La profecía del apóstol (II)
Por MichellBF
La presión en su cuello iba en aumento, sintió su garganta volverse cada vez más chica, ni el oxígeno ni la sangre lograban llegar a su cabeza y los efectos empezaron a hacerse presente mediante manchas borrosas en la visión, zumbidos que ascendían y descendían en sus oídos, opacando los forzados latidos de un corazón que luchaba por mantenerla con vida; hacía mucho que dejó de suplicarle, sus manos ya laxas no alcanzaban a sujetar el brazo de su opresor, ya no pudo continuar golpeándolo en un intento de liberarse, con terror permaneció bajo el cuerpo de su hermano hasta que el velo negro descendió sobre sus ojos. Dejó de sentir así como dejó de vivir.
Caleb contempló cómo la vida abandonaba el cuerpo de su hermana. Disfrutó verla luchar, nunca creyó que pudiera tener tantísima fuerza en tan pequeño cuerpo, se resistió como una fiera, por supuesto que lo hizo, así como por años se resistió a respetarle.
—Perra —escupió hacia el cuerpo inerte de la pequeña.
Luego de aquello nadie volvería a faltarle el respeto, todos entenderían que era un hombre y debía ser escuchado; ya nadie entraría a su cuarto sin pedir permiso, tampoco tomaría sus juguetes o sus libros y para nada robarían del cereal que tanto disfrutaba por las mañanas.
Suspiró con alivio; la paz se hizo presente, calmando sus latidos, regularizando la respiración y despejando la ira de su mente.
Escuchó pasos por el pasillo que se detuvieron en la habitación vecina, llamaron a la pequeña antes de entrar cuando no obtuvieron respuestas, la llamaron una segunda vez y él soltó una risilla traviesa mientras disfrutaba el silencio, al mismo tiempo se percató de algo nuevo: no volvería a escuchar la chillona voz que atendía al llamado de su madre. Volvió a reír, esta vez con alegría.
La puerta se abrió y el rostro de su madre, en principio inquisitivo, pasó a ser poseído por el terror. Caleb notó que la mujer que tanto amaba y cuyo amor no quería compartir, no se mostraba alegre ante la novedad.
—Mami...
—¿Qué hiciste, Caleb? —preguntó mientras lo empujaba para tomar el cuerpo de la niña, empezó a tantear cada centímetro de su cuerpo, pegó su oreja a su boca y luego a su pecho, no escuchó nada— ¡¿Qué hiciste, Caleb?! ¡La mataste!
La mujer temblaba mientras abrazaba el cuerpo de la hija, Caleb se sintió indignado y temeroso, su madre no estaba para nada feliz, no como él lo estuvo momentos antes.
—Pero ella...
—¡Alejate, Caleb! —Pateó hacia él cuando lo vio acercarse.
Caleb retrocedió y de nuevo estuvo allí, con la visión entornada por un velo de oscuridad rojiza. La ira se hizo presente con la misma fuerza en que lo hizo durante años, cada vez que su hermana aparecía delante de él.
—¿Por qué? —escuchó la pregunta desde muy lejos, aunque solo estuviera a centímetros de ella.
Entonces recordó la noticia, la que todos sus compañeros comentaban en la escuela, la misma que había hecho a las monjas de la iglesia caer de rodillas durante la misa.
—Satanás me hizo hacerlo, mamá. —Y en su voz no hubo ápice de ira, pese a que invadía su cuerpo, se escuchó a sí mismo y notó el genuino temor al rechazo y el falso arrepentimiento.
El sonido se deslizó por sus oídos y se convirtió en melodía cuando se asentó en su cabeza. Cerró sus ojos y dibujó una sonrisilla en los labios mientras se movía de lado a lado. La melodía se diluyó en el aire y el deseo de sentirse arrullado por altas notas cargadas de sentimientos puros se hizo presente.
—Canta una vez más para mí —pidió, volviéndose hacia la creadora de tan bella tonada.
