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Colección completa (II)

Por Shad-cco


La siguiente colección estaba oculta tras una cortina negra. En la placa se leía: «Más que monstruos», y había advertencias para los visitantes:

«Solo mayores de 25 años a partir de este punto».

«Al entrar en esta sala lo haces por voluntad propia y bajo tu responsabilidad».

«Entrada con uno o más acompañantes. De no ser así, un trabajador le acompañará durante su estancia».

«Prohibido el paso a personas con hipertensión o padecimientos cardíacos».

«Bajo ninguna circunstancia toque las obras, podría salir lastimado».

«Quedan estrictamente prohibidas las fotografías y todo tipo de grabación».

—Primero las damas —insistió el guía, preso de una incongruente diversión ansiosa.

—La caballerosidad no ha muerto —mencionó Lyra de buen humor, adentrándose en la siguiente galería de horrores.

Su asistente la siguió de cerca. Por mucho que odiaba admitirlo, Coraline tenía razón, estaba aterrada. Apenas pudo contener su grito al ver lo que ocultaba la cortina. Masacre, Tortura, Maldad, Locura y Perversión eran los conceptos clave de la segunda sala. El observador era recibido por una enorme guillotina ensangrentada, debajo había una canasta de cabezas cercenadas cuyo extraordinario realismo habría engañado hasta al visitante más escéptico.

Hasta donde alcanzaba la vista, se apilaban los asesinos seriales, Jesse Pomeroy, 'El chico torturador'; Désiré Landru, quién mató a 15 de sus esposas; Harold Shipman, 'El Doctor Muerte', que arrancó la vida de al menos 200 pacientes; Burke y Haré, 'Los necrófagos', cuyo negocio consistía en vender los cadáveres de sus víctimas a escuelas de medicina; Mary Cotton, 'La asesina del arsénico'; John Haigh, mejor conocido como 'El vampiro de Londres'; Amelia Dyer, 'La Ogresa de Reading": eran solo algunos de los nombres que podían identificarse.

—De verdad, Clockwork era un excelente artista. Presiento que en cualquier momento podrían dejar de fingir que son muñecos de cera y hacernos pasar un mal rato —comentó Lyra—. Es fascinante.

Samantha sentía una horrible presión en el pecho. Todos sus sentidos se habían vuelto locos, miraba con ansiedad las figuras de cera. Para ella, el peligro era real y palpable en esa sala macabra. Las facciones de los asesinos parecían deformarse en expresiones de infinita maldad, debía evitar mirar demasiado si no quería sufrir una crisis nerviosa.

Sacó su teléfono celular del pequeño bolso que llevaba consigo e intentó concentrarse en el aparato, pero resultaba imposible, las esculturas hablaban; escuchaba sus voces y sentía los deseos de matar.

Delante se presentó Jack el Destripador, degollando a una meretriz con morboso lujo de detalle; chorros de sangre descendían por el revelador vestido y creaban una fuente roja.

—El olor a sangre fresca es un buen detalle. Tal vez compre a Jack —comentó la rubia entre risas mientras tomaba a su asistente por el hombro, quien se limitó a forzar una sonrisa.

—Lo siento, no están a la venta —aclaró el guía.

La empresaria volvió a reír.

—Eso dice...

A diferencia de la sala anterior, algunos trabajadores iban de aquí para allá, llevando a cabo retoques y moviendo figuras de lugar. Los turistas que visitaban el museo a diario comentaban cierta peculiaridad siniestra en los empleados; se insinuaba que Clockwork les alentaba a actuar de esa manera inhumana para crear una atmósfera de duda e incertidumbre.

—¿Cuánto personal tiene el museo? —preguntó Sam, evitando mirar a los psicópatas de cera que se revelaban a cada paso.

—Tres docenas—le respondió Armitage—. Se necesitan muchas manos para cuidar de manera adecuada las obras de Benjamín. Me gusta pensar que somos una familia feliz.

