola... —saludó la muchacha con timidez.

Leo la miró, tenía la tez tan blanca que parecía un fantasma, el cabello caoba ondulado y algo largo. La cara era redonda y regordeta, sus mejillas estaban sonrojadas y, a cada lado, un sinfín de pecas se esparcía de forma desordenada. La chica levantó la mano a modo de saludo y esbozó una sonrisa tímida. Sus dientes eran lo único perfecto en ella, pensó Leo, tenía una bellísima dentadura.

Leo no respondió el saludo y la muchacha bajó la vista avergonzada, incómoda. Su madre le arrojó una mirada de reproche, pero el chico la ignoró. De pronto sintió unos brazos enredarse a la altura de sus caderas, bajó la vista y vio a la pequeña niña abrazándolo. Era casi igual a la chica mayor, pero en versión miniatura, sus cachetes redondos y rosados estaban moteados por pecas y su cabello era más rojizo que el de su hermana.

—Me llamo Constanza, pero me puedes decir Coti —dijo la pequeña—. ¿Tú eres Leo de Leonardo o de Leopoldo?

—De Leonardo —respondió. La niña se veía tierna.

—Me agrada, suena como el nombre de un príncipe —añadió—. Aunque... no te ves como uno —dijo separándose y mirándolo de arriba abajo. Leo sonrió.

—Es mejor que aprendas desde pequeña que los príncipes no existen, Coti —informó.

La niña se puso seria y frunció el ceño. Luego miró a su madre.

—Yo creo que sí existen, Coti, solo debes creer —dijo su madre conciliadora.

Claro, como si se tratara de magia o de religión. Leo giró los ojos con exasperación, ¿en serio? ¿Eran esa clase de gente positiva que pensaba que solo bastaba con soñar, desear, creer, luchar? Se mofó para sí mismo.

Ilusos, pensó.

El padre de las chicas le pasó una mano que Leo apretó y le regaló una bienvenida. Luego salieron todos hacia el estacionamiento en busca del carro. Era uno pequeño, donde Leo se preguntó cómo entraban ellos cuatro y donde pretenderían meterlos a ellos dos.

—Esme y Coti irán en colectivo —zanjó Magalí—. No queríamos que ustedes caminaran o se tomaran un taxi, pero en nuestro auto no entramos todos —añadió.

—Pero no se molesten, podemos ir en... —quiso hablar Bea, pero el señor la interrumpió.

—No se diga más, vienen con nosotros y las chicas se regresan en bus —zanjó con cierta autoridad Paolo, por lo que Bea solo aceptó.

—¿Por qué no vas con ellas, Leo? —inquirió Bea cuando metieron todas las maletas al baúl del coche.

—¿Eh? ¿Qué? —preguntó confundido.

—Sí, es buena idea, los jóvenes por un lado y nosotros por el otro —añadió Magalí emocionada.

Y a Leo no le quedó mucho por hacer más que rodar los ojos e intentar que nada le separara de su objetivo.

Un año, solo un año... Paciencia.

—Tranquilo, no vas a morir —dijo Esmeralda sonriendo al notarlo contrariado.


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