La mujer yacía en la silla hecha un mar de lágrimas, con el cuerpo apenas cubierto por retazos de tela que alguna vez fueron blancos. Sus manos fueron inmovilizadas contra los reposabrazos, clavadas con grandes trozos de hierro que atravesaron músculo, ligamentos y huesos, para llegar al otro lado y anclarse a la silla. Pese a ello, todavía sentía la tensión y el dolor incesante que se producía cada vez que su captor quería.
—Por favor... —logró jadear y el rostro de la bestia a su lado se contrajo en una mueca de desagrado—. Detente, me duele.
—Claro que duele ¿o cómo podrías cantar para mi si no? —cuestionó con el ceño fruncido, parecía ofendido ante sus palabras.
Volvió a coger el cuchillo, ella se removió sin mucha fuerza en la silla, rindiéndose pronto ante el dolor que nacía en sus manos y se extendía con cada movimiento. Vio el filo oscurecido por un líquido espeso y oscuro, era sangre, su sangre. Maldijo aquel cuchillo de carnicero, maldijo a la bestia que lo sostenía, maldijo a cada hombre que cruzó por su cabeza y se maldijo a sí misma por haber aceptado la invitación a cenar.
El cuchillo llegó a su mano como tantas veces antes y rozó el que pudiera ser su siguiente objetivo.
—¿Lista para cantar? —preguntó la bestia con una sonrisa pícara, con la punta del cuchillo empezó a tocar los dedos de la mano o los que restaban de ellos—. De tin marín de do pingüe...
Derrotada, la mujer quiso encerrarse en el rincón más lejano y oscuro de su mente donde el sonido no alcanzara, donde aquella patética cancioncilla de rima que ahora oscurecía los recuerdos de su infancia, no llegara. Y aunque por segundos se despejó de todos los sonidos, no pudo ignorar el dolor que nació cuando el cuchillo cortó un trozo más de su cuerpo; el grito se arremolinaba en su garganta, ardiente, sofocante, no quiso guardarlo, no pudo hacerlo así que lo soltó y volvió a cantar para la bestia.
—Hermano, procura dejarle un poco de voz, yo también quiero escucharla cantar —dijo una voz ronca recién llegada.
La bestia volteó para ver a su hermano adentrarse a la sala, llevaba un bulto envuelto en mantas sobre el hombro derecho y sin mucha delicadeza lo dejó caer en el suelo.
—¿Ya murió el pajarillo? —inquirió y el hermano curvó sus labios hacia abajo, dando un aspecto triste a su rostro.
La mujer, mareada por el dolor, lanzó su cabeza a un lado para verlos, el hermano de la bestia era enorme, con brazos que duplicaban el tamaño de los suyos, no le sorprendió que cargara con ligereza cualquier peso. Eso le recordó el sonido sordo contra el suelo, algo que había soltado el hombre grande segundos antes, buscó a sus pies lo que sería y sintió la bilis subir por su garganta, hizo una arcada y el sabor llegó a su boca y se desparramó en forma de líquido caliente.
—Ay, no, no —dijo la bestia, levantándose con una mueca de asco—. Qué asquerosa.
Escuchó la risa de su hermano, melodiosa aunque no tanto como los gritos de la mujer que ahora observaba con espanto el cuerpo tirado entre mantas.
—Se llamaba María —dijo la bestia, como si ella quisiera saberlo—. Cantó para mí la semana pasada; su voz era hermosa, casi como una bendición. La conocí en la iglesia, era parte del coro, por eso la llamé Virgen María.
—Y sí que era virgen —comentó el hermano en medio de una sonrisa, dirigiendo su mirada a María.
El cuerpo que alguna vez tuvo un color bronceado, estaba desnudo, con moretones a cada centímetro, rasguños cortaban su piel, marcas de mordiscos se hundían en la flácida carne y, gran detalle, sin dedos en sus manos. Virgen María, entendió la referencia cuando se fijó en sus piernas manchadas por hilillos de sangre, descubrir el origen abría una puerta a un escenario espantoso.
—¿Por qué? —preguntó con la bilis ascendiendo otra vez.
—Por Satanás, por supuesto —respondió el hombre grande mientras la bestia retomaba el lugar en la silla a su lado.