—Lo somos, profesor —dijo un alegre empleado que pasó a su lado.

La pelirroja se dio cuenta de algo curioso; los trabajadores no dejaban de sonreír, sus rostros estaban congelados en una expresión de felicidad estúpida, tampoco los había visto parpadear y apenas movían sus labios al hablar.

—¿Qué pasa? Te ves nerviosa —inquirió Lyra, interrumpiendo sus pensamientos—. ¿Miedo?

—Pfff, para nada, señorita Corwen —respondió al momento—. Es solo que... no me gustan mucho esta clase de lugares.

Ella le dio una palmadita en la espalda.

—Tienes que ver más allá de lo horripilante. Hasta el mas negro infierno tiene su encanto.

Coraline subió a uno de los sillones y cruzó las piernas, ensimismada en su smartphone, era adicta a perder el tiempo en la agradable estupidez de las redes sociales. Hubiera deseado no ir a ese espantoso museo, pero Corwen la financiaba, y decirle que no a la mujer habría sido peor que una sentencia de muerte.

Un joven empleado se acercó a ella.

—Disculpa, pequeña, ¿te gustaría tomar una Coca-Cola? —le ofreció el refresco en una bandeja; el clásico envase de vidrio.

La estudiante lo miró hastiada, odiaba a casi todas las personas en general, pero con los pobres resultaba peor.

—¿Coca-Cola? No soy una puta niña, ¿sabes quién soy?

—No, lo lamento —repuso el sujeto, apenado, pero sin dejar de sonreír.

—Tu peor pesadilla. Mi tía es Lyra Corwen, puede destruir tu vida de mierda en un segundo —soltó con verdadera malicia. No veía al empleado como a un ser humano igual a ella, si no como basura insignificante y sin valor.

—Si van a ofrecerme algo que sea una cerveza, una Smith Imperial, no quiero ninguna otra porquería para pobres.

El sujeto colocó la bandeja en la mesita que había a un lado.

—Niñita, queríamos que esto fuera más agradable para ti. Detestamos cuando empiezan a gritar y lloriquear. —Su sonrisa tonta no cambió y, sin embargo, se tornó alarmante.

—¿Qué carajo dijiste? —inquirió sin prestar atención, abstraída en su teléfono.

Sintió un escalofrío de muerte al levantar la cabeza y ver que todos en el atrio sonreían sin parpadear o respirar, inmóviles como si el tiempo hubiera detenido su marcha.

Las voces reverberantes de un coro infernal sumieron a la estudiante en el terror.

Malcriada, narcisista, ególatra, mezquina... típica humana —hablaron a la vez todos los empleados, como lo haría una sola entidad—. Tan perdida en su amor propio...

Coraline saltó hacia atrás con los ojos bien abiertos y cayó del sillón, ahogando su grito de horror.

—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

Se levantó con la velocidad de un relámpago. Pensó que lo mejor era correr junto a Chalmers, pero al dirigirse a la salida, varios guardias le cerraron el paso, pulverizando cualquier esperanza de huida.

El tipo de la Coca-Cola volvió a hablar.

—Vivir para siempre —dijo en un timbre y tono que no concordaban con su expresión. Esa no parecía una cara humana, era más como una máscara tan diabólica como realista.

—Iniciaremos tu sacrificio —anunciaron a la vez.

La aterrada adolescente lanzó amenazas desesperadas en uso de su irritante palabrería.

—¡Más vale que me dejen ir, malditos monstruos! ¡YO SOY...! —El miedo no le permitió terminar de hablar, sentía la garganta seca; un sudor de muerte inundó su frente.

Los atacantes la rodearon en un círculo perfecto.

—Eres alimento, combustible de dioses. Grita, llora, sufre. Él lo necesita, nosotros lo necesitamos...