La mujer supo lo que pasaría luego, volvería a cantar, lo haría hasta quedarse sin dedos y cuando ya no fuera de utilidad para la bestia, la entregaría a su hermano. Deseó estar muerta antes de llegar a sus manos.
El biotubo giró por la gracia de sus dedos, tan pequeño que era imposible creer el riesgo mortal que guardaba con recelo, claro que el símbolo de Dow Chemical grabado en el exterior del envase debía advertirlo. No se necesitaban palabras para entenderlo, era uno de esos símbolos cuyo significado traspasaba fronteras y se adaptaba a cada idioma sin necesidad de traducción, era de esos que al mirarlo, el cerebro arrojaba mensajes, escenarios hasta historias enteras; en el caso de este, el mensaje era claro: peligro. Lo que sea que guardara, debía mantenerse en su interior para evitar calamidades.
Arkai recordó todo el trabajo desarrollado por él y su equipo, cuyos resultados guardaron en aquel tubo. Necesario fue etiquetarlo con el símbolo de riesgo biológico, así ningún curioso se atrevería a tocar el trabajo de años. Recordó cuando lo presentó al equipo, se jactó de que en aquel pequeño envase se alojaba una sustancia mortal que podría diezmar ciudades enteras hasta países si no se lograba contener a tiempo. Un patógeno tan potente que sería imposible no contaminarse; podía entrar a través de una inhalación y asentarse en sus pulmones, o a través de la piel por el contacto, y ni hablar de la vía digestiva. Se preguntó qué sabor tendría, quizás ácido y frío, o caliente y dulce.
—¿Viste las noticias, Arkai? —interrumpieron.
—¿Qué noticias? —preguntó de vuelta mientras bajaba los pies de la mesa donde los tuvo suspendidos durante su descanso. Guardó el biotubo en el bolsillo de la bata blanca que lo identificaba como miembro del equipo bioquímico.
—Un grupo de religiosos, claramente afectados de la mente, se presentaron ante el mundo y aseguraron haber atrapado a la encarnación del mal. Se hacen llamar la Orden de los Cazadores a servicio de la iglesia católica.
—¿La encarnación del mal?
—Satanás —dijo otro de los compañeros que se unía a la conversación—. Dicen haber atrapado al mismísimo Satanás ¿puedes creerlo? Según ellos, este personaje ha caminado entre nosotros por siglos, esparciendo el mal y corrompiendo a las personas, por él estamos como estamos.
Arkai, ciertamente, no daba mérito a lo que escuchaba. Jamás fue un hombre de fe, sino de hechos. Creía en lo que veía, en lo que sus sentidos apreciaban y no en palabras dichas en nombre de un dios que nadie conocía.
—Patético —dijo y se levantó de la silla para irse.
El juicio creado a partir de la experiencia le impedía asimilar la idea de una fuerza superior e invisible creadora de toda la existencia, mucho menos podía creer que esta fuerza, a quien llamaban Dios, fuera tan omnipotente como omnisciente, capaz de todo, conocedor de todo y, a la vez, tan indiferente. En su profesión encontró tantísimas oportunidades de estudiar el mundo en el que vivían y sin dudar lo hizo, solo para descubrir que nada era infinito. La tierra, los recursos, la vida misma era finita, y aunque la existencia humana llevaba milenios, no tenía la certeza de que disfrutarían la misma cantidad de tiempo en el futuro. La población humana no hacía más que crecer y con ella la demanda de recursos naturales que cada día eran menos, y ni hablar de los efectos secundarios ante la escasez de estos. Entre más bocas, menos comida y sin comida se genera el hambre, y el hambre, para Arkai, nunca tuvo amigos; un ser humano con hambre no conoce de leyes, valores o familia, solo entiende el ardor en el estómago, la desesperante sensación de llenarlo con algo que sacie al monstruo dentro de sí. Si Dios veía aquello, si era tan capaz de crear vida, ¿por qué no quitaba el hambre? ¿Por qué no convertía en infinitos los recursos naturales que representan el sustento de la vida? Ante aquellas preguntas sin respuesta, Arkai solo podía apegarse a su teoría de que Dios, poderoso y misericordioso, no existía y por tanto, su contraparte Satanás, tampoco.