La infernal escena que se presentó a continuación mareó a Coraline. En efecto, esas cosas no eran humanas, el ridículo uniforme que vestían se desgarró, revelando cuerpos horripilantes, repletos de inconcebibles deformaciones; grandes bocas dentadas se abrían donde debería estar el abdomen, cuchillas afiladas reemplazaron los brazos, las cabezas se estiraron, curvándose en forma de espirales carnosas. Se habían transformado en una amalgama horripilante de partes humanas con una cosa que no puede ser identificada sobre la tierra.

—¡Alimento para Tirysal-Gho! —aullaron a la vez en una jerga ritual que hizo estremecer todo el museo.

Sam soltó un grito que retumbó por el edificio. Sin darse cuenta, se hallaba aferrada a su patrona. Ver la última figura de la segunda exposición provocó tal reacción, se trataba del cadáver decapitado de María Antonieta, quien sostenía su cabeza mientras un grupo de niños mitad cabra bebían del agujero sangrante sobre el cuello.

Lo aterrador no recaía en lo macabro de la obra si no en el imposible y perverso realismo. Esa cosa era real. Juraba que podía escuchar a los niños riendo y asfixiarla con el miasma sangriento que emanaba de la herida. Cual hubiese sido la técnica para llevar a cabo tal abominación obscena, no provenía de ningún cerebro normal y sano.

—Sam, tal vez sea mejor si vas a ver cómo está mi sobrina —apremió Lyra, apartando a su asistente—. Asegúrate de que esa idiota no se meta en más problemas.

—Sí, lo lamento. ¿Sintieron eso? Fue como un movimiento de tierra —preguntó entre tartamudeos, en un intento de excusar su penoso comportamiento.

—No —repuso la rubia—. Sufriste algún tipo de mareo por el olor a químicos y cera. Es bastante común, ¿verdad, profesor?

—Es correcto. —Asintió el hombre—. Una reacción alérgica puede suscitar desorientación, mareos, náuseas...

Cruzaron la cortina de salida, llegaron a un pasillo aislado en forma de triángulo; en el extremo izquierdo estaban los sanitarios y en el derecho una tienda de recuerdos. Al frente se hallaba la tercera colección «Falsa Muerte», que les daba la bienvenida.

Sam habló con voz temblorosa.

—Por favor, continúen sin mí. Volveré con Coraline.

Corwen la examinó. Decir que la pobre estaba aterrada sería poco, ya ni siquiera intentaba disimular, estaba segura de que la más mínima impresión podría hacer colapsar a su asistente.

—Hazlo. —Asintió la empresaria.

Lyra dio media vuelta para continuar a la tercera colección, pero de súbito volteó con una exclamación juguetona.

¡Buuu!

La pelirroja dejó escapar un poderoso grito y cayó de rodillas, hiperventilando. La rubia soltó a reír.

—Tranquilízate. Es un museo de cera, todo es falso. ¿Estoy en lo cierto, profesor Armitage?

El hombre le dirigió una mirada de astuta diversión, nada tranquilizadora.

—Eso dicen.

Lyra extendió un brazo para ayudar a la pelirroja.

—Discúlpame. Admito que fue una broma cruel e infantil, lo lamento. Por favor, ve a la taquilla, no tardaré.

—Si, señorita Corwen, antes debo ir al tocador.

—Adelante.

Armitage desplazó la cortina y ambos penetraron en la tercera exposición, la empresaria no reparó en la única advertencia:

«EL MUSEO NO SE HACE RESPONSABLE POR POSIBLES DAÑOS PSICOLÓGICOS O BROTES DE IRA REPENTINOS».

—Las balas no funcionarán.

—Puedo verlo. Como decía mi padre, no se puede confiar en las armas americanas... —replicó Chalmers, bajando su revólver.

El gigante pulsó un botón en el control electrónico de Boudica, las luces se encendieron para iluminar mejor a los inesperados visitantes; dedujo que eran los integrantes de una repulsiva secta.

—Caballeros, señora, antes que nada, quisiera pedir disculpas por el disparo, entenderán que es una reacción común cuando una docena de monstruos rodean a un hombre —bromeó, sacudiendo su traje—. Pero lamento informarles que no estoy disponible para sacrificios.