La noticia debía ser un show mediático como tantos otros. Eso le molestó, los medios de comunicación tenían un poder inimaginable sobre la sociedad y lo usaban para esparcir la noticia de religiosos peleando contra el mal cuando podrían estar mostrando la realidad de las familias que día a día perdían a seres queridos por las deficiencias del sistema político del país en el que viven.
Arkai llevó sus manos a cada bolsillo de la bata y en uno de ellos encontró con los dedos el pequeño tubo, lo extrajo para verlo una vez más. Dios no era creador de aquello, Arkai y su equipo sí. Dios no había creado el hambre, los gobiernos ineptos de las naciones lo habían hecho con sus políticas sociales basadas en igualdad de oportunidades; el derecho a la vida era la principal causa de la sobrepoblación, la falta de estrategias dirigidas a preservar los recursos naturales era lo que agotaba los mismos, y al mundo le interesaba más ver a un supuesto Satanás.
Igualdad no era equidad, la igualdad no aseguraba el equilibrio de la vida. Y la vida dejaría de ser si no se aplicaban pronto medidas tendentes a equilibrar el número de habitantes con la cantidad de recursos.
Simplemente no lo pensó, hacerlo significaba la posibilidad de arrepentirse. Arkai tomó el tubo y lo abrió para esparcir una parte del líquido sobre la mesa del comedor, lo que restaba lo vertió en la fuente de agua potable. Al menos cien personas bebían de ella a la semana, esa cantidad sería suficiente para esparcir el patógeno y, si hacía falta, crearía más.
Cuando el mundo preguntara, porque estaba seguro que lo haría, él tendría la dicha de decir que era Dios lanzando la nueva piedra para diezmar a la humanidad, que era el ser creador de todo equilibrando la vida, y si las personas no eran capaces de ver el beneficio en lo que hacía, si insistían en tildarlo de malo, entonces planeaba sonreír justo después de decir: es obra de Satanás.
Las organizaciones del mundo se unieron para hacer frente a las calamidades que azotaban las regiones, representantes de la ONU se pronunciaron en asamblea, el secretario general fue quien tomó posesión sobre el podio y habló al mundo con ira en su voz y un temor que creaba sombra en las palabras.
—¡Deben parar! —exclamaba con sus manos apretadas al borde del podio—. El mundo atraviesa una de las mayores crisis religiosas de las que se tiene conocimiento, inocentes mueren a diario en nombre de un personaje bíblico. La maldad ha corrompido sus cuerpos, sus mentes, sus almas... y ahora en las calles vemos tantas muertes que empieza a volverse un evento normal. No. Es. Normal —expresó con pausas—. ¿Y los gobernantes de las naciones que hacen? ¡Nada! Una respuesta muda ante las calamidades que vemos día a día y desde la ONU vemos con preocupación este silencio, pues no augura nada bueno. Nos preguntamos: ¿acaso estarán ellos corrompidos igualmente? Porque no encontramos otra razón que justifique la indiferencia de las naciones ante el caos desatado en sus pueblos.
El secretario guardó silencio y dedicó una mirada a los representantes que le acompañaban. Una terrible imagen se asentó en sus pensamientos, una vista momentos antes de pararse ante las cámaras, fotografías y vídeos de diferentes plazas y parques donde los cuerpos de las víctimas fueron expuestos como si de una galería de arte se tratara. Personas que pudiendo ser inocentes o no, fueron víctimas de una brutal muerte y posterior ofensa al ser exhibidos como atracciones, para el secretario no existía un motivo que justificara tan atroz hecho, no cuando entre los tantos cuerpos vio jóvenes e incluso niños. Y todo ocurría a la vista de los gobernantes que se enfrascaban en una guerra sin sentido en lugar de proteger a los ciudadanos que habían jurado proteger.
—Personalmente, no encuentro justificación a estos monstruos, porque eso es lo que son. Arrebatan la paz de la Tierra, la poca paz que disfrutamos, y la reemplazan con violencia y sangre. Esta clase de... violencia desnaturaliza a los humanos, los vuelve monstruos incontrolables. Por eso en esta oportunidad no me dirijo a ellos, porque sé que un monstruo no es capaz de razonar, no. Yo me dirijo a todas esas personas que aún no han cruzado esa línea, las que no han abierto la puerta de su alma para que la maldad entre y han protegido sus corazones de toda corrupción; a ustedes, que son nuestra esperanza, les pido que suelten las armas. Que el temor no los controle, que ellos no los controlen. Suelten las armas, rindanse y nosotros iremos a ustedes para sacarlos del infierno. Esta guerra no solo es por la vida de los hombres, es también por la salvación de sus almas. Aun tenemos oportunidad. —Y con una voz más suave que al comienzo, el secretario se despidió del mundo.
Esa noche, en su casa, mientras miraba el punto imaginario en la pared frente a él, reflexionó sobre todos los acontecimientos vividos y el terror de lo que conocía lo impulsó a caer de rodillas delante del crucifijo que su madre una vez llevó a la casa. No recordaba del todo las oraciones, pero no permitió que eso le impidiera hablar con Dios y suplicar para que todo el mal esparcido se desvaneciera como una tormenta ante el sol creciente.
Sintió sus manos temblar todo el rato, las lágrimas salían solas de los ojos, imposibles de contener, y cada oración pronunciada se entrecortaba por lo mucho que le costaba respirar en aquel punto. Un dolor en el pecho creció hasta apoderarse de su cuerpo, dejó de rezar y abrió los ojos al igual que la boca, queriendo gritar de agonía, pero lo único que brotó de entre sus labios fue sangre, tanta sangre que se sintió ahogado.
Una fría e inhumana voz susurró en su oído:
—Has olvidado proteger tu propio corazón, secretario. Ahora me haré con tu alma, Satanás estará feliz de tenerla. —Y retorció la espada que atravesaba el pecho del secretario antes de extraerla en un feroz movimiento que arqueó el cuerpo sangrante.
Laxo, cayó a un lado mientras el corazón daba sus últimos latidos y bombeaba la sangre al exterior; su traje, que alguna vez fue blanco, se pintó de bermejo. En el último latido, dejó de sentir dolor y se concentró en un pensamiento, esperó haber rezado lo suficiente y que sus oraciones fueran escuchadas.
—No... nadie te escuchó. La Eternidad abandonó este mundo.
El hormigueo inició en las palmas de los pies y las manos, se fue extendiendo por las extremidades y al tiempo se fue convirtiendo en algo caliente que ardía bajo la piel. Sintió la boca seca y áspera, anheló tener agua, necesitaba agua, pero tan pequeño privilegio le fue arrebatado días atrás. Se movió intentando encontrar una posición en el suelo que no lastimara su cuerpo de por sí ya magullado tras pasar horas acostada sin nada que amortiguara el peso; lamentó enseguida haberse movido, pues la acción pareció despertar la abrumadora sensación que había intentado ignorar en las últimas horas. El hormigueo, el calor convertido en ardor, se concentró en el estómago y quemó como fuego. Tenía hambre, muchísima. Sintió su garganta oprimirse, el corazón ir de prisa, todo su interior retorcerse.
—Dios —se quejó. Sus manos se encontraron sobre el estómago y oprimió con la poca fuerza que su débil estado le permitía, creyendo que así el hambre desaparecía.
No lo hizo.
Una televisión se encendió y volvió a escuchar la intro de un noticiero antes de dar paso a un reportero que saludó al mundo sin mucha emoción y procedió a dar el recuento de los acontecimientos ese día, una especial referencia captó su atención, el reportero habló de cómo la representante del Consejo Económico y Social de la ONU fue víctima de secuestro cuando se dirigía a la casa donde habitaba con su familia, hasta ese día continuaba desaparecida y no se tenía información alguna sobre ella ni algún indicio que pudiera significar un rescate. En la pantalla aparecieron imágenes de la mujer antes de que se reprodujera una grabación de ella hablando ante los órganos integradores de la ONU.
Reconoció el traje negro que vestía, así como reconoció la voz, el rostro, los gestos. Se reconoció a sí misma en un momento donde se encontraba satisfecha, sin sed, sin hambre, sin dolor.