La encapuchada se relamió los labios.

—Que divertido...

Ingrid abrió la túnica, dejando al descubierto parte de su cuerpo desnudo. Estaba ilesa. A simple vista parecía normal y no carecía de lo que podría definirse como atractivo femenino.

La sacerdotisa avanzó hacia Chalmers con pasos seductores.

—Ven aquí, ven, deseo mostrarte una nueva forma de placer, una que solo se encuentra en la vida eterna...

Extendió sus brazos para envolver al sujeto, pero fue recibida por su puño, el golpe fue tan poderoso que la proyectó varios metros en dirección opuesta y le arrancó la quijada.

—Señorita, no es aconsejable tentar a un hombre de fe... —advirtió, quitándose el saco para quedar en chaleco y camisa.

—¡Arrogante! ¡Tu dios y tu fe son inútiles! ¡NOSOTROS SOMOS ETERNIDAD! —reclamó otro de los encapuchados.

En ese momento, los sectarios revelaron su verdadera apariencia: cuerpos grises y deformes, espadas afiladas en lugar de brazos, cabezas en forma de espirales compuestas en su totalidad de purulentos y siniestros ojos brillantes; seres nacidos de las más insensatas pesadillas del infierno sideral.

Lejos de sorprenderse, Chalmers hizo tronar sus nudillos.

—Mi fe no recae en ningún dios, solo en mi patrona, la señorita Corwen.

—Que formas tan curiosas... —señaló Lyra.

La exhibición era diferente a las dos anteriores. Cada obra ocupaba dimensiones que buscaban simular la realidad, por no decir que eran gigantes; replicaban escenas históricas de manera magistral, a la vez que tétrica. Era como pasearse por múltiples sets de filmación.

La visitante vio en uno de los enormes escenarios réplicas exactas del Zar y sus hijas siendo descuartizadas por una vorágine de campesinos rabiosos. Al fondo, camuflada en la oscuridad, una figura infernal con cabeza de becerro se asomaba. El efecto estremecedor de la obra era incrementado por el inquietante realismo impregnado en cada minúsculo detalle.

Killed Tsar and his ministers, Anastasia screamed in vain —tarareó Lyra.

Otro enorme escenario, casi tan grande como la Ópera de Montecarlo, mostraba una instantánea sacada directo del averno. La representación era precedida por una gigantesca bandera negra con una S rúnica grabada en plata, a la derecha e izquierda otras dos banderas de igual tamaño mostraban la esvástica nazi que se alzaba majestuosa, presentando con orgullo un evento de carácter ceremonial; la unión de dos almas en matrimonio.

—Boda Anhenerbe, una de las mejores reproducciones de Ben —explicó el profesor Armitage.

Los invitados, híbridas abominaciones mitad bestia, con elegantes trajes y vestidos de seda, miraban el sinuoso espectáculo que se desarrollaba desde el altar; allí los cónyuges humanos se miraban con una expresión escalofriante, que no mostraba ningún sentimiento relacionado al amor o felicidad.

Quien conducía la horrible ceremonia, haciendo a su vez de padre, era una monstruosidad quimérica con cabeza de sapo y ojos saltones; la criatura extendía seis manos desde una túnica negra, sosteniendo diversos objetos y materiales: pan, sal, citrino, muérdago, una corona de hierro y lo que parecía una espada, cuya desconcertante forma revelaba que no había sido diseñada para ser empuñada por manos humanas, al igual que en las anteriores exhibiciones la escena poseía un realismo demencial, rebosante de imaginación y genio enfermizo.

Fue fácil para la rubia deducir que Clockwork había sido un loco, depravado y perverso, a tenor de la adoración que demostraba hacia el mal y la degradación moral en sus formas más decadentes.

—De no haber sido un lunático arrogante, me habría caído bien —dijo para sus adentros.

Al final se presentó un sangriento campo de batalla. Soldados aplastados y destruidos, hombres paralizados por el agarre de la mirada de las mil yardas, trincheras atestadas de lodo y cadáveres. En el centro de aquel evento había algo que no parecía parte de la idea original del artista, un grupo de encapuchados se hallaba de rodillas frente a un ser monstruoso, alguna clase de humanoide de piel gris y agrietada con una siniestra espiral roja por rostro.

—Tirysal-Goh —reconoció Corwen con invencible repugnancia—. Supuesto dios de la inmortalidad, un ser tan feo que es difícil de ver.

El gerente fijó sus negros ojos sobre la empresaria.

—Entonces conoce al Gran Perpetuo, maestro inmortal.

Ella se mordió el labio y meneó la cabeza.

—Dios, un título pretencioso. Soy aficionada al ocultismo, conozco personas. Según entiendo, esa cosa es un dios menor, fue adorado hace siglos por tribus degeneradas en el sudeste de África, caníbales. —Lanzó una sonrisa condescendiente a la figura de cera—. Que creencias tan divertidas tenían nuestros antepasados.

La actitud del profesor Armitage había estado volviéndose progresivamente perturbadora, y no se cuidaba de ocultarlo.

—No eran simples creencias. Tirysal-Goh es el señor de la verdad, otorga a los acólitos más fieles la vida eterna.

La rubia no le dio una importancia real a la abominable expresión del sujeto, ni a las locuras que decía, lo ignoraba como si tratara con un chiflado.

—La inmortalidad está sobrevalorada, en especial para los esclavos —dijo, levantando los hombros.

—¿Preparada para degustar la cuarta y última colección, señorita Corwen? —preguntó el hombre con una sonrisa tan amplia que los labios le sangraron.

—No puedo esperar...

Llegaron al final. Allí bostezaba una puerta de hierro, repleta de cadenas y candados, sobre la que había un símbolo alarmante para cualquier conocedor de las ciencias ocultas: dos lunas crecientes invertidas y unidas por un símbolo monstruoso, el sello de otro dios maligno, Tha-Ceidon, señor y padre del mal.

El guía rebuscó entre un manojo de llaves. Uno a uno abrió los candados hasta que las cadenas cayeron y la puerta cedió.

—Entre, él la espera... —le ordenó con una voz que se hacía más grave y espantosa.

La dama de rojo se adentró en la sala, era fría y penumbrosa como un mausoleo, las luces se encendían al son de sus pasos.

Allí las obras resultaron más extrañas que terroríficas, retrataban eventos que no reconocía. La primera representación simulaba ser una especie de palacio extraterrestre, con sus colores dorados y formas singulares inexistentes en la tierra. Una mujer de aspecto similar al humano se hallaba sentada sobre un trono hecho de criaturas iguales a ella que gesticulaban, víctimas de un sufrimiento terrible.

La mujer alienígena parecía preocupada, triste y desesperada, lo más inquietante era la sombra alargada con largos dientes puntiagudos que le susurraba al oído. En la parte baja del nicho estaba el título: «La emperatriz fue traicionada, y la humanidad condenada».

Corwen perdió el interés en la primera exhibición.

—No quiero insultar la memoria de Clockwork, pero esto es... decepcionante e incomprensible, esperaba más.

—Conociendo a Ben, estoy seguro que las siguientes obras le robarán el aliento... —respondió Armitage, moviendo su cabeza de forma anormal, era como si una fuerza ajena quisiera desprenderla del torso.

Lyra rio.

—Promesas, promesas...

Otra pieza surgió, iluminada por lámparas que fallaban de forma deliberada. El escenario replicaba lo que parecía ser el interior de un opulento castillo, ahora convertido en el rojo infierno de la muerte, con cuerpos desmembrados por doquier.

La imagen más extraña era retratada al fondo del pandemónium, donde una figura hecha de sangre gritaba con gran dolor mientras dos sombras le arrancaban los brazos y una tercera figura atravesaba su corazón con una lanza negra.