—La realidad es esta, señores —decía mientras apuntaba a imágenes que se divisaban en una pantalla detrás de ella—, se están matando unos a otros por migajas de comida. La pobreza genera hambre. El hambre los vuelve salvajes.
Las imágenes mostraron a distintos países donde ciudadanos salían a las calles con arma en mano y entraban a todos los lugares que pudieran tener comida, saqueando las tiendas e incluso, invadiendo casas de familias para quitarles lo poco que conseguían para comer. Uno de los vídeos mostraba a un hombre disparando a una mujer que se negaba a soltar lo que tenía en las manos, un niño se refugiaba detrás de ella y tuvo que ver cómo el cuerpo de su madre caía sin vida y como el agresor corría hacia ellos para tomar el pan al que su madre se aferraba y huir con el.
—La ambición descarada de unos pocos, condena a muerte a unos muchos —enfatizó y señaló la siguiente fotografía de niños y mujeres rebuscando entre bolsas de basura—. Los gobernantes, conocedores de esta realidad, solo ansían el poder y se valen de su posición para oprimir al inocente, empobrecen a un país entero, llevándolos a la oscuridad, matándolos de hambre y sed, y tienen el descaro de golpear sus pechos en nombre de sus antecesores y prometer una vida justa, digna, en una nación democrática y equilibrada, con goce de derechos y libertades. Mentiras, viles mentiras. La injusticia social también es pecado y la política, sin duda, mata. Satanás ha entrado a sus casas, es nuestro trabajo sacarlos de allí.
Pero antes de que pudiera iniciar las labores que prometían luchar contra el hambre en una sociedad corrompida, fue secuestrada y obligada a sufrir lo que muchos otros. La ironía era ácida, lo confirmaba; ese día habló en nombre de millones de personas, fingiendo entender lo que vivían, rechazando las acciones indiferentes de las naciones y exigiendo cambiarlo, todo aquello mientras su estómago estaba lleno de comida italiana y un dulce típico de Francia.
El estómago se contrajo en su interior y el ardor se intensificó al pensar en comida, jadeó por aire, por comida, por agua, por libertad o por muerte. Deseó morir, pero no de aquella forma, no con sus órganos comiéndose entre ellos, pero moriría de la forma más irónica y se dijo que Satanás tenía un pésimo sentido del humor.
El momento de valentía de Arkai desató el mal que cobró miles de vidas humanas y sumando. La OMS declaró estado de emergencia ante la nueva epidemia surgida en Europa, creyeron controlarlo, pero la oscuridad golpeó al mundo desde distinto ángulos: violencia, guerra, hambruna y un creciente temor/fascinación por la encarnación del mal atrapada por un grupo de hombres que se hicieron llamar cazadores; cinco meses después, la epidemia se convirtió en pandemia al cruzar nuevas fronteras.
El director general de la organización tuvo la obligación de anunciar el evento que terminaría por desatar el apocalipsis.
—La OMS siguió de cerca el surgimiento de esta nueva enfermedad producto de experimentos en laboratorios ubicados en Suiza, donde un trastornado hombre decidió jugar a ser Dios y liberó el agente tóxico en las instalaciones del laboratorio, empezando así la propagación de este virus. El brote extensivo nos genera preocupación, tanto por el hecho de que ahora hablamos de una pandemia, como por la incapacidad de los países y organizaciones para hacer frente en medio de tiempos tan oscuros. Muchos creerán que un virus no es importante cuando asesinos andan sueltos por la calle o cuando Satanás reposa en algún lugar del mundo, apresado por humanos que juran contenerlo, parece insignificante, pero he aquí el detalle: los asesinos pueden ser atrapados, el mal puede ser contenido... pero el virus, una vez que infecta, no puede ser curado y por ende, la muerte no será evitada.
Divisó entre sus notas una pequeña gráfica que mostraba la extensión del virus a escala mundial. La piel se le erizó al leer los números y esperó que quien todavía lo escuchara, pudiera sentir lo que él.
—Ciento catorce países se ven afectados por el virus, la gente muere, por hambre, por violencia, por suicidio y también por la infección; insisto en que todo lo demás puede ser solucionado si se mira bien y se unen con ese objetivo, pero esta nueva amenaza, esta plaga anunciada en el apocalipsis, diezmara la Tierra y toda esta violencia habrá sido por nada. He visto de cerca los efectos del virus, el dolor que causa, la agonía. —Sacudió la cabeza—. No lo vale, nada lo vale. Ni todo el oro, ni toda la plata, ni la religión, ni siquiera Dios o Satanás, ellos están bien, lo seguirán estando cuando nosotros no estemos, nuestra sobrevivencia depende de lo que hagamos ahora. ¿Satanás nos corrompe? ¿Lo sigue haciendo con nuestras vidas en inminente riesgo?
La pregunta no fue respondida y no esperó que lo fuera. Con un dolor creciente en su pecho, bajó del podio y se dirigió a la silla asignada en las mesas curvas donde mandatarios y directores de distintas organizaciones se reunían. Sintió marearse luego de sentarse y tuvo que reposar su cabeza del espaldar cuando su entorno dio vueltas sin parar. La bilis subió por su garganta, la retuvo en la boca y tragó, dejando el sabor amargo y caliente en la lengua.
Alcanzó la botella de agua y bebió pequeños sorbos para que fuera reconocida por su cuerpo, cuando no hubo quejas, bebió un trago más largo y el sabor se fue con el líquido. Con un mayor grado de consciencia, intentó escuchar al mandatario que subía al podio para hablar sobre el apoyo que su nación ofrecía, aprovechó la oportunidad para hablar de la crisis que afectaba a los suyos y para dar algún sermón religioso donde invitaba a la colectividad a encontrarse con Dios. Bufó de cansancio, escuchar sobre la salvación prometida por un dios era lo menos que necesitaba. Los eventos eran productos de los humanos y, por tanto, debían ser resueltos por ellos, por el hombre, no por dioses.
Quiso alcanzar la botella una vez más, pero el movimiento de su brazo fue lento y torpe, los dedos se negaron a ceder ante las órdenes emanadas por su mente, la mano cayó inmóvil en su regazo, estaba pálida, en un tono casi traslúcido que revelaba el color de las venas qué recorrían la extremidad, eran de un tono bastante particular, una alarma se disparó en su cabeza. Con la otra mano quiso obligar al brazo inerte a reaccionar, lo movió como si fuera un títere pero no reaccionó. La bilis volvió a subir por su garganta y esa vez no lo contuvo, cubrió la boca con la mano que le restaba y de entre sus dedos se escapó algo del líquido, se inclinó al suelo para dejar que todo fluyera, el sabor ácido fue intenso y caliente, con un olor fétido; su mano ardía y al verla notó como la piel adoptaba un tono rojizo y se quemaba. Ácido, lo que salía de su boca era ácido.
En su mente se aglomeraron las imágenes de cientos de personas con la mandíbula y la garganta al descubierto tras ser víctimas de una sustancia ácida creada por sus propios órganos; luego de hacer estragos en el interior del cuerpo, buscaba ir hacia el exterior, generalmente por la boca, quemando el tubo digestivo, inflamándolo de tal modo que presionaba las vías respiratorias, dificultando la mera acción de respira hasta que dejaban de hacerlo.
Ahogado, gateó en el suelo sin llegar muy lejos, terminó por girar y quedar boca arriba, en su campo de visión aparecieron varios rostros que movían sus bocas mientras le veían, le hablaban, incluso creyó que lo tocaban pero no sintió ningún tacto ni escuchó voces, solo el agudo zumbido. Todos vieron con terror como de su boca emergía un líquido singular, su color asemejaba al de pasto cuando empezaba a secarse, entre verde y amarillo; algunos hicieron un gesto asqueado ante el hedor nauseabundo que desprendió el hombre, les recordó al olor de la comida en estado de descomposición, a otros les pareció que en vez de comida se trataba de algún animal con varios días muerto. Pero todos coincidieron en que el director general ya no vivía, y desconocieron que ellos también dejarían de hacerlo en pocos días por haber estado en contacto con el hombre que llevó a las instalaciones de la OMS la plaga decretada en el Libro de las Revelaciones.
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