«Nació en la miseria, murió en la miseria», era el título de la obra.

Corwen sintió como todos los vellos de su cuerpo se erizaron al momento y un escalofrío ascendía por su espalda.

—Caray, creo que estoy aterrada. Ya había olvidado ese sentimiento tan excitante —dijo con aires nostálgicos—. ¿Sabe? Es curioso, se parece a una de mis propiedades en Birmingham...

—Antes de pasar a la última pieza de la colección, debe saber que sus acompañantes han sido ofrecidos como sacrificio... —le informó el profesor—. Usted nos será más útil.

—Me ha quitado un peso de encima, así ya no tendré que pagarles —bromeó, dedicándole una gran sonrisa—. Aunque no lo crea, no son tan inútiles como parecen. Solo los mejores trabajan para mí.

El cuerpo del guía había experimentado cambios. La cara se retorció en una curva que se deslizaba al infinito y su cuerpo alcanzó el doble de altura. Al igual que los demás, era un monstruo.

—La última pieza espera por usted —dijo con algo parecido a una voz, pero más cercano al zumbido de miles de moscas.

Los sectarios se abalanzaron contra Coraline con inverosímil salvajismo, iban a destrozarla como fin de tributo a su dios blasfemo en la búsqueda de conseguir bendiciones. Pero la procesión de pesadillas se detuvo a milímetros de la joven, algo les había ordenado parar. La estudiante cambió su expresión de terror por alivio, en un instante todos sus temores la abandonaron.

—Cuando no fui capaz de leer sus mentes, pensé en que eran idiotas. La verdad es que no hay nada ahí dentro, ni una pizca de voluntad propia, mucho menos imaginación, no es común, jodidamente raro...

Las criaturas se hicieron a un lado, ahora servían a otra entidad, una mucho más peligrosa que Tirysal-Gho.

—Aún queda una parte de quienes solían ser.

La estudiante se dirigió a las máquinas de comida chatarra e introdujo una moneda, a cambio recibió una bolsa de frituras.

—Sentí los azotes mentales de la cosa que los dejó vacíos, ese bastardo perforó sus cerebros, se llevó cosas importantes, cosas con las que suelo trabajar. ¡Ja! Que tonta fui, estaban en modo automático, solo había que dar una orden —mencionó con la boca llena de papitas—. Esa cosa tirisaglho es fuerte, pero como de costumbre... no tanto como yo.

Sam se lavó el rostro, tomó aire y se enfrentó a su reflejo.

—Tú puedes hacerlo, ella confía en ti —se decía a sí misma.

Salió del baño en silencio. Al ver la galería de pesadillas que debía atravesar, suspiró abrumada.

—Vaya suerte...

—Señorita, ¿está usted perdida? —preguntó una voz a su espalda. Ella dio un respingo.

Al enfrentar a su interrogador descubrió a cuatro trabajadores del museo, dos hombres y dos mujeres, la miraban con irrefrenable y perturbadora alegría.

—Voy de salida, estoy bien —respondió, nerviosa.

—No es recomendable entrar sin compañía a la colección de los asesinos. Suelen atacar a los visitantes solitarios —respondió uno de los jóvenes, en la placa del uniforme se leía su nombre: Liam.

La pelirroja hizo una mueca, preguntándose si había escuchado bien.

—¿Atacar? No lo dicen de forma literal, ¿o sí?

—Les gusta matar, toman la piel y los órganos, luego colocan las partes sobre sus carcasas de cera. Idiotas. Desean volver a ser humanos —explicó una de las chicas, era rubia y de ojos saltones, Isabel.

—Tenemos que limpiar las figuras con frecuencia —añadió Sarah, la otra muchacha, la más baja de los cuatro—. Es muy común encontrar deliciosos restos humanos en los armarios o repartidos por el museo.

Isabel rompió en carcajadas estridentes.

—Son traviesos, los amo...

Samantha soltó una risita de absoluto pánico, quiso evadirlos, pero insistieron en ir con ella.

—El peligro es real, permita que le hagamos compañía —dijo el último de los empleados, un muchacho alto y de piel oscura, André.

Sam asintió a regañadientes. Aquellos "trabajadores" eran diferentes a los demás. Sí, sonreían como desquiciados, pero al menos parecían humanos; sus pupilas aún albergaban la chispa de la vida.

Tener que desfilar de nuevo ante la mirada muerta de los asesinos era estremecedor, pero hacerlo en compañía de cuatro maniáticos que no le quitaban los ojos de encima llevó la situación a un nivel intolerable.

—¿Cree en Dios, señorita? —preguntó Isabel.

—A veces —respondió la pelirroja, cortante—. Justo ahora es un buen momento.

—¡Nosotros lo conocemos! —replicó con aterradora emoción—. Es tan hermoso, muy pronto seremos hermosos como él. Todos serán como él. Venceremos a la muerte, a la oscuridad eterna.

Samantha aceleró el paso en un intento de ignorar los enloquecidos comentarios. Su estómago rugía como un león, el miedo le provocaba hambre, mucha hambre. En su pánico desmedido, comenzó a murmurar la que antes era su comida favorita.

—Pescado con papas fritas, pastel de chocolate, croissant...

Una daga de quince centímetros se clavó en su espalda. Sam cayó de cara sin poder gritar, sobre ella descendieron letales puñaladas; una y otra vez los filos cortaron la carne mientras un torrente de sangre se deslizaba hacia el nicho de Jhon Haigh.

—¿Cómo sabremos si funciona? —preguntó Sarah.

—Funcionará —respondió André—. El profesor solo tuvo que hacer un sacrificio para recibir la primera bendición. Estamos listos, el cambio vendrá...

—Ingrid dice que debe haber sentimientos fuertes de por medio para que sea aceptado y agradecido —añadió Liam, retirando la hoja de su cuchillo—. Les dije que debíamos torturarla.

Sarah tuvo una idea.

—Creo que aún no está muerta, hay una bolsa de lejía en el taller, podríamos...

Los planes de los asesinos fueron destruidos cuando una fuerza descomunal decapitó a Sarah. Su cabeza voló hasta la canasta bajo la guillotina.

—Tirysal-Gho, protégenos... —rezó Liam al ver como el resto de su amiga era aferrado por el demonio en persona, un ser delgado y feroz, sus grandes fauces mordieron con tal fuerza el cuello de la joven que botaron la cabeza.

André retrocedió con inexpresable horror.

—¿Cómo...?

Garras afiladas, largos colmillos curvados, ojos resplandecientes como esmeraldas malditas, una melena de fuego y, sobre todo, hambre, un hambre insaciable.

Los atónitos empleados miraban sin aliento mientras eso se alimentaba del cadáver decapitado, el sonido de los mordiscos resultaba perturbador, parecía un león al cual hubiesen privado de alimento durante semanas, en su éxtasis voraz partió en dos el pequeño cuerpo de Sarah y levantó ambas partes para bañarse en la sangre.

André y compañía intentaron pedir ayuda al dios que rendían culto, pero el terror había secado cualquier fuente de lenguaje demente o cuerdo.

La bestia fijó su atención en las demás presas. Ahí estaban las facciones de Samantha Gray; la apariencia de la pelirroja había pasado de agradable y tímida a una pesadilla sanguinaria.

Liam fue el siguiente. La vampira llegó a él con una velocidad imposible, de un zarpazo las vísceras cayeron al piso, luego clavó sus colmillos en el cuello, rompiendo huesos y desgarrando la carne, el cuerpo se contrajo como un globo al ser desinflado. Los sobrevivientes corrieron. No habían sido bendecidos por el repulsivo dios de la inmortalidad, no tenían ninguna oportunidad.

Moviéndose como una sigilosa pantera, Sam les dio alcance, las paredes se pintaron de rojo y los asesinos esculpidos en cera sonrieron complacidos, era una matanza digna de ver.


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